Los tres anillos – Giovanni Boccaccio

Años atrás vivió un hombre llamado Saladino, cuyo valor era tan grande que llegó a sultán de Babilonia y alcanzó muchas victorias sobre los reyes sarracenos y cristianos. Habiendo gastado todo su tesoro en diversas guerras y en sus incomparables magnificencias, y como le hacía falta, para un compromiso que le había sobrevenido, una fuerte suma de dinero, y no veía de dónde lo podía sacar tan pronto como lo necesitaba, le vino a la memoria un acaudalado judío llamado Melquisedec, que prestaba con usura en Alejandría, y creyó que éste hallaría el modo de servirle, si accedía a ello; mas era tan avaro, que por su propia voluntad jamás lo habría hecho, y el sultán no quería emplear la fuerza; por lo que, apremiado por la necesidad y decidido a encontrar la manera de que el judío le sirviese, resolvió hacerle una consulta que tuviese las apariencias de razonable. Y habiéndolo mandado llamar, lo recibió con familiaridad y lo hizo sentar a su lado, y después le dijo:

-Buen hombre, a muchos he oído decir que eres muy sabio y muy versado en el conocimiento de las cosas de Dios, por lo que me gustaría que me dijeras cuál de las tres religiones consideras que es la verdadera: la judía, la mahometana o la cristiana.

El judío, que verdaderamente era sabio, comprendió de sobra que Saladino trataba de atraparlo en sus propias palabras para hacerle alguna petición, y discurrió que no podía alabar a una de las religiones más que a las otras si no quería que Saladino consiguiera lo que se proponía. Por lo que, aguzando el ingenio, se le ocurrió lo que debía contestar y dijo:

-Señor, intrincada es la pregunta que me haces, y para poderte expresar mi modo de pensar, me veo en el caso de contarte la historia que vas a oír. Si no me equivoco, recuerdo haber oído decir muchas veces que en otro tiempo hubo un gran y rico hombre que entre otras joyas de gran valor que formaban parte de su tesoro, poseía un anillo hermosísimo y valioso, y que queriendo hacerlo venerar y dejarlo a perpetuidad a sus descendientes por su valor y por su belleza, ordenó que aquel de sus hijos en cuyo poder, por legado suyo, se encontrase dicho anillo, fuera reconocido como su heredero, y debiera ser venerado y respetado por todos los demás como el mayor. El hijo a quien fue legada la sortija mantuvo semejante orden entre sus descendientes, haciendo lo que había hecho su antecesor, y en resumen: aquel anillo pasó de mano en mano a muchos sucesores, llegando por último al poder de uno que tenía tres hijos bellos y virtuosos y muy obedientes a su padre, por lo que éste los amaba a los tres de igual manera. Y los jóvenes, que sabían la costumbre del anillo, deseoso cada uno de ellos de ser el honrado entre los tres, por separado y como mejor sabían, rogaban al padre, que era ya viejo, que a su muerte les dejase aquel anillo. El buen hombre, que de igual manera los quería a los tres y no acertaba a decidirse sobre cuál de ellos sería el elegido, pensó en dejarlos contentos, puesto que a cada uno se lo había prometido, y secretamente encargó a un buen maestro que hiciera otros dos anillos tan parecidos al primero que ni él mismo, que los había mandado hacer, conociese cuál era el verdadero. Y llegada la hora de su muerte, entregó secretamente un anillo a cada uno de los hijos, quienes después que el padre hubo fallecido, al querer separadamente tomar posesión de la herencia y el honor, cada uno de ellos sacó su anillo como prueba del derecho que razonablemente lo asistía. Y al hallar los anillos tan semejantes entre sí, no fue posible conocer quién era el verdadero heredero de su padre, cuestión que sigue pendiente todavía. Y esto mismo te digo, señor, sobre las tres leyes dadas por Dios Padre a los tres pueblos que son el objeto de tu pregunta: cada uno cree tener su herencia, su verdadera ley y sus mandamientos; pero en esto, como en lo de los anillos, todavía está pendiente la cuestión de quién la tenga.

Saladino conoció que el judío había sabido librarse astutamente del lazo que le había tendido, y, por lo tanto, resolvió confiarle su necesidad y ver si le quería servir; así lo hizo, y le confesó lo que había pensado hacer si él no le hubiese contestado tan discretamente como lo había hecho. El judío entregó generosamente toda la suma que el sultán le pidió, y éste, después, lo satisfizo por entero, lo cubrió de valiosos regalos y desde entonces lo tuvo por un amigo al que conservó junto a él y lo colmó de honores y distinciones.

Griselda – Giovanni Boccaccio

Voy a contar de un marqués no una cosa magnífica, sino una solemne barbaridad, aunque terminase con buen fin; la cual no aconsejo a nadie que la imite porque una gran lástima fue que a aquél le saliese bien. Hace ya mucho tiempo, fue el mayor de la casa de los marqueses de Saluzzo un joven llamado Gualtieri, el cual estando sin mujer y sin hijos, no pasaba en otra cosa el tiempo sino en la cetrería y en la caza, y ni de tomar mujer ni de tener hijos se ocupaban sus pensamientos; en lo que había que tenerlo por sabio. La cual cosa, no agradando a sus vasallos, muchas veces le rogaron que tomase mujer para que él sin herederos y ellos sin señor no se quedasen, ofreciéndole a encontrársela tal, y de tal padre y madre descendiente, que buena esperanza pudiesen tener, y alegrarse mucho con ello. A los que Gualtieri repuso:

-Amigos míos, me obligáis a algo que estaba decidido a no hacer nunca, considerando qué dura cosa sea encontrar alguien que bien se adapte a las costumbres de uno, y cuán grande sea la abundancia de lo contrario, y cómo es una vida dura la de quien da con una mujer que no le convenga bien. Y decir que creéis por las costumbres de los padres y de las madres conocer a las hijas, con lo que argumentáis que me la daréis tal que me plazca, es una necedad, como sea que no sepa yo cómo podéis saber quiénes son sus padres ni los secretos de sus madres; y aun conociéndolos, son muchas veces los hijos diferentes de los padres y las madres. Pero puesto que con estas cadenas os place anudarme, quiero daros gusto; y para que no tenga que quejarme de nadie sino de mí, si mal sucediesen las cosas, quiero ser yo mismo quien la encuentre, asegurándoos que, sea quien sea a quien elija, si no es como señora acatada por vosotros, experimentaréis para vuestro daño cuán penoso me es tomar mujer a ruegos vuestros y contra mi voluntad.

Los valerosos hombres respondieron que estaban de acuerdo con que él se decidiese a tomar mujer. Habían gustado a Gualtieri hacía mucho tiempo las maneras de una pobre jovencita que vivía en una villa cercana a su casa, y pareciéndole muy hermosa, juzgó que con ella podría llevar una vida asaz feliz; y por ello, sin más buscar, se propuso casarse con ella; y haciendo llamar a su padre, que era pobrísimo, convino con él tomarla por mujer. Hecho esto, hizo Gualtieri reunirse a todos sus amigos de la comarca y les dijo:

-Amigos míos, os ha placido y place que me decida a tomar mujer, y me he dispuesto a ello más por complaceros a vosotros que por deseo de mujer que tuviese. Sabéis lo que me prometisteis: es decir, que estaríais contentos y acataríais como señora a cualquiera que yo eligiese; y por ello, ha llegado el momento en que pueda yo cumpliros mi promesa y en que vos cumpláis la vuestra. He encontrado una joven de mi gusto muy cerca de aquí que entiendo tomar por mujer y traérmela a casa dentro de pocos días: y por ello, pensad en preparar una buena fiesta de bodas y en recibirla honradamente para que me pueda sentir satisfecho con el cumplimiento de vuestra promesa como vos podéis sentiros con el mío.

Los hombres buenos, todos contentos, respondieron que les placía y que, fuese quien fuese, la tendrían por señora y la acatarían en todas las cosas como a señora; y después de esto todos se pusieron a preparar una buena y alegre fiesta, y lo mismo hizo Gualtieri. Hizo preparar unas bodas grandísimas y hermosas, e invitar a muchos de sus amigos y parientes y a muchos gentileshombres y a otros de los alrededores; y además de esto hizo cortar y coser muchas ropas hermosas y ricas según las medidas de una joven que en la figura le parecía como la jovencita con quien se había propuesto casarse, y además de esto dispuso cinturones y anillos y una rica y bella corona, y todo lo que se necesitaba para una recién casada. Y llegado el día que había fijado para las bodas, Gualtieri, a la hora de tercia, montó a caballo, y todos los demás que habían venido a honrarlo; y teniendo dispuestas todas las cosas necesarias, dijo:

-Señores, es hora de ir a por la novia.

Y poniéndose en camino con toda su comitiva llegaron al villorrio; y llegados a casa del padre de la muchacha, y encontrándola a ella que volvía de la fuente con agua, con mucha prisa para ir después con otras mujeres a ver la novia de Gualtieri, cuando la vio Gualtieri la llamó por su nombre -es decir, Griselda- y le preguntó dónde estaba su padre; a quien ella repuso vergonzosamente:

-Señor mío, está en casa.

Entonces Gualtieri, echando pie a tierra y mandando a todos que esperasen, solo entró en la pobre casa, donde encontró al padre de ella, que se llamaba Giannúculo, y le dijo:

-He venido a casarme con Griselda, pero antes quiero que ella me diga una cosa en tu presencia.

Y le preguntó si siempre, si la tomaba por mujer, se ingeniaría en complacerle y en no enojarse por nada que él dijese o hiciese, y si sería obediente, y semejantemente otras muchas cosas, a las cuales, a todas contestó ella que sí. Entonces Gualtieri, cogiéndola de la mano, la llevó fuera, y en presencia de toda su comitiva y de todas las demás personas hizo que se desnudase; y haciendo venir los vestidos que le había mandado hacer, prestamente la hizo vestirse y calzarse, y sobre los cabellos, tan despeinados como estaban, hizo que le pusieran una corona, y después de esto, maravillándose todos de esto, dijo:

-Señores, ésta es quien quiero que sea mi mujer, si ella me quiere por marido.

Y luego, volviéndose a ella, que avergonzada de sí misma y titubeante estaba, le dijo:

-Griselda, ¿me quieres por marido?

A quien ella repuso:

-Señor mío, sí.

Y él dijo:

-Y yo te quiero por mujer.

Y en presencia de todos se casó con ella; y haciéndola montar en un palafrén, honrosamente acompañada se la llevó a su casa. Hubo allí grandes y hermosas bodas, y una fiesta no diferente de que si hubiera tomado por mujer a la hija del rey de Francia. La joven esposa pareció que con los vestidos había cambiado el ánimo y el comportamiento. Era, como ya hemos dicho, hermosa de figura y de rostro, y todo lo hermosa que era pareció agradable, placentera y cortés, que no hija de Giannúculo y pastora de ovejas parecía haber sido sino de algún noble señor; de lo que hacía maravillarse a todo el mundo que antes la había conocido; y además de esto era tan obediente a su marido y tan servicial que él se tenía por el más feliz y el más pagado hombre del mundo; y de la misma manera, para con los súbditos de su marido era tan graciosa y tan benigna que no había ninguno de ellos que no la amase y que no la honrase de grado, rogando todos por su bien y por su prosperidad y por su exaltación, diciendo (los que solían decir que Gualtieri había obrado como poco discreto al haberla tomado por mujer) que era el más discreto y el más sagaz hombre del mundo, porque ninguno sino él habría podido conocer nunca la alta virtud de ésta escondida bajo los pobres paños y bajo el hábito de villana. Y en resumen, no solamente en su marquesado, sino en todas partes, antes de que mucho tiempo hubiera pasado, supo ella hacer de tal manera que hizo hablar de su valor y de sus buenas obras, y volver en sus contrarias las cosas dichas contra su marido por causa suya (si algunas se habían dicho) al haberse casado con ella. No había vivido mucho tiempo con Gualtieri cuando se quedó embarazada, y en su momento parió una niña, de lo que Gualtieri hizo una gran fiesta. Pero poco después, viniéndosele al ánimo un extraño pensamiento, esto es, de querer con larga experiencia y con cosas intolerables probar su paciencia, primeramente la hirió con palabras, mostrándose airado y diciendo que sus vasallos muy descontentos estaban con ella por su baja condición, y especialmente desde que veían que tenía hijos, y de la hija que había nacido, tristísimos, no hacían sino murmurar. Cuyas palabras oyendo la señora, sin cambiar de gesto ni de buen talante en ninguna cosa, dijo:

-Señor mío, haz de mí lo que creas que mejor sea para tu honor y felicidad, que yo estaré completamente contenta, como que conozco que soy menos que ellos y que no era digna de este honor al que tú por tu cortesía me trajiste.

Gualtieri amó mucho esta respuesta, viendo que no había entrado en ella ninguna soberbia por ningún honor de los que él u otros le habían hecho. Poco tiempo después, habiendo con palabras generales dicho a su mujer que sus súbditos no podían sufrir a aquella niña nacida de ella, informando a un siervo suyo, se lo mandó, el cual con rostro muy doliente le dijo:

-Señora, si no quiero morir tengo que hacer lo que mi señor me manda. Me ha mandado que coja a esta hija vuestra y que… -y no dijo más.

La señora, oyendo las palabras y viendo el rostro del siervo, y acordándose de las palabras dichas, comprendió que le había ordenado que la matase; por lo que prestamente, cogiéndola de la cuna y besándola y bendiciéndola, aunque con gran dolor en el corazón sintiese, sin cambiar de rostro, la puso en brazos del siervo y le dijo:

-Toma, haz por entero lo que tu señor y el mío te ha ordenado; pero no dejes que los animales y los pájaros la devoren salvo si él lo mandase.

El siervo, cogiendo a la niña y contando a Gualtieri lo que dicho había la señora, maravillándose él de su paciencia, la mandó con ella a Bolonia a casa de una pariente, rogándole que sin nunca decir de quién era hija, diligentemente la criase y educase. Sucedió después que la señora se quedó embarazada, y al debido tiempo parió un hijo varón, lo que carísimo fue a Gualtieri; pero no bastándole lo que había hecho, con mayor golpe hirió a su mujer, y con rostro airado le dijo un día:

-Mujer, desde que tuviste este hijo varón de ninguna guisa puedo vivir con esta gente mía, pues tan duramente se lamentan que un nieto de Giannúculo deba ser su señor después de mí, por lo que dudo que, si no quiero que me echen, no tenga que hacer lo que hice otra vez, y al final dejarte y tomar otra mujer. La mujer le oyó con paciente ánimo y no contestó sino:

-Señor mío, piensa en contentarte a ti mismo y satisfacer tus gustos, y no pienses en mí, porque nada me es querido sino cuando veo que te agrada.

Luego de no muchos días, Gualtieri, de aquella misma manera que había mandado por la hija, mandó por el hijo, y semejantemente mostrando que lo había hecho matar, a criarse lo mandó a Bolonia, como había mandado a la niña; de la cual cosa, la mujer, ni otro rostro ni otras palabras dijo que había dicho cuando la niña, de lo que Gualtieri mucho se maravillaba, y afirmaba para sí mismo que ninguna otra mujer podía hacer lo que ella hacía: y si no fuera que afectuosísima con los hijos, mientras a él le placía, la había visto, habría creído que hacía aquello para no preocuparse más de ellos, mientras que sabía que lo hacía como discreta. Sus súbditos, creyendo que había hecho matar a sus hijos mucho se lo reprochaban y lo reputaban como hombre cruel, y de su mujer tenían gran compasión; la cual, con las mujeres que con ella se dolían de los hijos muertos de tal manera nunca dijo otra cosa sino que aquello le placía a aquel que los había engendrado.

Pero habiendo pasado muchos años después del nacimiento de la niña, pareciéndole tiempo a Gualtieri de hacer la última prueba de la paciencia de ella, a muchos de los suyos dijo que de ninguna guisa podía sufrir más el tener por mujer a Griselda y que se daba cuenta de que mal y juvenilmente había obrado, y por ello en lo que pudiese quería pedirle al Papa que le diera dispensa para que pudiera tomar otra mujer y dejar a Griselda; de lo que le reprendieron muchos hombres buenos, a quienes ninguna otra cosa respondió sino que tenía que ser así. Su mujer, oyendo estas cosas y pareciéndole que tenía que esperar volverse a la casa de su padre, y tal vez a guardar ovejas como había hecho antes, y ver a otra mujer tener a aquel a quien ella quería todo lo que podía, mucho en su interior sufría; pero, tal como había sufrido otras injurias de la fortuna, así se dispuso con tranquilo semblante a soportar ésta. No mucho tiempo después, Gualtieri hizo venir sus cartas falsificadas de Roma, y mostró a sus súbditos que el Papa, con ellas, le había dado dispensa para poder tomar otra mujer y dejar a Griselda; por lo que, haciéndola venir delante, en presencia de muchos le dijo:

-Mujer, por concesión del Papa puedo elegir otra mujer y dejarte a ti; y porque mis antepasados han sido grandes gentileshombres y señores de este dominio, mientras los tuyos siempre han sido labradores, entiendo que no seas más mi mujer, sino que te vuelvas a tu casa con Giannúculo con la dote que me trajiste, y yo luego, otra que he encontrado apropiada para mí, tomaré.

La mujer, oyendo estas palabras, no sin grandísimo trabajo (superior a la naturaleza femenina) contuvo las lágrimas, y respondió:

-Señor mío, yo siempre he conocido mi baja condición y que de ningún modo era apropiada a vuestra nobleza, y lo que he tenido con vos, de Dios y de vos sabía que era y nunca mío lo hice o lo tuve, sino que siempre lo tuve por prestado; os place que os lo devuelva y a mí debe placerme devolvéroslo: aquí está vuestro anillo, con el que os casasteis conmigo, tomadlo. Me ordenáis que la dote que os traje me lleve, para lo cual ni a vos pagadores ni a mí bolsa ni bestia de carga son necesarios, porque de la memoria no se me ha ido que desnuda me tomasteis; y si creéis honesto que el cuerpo en el que he llevado hijos engendrados por vos sea visto por todos, desnuda me iré; pero os ruego, en recompensa de la virginidad que os traje y que no me llevo, que al menos una camisa sobre mi dote os plazca que pueda llevarme.

Gualtieri, que mayor gana tenía de llorar que de otra cosa, permaneciendo, sin embargo, con el rostro impasible, dijo:

-Pues llévate una camisa.

Cuantos en torno estaban le rogaban que le diera un vestido, para que no fuese vista quien había sido su mujer durante trece años o más salir de su casa tan pobre y tan vilmente como era saliendo en camisa; pero fueron vanos los ruegos, por lo que la señora, en camisa y descalza y con la cabeza descubierta, encomendándoles a Dios, salió de casa y volvió con su padre, entre las lágrimas y el llanto de todos los que la vieron. Giannúculo, que nunca había podido creer que era cierto que Gualtieri tenía a su hija por mujer, y cada día esperaba que sucediese esto, había guardado las ropas que se había quitado la mañana en que Gualtieri se casó con ella; por lo que, trayéndoselas y vistiéndose ella con ellas, a los pequeños trabajos de la casa paterna se entregó como antes hacer solía, sufriendo con esforzado ánimo el duro asalto de la enemiga fortuna. Cuando Gualtieri hubo hecho esto, hizo creer a sus súbditos que había elegido a una hija de los condes de Pánago ; y haciendo preparar grandes bodas, mandó a buscar a Griselda; a quien, cuando llegó, dijo:

-Voy a traer a esta señora a quien acabo de prometerme y quiero honrarla en esta primera llegada suya; y sabes que no tengo en casa mujeres que sepan arreglarme las cámaras ni hacer muchas cosas necesarias para tal fiesta; y por ello tú, que mejor que nadie conoces estas cosas de casa, pon en orden lo que haya que hacer y haz que se inviten las damas que te parezcan y recíbelas como si fueses la señora de la casa; luego, celebradas las bodas, podrás volverte a tu casa.

Aunque estas palabras fuesen otras tantas puñaladas dadas en el corazón de Griselda, como quien no había podido arrojar de sí el amor que sentía por él como había hecho la buena fortuna, repuso:

-Señor mío, estoy presta y dispuesta.

Y entrando, con sus vestidos de paño pardo y burdo en aquella casa de donde poco antes había salido en camisa, comenzó a barrer las cámaras y ordenarlas, y a hacer poner reposteros y tapices por las salas, a hacer preparar la cocina, y todas las cosas, como si una humilde criadita de la casa fuese, hacer con sus propias manos; y no descansó hasta que tuvo todo preparado y ordenado como convenía. Y después de esto, haciendo de parte de Gualtieri invitar a todas las damas de la comarca, se puso a esperar la fiesta, y llegado el día de las bodas, aunque vestida de pobres ropas, con ánimo y porte señorial a todas las damas que vinieron, y con alegre gesto, las recibió. Gualtieri, que diligentemente había hecho criar en Bolonia a sus hijos por sus parientes (que por su matrimonio pertenecían a la familia de los condes de Pánago), teniendo ya la niña doce años y siendo la cosa más bella que se había visto nunca, y el niño que tenía seis, había mandado un mensaje a Bolonia a su pariente rogándole que le pluguiera venir a Saluzzo con su hija y su hijo y que trajese consigo una buena y honrosa comitiva, y que dijese a todos que la llevaba a ella como a su mujer, sin manifestar a nadie sobre quién era ella. El gentilhombre, haciendo lo que le rogaba el marqués, poniéndose en camino, después de algunos días con la jovencita y con su hermano y con una noble comitiva, a la hora del almuerzo llegó a Saluzzo, donde todos los campesinos y muchos otros vecinos de los alrededores encontró que esperaban a esta nueva mujer de Gualtieri. La cual, recibida por las damas y llegada a la sala donde estaban puestas las mesas, Griselda, tal como estaba, saliéndole alegremente al encuentro, le dijo:

-¡Bien venida sea mi señora!

Las damas, que mucho habían (aunque en vano) rogado a Gualtieri que hiciese de manera que Griselda se quedase en una cámara o que él le prestase alguno de los vestidos que fueron suyos, se sentaron a la mesa y se comenzó a servirles. La jovencita era mirada por todos y todos decían que Gualtieri había hecho buen cambio, y entre los demás Griselda la alababa mucho, a ella y a su hermano. Gualtieri, a quien parecía haber visto por completo todo cuanto deseaba de la paciencia de su mujer, viendo que en nada la cambiaba la extrañeza de aquellas cosas, y estando seguro de que no por necedad sucedía aquello porque muy bien sabía que era discreta, le pareció ya hora de sacarla de la amargura que juzgaba que bajo el impasible gesto tenía escondida; por lo que, haciéndola venir, en presencia de todos sonriéndole, le dijo:

-¿Qué te parece nuestra esposa?

-Señor mío -repuso Griselda-, me parece muy bien; y si es tan discreta como hermosa, lo que creo, no dudo de que viváis con ella como el más feliz señor del mundo; pero cuanto está en mi poder os ruego que las heridas que a la que fue antes vuestra causasteis, no se las causéis a ésta, que creo que apenas podría sufrirlas, tanto porque es más joven como porque está educada en la blandura mientras aquella otra estaba educada en fatigas continuas desde pequeñita.

Gualtieri, viendo que creía firmemente que aquélla iba a ser su mujer, y no por ello decía algo que no fuese bueno, la hizo sentarse a su lado y dijo:

-Griselda, tiempo es ya de que recojas el fruto de tu larga paciencia y de que quienes me han juzgado cruel e inicuo y bestial sepan que lo que he hecho lo hacía con vistas a un fin, queriendo enseñarte a ser mujer, y a ellos saber elegirla y guardarla, y lograr yo perpetua paz mientras contigo tuviera que vivir; lo que, cuando tuve que tomar mujer, gran miedo tuve de no conseguirlo; y por ello, para probar si era cierto, de cuantas maneras sabes te herí y te golpeé. Y como nunca he visto que ni en palabras ni en acciones te hayas apartado de mis deseos, pareciéndome que tengo en ti la felicidad que deseaba, quiero devolverte en un instante lo que en muchos años te quité y con suma dulzura curar las heridas que te hice; y por ello, con alegre ánimo recibe a ésta que crees mi esposa, y a su hermano, como tus hijos y míos: son los mismos que tú y muchos otros durante mucho tiempo habéis creído que yo había hecho matar cruelmente, y yo soy tu marido, que sobre todas las cosas te amo, creyendo poder jactarme de que no hay ningún otro que tanto como yo pueda estar contento de su mujer.

Y dicho esto, lo abrazó y lo besó, y junto con ella, que lloraba de alegría, poniéndose en pie fueron donde su hija, toda estupefacta, había estado sentada escuchando estas cosas; y abrazándola tiernamente, y también a su hermano, a ella y a muchos otros que allí estaban sacaron de su error. Las damas, contentísimas, levantándose de las mesas, con Griselda se fueron a su alcoba y con mejores augurios quitándole sus rópulas, con un noble vestido de los suyos la volvieron a vestir, y como a señora, que ya lo parecía en sus harapos, la llevaron de nuevo a la sala. Y haciendo allí con sus hijos maravillosa fiesta, estando todos contentísimos con estas cosas, el solaz y el festejar multiplicaron y alargaron muchos días; y discretísimo juzgaron a Gualtieri, aunque demasiado acre e intolerable juzgaron el experimento que había hecho con su mujer, y discretísima sobre todos juzgaron a Griselda. El conde de Pánago se volvió a Bolonia luego de algunos días, y Gualtieri, retirando a Giannúculo de su trabajo, como a su suegro lo puso en un estado en que honradamente y con gran felicidad vivió y terminó su vejez. Y él luego, casando altamente a su hija, con Griselda, honrándola siempre lo más que podía, largamente y feliz vivió. ¿Qué podría decirse aquí sino que también sobre las casas pobres llueven del cielo los espíritus divinos, y en las reales aquellos que serían más dignos de guardar puercos que de tener señorío sobre los hombres? ¿Quién más que Griselda habría podido, con el rostro no solamente seco, sino alegre, sufrir las duras y nunca oídas pruebas a que la sometió Gualtieri? A quien tal vez le habría estado muy merecido haber dado con una que, cuando la hubiera echado de casa en camisa, se hubiese hecho sacudir el polvo de manera que se hubiese ganado un buen vestido.

El cocinero Chichibio – Giovanni Boccaccio

Currado Gianfiglazzi se distinguía en nuestra ciudad como hombre eminente, liberal y espléndido, y viviendo vida hidalga, halló siempre placer en los perros y en los pájaros, por no citar aquí otras de sus empresas de mayor monta. Pues bien; habiendo un día este caballero cazado con un halcón suyo una grulla cerca de Perétola y hallando que era tierna y bien cebada, se la mandó a su vecino, excelente cocinero, llamado Chichibio, con orden de que se la asase y aderezase bien. Chichibio, que era tan atolondrado como parecía, una vez aderezada la grulla, la puso al fuego y empezó a asarla con todo esmero.

Estaba ya casi a punto y despedía el más apetitoso olor el ave, cuando se presentó en la cocina una aldeana llamada Brunetta, de la que el marmitón estaba perdidamente enamorado; y percibiendo la intrusa el delicioso vaho y viendo la grulla, empezó a pedirle con empeño a Chichibio que le diese un muslo de ella. Chichibio le contestó canturreando:

– No la esperéis de mí, Brunetta, no; no la esperéis de mí.

Con lo que Brunetta irritada, saltó, diciendo:

– Pues te juro por Dios que si no me lo das, de mí no has de conseguir nunca ni tanto así.

Cuanto más Chichibio se esforzaba por desagraviarla. tanto más ella se encrespaba; así es que, al fin, cediendo a su deseo de apaciguarla, separó un muslo del ave y se lo ofreció.

Luego, cuando les fue servida a Currado y a ciertos invitados, advirtió aquel la falta y extrañándose de ello hizo llamar a Chichibio y le preguntó qué había sido del muslo de la grulla. A lo que el trapacero del veneciano contestó en el acto, sin atascarse:

– Las grullas, señor, no tienen más que una pata y un muslo.

Amoscado entonces Currado, opuso:

– ¿Cómo diablos dices que no tienen más que un muslo? ¿Crees que no he visto más grullas que ésta?

– Y, sin embargo, señor, así es, como yo os digo; y, si no, cuando gustéis os lo demostraré con grullas vivas – arguyó Chichibio.

Currado no quiso enconar más la polémica, por consideración a los invitados que presentes se hallaban, pero le dijo:

– Puesto que tan seguro estás de hacérmelo ver a lo vivo -cosa que yo jamás había reparado ni oído a nadie- mañana mismo, yo dispuesto estoy. Pero por Cristo vivo te juro que si la cosa no fuese como dices, te haré dar tal paliza que mientras vivas hayas de acordarte de mi nombre.

Terminada con esto la plática por aquel día, al amanecer de la mañana siguiente, Currado, a quien el descanso no había despejado el enfado, se levantó cejijunto, y ordenando que le aparejasen los caballos, hizo montar a Chichibio en un jamelgo y se encaminó a la orilla de una albufera, en la que solían verse siempre grullas al despuntar el día.

– Pronto vamos a ver quién de los dos ha mentido ayer, si tú o yo -le dijo al cocinero.

Chichibio, viendo que todavía le duraba el resentimiento al caballero y que le iba mucho a él en probar que las grullas sólo tenían una pata, no sabiendo cómo salir del aprieto, cabalgaba junto a Currado más muerto que vivo, y de buena gana hubiera puesto pies en polvorosa si le hubiese sido posible; mas, como no podía, no hacía sino mirar a todos lados, y cosa que divisaba, cosa que se le antojaba una grulla en dos pies.

Llegado que hubieron a la albufera, su ojo vigilante divisó antes que nadie una bandada de lo menos doce grullas, todas sobre un pié, como suelen estar cuando duermen. Contentísimo del hallazgo, asió la ocasión por los pelos y, dirigiéndose a Currado, le dijo:

– Bien claro podéis ver, señor, cuán verdad era lo que ayer os dije, cuando aseguré que las grullas no tienen más que una pata: basta que miréis aquéllas.

– Espera que yo te haré ver que tienen dos -repuso Currado al verlas. Y, acercándoseles algo más, gritó: – Jojó!

Con lo que las grullas, alarmadas, sacando el otro pie, emprendieron la fuga. Entonces Currado dijo, dirigiéndose a Chichibio:

– ¿Y qué dices ahora, tragón? ¿Tienen, o no, dos patas las grullas?

Chichibio, despavorido, no sabiendo en dónde meterse ya, contestó:

– Verdad es, señor, pero no me negaréis que a la grulla de ayer no le habéis gritado ¡Jojó!, que si lo hubierais hecho, seguramente habría sacado la pata y el muslo como éstas han hecho.

A Currado le hizo tanta gracia la respuesta que todo su resentimiento se le fue en risas, y dijo:

– Tienes razón, Chichibio: eso es lo que debí haber hecho.

Y así fue como gracias a su viva y divertida respuesta, consiguió el cocinero salvarse de la tormenta y hacer las pases con su señor.

Ciappelletto – Giovanni Boccaccio

Habiéndose Musciatto Franzesi convertido, de riquísimo y gran mercader en Francia, en caballero, y debiendo venir a Toscana con micer Carlos Sin Tierra, hermano del rey de Francia, que fue llamado y solicitado por el papa Bonifacio, dándose cuenta de que sus negocios estaban, como muchas veces lo están los de los mercaderes, muy intrincados acá y allá, y que no se podían de ligero ni súbitamente desintrincar, pensó encomendarlos a varias personas, y para todos encontró cómo; fuera de que le quedó la duda de a quién dejar que fuera capaz de rescatar los créditos hechos a varios borgoñones. Y la razón de la duda era saber que los borgoñones son litigiosos y de mala condición y desleales, y a él no le venía a la cabeza quién pudiese haber tan malvado en quien pudiera tener alguna confianza para que pudiese oponerse a su perversidad. Y después de haber estado pensando largamente en este asunto, le vino a la memoria un seor Cepparello de Prato que muchas veces se hospedaba en su casa de París, que porque era pequeño de persona y muy acicalado, no sabiendo los franceses qué quería decir Cepparello, y creyendo que vendría a decir capelo, es decir, guirnalda, como en su romance, porque era pequeño como decimos, no Chapelo, sino Ciappelletto le llamaban: y por Ciappelletto era conocido en todas partes, donde pocos como Cepparello le conocían. Era este Ciappelletto de esta vida: siendo notario, sentía grandísima vergüenza si alguno de sus instrumentos (aunque fuesen pocos) no fuera falso; de los cuales hubiera hecho tantos como le hubiesen pedido gratuitamente, y con mejor gana que alguno de otra clase muy bien pagado. Declaraba en falso con sumo gusto, tanto si se le pedía como si no; y dándose en aquellos tiempos en Francia grandísima fe a los juramentos, no preocupándose por hacerlos falsos, vencía malvadamente en tantas causas cuantas le pidiesen que jurara decir verdad por su fe. Tenía otra clase de placeres (y mucho se empeñaba en ello) en suscitar entre amigos y parientes y cualesquiera otras personas, males y enemistades y escándalos, de los cuales cuantos mayores males veía seguirse, tanta mayor alegría sentía. Si se le invitaba a algún homicidio o a cualquier otro acto criminal, sin negarse nunca, de buena gana iba y muchas veces se encontró gustosamente hiriendo y matando hombres con las propias manos. Gran blasfemador era contra Dios y los santos, y por cualquier cosa pequeña, como que era iracundo más que ningún otro. A la iglesia no iba jamás, y a todos sus sacramentos como a cosa vil escarnecía con abominables palabras; y por el contrario las tabernas y los otros lugares deshonestos visitaba de buena gana y los frecuentaba. A las mujeres era tan aficionado como lo son los perros al bastón, con su contrario más que ningún otro hombre flaco se deleitaba. Habría hurtado y robado con la misma conciencia con que oraría un santo varón. Golosísimo y gran bebedor hasta a veces sentir repugnantes náuseas; era solemne jugador con dados trucados.

Mas ¿por qué me alargo en tantas palabras? Era el peor hombre, tal vez, que nunca hubiese nacido. Y su maldad largo tiempo la sostuvo el poder y la autoridad de micer Musciatto, por quien muchas veces no sólo de las personas privadas a quienes con frecuencia injuriaba sino también de la justicia, a la que siempre lo hacía, fue protegido.

Venido, pues, este seor Cepparello a la memoria de micer Musciatto, que conocía óptimamente su vida, pensó el dicho micer Musciatto que éste era el que necesitaba la maldad de los borgoñones; por lo que, llamándole, le dijo así:

-Seor Ciappelletto, como sabes, estoy por retirarme del todo de aquí y, teniendo entre otros que entenderme con los borgoñones, hombres llenos de engaño, no sé quién pueda dejar más apropiado que tú para rescatar de ellos mis bienes; y por ello, como tú al presente nada estás haciendo, si quieres ocuparte de esto entiendo conseguirte el favor de la corte y darte aquella parte de lo que rescates que sea conveniente.

Seor Cepparello, que se veía desocupado y mal provisto de bienes mundanos y veía que se iba quien su sostén y auxilio había sido durante mucho tiempo, sin ningún titubeo y como empujado por la necesidad se decidió sin dilación alguna, como obligado por la necesidad y dijo que quería hacerlo de buena gana. Por lo que, puestos de acuerdo, recibidos por seor Ciappelletto los poderes y las cartas credenciales del rey, partido micer Musciatto, se fue a Borgoña donde casi nadie le conocía: y allí de modo extraño a su naturaleza, benigna y mansamente empezó a rescatar y hacer aquello a lo que había ido, como si reservase la ira para el final. Y haciéndolo así, hospedándose en la casa de dos hermanos florentinos que prestaban con usura y por amor de micer Musciatto le honraban mucho, sucedió que enfermó, con lo que los dos hermanos hicieron prestamente venir médicos y criados para que le sirviesen en cualquier cosa necesaria para recuperar la salud.

Pero toda ayuda era vana porque el buen hombre, que era ya viejo y había vivido desordenadamente, según decían los médicos iba de día en día de mal en peor como quien tiene un mal de muerte; de lo que los dos hermanos mucho se dolían y un día, muy cerca de la alcoba en que seor Ciappelletto yacía enfermo, comenzaron a razonar entre ellos.

-¿Qué haremos de éste? -decía el uno al otro-. Estamos por su causa en una situación pésima porque echarlo fuera de nuestra casa tan enfermo nos traería gran tacha y sería signo manifiesto de poco juicio al ver la gente que primero lo habíamos recibido y después hecho servir y medicar tan solícitamente para ahora, sin que haya podido hacer nada que pudiera ofendernos, echarlo fuera de nuestra casa tan súbitamente, y enfermo de muerte. Por otra parte, ha sido un hombre tan malvado que no querrá confesarse ni recibir ningún sacramento de la Iglesia y, muriendo sin confesión, ninguna iglesia querrá recibir su cuerpo y será arrojado a los fosos como un perro. Y si por el contrario se confiesa, sus pecados son tantos y tan horribles que no los habrá semejantes y ningún fraile o cura querrá ni podrá absolverle; por lo que, no absuelto, será también arrojado a los fosos como un perro. Y si esto sucede, el pueblo de esta tierra, tanto por nuestro oficio (que les parece inicuo y al que todo el tiempo pasan maldiciendo) como por el deseo que tiene de robarnos, viéndolo, se amotinará y gritará: «Estos perros lombardos a los que la iglesia no quiere recibir no pueden sufrirse más», y correrán en busca de nuestras arcas y tal vez no solamente nos roben los haberes sino que pueden quitarnos también la vida; por lo que de cualquiera guisa estamos mal si éste se muere.

Seor Ciappelletto, que, decimos, yacía allí cerca de donde éstos estaban hablando, teniendo el oído fino, como la mayoría de las veces pasa a los enfermos, oyó lo que estaban diciendo y los hizo llamar y les dijo:

-No quiero que temáis por mí ni tengáis miedo de recibir por mi causa algún daño; he oído lo que habéis estado hablando de mí y estoy certísimo de que sucedería como decís si así como pensáis anduvieran las cosas; pero andarán de otra manera. He hecho, viviendo, tantas injurias al Señor Dios que por hacerle una más a la hora de la muerte poco se dará. Y por ello, procurad hacer venir un fraile santo y valioso lo más que podáis, si hay alguno que lo sea, y dejadme hacer, que yo concertaré firmemente vuestros asuntos y los míos de tal manera que resulten bien y estéis contentos.

Los dos hermanos, aunque no sintieron por esto mucha esperanza, no dejaron de ir a un convento de frailes y pidieron que algún hombre santo y sabio escuchase la confesión de un lombardo que estaba enfermo en su casa; y les fue dado un fraile anciano de santa y de buena vida, y gran maestro de la Escritura y hombre muy venerable, a quien todos los ciudadanos tenían en grandísima y especial devoción, y lo llevaron con ellos. El cual, llegado a la cámara donde el seor Ciappelletto yacía, y sentándose a su lado, empezó primero a confortarle benignamente y le preguntó luego que cuánto tiempo hacía que no se había confesado. A lo que el seor Ciappelletto, que nunca se había confesado, respondió:

-Padre mío, mi costumbre es de confesarme todas las semanas al menos una vez; sin lo que son bastantes las que me confieso más; y la verdad es que, desde que he enfermado, que son casi ocho días, no me he confesado, tanto es el malestar que con la enfermedad he tenido.

Dijo entonces el fraile:

-Hijo mío, bien has hecho, y así debes hacer de ahora en adelante; y veo que si tan frecuentemente te confiesas, poco trabajo tendré en escucharte y preguntarte.

Dijo seor Ciappelletto:

-Señor fraile, no digáis eso; yo no me he confesado nunca tantas veces ni con tanta frecuencia que no quisiera hacer siempre confesión general de todos los pecados que pudiera recordar desde el día en que nací hasta el que me haya confesado; y por ello os ruego, mi buen padre, que me preguntéis tan menudamente de todas las cosas como si nunca me hubiera confesado, y no tengáis compasión porque esté enfermo, que más quiero disgustar a estas carnes mías que, excusándolas, hacer cosa que pudiese resultar en perdición de mi alma, que mi Salvador rescató con su preciosa sangre.

Estas palabras gustaron mucho al santo varón y le parecieron señal de una mente bien dispuesta; y luego que al seor Ciappelletto hubo alabado mucho esta práctica, empezó a preguntarle si había alguna vez pecado lujuriosamente con alguna mujer. A lo que seor Ciappelletto respondió suspirando:

-Padre, en esto me avergüenzo de decir la verdad temiendo pecar de vanagloria.

A lo que el santo fraile dijo:

-Dila con tranquilidad, que por decir la verdad ni en la confesión ni en otro caso nunca se ha pecado.

Dijo entonces seor Ciappelletto:

-Ya que lo queréis así, os lo diré: soy tan virgen como salí del cuerpo de mi madre.

-¡Oh, bendito seas de Dios! -dijo el fraile-, ¡qué bien has hecho! Y al hacerlo has tenido tanto más mérito cuando, si hubieras querido, tenías más libertad de hacer lo contrario que tenemos nosotros y todos los otros que están constreñidos por alguna regla.

Y luego de esto, le preguntó si había desagradado a Dios con el pecado de la gula. A lo que, suspirando mucho, seor Ciappelletto contestó que sí y muchas veces; porque, como fuese que él, además de los ayunos de la cuaresma que las personas devotas hacen durante el año, todas las semanas tuviera la costumbre de ayunar a pan y agua al menos tres días, se había bebido el agua con tanto deleite y tanto gusto y especialmente cuando había sufrido alguna fatiga por rezar o ir en peregrinación, como los grandes bebedores hacen con el vino. Y muchas veces había deseado comer aquellas ensaladas de hierbas que hacen las mujeres cuando van al campo, y algunas veces le había parecido mejor comer que le parecía que debiese parecerle a quien ayuna por devoción como él ayunaba. A lo que el fraile dijo:

-Hijo mío, estos pecados son naturales y son asaz leves, y por ello no quiero que te apesadumbres la conciencia más de lo necesario. A todos los hombres sucede que les parezca bueno comer después de largo ayuno, y, después del cansancio, beber.

-¡Oh! -dijo seor Ciappelletto-, padre mío, no me digáis esto por confortarme; bien sabéis que yo sé que las cosas que se hacen en servicio de Dios deben hacerse limpiamente y sin ninguna mancha en el ánimo: y quien lo hace de otra manera, peca.

El fraile, contentísimo, dijo:

-Y yo estoy contento de que así lo entiendas en tu ánimo, y mucho me place tu pura y buena conciencia. Pero dime, ¿has pecado de avaricia deseando más de lo conveniente y teniendo lo que no debieras tener?

A lo que seor Ciappelletto dijo:

-Padre mío, no querría que sospechaseis de mí porque estoy en casa de estos usureros: yo no tengo parte aquí sino que había venido con la intención de amonestarles y reprenderles y arrancarles a este abominable oficio; y creo que habría podido hacerlo si Dios no me hubiese visitado de esta manera. Pero debéis de saber que mi padre me dejó rico, y de sus haberes, cuando murió, di la mayor parte por Dios; y luego, por sustentar mi vida y poder ayudar a los pobres de Cristo, he hecho mis pequeños mercadeos y he deseado tener ganancias de ellos, y siempre con los pobres de Dios lo que he ganado lo he partido por medio, dedicando mi mitad a mis necesidades, dándole a ellos la otra mitad; y en ello me ha ayudado tan bien mi Creador que siempre de bien en mejor han ido mis negocios.

-Has hecho bien -dijo el fraile-, pero ¿con cuánta frecuencia te has dejado llevar por la ira?

-¡Oh! -dijo seor Ciappelletto-, eso os digo que muchas veces lo he hecho. ¿Y quién podría contenerse viendo todo el día a los hombres haciendo cosas sucias, no observar los mandamientos de Dios, no temer sus juicios? Han sido muchas veces al día las que he querido estar mejor muerto que vivo al ver a los jóvenes ir tras vanidades y oyéndolos jurar y perjurar, ir a las tabernas, no visitar las iglesias y seguir más las vías del mundo que las de Dios.

Dijo entonces el fraile:

-Hijo mío, ésta es una ira buena y yo en cuanto a mí no sabría imponerte por ella penitencia. Pero ¿por acaso no te habrá podido inducir la ira a cometer algún homicidio o a decir villanías de alguien o a hacer alguna otra injuria?

A lo que el seor Ciappelletto respondió:

-¡Ay de mí, señor!, vos que me parecéis hombre de Dios, ¿cómo decís estas palabras? Si yo hubiera podido tener aún un pequeño pensamiento de hacer alguna de estas cosas, ¿creéis que crea que Dios me hubiese sostenido tanto? Eso son cosas que hacen los asesinos y los criminales, de los que, siempre que alguno he visto, he dicho siempre: «Ve con Dios que te convierta».

Entonces dijo el fraile:

-Ahora dime, hijo mío, que bendito seas de Dios, ¿alguna vez has dicho algún falso testimonio contra alguien, o dicho mal de alguien o quitado a alguien cosas sin consentimiento de su dueño?

-Ya, señor, sí -repuso seor Ciappelletto- que he dicho mal de otro, porque tuve un vecino que con la mayor sinrazón del mundo no hacía más que golpear a su mujer tanto que una vez hablé mal de él a los parientes de la mujer, tan gran piedad sentí por aquella pobrecilla que él, cada vez que había bebido de más, zurraba como Dios os diga.

Dijo entonces el fraile:

-Ahora bien, tú me has dicho que has sido mercader: ¿has engañado alguna vez a alguien como hacen los mercaderes?

-Por mi fe -dijo seor Ciappelletto-, señor, sí, pero no sé quiénes eran: sino que habiéndome dado uno dineros que me debía por un paño que le había vendido, y yo puéstolos en un cofre sin contarlos, vine a ver después de un mes que eran cuatro reales más de lo que debía ser por lo que, no habiéndolo vuelto a ver y habiéndolos conservado un año para devolvérselos, los di por amor de Dios.

Dijo el fraile:

-Eso fue poca cosa e hiciste bien en hacer lo que hiciste.

Y después de esto preguntole el santo fraile sobre muchas otras cosas, sobre las cuales dio respuesta en la misma manera. Y queriendo él proceder ya a la absolución, dijo seor Ciappelletto:

-Señor mío, tengo todavía algún pecado que aún no os he dicho.

El fraile le preguntó cuál, y dijo:

-Me acuerdo que hice a mi criado, un sábado después de nona, barrer la casa y no tuve al santo día del domingo la reverencia que debía.

-¡Oh! -dijo el fraile-, hijo mío, ésa es cosa leve.

-No -dijo seor Ciappelletto-, no he dicho nada leve, que el domingo mucho hay que honrar porque en un día así resucitó de la muerte a la vida Nuestro Señor.

Dijo entonces el fraile:

-¿Alguna cosa más has hecho?

-Señor mío, sí -respondió seor Ciappelletto-, que yo, no dándome cuenta, escupí una vez en la iglesia de Dios.

El fraile se echó a reír, y dijo:

-Hijo mío, ésa no es cosa de preocupación: nosotros, que somos religiosos, todo el día escupimos en ella.

Dijo entonces seor Ciappelletto:

-Y hacéis gran villanía, porque nada conviene tener tan limpio como el santo templo, en el que se rinde sacrificio a Dios.

Y en breve, de tales hechos le dijo muchos, y por último empezó a suspirar y a llorar mucho, como quien lo sabía hacer demasiado bien cuando quería. Dijo el santo fraile:

-Hijo mío, ¿qué te pasa?

Repuso seor Ciappelletto:

-¡Ay de mí, señor! Que me ha quedado un pecado del que nunca me he confesado, tan grande vergüenza me da decirlo, y cada vez que lo recuerdo lloro como veis, y me parece muy cierto que Dios nunca tendrá misericordia de mí por este pecado.

Entonces el santo fraile dijo:

-¡Bah, hijo! ¿Qué estás diciendo? Si todos los pecados que han hecho todos los hombres del mundo, y que deban hacer todos los hombres mientras el mundo dure, fuesen todos en un hombre solo, y éste estuviese arrepentido y contrito como te veo, tanta es la benignidad y la misericordia de Dios que, confesándose éste, se los perdonaría liberalmente; así, dilo con confianza.

Dijo entonces seor Ciappelletto, todavía llorando mucho:

-¡Ay de mí, padre mío! El mío es demasiado grande pecado, y apenas puedo creer, si vuestras plegarias no me ayudan, que me pueda ser por Dios perdonado.

A lo que le dijo el fraile:

-Dilo con confianza, que yo te prometo pedir a Dios por ti.

Pero seor Ciappelletto lloraba y no lo decía y el fraile le animaba a decirlo. Pero luego de que seor Ciappelletto llorando un buen rato hubo tenido así suspenso al fraile, lanzó un gran suspiro y dijo:

-Padre mío, pues que me prometéis rogar a Dios por mí, os lo diré: sabed que, cuando era pequeñito, maldije una vez a mi madre.

Y dicho esto, empezó de nuevo a llorar fuertemente. Dijo el fraile:

-¡Ah, hijo mío! ¿Y eso te parece tan gran pecado? Oh, los hombres blasfemamos contra Dios todo el día y si Él perdona de buen grado a quien se arrepiente de haber blasfemado, ¿no crees que vaya a perdonarte esto? No llores, consuélate, que por seguro si hubieses sido uno de aquellos que le pusieron en la cruz, teniendo la contrición que te veo, te perdonaría Él.

Dijo entonces seor Ciappelletto:

-¡Ay de mí, padre mío! ¿Qué decís? La dulce madre mía que me llevó en su cuerpo nueve meses día y noche, y me llevó en brazos más de cien veces. ¡Mucho mal hice al maldecirla, y pecado muy grande es; y si no rogáis a Dios por mí, no me será perdonado!

Viendo el fraile que nada le quedaba por decir al seor Ciappelletto, le dio la absolución y su bendición teniéndolo por hombre santísimo, como quien totalmente creía ser cierto lo que seor Ciappelletto había dicho: ¿y quién no lo hubiera creído viendo a un hombre en peligro de muerte confesándose decir tales cosas? Y después, luego de todo esto, le dijo:

-Señor Ciappelletto, con la ayuda de Dios estaréis pronto sano; pero si sucediese que Dios a vuestra bendita y bien dispuesta alma llamase a sí, ¿os placería que vuestro cuerpo fuese sepultado en nuestro convento?

A lo que seor Ciappelletto repuso:

-Señor, sí, que no querría estar en otro sitio, puesto que vos me habéis prometido rogar a Dios por mí, además de que yo he tenido siempre una especial devoción por vuestra orden; y por ello os ruego que, en cuanto estéis en vuestro convento, haced que venga a mí aquel veracísimo cuerpo de Cristo que vos por la mañana consagráis en el altar, porque aunque no sea digno, entiendo comulgarlo con vuestra licencia, y después la santa y última unción para que, si he vivido como pecador, al menos muera como cristiano.

El santo hombre dijo que mucho le agradaba y él decía bien, y que haría que de inmediato le fuese llevado; y así fue.

Los dos hermanos, que temían mucho que seor Ciappelletto les engañase, se habían puesto junto a un tabique que dividía la alcoba donde seor Ciappelletto yacía de otra y, escuchando, fácilmente oían y entendían lo que seor Ciappelletto al fraile decía; y sentían algunas veces tales ganas de reír, al oír las cosas que le confesaba haber hecho, que casi estallaban, y se decían uno al otro: ¿qué hombre es éste, al que ni vejez ni enfermedad ni temor de la muerte a que se ve tan vecino, ni aún de Dios, ante cuyo juicio espera tener que estar de aquí a poco, han podido apartarle de su maldad, ni hacer que quiera dejar de morir como ha vivido? Pero viendo que había dicho que sí, que recibiría la sepultura en la iglesia, de nada de lo otro se preocuparon. Seor Ciappelletto comulgó poco después y, empeorando sin remedio, recibió la última unción; y poco después del crepúsculo, el mismo día que había hecho su buena confesión, murió. Por lo que los dos hermanos, disponiendo de lo que era de él para que fuese honradamente sepultado y mandándolo decir al convento, y que viniesen por la noche a velarle según era costumbre y por la mañana a por el cuerpo, dispusieron todas las cosas oportunas para el caso. El santo fraile que lo había confesado, al oír que había finado, fue a buscar al prior del convento, y habiendo hecho tocar a capítulo, a los frailes reunidos mostró que seor Ciappelletto había sido un hombre santo según él lo había podido entender de su confesión; y esperando que por él el Señor Dios mostrase muchos milagros, les persuadió a que con grandísima reverencia y devoción recibiesen aquel cuerpo. Con las cuales cosas el prior y los frailes, crédulos, estuvieron de acuerdo: y por la noche, yendo todos allí donde yacía el cuerpo de seor Ciappelletto, le hicieron una grande y solemne vigilia, y por la mañana, vestidos todos con albas y capas pluviales, con los libros en la mano y las cruces delante, cantando, fueron a por este cuerpo y con grandísima fiesta y solemnidad se lo llevaron a su iglesia, siguiéndoles el pueblo todo de la ciudad, hombres y mujeres; y, habiéndolo puesto en la iglesia, subiendo al púlpito, el santo fraile que lo había confesado empezó sobre él y su vida, sobre sus ayunos, su virginidad, su simplicidad e inocencia y santidad, a predicar maravillosas cosas, entre otras contando lo que seor Ciappelletto como su mayor pecado, llorando, le había confesado, y cómo él apenas le había podido meter en la cabeza que Dios quisiera perdonárselo, tras de lo que se volvió a reprender al pueblo que le escuchaba, diciendo:

-Y vosotros, malditos de Dios, por cualquier brizna de paja en que tropezáis, blasfemáis de Dios y de su Madre y de toda la corte celestial.

Y además de éstas, muchas otras cosas dijo sobre su lealtad y su pureza, y, en breve, con sus palabras, a las que la gente de la comarca daba completa fe, hasta tal punto lo metió en la cabeza y en la devoción de todos los que allí estaban que, después de terminado el oficio, entre los mayores apretujones del mundo todos fueron a besarle los pies y las manos, y le desgarraron todos los paños que llevaba encima, teniéndose por bienaventurado quien al menos un poco de ellos pudiera tener: y convino que todo el día fuese conservado así, para que por todos pudiese ser visto y visitado. Luego, la noche siguiente, en una urna de mármol fue honrosamente sepultado en una capilla, y enseguida al día siguiente empezaron las gentes a ir allí y a encender candelas y a venerarlo, y seguidamente a hacer promesas y a colgar exvotos de cera según la promesa hecha. Y tanto creció la fama de su santidad y la devoción en que se le tenía que no había nadie que estuviera en alguna adversidad que hiciese promesas a otro santo que a él, y lo llamaron y lo llaman San Ciappelletto, y afirman que Dios ha mostrado muchos milagros por él y los muestra todavía a quien devotamente se lo implora. Así pues, vivió y murió el seor Cepparello de Prato y llegó a ser santo, como habéis oído; y no quiero negar que sea posible que sea un bienaventurado en la presencia de Dios porque, aunque su vida fue criminal y malvada, pudo en su último extremo haber hecho un acto de contrición de manera que Dios tuviera misericordia de él y lo recibiese en su reino; pero como esto es cosa oculta, razono sobre lo que es aparente y digo que más debe encontrarse condenado entre las manos del diablo que en el paraíso. Y si así es, grandísima hemos de reconocer que es la benignidad de Dios para con nosotros, que no mira nuestro error sino la pureza de la fe, y al tomar nosotros de mediador a un enemigo suyo, creyéndolo amigo, nos escucha, como si a alguien verdaderamente santo recurriésemos como a mediador de su gracia. Y por ello, para que por su gracia en la adversidad presente y en esta compañía tan alegre seamos conservados sanos y salvos, alabando su nombre en el que la hemos comenzado, teniéndole reverencia, a él acudiremos en nuestras necesidades, segurísimos de ser escuchados.

El mechón de cabello – Giovanni Boccaccio

Agilulfo, monarca de los longobardos, estableció en Paria, ciudad de Lombardía, la base de su soberanía. Como sus antecesores, cogió por mujer a Tendelinga, viuda de Autari, también soberano de los longobardos.

La señora era hermosísima, prudente y honrada, pero desafortunada en afectos. Y, yendo muy bien las cosas de los longobardos por la virtud y la razón de Agilulfo, aconteció que un palafrenero de la nombrada reina, hombre de muy ruin condición por su nacimiento, pero superior en su oficio, y arrogante en su persona, se enamoró intensamente de la reina, y como su baja condición no le impedía advertir que aquel amor escapaba a toda conveniencia, a nadie se lo declaró, ni siquiera a ella con su mirada.

Y sin esperanza alguna siguió viviendo. Pero se jactaba consigo mismo de haber puesto sus pensamientos en tan alto lugar y, ardiendo en amoroso calor, se dedicaba a hacer mejor que sus compañeros lo que a su reina pudiese complacer. Por esto, cuando la reina deseaba cabalgar, prefería de entre todos al palafrén, lo que él tenía como un privilegio, y no se apartaba de ella, juzgándose afortunado algunas veces si podía rozarle los vestidos.

Pero el amor, como muchas veces vemos, cuando tiene menos esperanza suele aumentar, y así le sucedía al pobre palafrenero, que hallaba insoportable mantener su escondido deseo, al que ninguna esperanza ayudaba. Y muchas veces, no logrando librarse de su amor, pensó en morir. Y, reflexionando cómo lograrlo, decidió que fuese de tal manera que se notara que moría por el amor que había puesto y profesaba a la reina, y se propuso que fuera de manera que la fortuna le diese la posibilidad de obtener, totalmente o en parte, la satisfacción de su anhelo.

No deseó manifestar nada a la reina, ni expresole su amor escribiéndole, ya que sabía que era infructuoso hablar o escribir, mas resolvió ensayar si era posible, por ingenio, con ella acostarse. Mas no veía otro medio ni recurso que hacerse pasar por el rey, el cual no dormía con la reina de continuo.

Y para a ella llegar y entrar en su estancia, procuró el hombre averiguar en qué forma y hábito iba allá el rey. Y así muchas veces, durante la noche, se escondió en una gran sala del real palacio a la que daban los aposentos de la reina y del rey. Y una noche vio a Agilulfo salir de su cámara envuelto en un gran manto, en una mano una antorcha encendida y en la otra una varita, y en llegando a la puerta de la reina, sin nada decir, golpeó la madera con la vara una vez o dos, y abriose la puerta y quitáronle la antorcha de la mano.

Y esto visto, y vuelto a ver, pensó el palafrenero que él debía hacer otro tanto, y mandó que le aderezasen un manto semejante al del rey, y, provisto de una antorcha y una vara, una noche, tras lavarse bien en un baño para que la reina no advirtiese el olor del estiércol y con él el engaño, en la sala, como solía, se escondió.

Y notando que ya todos dormían, pensó que era momento de conseguir su deseo, o, con alta razón, la muerte que arrostraba, y, haciendo con la yesca y eslabón que llevaba encima un poco de fuego, encendió la luz y, envuelto en el manto, se acercó al umbral y dos veces llamó con la vara. Abrió la puerta una soñolienta camarera, que le retiró y apartó la luz y él, sin decir nada, traspasó la cortina, quitose la capa y acostose donde la reina dormía. Deseosamente la tomó en sus brazos, y, fingiéndose conturbado por saber que en esos casos nunca el rey quería oír nada, sin nada decir ni que le dijesen, conoció carnalmente varias veces a la reina aquella noche. Apesadumbrábale partir, pero comprendiendo que el mucho retardarse podía volverle en tristeza el deleite obtenido, se levantó, púsose el manto, empuñó la luz y, sin nada hablar, se fue y volviose a su lecho tan presto como pudo.

Y apenas había llegado allá cuando el rey, alzándose, fue a la cámara de la reina, de lo que ella se maravilló mucho, y entrando en el lecho y alegremente saludándola, ella, adquiriendo osadía con el júbilo de su marido, dijo:

-Señor, ¿qué novedad es la de esta noche? Ha instantes que os partisteis de mí y más que de costumbre os habéis refocilado conmigo, ¿y tan pronto volvéis? Mirad lo que hacéis.

Al oír tales palabras, el rey presumió que la reina había sido engañada por alguna similitud de persona y costumbres, pero como discreto, en el acto pensó que, pues la reina no lo había advertido, ni nadie más, valía más no hacérselo comprender, lo que muchos necios no hubiesen hecho, sino que habrían dicho: «Yo no fui. ¿Quién fue ¿Cómo se fue y cómo vino?» De lo que habrían difamado muchas cosas con las cuales hubiera a la inocente mujer contristado, y aun quizás héchole venir en deseo el volver a desear lo que ya había sentido. Y lo que, callándolo, ninguna afrenta le podía inferir, hubiera, de hablar, irrogándole vituperio. Y así el rey respondió, más turbado en su ánimo que en su semblante y palabras:

-¿No os parezco, mujer, hombre capaz de estar una vez acá y tornar luego?

-Sí, mi señor, pero, con todo, ruégoos que miréis por vuestra salud.

Entonces dijo el rey:

-A mí me place seguir vuestro consejo y, por tanto, sin más molestia daros, me vuelvo.

Y, con el ánimo lleno de ira y de mal talante por lo que ya sabía que le habían hecho, tomó su manto, salió de la estancia y resolvió con sigilo encontrar al que tan feo recado le hiciera, imaginando que debía ser alguien de la casa y que no había podido salir de ella. Y así, encendiendo una lucecita en una linternilla, se fue a una muy larga casa que había en su palacio sobre las cuadras y en la que dormían casi todos sus sirvientes en distintos lechos. Y estimando que al que hubiese hecho lo que la mujer decía no le habría aún cesado la agitación de pulso y corazón por el reciente afán, con cautelosos pasos, y comenzando por uno de los principales de la casa, a todos les fue tocando el pecho para saber si les latía el corazón con fuerza.

Los demás dormían, pero no el que había yacido con la reina, por lo cual, viendo venir al rey e imaginando lo que buscaba, comenzó a temer mucho, en términos que a los pálpitos anteriores de su corazón se agregaron más, por albergar la firme creencia de que, si el rey algo notaba, le haría morir.

Varias cosas le bulleron en el pensamiento, pero, observando que el rey iba sin armas, resolvió fingir que dormía y esperar lo que aconteciese.

Y habiendo dado el rey muchas vueltas, sin que le pareciese encontrar al culpable, llegose al palafrenero, y observando cuán fuerte le latía el corazón, se dijo: «Éste es». Pero como no quería que nadie se percatase de lo que pensaba hacer, se contentó, usando unas tijeras que llevaba, con tonsurar al hombre parte de los cabellos, que entonces se llevaban muy largos, a fin de poderle reconocer al siguiente día; y, esto hecho, volviose a su cámara.

El hombre, que todo lo había sentido y era malicioso, comprendió por qué le habían señalado así y, sin esperar a más, se levantó y, buscando un par de tijeras que había en el establo para el servicio de los caballos, a todos los que allí yacían, andando sin ruido, les cortó parte del cabello por encima de la oreja y, sin ser sentido, se volvió a dormir.

El rey, al levantarse por la mañana, mandó que, antes de que las puertas del palacio se abriesen, se le presentase toda la servidumbre, y así se hizo. Y estando todos ante él con la cabeza descubierta, y viendo a casi todos con el cabello de análogo modo cortado, se maravilló y dijo para sí: «El que ando buscando, aunque sea de baja condición, muestra da de tener mucho sentido». Y, reconociendo que no podía, sin escándalo, descubrir al que buscaba, y no queriendo por pequeña venganza sufrir gran afrenta, resolvió con cortas palabras hacerle saber que él había reparado en las cosas ocurridas y, vuelto a todos, dijo:

-Quien lo hizo, no lo haga más, e id con Dios.

Otro les habría hecho interrogar, atormentarlos, examinarlos e insistirlos, y así habría descubierto lo que todos deben ocultar, y al descubrirlo, aunque tomase entera venganza, habría aumentado su afrenta y empeñado la honestidad de su mujer. Los que sus palabras oyeron se pasmaron y largamente trataron entre sí de lo que el rey había querido significar, pero nadie entendió nada, salvo aquel que tenía motivos para ello. El cual, como discreto, nunca, mientras vivió el rey, esclareció el caso, ni nunca más su vida con tan expuesto acto confió a la Fortuna.

Lamporecchio – Giovanni Boccaccio

Hermosas amigas, son muchos los hombres y mujeres majaderos que suponen que, por vestir a una moza con una blanca toca y una oscura vestidura, ha dejado de sentir apetitos femeninos, y de ser mujer, como si en roca la convirtieran al hacerla monja. Y si escuchan algo contrario a su convicción, se azoran como si algún gran y avieso mal se hubiese perpetrado contra la naturaleza, no pensando ni pretendiendo pensar en sí mismos, que poseen licencia completa para obrar como deseen hasta saciarse, ni reflexionando en el inmenso poder de la soledad y el ocio. Y muchos de aquellos también imaginan que el azadón y la pala, las comidas toscas, y las fatigas quitan por completo los deseos conscupiscentes a los trabajadores del campo y les hacen de ingenio y sagacidad muy romos.

Y, como los que así creen se engañan mucho, deseo aclarárselo con un relato, según la reina me ha mandado. Existía y aún subsiste en nuestro país un convento de religiosas muy famoso por su santidad, del cual su nombre no mencionaré para no mermar esa reputación. En el que, no hace mucho, residían ocho mujeres y una superiora, jóvenes todas, y vivía un hombre humilde que era hortelano de un hermosísimo jardín.

Y él, no contento con su paga, solicitó la cuenta a las mujeres y se regresó a Lamporecchio, de donde era originario. Y entre quienes con alegría le acogieron, había un labriego joven, corpulento, vigoroso y de buen semblante como de persona de aldea. Masetto se llamaba quien preguntó al recién llegado dónde había permanecido tanto tiempo. El hombre, que se llamaba Nuto, se lo contó, y Masetto le preguntó en qué servía en el convento. A lo cual Nuto respondió:

-Trabajaba yo en un amplio y hermoso jardín, y además iba a buscar leña por el bosque, y traía agua y realizaba oficios semejantes, pero me pagaban con tan poco jornal que ni para calzas me alcanzaba. Además, todas las monjas son jóvenes, y parecen que tienen el diablo en el cuerpo, de modo que nada se hace a su gusto, sino que, cuando en el plantío trabajaba yo, alguna llegaba y me decía: «Aquí coloca esto», y otra: «Aquello ponlo aquí», y otra, arrebatándome la azada, decía: «No está bien eso»; y tanto enfado me daba, que abandonando yo la faena me salí del huerto; así, entre una y otra cosa, no quise continuar más allí y me vine. Su administrador en cuanto partí, me rogó que si a alguien conocía de este oficio, se lo mandara, y se lo prometí; pero así Dios le haga tan sano de los riñones no pienso enviarle a nadie.

Oyendo Masetto las palabras de Nuto, sintió vivo deseo de estar con aquellas monjas, suponiendo que él podría cumplir allí sus deseos. Y, presumiendo que ello no ocurriría si decía algo a Nuto, le dijo:

-Bien has hecho en venir. ¿Qué hace un hombre entre mujeres? Mejor estaría con diablos, porque ellas, seis veces de cada siete, ni lo que quieren saben.

Y, acabados estos razonamientos, empezó Masetto a pensar cómo debía presentarse a ellas. Entendía el oficio de que Nuto le habló, pero temió que no le recibieran al verle demasiado mozo y bien parecido. Y, figurándose entre sí muchas cosas, imaginó: «El lugar es harto lejano de aquí y nadie me conoce. Si finjo ser mudo, de fijo me recibirán». Y, aferrándose a esta imaginación, echose la segur al hombro y, sin decir a nadie dónde iba, a guisa de pobre hombre entró en el convento, en el cual, al llegar, casualmente halló al administrador en el patio y, por señas, cual mudo, pidióle de comer por amor de Dios y ofrecióle, si quería, partir leña.

El otro diole de comer de buen grado y le puso ante unos troncos que Nuto no había podido partir, pero que el joven, que muy robusto era, en pocas horas cortó. El mayordomo, que necesitaba ir al bosque, le llevó consigo y, luego de hacerle cortar más leña, le puso el asno delante y por signos le indicó que lo llevara al monasterio.

Cumpliolo todo bien el joven, y el mayordomo, para que le sirviese en algunas cosas que le eran precisas, le tuvo consigo más días. Y, viéndole una vez la abadesa, preguntó quién era, y el otro repuso:

-Un pobre sordomudo, señora, que vino a pedir limosna y a quien he encargado algunas cosas que nos eran necesarias. Si supiese trabajar el huerto y quisiera quedarse, creo que nos prestaría buenos servicios, porque anda necesitado, y es fuerte, y podría hacer lo que quisiera. Y, además, no existiría peligro de que platicase con vuestras jóvenes.

A lo que dijo la abadesa:

-A fe de Dios que hablas en verdad. Mira si sabe labrar e ingéniate para retenerle. Regálale un par de zapatos y algún vestido viejo, halágale y dale bien de comer.

El hombre prometió hacerlo. Masetto, que estaba barriendo el patio, lo oyó todo y díjose, contento: «Si aquí me ponéis, yo os labraré el huerto como no os lo habrán labrado nunca». Viendo el administrador que el mozo labraba óptimamente, por señas le preguntó si quería quedarse allí. Y con señas respondiole Masetto que haría lo que a él le pluguiese, y el hombre, aceptándolo, le impuso la tarea de cuidar el huerto y le mostró sus otras obligaciones, y luego, yendo a otras faenas del monasterio, le dejó. Y, trabajando un día tras otro, comenzaron las monjas a molestarle e importunarle y, como a menudo pasa con los mudos, le decían, no creyendo ser atendidas, las más injuriosas palabras imaginables. De lo cual la abadesa se curaba poco o nada, creyéndolo privado de oído como de habla. Y una vez que él había trabajado mucho y descansaba, dos monjas jovenzuelas que andaban por el jardín llegáronse a donde estaba y, creyéndole dormido, le miraron. Una, que era más atrevida, dijo a la otra:

-Si pensase que callabas, te diría un pensamiento que muchas veces se me ha ocurrido y del que tú también podrías aprovecharte.

La otra respondió:

-Habla, que nada diré a nadie.

Y la arrojada comenzó:

-No sé si habrás parado mientes en lo estrictamente que vivimos, y en que aquí ningún hombre osa entrar, salvo el mayordomo, por viejo, y éste por mudo. Y yo muchas veces a mujeres que nos han visitado les he oído decir que todas las dulzuras del mundo son una burla por comparación a la que siente la mujer con el hombre. Por lo que muchas veces he determinado que, si con otros no puedo, con este mudo me he de ensayar, y más que es para el caso el mejor del mundo, puesto que nada puede ni sabría decir. Ya ves que es un mozallón estúpido, más crecido que sensato. Oiré tu parecer.

-¡Oh, lo que dices! -exclamó la otra-. ¿No sabes que hemos prometido a Dios nuestra virginidad?

-¡Oh -dijo la primera-, cuántas cosas que no se cumplen se le prometen todos los días! Si le hemos eso prometido, busca otra u otras que lo cumplan.

La compañera le dijo:

-¿Y si quedásemos embarazadas?

Su amiga alegó:

-Ya estás pensando en el mal antes de que llegue. Cuando se produzca, se podrá pensar. Mil modos habrá de arreglarse sin que nada se sepa, siempre que nosotras no lo digamos.

La otra, al oír esto, tuvo aún más ganas que la primera de probar qué animal es el hombre, y dijo:

-¿Y qué haremos?

La otra respondió:

-Ya ves que es sobre la nona. Creo que todas las monjas duermen menos nosotras. Miremos si hay alguien en el huerto y, si no, ¿qué otra cosa tenemos que hacer sino echar mano a éste y llevarlo a esa cabaña junto al manantial? Una puede estar con él y la otra estar al cuidado. Y como él es necio se plegará a lo que queramos.

Masetto oía este razonamiento y, presto a obedecer, no esperaba sino que le tomase una de ellas. Y habiendo las dos examinádolo todo y comprobado que de nadie podían ser vistas, la que había propuesto el lance, fue a Masetto y le despertó y él incorporose y ella, con obras lisonjeras, le tomó la mano, y mientras él reía neciamente, llevole a la cabaña, donde Masetto, sin hacerse rogar mucho, accedió a lo que ella quería. Y la monja, como leal compañera, una vez satisfecha, llamó a la otra y también Masetto se plegó a lo que ella quiso, sin dejar de mostrarse un entero simple.

Y así, antes de partirse, otra vez cada una quisieron saber cómo el mudo cabalgaba, y luego, departiendo entre sí, decíanse que aquello era tan dulce y más que lo que se hablaba. Y desde entonces, escogiendo horas adecuadas, iban a retozar con el mudo.

Ocurrió que, un día, una compañera suya las vio desde la ventanilla de su celda y se las mostró a dos compañeras más. Tuvieron ante todo razonamientos encaminados a acusarlas ante la abadesa, pero luego, cambiando de opinión, de consenso empezaron a participar también de Masetto, al cual, por diversos accidentes, las otras tres también hicieron compañía en varios casos.

Últimamente, la abadesa, andando un día de gran calor sola por el jardín, encontró a Masetto, el cual, durante el día, por la fatiga del mucho cabalgar por la noche, se había tendido a dormir a la sombra de un árbol. Y habiéndole el viento alzado las ropas, hallábase todo él descubierto. Lo que, mirándolo la mujer y hallándose sola, hízola caer en igual apetito que sus monjitas y, despertando a Masetto, se lo llevó a su cámara, donde le tuvo varios días, con gran desolación  de las monjas al ver que su hortelano no salía a labrarles el huerto.

Y la abadesa probó y reprobó aquella dulzura que usualmente ante las otras solía censurar. En fin, mandole a su aposento y buscole otras veces, y como las demás le buscaban también, no pudiendo el hombre satisfacer a tantas, pensó que el seguir siendo mudo podría arrojarle gran daño, y una noche, estando con la abadesa, al separarse de ella, comenzó a decir:

-He oído, señora, que un gallo se basta para diez gallinas, pero que ni aun diez hombres se bastan para satisfacer a una mujer, de suerte que a mí me conviene servir a nueve. Por nada del mundo podría perseverar en ello, y aun con lo hecho, he venido a tal extremo, que ya no puedo hacer ni poco ni mucho, por lo que, o me dejáis ir con Dios, o buscáis remedio a este caso.

La mujer, oyendo hablar al que tenía por mudo, pasmóse y dijo:

-¿Cómo es esto? Te creía mudo.

-Señora -dijo Masetto-, lo era, pero no por naturaleza, sino por una enfermedad que me privó del habla, la cual solamente desde esta noche me ha sido restituida, por lo que alabo a Dios en cuanto puedo.

Creyolo la mujer y le preguntó qué significaba aquello de haber de servir a nueve mujeres. Lo contó todo Masetto, y la abadesa, advirtiendo que no había monja que no fuera más experta que ella, como discreta, y aunque sin dejar partir a Masetto, convino buscar remedio al mal con sus monjas, para que por Masetto no fuese el monasterio vituperado.

Y como en aquellos días había muerto el administrador, ellas, de común acuerdo, y revelándose entre sí lo hasta entonces hecho a escondidas, convinieron, con placer de Masetto, en hacer creer a las gentes del contorno que sus oraciones y los méritos del santo bajo cuya advocación estaba el monasterio habían restituido a Masetto el habla tan largamente perdida: y le hicieron administrador, y tan hábilmente se distribuyeron entre todas las fatigas del hombre, que él pudo fácilmente soportarlas. Y entre ellas, aunque bastantes monjitos el buen hombre generó, tan diestramente se llevó la cosa que nada se supo hasta después de la muerte de la abadesa. Siendo ya Masetto viejo, padre y rico, sin el trabajo de nutrir a sus hijos y costear sus gastos, habiendo con su agudeza sabido manejarse bien en la mocedad, volvió al sitio de donde había salido con la segur al hombro, afirmando que así trataba Cristo a quien le ponía cuernos en la cabeza.

Anastasio – Giovanni Boccaccio

Había en Rávena, antigua ciudad de la Romaña, muchos gentiles hombres, entre los que se hallaba un mozo de nombre Anastasio degli Onesti, muy rico por herencia de su padre y de su tío. Y estando sin mujer, se enamoró de una hija de micer Pablo Traversari. Era la joven más noble que él, mas él esperaba con su conducta atraerla para que lo amase. Pero esas obras, por hermosas que eran, sólo lograban enojar a la joven, porque ella solía manifestarse tosca, huraña y dura, aunque tal vez esto se debía a que ella poseía una belleza singular o a su altiva nobleza. En resumen, a ella nada de él la complacía, lo que para Anastasio resultaba doloroso de soportar, y cuando le dolía demasiado pensaba en matarse.

Otras veces, cuando reflexionaba, se hacía a la idea de dejarla tranquila y aun de odiarla tanto como ella a él. Pero todo resultaba en vano: cuanto más se lo proponía más se multiplicaba su amor. Y, perseverando el joven en amarla sin medida, a sus familiares y amigos les pareció que él y su hacienda iban a agotarse de consumo.

Por lo cual, muchas veces le rogaron que se fuese de Rávena a morar en otro lugar por algún tiempo, para ver si lograba disminuir su amor y sus impulsos. Anastasio se burló de aquel consejo, pero ellos insistían en su solicitud y al fin decidió complacerles, y mandó organizar tantas maletas como si se fuese a España o a Francia o a cualquier otro lugar remoto; montó en su caballo y, en compañía de sus amigos, partió de Rávena y se fue a un sitio que dista de Rávena tres millas y se llama Chiassi. Una vez hubo llegado, mandó armar las tiendas y dijo a quienes le acompañaban que se devolviesen, pues pensaba quedarse donde estaba. Y ellos regresaron a Rávena. Se quedó Anastasio y empezó a hacer la más magnífica vida que jamás se conociera, invitando a tales o cuales a comer o cenar como era su costumbre.

Y sucedió que, llegando primeros de mayo, y haciendo buenísimo tiempo y él siempre pensando en su cruel amada, mandó a todos lo suyos que le dejasen solo para poder meditar más a sus anchas, y a pie se trasladó, reflexionando, hasta el pinar. Pasaba la quinta hora del día, y habiéndose él adentrado en el pinar como una media milla, sin acordarse de comer ni de nada, súbitamente le pareció oír un grandísimo llanto y quejas de una mujer. Interrumpido así en sus dulces pensamientos, alzó la cabeza para ver lo que fuese, y se extrañó de hallarse en pleno pinar. Y, además, mirando ante sí, vio venir, saliendo de un bosquecillo muy denso de zarzas y realezas, y corriendo hacia donde él se hallaba, una bellísima mujer desnuda, toda arañada de las zarzas y matorrales, que lloraba y pedía piedad a gritos.

Dos grandes y fieros mastines corrían tras ella, y cuando la alcanzaban la mordían. Venía detrás. sobre un negro corcel, un caballero moreno de muy airado rostro y con un estoque en la mano, amenazando de muerte a la joven con terribles y ofensivas palabras. Aquella puso a la vez maravilla y espanto en el ánimo del joven, y sintió compasión de la desventurada, por lo que se resolvió, si podía, librarla de la muerte y de tal angustia. Pero, hallándose sin armas, recurrió a coger una rama de árbol a guisa de garrote, y fue a hacer frente a los canes y al caballero. El cual, reparando en ello, le gritó de lejos:

-No intervengas, Anastasio, y déjanos a los perros y a mí hacer lo que esa mala hembra ha merecido.

En esto, los perros, aferrando con fuerza por las caderas a la mujer, la detuvieron y el caballero se apeó del corcel. Y Anastasio, acercándosele, le dijo:

-No sé quién eres que así me conoces, pero te digo que es gran vileza que un caballero armado quiera matar a una mujer desnuda y echarle los perros detrás como a una bestia del bosque. Por cierto ten que la defenderé.

El caballero respondió entonces:

-Anastasio, de tu misma tierra fui, y aún eras rapaz pequeño cuando yo, a quien llamaban micer Guido degli Anastagi, me enamoré tanto de esa mujer como tú ahora de la Traversari. Y su fiereza y crueldad de tal modo causaron mi desgracia, que un día, con el estoque que ves en mi mano, desesperado me maté y fui condenado a penas infernales No pasó mucho tiempo sin que ésta. que de mi muerte se sintió desmedidamente contenta, muriese, y por el pecado de su crueldad y de la alegría que le causó mi muerte, no habiéndose arrepentido, fue también condenada a las penas del infierno. Mas cuando a él bajó por castigo, a los dos nos fue dado el huir siempre ella ante mí, mientras yo, que tanto la amé, habría de perseguirla como a mortal enemiga, no como a mujer amada. Y siempre que la alcanzo, con este estoque con que me maté, la mato, y la abro en canal, y ese corazón duro y frío en el que nunca amor ni piedad pudieron entrar, le arranco con las demás vísceras, como verás pronto, y lo doy a comer a estos perros. Y, según voluntad de la justicia y potencia de Dios, no pasa mucho tiempo sin que, como si muerta no estuviera, resucite, y otra vez comience su dolorosa fuga de los perros y de mí. Y cada viernes, sobre esta hora, aquí la alcanzo y hago en ella el estrago que verás. Mas no creas que descansamos los demás días, pues entonces también la sigo y la alcanzó en otros parajes donde cruelmente pensó y obró contra mí. Y, convertido de amante en enemigo, como ves, he de seguirla así durante tantos años como ella se portó rigurosamente conmigo. Dejemos, pues, ejecutar a la divina justicia, y no te opongas a lo que no puedes evitar.

Anastasio, al oír tales palabras, quedó tímido y suspenso, con todos los cabellos erizados, y retrocediendo y mirando a la mísera joven, comenzó temeroso a esperar lo que hiciere el caballero, el cual. acabando su razonamiento, como un can rabioso corrió estoque en mano hacia la mujer (que, arrodillada y sostenida con fuerza por los dos mastines, le pedía perdón) y con todas sus fuerzas le atravesó el pecho de parte a parte. Y cuando la mujer recibió el golpe, cayó de bruces, siempre llorando y gritando, y el caballero, poniendo mano a un cuchillo, le abrió los riñones y le sacó el corazón con cuanto lo circuía, y echólo a los dos mastines, que lo devoraron afanosamente. Casi en el acto, la joven, como si ninguna de aquellas cosas hubiere sucedido, se levantó y huyó hacia el mar, perseguida y desgarrada por los perros. Y el caballero, volviendo a montar a caballo y a requerir su estoque, la comenzó a seguir y en poco rato tanto se distanciaron, que ya Anastasio no les pudo ver.

Habiendo contemplado tales cosas, gran rato estuvo entre complacido y temeroso, y después le vino a la memoria la idea de que el suceso podría valerle de mucho, ya que acontecía todos los viernes. Y, así, habiéndose fijado bien en el paraje, se volvió con su gente y cuando le pareció hizo llamar a los más de sus parientes y amigos y les dijo:

-Durante largo tiempo me habéis incitado a que deje de amar a mi enemiga y ceje en mis gastos. Estoy dispuesto a hacerlo, siempre que una gracia me concedáis. Y es que hagáis que el viernes venidero micer Pablo Traversari, con su mujer e hija y todas las mujeres de su parentela, y las demás que os plazcan, vengan a almorzar conmigo. Entonces veréis por qué quiero eso. Parecióles a sus amigos que no era cosa difícil de hacer y, al regresar a Rávena, cuando llegó el momento, invitaron a los que Anastasio deseaba. Y, aunque mucho costó convencer a la mujer a quien amaba Anastasio, al fin ella fue con las otras.

Hizo Anastasio que se aderezase un magnífico yantar y dispuso que se colocasen las mesas bajo los pinos, junto al lugar donde presenció la agonía de la cruel mujer. Y una vez que hizo sentarse a todas las mesas hombres y mujeres, mandó que su amada fuese puesta frente al sitio donde debía acontecer el hecho.

Y habiendo llegado el último manjar, el desesperado clamor de la joven perseguida empezóse a oír. Mucho se maravillaron todos, y preguntaron qué era, y no lo supo decir nadie. Levantándose, pues, para averiguar qué sería, vieron a la doliente mujer, y al caballero y los canes, y en un momento todos estuvieron a su lado. Alzóse gran vocerío contra los perros y el caballero y muchos se adelantaron para ayudar a la joven. Pero el caballero, hablándoles como habló a Anastasio, no sólo les forzó a retroceder, sino que les espantó y les llenó de pasmo. E hizo lo que la otra vez hiciera, y las mujeres presentes allí (muchas de las cuales, parientes de la joven o del caballero, no habían olvidado su amor y la muerte de él) míseramente lloraron, como si ellas mismas hubieran sufrido lo mismo. Acabó, en fin, el lance, y desaparecieron mujer y caballero, y los que aquello habían visto entregáronse a muchos y variados razonamientos.

Pero entre los que más espanto tuvieron figuró la cruel joven amada por Anastasio. Porque habiéndolo visto y oído todo muy claramente, y conociendo que a ella más que a nadie tales cosas atañían, ya le parecía estar huyendo de la ira de él y tener los perros a los talones. Y tanto miedo de esto le sobrevino que, para no incurrir en lo mismo, en breve ocurrió (tan en breve que aquella misma tarde fue) que, mudado su odio en amor, secretamente mandó a la estancia de Anastasio una camarera de su confianza, rogándole que fuese a verla, porque estaba dispuesta a complacerle en todo. Resolvió Anastasio que ello le satisfacía mucho, y que si a ella le placía, haría con ella lo que le pluguiese, pero, para honor de la dama, tomándola por mujer. La joven, sabedora que sólo por su culpa no era ya esposa de Anastasio, mandó contestar que estaba acorde. Y luego, sirviéndose de mensajera a sí misma, dijo a sus padres que quería ser mujer de Anastasio, lo que mucho les contentó. Y al domingo siguiente casó Anastasio con ella, e hiciéronse bodas, y mucho tiempo jubilosamente convivió con ella. Y no sólo el temor de la dama fue factor de aquel bien, sino que todas las mujeres altivas se tornaron medrosas, y en lo sucesivo mucho más que antes se plegaron al placer de los hombres.

Meter el diablo en el infierno – Giovanni Boccaccio

En la ciudad de Cafsa, en Berbería, hubo hace tiempo un hombre riquísimo que, entre otros hijos, tenía una hijita hermosa y donosa cuyo nombre era Alibech; la cual, no siendo cristiana y oyendo a muchos cristianos que en la ciudad había alabar mucho la fe cristiana y el servicio de Dios, un día preguntó a uno de ellos en qué materia y con menos impedimentos pudiese servir a Dios. El cual le repuso que servían mejor a Dios aquellos que más huían de las cosas del mundo, como hacían quienes en las soledades de los desiertos de la Tebaida se habían retirado. La joven, que simplicísima era y de edad de unos catorce años, no por consciente deseo sino por un impulso pueril, sin decir nada a nadie, a la mañana siguiente hacia el desierto de Tebaida, ocultamente, sola, se encaminó; y con gran trabajo suyo, continuando sus deseos, después de algunos días a aquellas soledades llegó, y vista desde lejos una casita, se fue a ella, donde a un santo varón encontró en la puerta, el cual, maravillándose de verla allí, le preguntó qué es lo que andaba buscando. La cual repuso que, inspirada por Dios, estaba buscando ponerse a su servicio, y también quién le enseñara cómo se le debía servir. El honrado varón, viéndola joven y muy hermosa, temiendo que el demonio, si la retenía, lo engañara, le alabó su buena disposición y, dándole de comer algunas raíces de hierbas y frutas silvestres y dátiles, y agua a beber, le dijo:

-Hija mía, no muy lejos de aquí hay un santo varón que en lo que vas buscando es mucho mejor maestro de lo que soy yo: irás a él.

Y le enseñó el camino; y ella, llegada a él y oídas de éste estas mismas palabras, yendo más adelante, llegó a la celda de un ermitaño joven, muy devota persona y bueno, cuyo nombre era Rústico, y la petición le hizo que a los otros les había hecho. El cual, por querer poner su firmeza a una fuerte prueba, no como los demás la mandó irse, o seguir más adelante, sino que la retuvo en su celda; y llegada la noche, una yacija de hojas de palmera le hizo en un lugar, y sobre ella le dijo que se acostase. Hecho esto, no tardaron nada las tentaciones en luchar contra las fuerzas de éste, el cual, encontrándose muy engañado sobre ellas, sin demasiados asaltos volvió las espaldas y se entregó como vencido; y dejando a un lado los pensamientos santos y las oraciones y las disciplinas, a traerse a la memoria la juventud y la hermosura de ésta comenzó, y además de esto, a pensar en qué vía y en qué modo debiese comportarse con ella, para que no se apercibiese que él, como hombre disoluto, quería llegar a aquello que deseaba de ella.

Y probando primero con ciertas preguntas que no había nunca conocido a hombre averiguó, y que tan simple era como parecía, por lo que pensó cómo, bajo especie de servir a Dios, debía traerla a su voluntad. Y primeramente con muchas palabras le mostró cuán enemigo de Nuestro Señor era el diablo, y luego le dio a entender que el servicio que más grato podía ser a Dios era meter al demonio en el infierno, adonde Nuestro Señor lo había condenado. La jovencita le preguntó cómo se hacía aquello; Rústico le dijo:

-Pronto lo sabrás, y para ello harás lo que a mí me veas hacer. Y empezó a desnudarse de los pocos vestidos que tenía, y se quedó completamente desnudo, y lo mismo hizo la muchacha; y se puso de rodillas a guisa de quien rezar quisiese y contra él la hizo ponerse a ella. Y estando así, sintiéndose Rústico más que nunca inflamado en su deseo al verla tan hermosa, sucedió la resurrección de la carne; y mirándola Alibech, y maravillándose, dijo:

-Rústico, ¿qué es esa cosa que te veo que así se te sale hacia afuera y yo no la tengo?

-Oh, hija mía -dijo Rústico-, es el diablo de que te he hablado; ya ves, me causa grandísima molestia, tanto que apenas puedo soportarlo.

Entonces dijo la joven:

-Oh, alabado sea Dios, que veo que estoy mejor que tú, que no tengo yo ese diablo.

Dijo Rústico:

-Dices bien, pero tienes otra cosa que yo no tengo, y la tienes en lugar de esto.

Dijo Alibech:

-¿El qué?

Rústico le dijo:

-Tienes el infierno, y te digo que creo que Dios te haya mandado aquí para la salvación de mi alma, porque si ese diablo me va a dar este tormento, si tú quieres tener de mí tanta piedad y sufrir que lo meta en el infierno, me darás a mí grandísimo consuelo y darás a Dios gran placer y servicio, si para ello has venido a estos lugares, como dices.

La joven, de buena fe, repuso:

-Oh, padre mío, puesto que yo tengo el infierno, sea como queréis.

Dijo entonces Rústico:

-Hija mía, bendita seas. Vamos y metámoslo, que luego me deje estar tranquilo.

Y dicho esto, llevada la joven encima de una de sus yacijas, le enseñó cómo debía ponerse para poder encarcelar a aquel maldito de Dios. La joven, que nunca había puesto en el infierno a ningún diablo, la primera vez sintió un poco de dolor, por lo que dijo a Rústico:

-Por cierto, padre mío, mala cosa debe ser este diablo, y verdaderamente enemigo de Dios, que aun en el infierno, y no en otra parte, duele cuando se mete dentro.

Dijo Rústico:

-Hija, no sucederá siempre así.

Y para hacer que aquello no sucediese, seis veces antes de que se moviesen de la yacija lo metieron allí, tanto que por aquella vez le arrancaron tan bien la soberbia de la cabeza que de buena gana se quedó tranquilo. Pero volviéndole luego muchas veces en el tiempo que siguió, y disponiéndose la joven siempre obediente a quitársela, sucedió que el juego comenzó a gustarle, y comenzó a decir a Rústico:

-Bien veo que la verdad decían aquellos sabios hombres de Cafsa, que el servir a Dios era cosa tan dulce; y en verdad no recuerdo que nunca cosa alguna hiciera yo que tanto deleite y placer me diese como es el meter al diablo en el infierno; y por ello me parece que cualquier persona que en otra cosa que en servir a Dios se ocupa es un animal.

Por la cual cosa, muchas veces iba a Rústico y le decía:

-Padre mío, yo he venido aquí para servir a Dios, y no para estar ociosa; vamos a meter el diablo en el infierno.

Haciendo lo cual, decía alguna vez:

-Rústico, no sé por qué el diablo se escapa del infierno; que si estuviera allí de tan buena gana como el infierno lo recibe y lo tiene, no se saldría nunca.

Así, tan frecuentemente invitando la joven a Rústico y consolándolo al servicio de Dios, tanto le había quitado la lana del jubón que en tales ocasiones sentía frío en que otro hubiera sudado; y por ello comenzó a decir a la joven que al diablo no había que castigarlo y meterlo en el infierno más que cuando él, por soberbia, levantase la cabeza:

-Y nosotros, por la gracia de Dios, tanto lo hemos desganado, que ruega a Dios quedarse en paz.

Y así impuso algún silencio a la joven, la cual, después de que vio que Rústico no le pedía más meter el diablo en el infierno, le dijo un día:

-Rústico, si tu diablo está castigado y ya no te molesta, a mí mi infierno no me deja tranquila; por lo que bien harás si con tu diablo me ayudas a calmar la rabia de mi infierno, como yo con mi infierno te he ayudado a quitarle la soberbia a tu diablo.

Rústico, que de raíces de hierbas y agua vivía, mal podía responder a los envites; y le dijo que muchos diablos querrían poder tranquilizar al infierno, pero que él haría lo que pudiese; y así alguna vez la satisfacía, pero era tan raramente que no era sino arrojar un haba en la boca de un león; de lo que la joven, no pareciéndole servir a Dios cuanto quería, mucho rezongaba. Pero mientras que entre el diablo de Rústico y el infierno de Alibech había, por el demasiado deseo y por el menor poder, esta cuestión, sucedió que hubo un fuego en Cafsa en el que en la propia casa ardió el padre de Alibech con cuantos hijos y demás familia tenía; por la cual cosa Alibech de todos sus bienes quedó heredera. Por lo que un joven llamado Neerbale, habiendo en magnificencias gastado todos sus haberes, oyendo que ésta estaba viva, poniéndose a buscarla y encontrándola antes de que el fisco se apropiase de los bienes que habían sido del padre, como de hombre muerto sin herederos, con gran placer de Rústico y contra la voluntad de ella, la volvió a llevar a Cafsa y la tomó por mujer, y con ella de su gran patrimonio fue heredero. Pero preguntándole las mujeres que en qué servía a Dios en el desierto, no habiéndose todavía Neerbale acostado con ella, repuso que le servía metiendo al diablo en el infierno y que Neerbale había cometido un gran pecado con haberla arrancado a tal servicio. Las mujeres preguntaron:

-¿Cómo se mete al diablo en el infierno?

La joven, entre palabras y gestos, se los mostró; de lo que tanto se rieron que todavía se ríen, y dijeron:

-No estés triste, hija, no, que eso también se hace bien aquí, Neerbale bien servirá contigo a Dios Nuestro Señor en eso.

Luego, diciéndoselo una a otra por toda la ciudad, hicieron famoso el dicho de que el más agradable servicio que a Dios pudiera hacerse era meter al diablo en el infierno; el cual dicho, pasado a este lado del mar, todavía se oye. Y por ello vosotras, jóvenes damas, que necesitáis la gracia de Dios, aprended a meter al diablo en el infierno, porque ello es cosa muy grata a Dios y agradable para las partes, y mucho bien puede nacer de ello y seguirse.