Dentro y fuera – Hermann Hesse

Había una vez un hombre llamado Frederick; se dedicaba a tareas intelectuales y poseía una amplia extensión de conocimientos. Sin embargo, no todos los conocimientos significaban lo mismo para él, ni apreciaba cualquier actividad intelectual. Tenía preferencia por un cierto tipo de pensamiento, desdeñando y detestando los otros. Sentía un profundo amor y respeto por la lógica -ese método admirable- y, en general, por lo que él llamaba «ciencia».

«Dos y dos son cuatro -acostumbraba a decir-. Esto es lo que creo; y el hombre debe construir su pensamiento sobre la base de esta verdad.»

No ignoraba, sin duda, que existían otras clases de pensamiento y cultura; pero no los consideraba como «ciencia», y tenía una pobre opinión de ellos. Aunque librepensador, no era intolerante con la religión. La religión estaba fundada en un tácito acuerdo entre científicos. Durante varios siglos su ciencia había abarcado casi todo lo que existía sobre la tierra y era digno de conocerse, con una sola excepción: el alma humana. Con el transcurso del tiempo, se convirtió en costumbre abandonar esta materia a la religión, y permitir sus especulaciones sobre el alma, aunque sin considerarlas seriamente. Según esto, Frederick era también tolerante en lo referente a la religión; no obstante, todo lo que significaba superstición le era profundamente odioso y repugnante. Pueblos lejanos, incultos y retrasados podían recurrir a ella; en la remota antigüedad podía admitirse el pensamiento místico o mágico; pero con el nacimiento de la ciencia y de la lógica esas anticuadas y dudosas herramientas carecían de sentido.

Eso es lo que decía y lo que pensaba. Cuando algún vestigio de superstición aparecía ante él, se encolerizaba Y sentía como sí hubiese sido atacado por algo hostil.

No obstante, lo que más le irritaba era hallar tales vestigios entre hombres de su propia clase, educados y versados en los principios del pensamiento científico. Y nada le era tan doloroso e intolerable como el concepto escandaloso -que había oído recientemente formulado y discutido incluso por hombres de gran cultura-, la idea absurda de que el «pensamiento científico» no era posiblemente un hecho supremo, independiente del tiempo, eterno, preordenado e inexpugnable, sino sólo uno de tantos, una transitoria manera de pensar, no impenetrable al cambio y a la decadencia. Esa creencia irreverente, destructiva y venenosa se extendía; ni el propio Frederick era capaz de negarlo; había surgido al azar como resultado de la angustia originada en todo el mundo por la guerra, la revolución, y el hambre, a la manera de un aviso, como espiritual escritura de una blanca mano sobre un blanco muro.

Mientras más sufría Frederick por la existencia de esa idea y por lo profundamente que lograba afligirle, más apasionadamente la atacaba, tanto a ella como a aquéllos a quienes sospechaba sus secretos defensores. Hasta entonces sólo muy pocas personas verdaderamente cultivadas habían proclamado abierta y francamente su fe en la nueva doctrina, que parecía destinada, de lograr difusión y fuerza, a destruir todos los valores espirituales sobre la tierra y a provocar el caos. Pero la situación no había llegado aún a tal extremo y los dispersos mantenedores eran tan pocos en número que cabía considerarlos como casos singulares y excéntricos, elementos peculiares. Pero una gota del veneno, una emanación de esa idea, podía ser percibida en cualquier momento. De un modo u otro podían surgir entre el pueblo y los medios cultivados una serie de nuevas doctrinas esotéricas, con sus sectas y discípulos; el mundo estaba lleno de ellas, por doquier se veía amenazado por la superstición, el misticismo, los cultos espirituales y otras fuerzas misteriosas, a las cuales era necesario combatir; pero la ciencia, por un particular sentimiento de debilidad, les había concedido hasta el presente vía libre.

Un día, Frederick visitó a uno de sus amigos, con quien frecuentemente había investigado. Hacía algún tiempo que no lo había visto. Mientras iba subiendo por la escalera de la casa, intentó recordar cuándo y dónde había estado por última vez en compañía de su amigo, pero, aunque se enorgullecía de su excelente memoria, no lo conseguía. Imperceptiblemente molesto y malhumorado, mientras aguardaba ante la puerta de su amigo intentó liberarse de esta sensación.

Apenas había saludado a Erwin, su amigo, cuando advirtió en su cordial semblante una cierta aunque reprimida sonrisa, que le pareció advertir por primera vez. Apenas vio aquella sonrisa, en cierto modo burlona u hostil pese a su apariencia amistosa, recordó inmediatamente lo que estuvo buscando infructuosamente en su memoria: su último y anterior encuentro con Erwin. Recordó que se habían separado sin haber discutido, desde luego, pero con una sensación de discordia interna y disgusto, porque Erwin había prestado entonces muy escaso apoyo a sus ataques contra los dominios de la superstición.

Era extraño. ¿Cómo podía haber olvidado aquello por completo? Comprendió también que ésa era la única razón de haber evitado a su amigo durante tanto tiempo, simplemente ese descontento, y que desde el principio había sido consciente de ello, aunque se inventó una multitud de excusas para el repetido aplazamiento de esta visita.

Ahora se enfrentaban el uno al otro; Frederick sintió que la pequeña grieta de aquel día había experimentado un tremendo ensanchamiento. Intuyó que algo fallaba entre él y Erwin, algo que hasta entonces siempre estuvo presente: un aura de solidaridad, de espontánea comprensión, de afecto incluso. Ahora existía un vacío. Se saludaron; hablaron del tiempo, de sus conocidos, de su salud y -Dios sabe por qué- a cada palabra Frederick tuvo la molesta sensación de que no comprendía bien a su amigo, de que Erwin no lo conocía realmente, de que sus palabras estaban errando el blanco, de que no era posible hallar ninguna base común para una verdadera conversación. Con mayor motivo por cuanto Erwin exhibía aún en su rostro aquella amistosa sonrisa, que Frederick estaba empezando casi a odiar.

Durante una pausa en la laboriosa conversación, Frederick miró en torno suyo al estudio que conocía tan bien y vio una hoja de papel clavada con un alfiler en la pared. Esta imagen lo conmovió extrañamente y despertó antiguos recuerdos: hacía mucho tiempo, en sus años de estudiante, Erwin tenía ese hábito, a veces, para conservar el dicho de un pensador o el verso de un poeta frescos en su mente. Se levantó y se dirigió hacia la pared para leer el papel.

Allí, en la bella escritura de Erwin, leyó las siguientes palabras: «Nada está fuera, nada está dentro; pues lo que está fuera está dentro».

Pálido, permaneció inmóvil durante un momento. ¡Allí estaba! ¡Eso era lo que temía! En otra ocasión habría ignorado aquella hoja de papel, la habría tolerado caritativamente como una genialidad, como una debilidad inocente a la que cualquiera estaba expuesto, quizá como un frívolo sentimentalismo que pedía indulgencia. Pero ahora era diferente. Sintió que esas palabras no habían sido escritas por un fugaz impulso poético, no era por capricho que Erwin había vuelto después de tantos años a la práctica de su juventud. ¡Aquella frase era una confesión de misticismo!

Lentamente se volvió para mirarle el rostro, cuya sonrisa era de nuevo radiante.

-¡Explícame esto! -exigió.

Erwin hizo un gesto afirmativo con la cabeza, lleno de amistad.

-¿Nunca has leído este dicho?

-¡Naturalmente! -gritó Frederick-. Claro que lo conozco. Es misticismo, es gnosticismo. Quizá sea poético, pero… ¡De todas formas, explícamelo, y dime por qué lo has puesto en la pared!

-Con mucho gusto -dijo Erwin-. El dicho es una primera introducción a una epistemología que he estado investigando últimamente, y que me ha proporcionado ya muchas satisfacciones.

Frederick reprimió su arrebato. Preguntó:

-¿Una nueva epistemología? ¿Qué es? ¿Cómo se llama?

-¡Oh -contestó Erwin-, únicamente es nueva para mí. Es ya muy antigua y venerable. Se llama magia.

La palabra había sido pronunciada. Asombrado y sobrecogido por tan cándida confesión, Frederick comprendió con un estremecimiento que se hallaba enfrentado cara a cara con el archienemigo en la persona de Erwin. No sabía si estaba más cerca de la rabia o de las lágrimas; lo poseía un amargo sentimiento de irreparable pérdida. Durante una larga pausa permaneció callado.

Luego, con pretendida decisión en la voz, atacó:

-¿Así que deseas ahora convertirte en un mago?

-Sí -contestó Erwin sin vacilar.

-Una especie de aprendiz de brujo, ¿eh?

-Ciertamente.

Hubo tanta quietud que podía oírse el tictac de un reloj en la habitación contigua.

Frederick agregó después:

-Esto significa que abandonas toda relación con la ciencia seria y, por tanto, toda relación conmigo.

-Espero que no sea así -contestó Erwin-. Pero si no hay otro remedio, ¿qué puedo hacer?

-¿Qué puedes hacer? -estalló Frederick-. ¡Rompe, rompe de una vez por todas con esa puerilidad, con esa vil y despreciable creencia en la magia! Eso puedes hacer, si deseas conservar mi respeto.

Erwin sonrió un poco, aunque también su alegría se había desvanecido.

-Hablas como si… -murmuró, tan suavemente que a través de sus quedas palabras la irritada voz de Frederick aún parecía resonar por toda la habitación-, hablas como si eso estuviese dentro de mi voluntad, como si me quedara elección, Frederick. No es ése el caso. No tengo, ninguna elección. No fui yo quien escogió la magia: ella me escogió a mí.

Frederick suspiró, profundamente.

-Entonces, adiós -dijo hastiadamente, y se levantó sin ofrecerle su mano.

-¡Así, no! -exclamó Erwin-. No debes separarte de mí de ese modo. Imagina que uno de nosotros yace en su lecho de muerte -¡y en verdad que así es!-, y que debemos decirnos adiós.

-¿Pero quién de nosotros va a morir, Erwin?

-Hoy probablemente yo, amigo mío. Cualquiera que desee nacer de nuevo, debe estar preparado para morir.

Una vez más Frederick se dirigió a la hoja de papel y leyó el dicho.

-Muy bien -admitió al fin-. Tienes razón, no sirve para nada separarnos con ira. Haré lo que deseas; imaginaré que uno de nosotros se está muriendo. Antes de irme, quiero pedirte una última cosa.

-Me alegro -repuso Erwin-. Dime, ¿qué atención puedo demostrarte en nuestra despedida?

-Repito mi primera pregunta, y ésta es también mi petición: explícame ese dicho lo mejor que puedas.

Erwin reflexionó un momento y luego dijo:

-Nada está fuera, nada está dentro. Conoces el significado religioso de esto: Dios está en todas partes. Está en el espíritu y también en la naturaleza. Todo es divino, porque Dios es todo. Antiguamente esto recibía el nombre de panteísmo. En lo que concierne al significado filosófico, estamos acostumbrados a separar el dentro del fuera en nuestro pensamiento; sin embargo, esto no es necesario. Nuestro espíritu es capaz de superar los límites que hemos fijado para él, en el Más Allá. Más allá del par de antítesis que constituye nuestro mundo, comienza un nuevo y diferente conocimiento… Pero, mi querido amigo, debo confesarte que desde que mi pensamiento ha cambiado ya no existen para mí palabras ambiguas ni dichos: cada palabra tiene decenas, centenares de significados. Y ahí empieza lo que temes… la magia.

Frederick. frunció las cejas y estuvo a punto de interrumpirle. Pero Erwin lo miró de forma desarmante y continuó, hablando más distintamente:

-Déjame darte un ejemplo. Llévate algo mío, cualquier objeto, y examínalo un poco de cuando en cuando. Pronto el principio del dentro y el fuera te revelará uno de sus muchos significados.

Dio una ojeada en tomo a la habitación, tomó una pequeña estatuilla de arcilla de un anaquel, y se la dio a Frederick, diciendo:

-Toma esto como regalo de despedida. ¡Cuando este objeto que coloco en tus manos cese de estar fuera de ti y esté dentro de ti, ven a mí de nuevo! ¡Pero si permanece fuera de ti, tal como está ahora, para siempre, entonces esta separación tuya de mí será también para siempre!

Frederick quiso hablar todavía, pero Erwin tomó su mano, la estrechó, y se despidió de él con una expresión que no admitía réplica.

Frederick se retiró; descendió la escalera (¡qué largo le pareció el tiempo desde que la había subido!); se dirigió a través de las calles a su casa, perplejo y angustiado, con la pequeña figura de barro en la mano.

Se detuvo frente a su morada, apretó fieramente el puño sobre la estatuilla durante un momento, y sintió un irresistible impulso de romper el ridículo objeto contra el suelo. Nunca se había sentido tan agitado, tan movido por emociones antagónicas.

Buscó un lugar para el obsequio de su amigo, y puso la figura en la parte superior de un estante de su librería. Por el momento la dejó allí.

Ocasionalmente, según fueron pasando los días, la miró, meditando sobre ella y sus orígenes, considerando el significado que tan disparatado objeto iba a tener para él. Se trataba de una pequeña figura que representaba un hombre, o un dios, o un ídolo , con dos rostros, como el dios romano Jano, modelada más bien toscamente en arcilla y cubierta con un barniz tostado y algo cuarteado. La pequeña imagen tenía un aspecto grosero e insignificante; no era desde luego una obra griega o romana; probablemente se trataba del trabajo de alguna raza inferior y primitiva de África o de los Mares del Sur. Los dos rostros, que eran exactamente iguales, mostraban una sonrisa apática, indolente y débilmente burlona; el pequeño gnomo prodigaba su estúpida sonrisa de modo en especial desagradable.

Frederick no pudo acostumbrarse a la figura. Le resultaba totalmente inestética y ofensiva, se interponía en su camino, lo turbaba. Ya al día siguiente la tomó para dejarla sobre la estufa, y pocos días después la trasladó a un aparador. Pero una y otra vez aparecía en el campo de su visión, como si le estuviese imponiendo su presencia; se reía de él fría y estúpidamente, se daba tono, exigía atención. Tras unas cuantas semanas la puso en la antecámara, entre las fotografías de Italia y los recuerdos triviales que jamás miraba nadie. Ahora, al menos, sólo veía al ídolo al entrar o al salir, pasaba junto a él rápidamente, sin prestarle atención. Pero, también allí el objeto lo fastidiaba, aunque no quiso admitirlo.

Con aquel juguete, con aquella monstruosidad de dos caras, la vejación y el tormento habían entrado en su vida.

Un día, meses más tarde, regresó de un corto viaje. Emprendía ahora tales excursiones de cuando en cuando, como si algo lo empujase secretamente. Entró en su casa, atravesó la antecámara, fue saludado por la criada, y leyó las cartas que lo aguardaban. Pero seguía intranquilo, como si hubiera olvidado algo importante; ningún libro lo tentaba, ningún sillón era cómodo. Empezó a torturar su mente, ¿cuál era la causa? ¿Había descuidado algo importante? ¿Comido algo que pudiese trastornarlo? Al reflexionar, descubrió que esta sensación de inquietud había aparecido al entrar en el apartamento. Volvió a la antecámara e involuntariamente su primera mirada buscó la figura de arcilla.

Un extraño terror se apoderó de él al no ver al ídolo. Había desaparecido. No estaba. ¿Se había marchado caminando con sus pequeñas piernas de barro? ¿Había volado? ¿Desapareció por artes mágicas?

Frederick recobró la calma y sonrió ante su nerviosismo. Luego empezó a buscar tranquilamente por toda la habitación. Al no encontrar nada, llamó a la criada. Parecía turbada, y admitió en seguida que se le había caído el objeto mientras limpiaba.

-¿Dónde está?

Ya no estaba en ninguna parte. Tan sólido como aparentaba ser el pequeño objeto, ella lo tuvo a menudo en sus manos. Sin embargo, se había roto en mil pedazos. Llevó los fragmentos a un taller, donde simplemente se rieron de ella. Luego los había tirado.

Frederick despidió a la criada. Sonrió. Se sentía contento. ¡Qué poco le importaba el ídolo! La abominación había desaparecido; ahora tendría paz. ¿Por qué no habría deshecho el objeto a golpes desde el primer día? ¡Cómo había sufrido todo aquel tiempo! ¡De qué forma indolente, extraña, astuta, perversa, diabólica le había sonreído el ídolo! Ahora que había desaparecido, podía admitir la verdad: había temido verdadera y sinceramente a aquel dios de barro. ¿No era emblema y símbolo de todo cuanto le era repugnante e intolerable, de todo cuanto reconoció siempre como pernicioso, hostil y digno de supresión? ¿Un estandarte de todas las supersticiones, de todas las tinieblas, de toda coerción de la conciencia y el espíritu? ¿No representaba la horrible fuerza que se siente a veces bramando en las entrañas de la tierra, ese lejano terremoto, esa próxima extinción de la cultura, ese naciente caos? ¿No le había robado aquella despreciable figura a su mejor amigo, es más, no robado, sino convertido en enemigo? Ahora el objeto había desaparecido. Desvanecido. Roto en mil pedazos. Acabado. Era mucho mejor que si lo hubiera destruido por sí mismo.

Eso pensó, o dijo. Y volvió a sus asuntos como antes.

Pero la maldición persistió. Justamente cuando había conseguido acostumbrarse más o menos a aquella ridícula figura, precisamente cuando verla en su lugar habitual en la mesa de la antecámara se le había hecho gradualmente familiar y nada importante, era cuando su ausencia empezó a atormentarlo. Sí, la echaba de menos cada vez que cruzaba aquella estancia; veía constantemente el espacio vacío donde había estado, y el vacío emanaba de aquel lugar y llenaba la habitación entera.

Malos días y peores noches empezaron para Frederick. Ya no podía atravesar la antecámara sin pensar en el ídolo de las dos caras, sin echarlo de menos, sin sentir que sus pensamientos estaban unidos a él. Una agónica obsesión creció en su interior. Y no era simplemente al cruzar aquel cuarto cuando se sentía prisionero de su obsesión. De la misma forma en que el vacío y la desolación irradiaban del ahora vacío lugar en la mesa de la antecámara, aquella idea obsesiva irradiaba dentro de él, empujaba todo lo demás a un lado, enconándolo y llenándolo de extrañeza y desolación.

Una y otra vez imaginó la figura con suma claridad, para demostrarse a sí mismo lo absurdo de afligirse por su pérdida. Pudo verla en toda su estúpida fealdad y barbarie, con su vacua pero astuta sonrisa, con sus dos caras; impulsado como por una coacción, lleno de odio y con la boca torcida, se descubrió a sí mismo intentando reproducir aquella sonrisa. Le incomodaba la duda de si las dos caras eran en realidad exactamente iguales. ¿No tenía una de ellas, quizá simplemente por una pequeña aspereza o cuarteo en el barniz, una expresión algo distinta? ¿Algo raro? ¿Algo enigmático? ¡Qué peculiar era el color de aquel barniz! El verde y el azul y el gris, pero también el rojo, se mezclaban en él. Era un barniz que ahora hallaba a menudo en otros objetos, en una reflexión del sol de la ventana o en los reflejos de un húmedo pavimento.

Cavilaba mucho sobre aquel barniz, incluso por la noche. Le extrañó igualmente lo extraña, rara, malsonante, poco familiar, casi maligna que era la palabra «barniz». La analizó hasta invertir el orden de sus letras. Entonces leía «zinrab». Pero, ¿de dónde demonios tomaba su sonido aquella palabra? Conocía la palabra «zinrab», por supuesto que sí; además, era una palabra hostil y mala, una palabra con perversas e inquietantes implicaciones. Durante mucho tiempo lo atormentó esa pregunta. Finalmente dio con la respuesta: «zinrab» le recordaba un libro que había comprado y leído hacía muchos años durante un viaje, y que lo había aterrado, atormentado, pero fascinado secretamente; se titulaba Princesa Zinraka. Era como una maldición: todo lo relacionado con la estatuilla -el barniz, el azul, el verde, la sonrisa- significaba hostilidad, eran sinónimos de torturas y venenos. ¡De qué forma tan peculiar en otro tiempo Erwin, su amigo, había sonreído mientras ponía el ídolo en su mano! Una forma muy peculiar, muy significativa, muy hostil.

Frederick resistió valientemente -y muchos días no sin éxito- la tendencia obsesiva de sus pensamientos. Presentía el peligro claramente: ¡volverse loco! No, era mejor morir. La razón es necesaria, la vida no. Y se le ocurrió que quizá eso era la magia, que Erwin, con la ayuda de aquella figura, lo había encantado en cierto modo, y que debería sucumbir en un sacrificio como el defensor de la razón y la ciencia contra aquellos funestos poderes. Sin embargo, de ser así, si eso era posible, la magia existía, la hechicería existía. ¡No, mejor era morir!

Un médico le recomendó paseos y baños. A veces, en busca de distracción, pasaba la noche en una posada. Pero no le sirvió de nada. Maldecía a Erwin y se maldecía a sí mismo.

Una noche, como solía hacer ahora con frecuencia, se retiró temprano y estuvo inquieto en la cama, imposibilitado de dormir. Se sentía indispuesto e intranquilo. Deseaba meditar, deseaba hallar tranquilidad, decirse cosas reconfortantes, tranquilizadoras, frases de recta serenidad y claridad. «Dos y dos son cuatro». Nada vino a su mente; en un estado casi de delirio musitó sonidos y sílabas para sí. Gradualmente las palabras se formaron en sus labios, y varias veces, sin comprender su significado, repitió la misma frase para sí, como si hubiese tomado forma en él de algún modo. La murmuró una y otra vez, como si absorbiese una droga, como si en ella buscase a tientas su camino hacia el sueño que lo eludía en el estrecho sendero que bordeaba el abismo.

Pero súbitamente, al levantar un poco la voz, las palabras que estaba musitando penetraron en su conciencia. Las conocía: «¡Sí, ahora estás dentro de mí!» E instantáneamente comprendió. ¡Supo lo que significaban, que se referían al ídolo de arcilla, que entonces, en aquella hora gris de la noche, se había cumplido puntual y exactamente la profecía que Erwin le había hecho un espantoso día, que la figura que sostuvo desdeñosamente en sus dedos ya no estaba fuera de él sino dentro de él! «Pues lo que está fuera está dentro».

Incorporándose de un salto, experimentó como si le estuvieran haciendo una transfusión de hielo y fuego. El mundo vacilaba a su alrededor, los planetas lo miraban fija y alocadamente. Encendió la luz, se puso algunas ropas, abandonó su casa y corrió en plena noche hacia la casa de Erwin. Vio una luz encendida en la ventana del estudio que conocía tan bien; la puerta de la casa estaba abierta: todo parecía estar esperándolo. Subió precipitadamente la escalera. Penetró con paso inseguro en el estudio de Erwin y se apoyó con temblorosas manos sobre la mesa. Erwin se hallaba sentado junto a la lámpara, bajo su suave luz, pensativo y sonriente.

Cortésmente Erwin se puso en pie.

-Has venido. Eso está bien.

-¿Has estado esperándome? -preguntó Frederick.

-He estado esperándote, como sabes, desde el momento en que te fuiste de aquí con mi pequeño obsequio. ¿Ha sucedido lo que dije entonces?

-Ha sucedido -admitió-. El ídolo está dentro de mí. Ya no puedo soportarlo más.

-¿Puedo ayudarte? -preguntó Erwin.

-No lo sé. Haz lo que quieras. ¡Explícame más acerca de tu magia. Dime si el ídolo puede salir de mí otra vez.

Erwin puso su mano sobre el hombro de su amigo. Lo condujo hacia un sillón y lo obligó a sentarse en él. Luego dijo cordialmente, en un casi fraternal tono de voz:

-El ídolo saldrá de ti otra vez. Ten confianza en mí. Ten confianza en ti mismo. Has aprendido a creer en él. ¡Ahora aprende a amarlo! Está dentro de ti, pero continúa muerto, es aun un fantasma para ti. ¡Despiértalo, háblale, pregúntale! ¡Pues es tú mismo! ¡No lo odies, no le temas, no lo atormentes! ¡Cómo has atormentado a ese pobre ídolo, que sin embargo eras tú mismo! ¡Cómo te has atormentado a ti mismo!

-¿Es ése el camino de la magia? -preguntó Frederick. Se hallaba profundamente hundido en el sillón, como si hubiera envejecido, y su voz era débil.

-Ese es el camino -contestó Erwin-, y quizá has dado ya el paso más difícil. Has hallado por experiencia que el fuera puede convertirse en el dentro. Has estado más allá del par de antítesis. ¡Te pereció el infierno; aprende ahora, amigo mío, qué es el cielo!. Porque es el cielo el que te espera. Mira, esto es la magia: intercambiar el fuera y el dentro. Pero no por el impulso, ni con la angustia, como tú lo has hecho, sino libremente, voluntariamente. Llama al pasado, llama al futuro: ¡ambos se hallan en ti! Hasta hoy has sido el esclavo del dentro. Aprende a ser su dueño. Eso es la magia.