La muñeca de porcelana – León Tolstoi

Una carta escrita por Tolstoi seis meses después
de su matrimonio a la hermana más joven de su esposa,
la Natacha de 
Guerra y Paz. En las primeras líneas,
la letra es de su mujer, en el resto la suya propia.

21 de marzo de 1863

¿Por qué te has vuelto tan fría, Tania? Ya no me escribes, y me gusta tanto saber de ti… Aún no has contestado a la alocada carta de Levochka (Tolstoi), de la que no entendí una palabra.

23 de marzo

Aquí ella empezó a escribir y de pronto dejó de hacerlo, porque no pudo seguir. ¿Sabes por qué, querida Tania? Le ha ocurrido algo extraordinario, aunque no tanto como a mí. Como ya sabes, al igual que el resto de nosotros, siempre estuvo constituida de carne y hueso, con todas las ventajas y desventajas inherentes a esta condición: respiraba, era tibia y a veces caliente, se sonaba la nariz (¡y de qué modo!) y, lo más importante, tenía control sobre sus extremidades, las cuales -brazos y piernas- podían asumir diferentes posiciones. En una palabra, su cuerpo era como el de cualquiera de nosotros. De pronto, el día 21 de marzo, a las diez de la noche, nos sucedió algo extraordinario a ella y a mí. ¡Tania! Sé que siempre la has querido (no sé qué sentimiento despertará ahora en ti), sé que sientes un afectuoso interés por mí y conozco tu razonable y sano punto de vista sobre los hechos importantes de la vida; además, amas a tus padres (por favor, prepáralos e infórmales de lo sucedido), es por esto que te escribo, para contarte cómo ocurrió.

Aquel día me levanté temprano, paseé mucho rato a pie y a caballo. Almorzamos y comimos juntos, después leímos (aún podía hacerlo) y yo me sentía tranquilo y feliz. A las diez le di las buenas noches a la tía (Sonia estaba como siempre y me dijo que pronto se reuniría conmigo) y me fui a la cama. A través de mi sueño la oí abrir la puerta, respirar mientras se desvestía, salir de detrás del biombo y acercarse a la cama. Abrí los ojos y vi -no a la Sonia que tú y yo conocíamos-, ¡sino a una Sonia de porcelana! Hecha de esa misma porcelana que provocó una discusión entre tus padres. Ya sabes, una de esas muñecas con desnudos hombros fríos y cuello y brazos inclinados hacia adelante, pero hechos con el mismo material que el cuerpo. Tienen el cabello pintado de negro y arreglado en largas ondas con la pintura que desaparece en la parte superior, protuberantes ojos de porcelana que son demasiado grandes y que también están pintados de negro en los bordes. Los rígidos pliegues de porcelana de sus faldas forman una sola pieza junto con el resto. ¡Y Sonia era así! Le toqué el brazo; era suave, agradable al tacto y de fría porcelana. Pensé que estaba dormido y me pellizqué, pero ella no cambió y se mantuvo inmóvil frente a mí.

Le dije:

-¿Eres de porcelana?

Y sin abrir la boca (que permaneció como estaba con sus labios curvos pintados de rojo brillante), replicó:

-Sí, soy de porcelana.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Miré sus piernas: también eran de porcelana y (ya puedes imaginarte mi horror) estaban fijas en un pedestal de la misma materia, que representaba el suelo y estaba pintado de verde para simular un prado. Cerca de su pierna izquierda, un poco más arriba, detrás de la rodilla, había una columna de porcelana, pintada de marrón, que probablemente pretendía ser el tronco de un árbol. También formaba parte de la misma pieza que la contenía a ella. Comprendí que sin ese apoyo no podría permanecer erguida y me puse muy triste; tú, que la querías tanto, ya te puedes imaginar mi pena. No podía creer lo que estaba viendo y empecé a llamarla. Le era imposible moverse sin el tronco y su base; giró un poco (junto con la base) para inclinarse hacia mí. Pude oír el pedestal batiendo contra el suelo. Volví a tocarla, era suave, agradable al tacto y de fría porcelana. Traté de levantarle la mano, pero no pude; traté de pasar un dedo, siquiera la uña entre su codo y su cadera, pero no lo logré. El obstáculo lo formaba la misma masa de porcelana, esa materia con la que en Auerbach hacen las salseras. Empecé a examinar su camisa, formaba parte del cuerpo, tanto arriba como abajo. La miré desde más cerca y vi que tenía una punta rota y que se había puesto marrón. La pintura en la parte superior de la cabeza había caído y se veía una manchita blanca. También había saltado un poco de pintura de un labio y uno de los hombros mostraba una pequeña raspadura. Pero estaba todo tan bien hecho, tan natural, que aún seguía siendo nuestra Sonia. La camisa era la que yo le conocía, con encajes; llevaba el pelo recogido en un moño, pero de porcelana y sus manos delicadas y grandes ojos, al igual que los labios, eran los mismos, pero de porcelana. El hoyuelo en su barbilla y los pequeños huesos salientes bajo sus hombros estaban allí también, pero de porcelana. Sentía una terrible confusión y no sabía qué decir ni qué pensar. Ella me habría ayudado gustosa, pero, ¿qué podía hacer una criatura de porcelana? Los ojos entornados, las cejas y las pestañas, a cierta distancia, parecían llenos de vida. No me miraba a mí, sino a la cama. Quería acostarse y daba vueltas en su pedestal continuamente. Casi perdí el control de mis nervios; la levanté y traté de llevarla hasta el lecho. Mis dedos no dejaron huella en su frío cuerpo de porcelana y lo que me dejó más sorprendido es que era ligera como una pluma. De repente, pareció encogerse y volverse muy pequeña, más diminuta que la palma de mi mano, aunque su aspecto no varió. Tomé una almohada y la puse en un extremo, hice un hueco en el otro con mi puño y la coloqué allí, para luego doblar su gorro de dormir en cuatro y cubrirla hasta la cabeza con él. Continuó inmóvil. Apagué la vela y súbitamente oí su voz desde la almohada:

-Leva, ¿por qué me he vuelto de porcelana?

No supe qué contestar, y ella repitió:

-¿Cambiará algo entre nosotros el que yo sea de porcelana?

No quise apenarla y respondí que no. Volví a tocarla en la oscuridad; estaba quieta como antes, fría y de porcelana. Su estómago seguía siendo el mismo que en vida, sobresalía un poco, hecho poco natural para una muñeca de porcelana. Entonces experimenté un extraño sentimiento. Me pareció agradable que hubiese adquirido aquel estado y ya no me sentí sorprendido. Ahora todo resultaba natural. La levanté, me la pasé de una mano a la otra para abrigarla bajo mi cabeza. Le gustó. Nos dormimos. Por la mañana me levanté y salí sin mirarla. Todo lo sucedido el día anterior me parecía demasiado terrible. Cuando regresé a la hora de comer, había recuperado su estado normal, pero no le recordé su transformación, temiendo apenarlas a ella y a la tía. Sólo te lo he contado a ti. Creí que todo había pasado, pero cada día, al quedarnos solos, ocurre lo mismo. De pronto se convierte en un minúsculo ser de porcelana. En presencia de los demás continúa igual que antes. No se siente abatida por ello, ni tampoco yo. Por extraño que pueda parecerte, confieso con franqueza que me alegro, y aun pese a su condición de porcelana, somos muy felices.

Te escribo todo esto, querida Tania, para que prepares a sus padres para la noticia y para que papá investigue con los médicos el significado de esta transformación y si no puede ser perjudicial para el niño que esperamos. Ahora estamos solos, está sentada bajo mi corbata de lazo y siento cómo su nariz puntiaguda me rasca el cuello. Ayer la dejé sola en una habitación y al entrar vi que «Dora», nuestra perrita, la había arrastrado hasta una esquina y jugaba con ella. Estuvo a punto de romperla. Le pegué a «Dora», metí a Sonia en el bolsillo de mi chaleco y la conduje a mi estudio. Ahora estoy esperando de Tula una cajita de madera que he encargado, cubierta de tafilete en el exterior y con el interior forrado de terciopelo frambuesa, con un espacio arreglado para que pueda ser llevada con los codos, cabeza y espalda dispuestos de tal modo que no pueda romperse. La cubriré también totalmente de gamuza.

Estaba escribiendo esta carta cuando ha ocurrido una terrible desgracia. Ella estaba sobre la mesa cuando Natalia Petrovna la ha empujado al pasar. Ha caído al suelo y se ha roto una pierna por encima de la rodilla, y el tronco. Alex dice que puede arreglarse con un pegamento a base de clara de huevo. Si tal receta se conoce en Moscú, envíamela, por favor.

Los tres ermitaños – León Tolstoi

Cuando oren no usen vanas repeticiones, como los paganos,
porque éstos creen que serán atendidos hablando mucho.
No los imiten, porque antes de que ustedes lo pidan
ya el Padre de ustedes conoce sus necesidades.

San Mateo, Cap. VI, Ver. 7 y 8

 

El arzobispo de Arkangelsk navegaba hacia el monasterio de Solovki. En el mismo buque iban varios peregrinos al mismo punto para adorar las santas reliquias que allí se custodian. El viento era favorable, el tiempo magnífico y el barco se deslizaba sin la menor oscilación.

Algunos peregrinos estaban recostados, otros comían; otros, sentados, formando pequeños grupos, conversaban. El arzobispo también subió sobre el puente a pasearse de un extremo a otro. Al acercarse a la proa vio un pequeño grupo de viajeros, y en el centro a un mujik (un campesino ruso) que hablaba señalando un punto del horizonte. Los otros lo escuchaban con atención.

Se detuvo el prelado y miró en la dirección que el mujik señalaba y sólo vio el mar, cuya tersa superficie brillaba a los rayos del sol. Se acercó el arzobispo al grupo y aplicó el oído. Al verlo, el mujik se quitó el gorro y enmudeció. Los demás, a su ejemplo, se descubrieron respetuosamente ante el prelado.

-No se violenten, hermanos míos -dijo este último-. He venido para oír también lo que contaba el mujik.

-Pues bien: éste nos contaba la historia de los tres ermitaños -dijo un comerciante menos intimidado que los otros del grupo.

-¡Ah!… ¿Qué es lo que cuenta? -preguntó el arzobispo.

Al decir esto se acercó a la borda y se sentó sobre una caja.

-Habla -añadió dirigiéndose al mujik-, también quiero escucharte… ¿Qué señalabas, hijo mío?

-El islote de allá abajo -repuso el mujik, señalando a su derecha un punto en el horizonte-. Precisamente sobre ese islote es donde los ermitaños trabajan por la salvación de sus almas.

-¿Pero dónde está ese islote? -preguntó el arzobispo.

-Dígnese mirar en la dirección de mi mano… ¿Ve usted aquella nubecilla? Pues bien, un poco más abajo, a la izquierda…, esa especie de faja gris.

El arzobispo miraba atentamente y, como el sol hacía brillar el agua, no veía nada por la falta de costumbre.

-No distingo nada -dijo-. Pero ¿quiénes son esos ermitaños y cómo viven?

-Son hombres de Dios -respondió el campesino-. Hace mucho tiempo que oí hablar de ellos, pero nunca tuve ocasión de verlos hasta el verano último.

El pescador volvió a comenzar su relato. Un día que iba de pesca fue arrastrado por el temporal hacia aquel islote desconocido. Por la mañana caminaba cuando distinguió una pequeñísima cabaña y cerca de ella un ermitaño, al que siguieron a poco otros dos. Al ver al mujik le dieron de comer, pusieron sus ropas a secar y lo ayudaron a reparar su barca.

-¿Y cómo son? -preguntó el arzobispo.

-Uno de ellos es pequeño, encorvado y viejísimo. Viste una sotana raída y parece tener más de cien años. Los blancos pelos de su barba empiezan a hacerse verdosos. Es sonriente y sereno como un ángel del cielo. El segundo, un poco más alto, lleva un capote desgarrado, y su larga barba gris tiene reflejos amarillos. Es un hombre tan vigoroso, que volvió mi barca boca abajo como si fuera una cáscara de nuez, sin darme tiempo ni a que lo ayudase. También está siempre contento. El tercero es muy alto: su barba, de la blancura del cisne, le llega hasta las rodillas; es hombre melancólico, tiene las cejas erizadas y sólo lleva para cubrir su desnudez un pedazo de tela hecho de corteza trenzada y sujeto a la cintura.

-¿Y qué te dijeron? -interrogó el prelado.

-¡Oh! Hablaban muy poco, aun entre ellos. Con una sola mirada se entendían inmediatamente. Yo pregunté al más alto si vivían allí desde hace mucho tiempo y él frunció las cejas y murmuró no sé qué en tono de enfado; pero el pequeño le cogió la mano sonriendo y el alto enmudeció. El viejecito dijo solamente:

«-Haznos el favor…

«Y sonrió.»

Mientras el pescador hablaba, el buque se había aproximado a un grupo de islas.

-Ahora se ve perfectamente el islote -dijo el comerciante-. Dígnese mirar Vuestra Grandeza -añadió extendiendo la mano.

El arzobispo miró una faja gris: era el islote. Quedó fijo durante largo tiempo, y luego, pasando de proa a popa, dijo al piloto:

-¿Qué islote es ese que se ve allá abajo?

-No tiene nombre, hay muchos como ese por aquí.

-¿Es cierto que en él, según se dice, están los ermitaños dedicados a trabajar por su salvación eterna?

-Así se dice, pero ignoro si es verdad. Los pescadores aseguran haberlos visto, pero también ocurre que se habla sin saber lo que se dice.

-Yo querría desembarcar en ese islote para ver a los ermitaños -dijo el prelado-. ¿Puede hacerse?

-No podemos acercarnos con el buque -repuso el piloto-. Hace falta para eso la canoa, y sólo el capitán puede autorizar que la botemos al agua.

Se avisó al capitán.

-Desearía ver a los ermitaños -le dijo el arzobispo-. ¿Podría llevarme allá?

El capitán trató de disuadirlo de su propósito.

-Es muy fácil -dijo- pero vamos a perder mucho tiempo. Casi me atrevería a decir a Vuestra Grandeza que no valen la pena de ser vistos. He oído decir que esos viejos son unos estúpidos, no comprenden lo que se les dice y en punto a hablar saben menos que los peces.

-Pues a pesar de todo deseo verlos; pagaré lo que sea, pero disponga que me lleven a donde se encuentran.

Ya no había nada que decir. Se hicieron los preparativos necesarios, se cambiaron las velas, el piloto viró de bordo y se singló hacia la isla. Se colocó a proa una silla para el arzobispo que, sentado en ella, miraba el horizonte, y todos los pasajeros se reunieron a proa para ver también el islote de los ermitaños. Los que tenían buena vista distinguían ya las piedras de la isla y mostraban a los demás la pequeña cabaña. Bien pronto uno de ellos vio a los tres ermitaños.

El capitán trajo el anteojo y miró, entregándoselo en seguida al arzobispo.

-Es verdad -dijo-, a la derecha, junto a una gran piedra, se ven tres hombres.

A su vez el arzobispo enfocó el anteojo en la dirección indicada y vio, en efecto, a tres hombres, uno muy alto, otro más bajo y el último pequeñito. De pie, junto a la orilla, estaban cogidos de la mano.

El capitán dijo al prelado:

-Aquí tiene que detenerse el buque. Ahora, si quiere Vuestra Grandeza, debe bajar a la canoa y anclaremos para esperarlo.

Se echó el ancla, se cargaron las velas y el buque comenzó a oscilar. Fue botada al agua la canoa, saltaron a ella los remeros, y el arzobispo bajó por la escala.

Una vez abajo, se sentó sobre un banco a popa, y los marineros, a golpes de remo, se dirigieron al islote. Pronto llegaron a tiro de piedra. Se veía perfectamente a los tres ermitaños: una muy alto, casi desnudo, salvo un pedazo de tela atado a la cintura y formado de cortezas entretejidas; otro más bajo, con su caftán desgarrado, y luego el más viejo, encorvado y vestido con sotana. Los tres estaban cogidos de la mano.

Llegó la canoa a la ribera, saltó a tierra el arzobispo, bendijo a los ermitaños, que se deshacían en saludos, y les habló de este modo:

-He sabido que aquí trabajan por la eterna salvación, ermitaños de Dios, que ruegan a Cristo por el prójimo; y como, por la gracia del Altísimo, yo, su servidor indigno, he sido llamado a apacentar sus ovejas, he querido visitarlos, puesto que al Señor sirven, para traerles la palabra divina.

Los ermitaños permanecieron silenciosos, se miraron y sonrieron.

-Díganme cómo sirven a Dios -continuó el arzobispo.

El ermitaño que estaba en medio suspiró y lanzó una mirada al viejecito.

El gran ermitaño hizo un gesto de desagrado y también miró al viejecillo.

Éste sonrió y dijo:

-Servidor de Dios, nosotros no podemos servir a nadie sino a nosotros mismos, ganando nuestro sustento.

-Entonces ¿cómo rezan? -preguntó el prelado.

-He aquí nuestra plegaria: «Tú eres tres, nosotros somos tres…, concédenos tu gracia».

En cuanto el viejecito hubo pronunciado estas palabras, los tres ermitaños elevaron su mirada al cielo y repitieron:

-Tú eres tres, nosotros somos tres…, concédenos tu gracia.

Sonrió el arzobispo y dijo:

-Sin duda han oído hablar de la Santísima Trinidad, pero no es así como hay que rezar. Les he tomado afecto, venerables ermitaños, porque veo que quieren ser gratos a Dios, pero ignoran cómo se le debe servir. No es así como se debe rezar: escúchenme, porque voy a enseñarles. Lo que van a oír está en la Sagrada Escritura de Dios, donde el Señor ha indicado a todos cómo hay que dirigirse a Él.

Y el arzobispo les explicó cómo Cristo se reveló a hombres, y les explicó el Dios Padre, el Dios Hijo y el Dios Espíritu Santo. Luego añadió:

-El Hijo de Dios bajó a la tierra para salvar al género humano, y he aquí cómo nos enseñó a todos a rezar: escuchen y repitan conmigo.

Y el arzobispo comenzó:

-Padre Nuestro…

Y uno de los ermitaños repitió:

-Padre Nuestro…

Y el segundo ermitaño repitió también:

-Padre Nuestro…

Y el tercer ermitaño dijo asimismo:

-Padre Nuestro…

-Que estás en los Cielos…

Y los ermitaños repitieron:

-Que estás en los Cielos…

Pero el ermitaño que se hallaba entre sus hermanos se equivocaba y decía una palabra por otra; el gran ermitaño no pudo continuar porque los bigotes le tapaban la boca, y el viejecito, como no tenía dientes, pronunciaba muy mal.

Volvió a empezar el arzobispo la plegaria y los ermitaños a repetirla. Se sentó el prelado sobre una piedra y los ermitaños formaron círculo a su alrededor, mirándolo a la boca y repitiendo todo cuanto decía.

Durante todo el día, hasta la noche, el prelado batalló con ellos diez, veinte, cien veces, repitiendo la misma palabra y con él los ermitaños. Se embrollaban, él los corregía y volvían a empezar.

El arzobispo no dejó a los ermitaños hasta que les hubo enseñado la plegaria divina. La repitieron con él, y luego solos. Como el ermitaño de en medio la aprendiera antes que los otros, la dijo él solo. Entonces el arzobispo se la hizo repetir varias veces y los otros dos lo imitaron.

Ya comenzaba a oscurecer y la luna surgía del mar cuando el arzobispo se levantó para volverse al buque. Se despidió de los ermitaños, que lo saludaron hasta el suelo, los hizo incorporarse, los besó a los tres, les recomendó que rogasen como les había dicho, se sentó sobre el banco de la canoa y se dirigió hacia el barco.

Mientras bogaban, seguía oyendo a los ermitaños que recitaban en voz alta la plegaria de Dios.

Pronto llegó el esquife junto al buque; ya no se oía la voz de los ermitaños, pero aún se les veía a los tres, a la luz de la luna, en la orilla, el viejecito en medio, el más alto a su derecha y el otro a su izquierda.

El arzobispo llegó al barco y subió al puente. Levaron anclas, largaron las velas, que el viento hinchó, y el buque se puso en movimiento, continuando el interrumpido viaje.

Se instaló a popa el prelado y allí se sentó, siempre con la vista fija en el islote. Aún se veía a los tres ermitaños. Luego desaparecieron y no se vio más que la isla. Pronto esta misma se perdió en lontananza y sólo se veía el mar brillando a la luz de la luna.

Se acostaron los peregrinos y todo enmudeció en el puente; pero el arzobispo no quiso dormir aún. Solo en la popa, miraba al mar en la dirección del islote y pensaba en los buenos ermitaños. Recordaba la alegría que experimentaron al aprender la oración y daba gracias a Dios por haberlo llamado en ayuda de aquellos hombres venerables, para enseñarles la palabra divina.

Así pensaba el arzobispo, con los ojos fijos en el mar, cuando de pronto vio blanquear algo y lucir en la estela luminosa de la luna. ¿Sería una gaviota o una vela blanca? Mira más atentamente y se dice: de fijo es una barca con una vela, que nos sigue. ¡Pero qué rápidamente marcha! Hace un instante estaba lejos, muy lejos, y hela aquí ya muy cerca. Además, es una barca como no se ve ninguna y una vela que no parece tal…

Sin embargo, aquello los persigue y el arzobispo no puede distinguir qué cosa es. ¿Será un barco, un pájaro, un pez? También parece un hombre, pero es más grande que un hombre, y además, un ser humano no podría andar sobre el agua.

Se levantó el arzobispo, fue a donde estaba el piloto y le dijo:

-¡Mira! ¿Qué es eso?

Pero en aquel momento ve que son los ermitaños que corren sobre el mar y se acercan al buque. Sus blancas barbas despiden brillante fulgor.

Al volverse el piloto deja la barra espantado y grita:

-¡Señor!, los ermitaños nos persiguen sobre el mar y corren sobre las olas como sobre el suelo.

Al oír estos gritos se levantaron los pasajeros y se precipitaron hacia la borda, viendo todos correr a los ermitaños, teniéndose unos a otros de la mano, y a los de los extremos hacer señas de que se detuviera el barco.

Aún no se había tenido tiempo de parar cuando alcanzaron el buque, llegaron junto a él y levantando los ojos dijeron:

-Servidor de Dios, ya no sabemos lo que nos has hecho aprender. Mientras lo hemos repetido nos acordábamos, pero una hora después de haber cesado de repetirlo se nos ha olvidado y ya no podemos decir la oración. Enséñanos de nuevo.

El arzobispo hizo la señal de la cruz, se inclinó hacia los ermitaños y dijo:

-¡La plegaria de ustedes llegará de todos modos hasta el Señor, santos ermitaños! No soy yo quien debe enseñarles. ¡Rueguen por nosotros, pobres pecadores!

Y el arzobispo los saludó con veneración. Los ermitaños permanecieron un momento inmóviles, luego se volvieron y se alejaron rápidamente sobre el mar.

Y hasta el alba se vio una gran luz del lado por donde habían desaparecido.

Tres muertes – León Tolstoi

Era otoño. Por la gran carretera rodaban a trote largo dos carruajes. En el primero viajaban dos mujeres. Una era el ama: pálida, enferma. La otra, su criada: gorda y de sanos colores. Con la mano rolliza enfundada en un guante agujereado trataba de arreglar los cabellos cortos y lacios que salían debajo de su sombrero desteñido; su pecho erguido, envuelto en una manteleta, respiraba salud; sus vivaces ojos negros contemplaban unas veces, a través de los vidrios, los campos en fuga, y otras miraban a la dama tímidamente o se volvían con inquietud hacia el fondo del coche. El sombrero de la dama se balanceaba, colgado de un costado del coche, frente a la sirvienta, que llevaba un perrito faldero en su regazo. Los pies de ésta descansaban sobre varios estuches esparcidos en el fondo del vehículo, y chocaban a cada sacudida, a compás con el ruido de los muelles y la trepidación de los vidrios.

La dama se mecía débilmente reclinada entre los cojines, con los ojos cerrados y las manos puestas en las rodillas. Fruncía las cejas y de cuando en cuando tosía. Estaba tocada con una cofia de viaje, y en el cuello blanco y delicado llevaba enredado un pañolón azul. Una raya perfectamente recta dividía debajo de la cofia sus cabellos rubios extremadamente lisos y ungidos de pomada: había no sé qué sequedad extraña en la blancura de esa raya.

La tez ajada y amarillenta había aprisionado en su flojedad las delicadas facciones: sólo las mejillas y los pómulos mostraban suaves toques de carmín. Tenía los labios resecos e inquietos; las pestañas ralas y tiesas. Y sobre el pecho hundido caía en pliegues rectos la bata de viaje. Su rostro revelaba, a pesar de tener los ojos cerrados, cansancio, exasperación y prolongado sufrimiento.

El lacayo, apoyándose en el respaldo, cabeceaba en el pescante. A su lado, el cochero gritaba y fustigaba a los caballos, y volvía de cuando en cuando la cara hacia el otro coche.

Paralelamente se extendían, anchos y veloces sobre el lodo calizo, los surcos de las ruedas. El cielo estaba gris y frío. La neblina, húmeda y penetrante, arropaba campos y camino.

En el carruaje de la dama se respiraba un ambiente asfixiante, cargado de olor a agua de colonia y polvo de camino. La enferma, sobresaltada, echó de pronto la cabeza hacía atrás, y abrió pausadamente sus dos grandes ojos negros, singularmente iluminados por la fiebre.

-¿Todavía no? -exclamó nerviosamente, y apartó con su mano delgada y preciosa el borde de la manta de la sirvienta, que, por descuido, al caer había rozado su pie. Matriocha recogió enseguida con ambas manos la manta; se levantó un poco sobre sus recios pies y fue a sentarse más lejos, sonrojada.

Los bellísimos ojos negros de la enferma seguían con ansia los movimientos de la criada. De pronto, se agarró del asiento con ambas manos e intentó incorporarse; pero sus fuerzas la traicionaban. Su boca se contrajo y se le desfiguró la cara con la expresión de una impotente ironía.

-Sí tú me ayudaras… pero no, gracias, no he menester de tu ayuda, ¡yo sola puedo hacerlo! Únicamente te suplico que no pongas detrás de mí ninguno de esos bultos… más vale que no los muevas si no sabes hacer nada.

Cerró los ojos por unos instantes, luego volvió a mover pesadamente los párpados y miró, furibunda, a la criada. Matriocha, muy confundida, se mordió los encendidos labios. La enferma exhaló un suspiro, un suspiro que terminó en un acceso de tos; se revolvía toda y luego permaneció largo rato oprimiéndose el pecho con las manos. Pasado el acceso, cerró nuevamente los ojos y continuó sentada, inmóvil.

Los dos carruajes, uno tras otro, entraron en una aldea. Matriocha sacó su mano rechoncha por debajo de la manteleta y se santiguó.

-¿Qué pasa? -inquirió la señora.

-¡Una posta, niña!

-Pero, ¿por qué te persignas?

-¡Una iglesia, niña!

La paciente se asomó por la portezuela, y comenzó a persignarse en silencio al ver la iglesia que en esos momentos rodeaba el coche.

Ambos carruajes se detuvieron de repente en la posta. Del primero descendió el marido de la dama enferma en compañía del médico, juntos se acercaron al coche en que venía la señora.

-Y, ¿cómo se siente usted? -preguntó el médico tomándole el pulso.

-¿Cómo estás, amiga mía; no te has cansado mucho? -inquirió el marido en francés, agregando-: ¿Quieres apearte?

Entretanto Matriocha, que temía interrumpir la conversación de los amos con su torpeza, se arrinconó tras recoger todas las cajas y estuches de mano.

-Lo mismo de siempre… No me apearé -contestó desganadamente la dama.

El marido permaneció largo rato junto a la puertezuela, y se apartó luego rumbo a la venta. Matriocha saltó entonces del coche, y corrió en las puntas de los pies, sobre el lodo, hacia el zaguán.

-Pero mis males no son una razón para que ustedes se queden sin comer -dijo al doctor, que permanecía aún cerca de ella, dejando asomar a sus labios una débil sonrisa. «Nadie se interesa por mí», pensó mientras el doctor se alejaba y subía por la escalera que conducía a la fonda. «En sintiéndose bien ellos, todo lo demás les importa muy poco…»

-Bien, Eduardo Ivanovich -dijo el marido frotándose las manos, contento de encontrar al doctor-: He mandado que nos traigan algo que comer. ¿Qué le parece a usted?

-Sea -respondió el médico.

-Bueno, y ¿cómo sigue la enferma? -preguntó el marido suspirando.

-Ya lo había dicho -replicó el médico- que no llegaría ni siquiera a Moscú, mucho menos a Italia, sobre todo con este tiempo.

-¡Qué haremos, Dios mío! -exclamó el marido llevándose la mano a la frente-. Ponlas por aquí -indicó en esto al camarero que entraba con las viandas.

-Más hubiera valido quedarnos -repuso el médico, encogiéndose los hombros.

-Pero, ¿qué podía yo hacer? -contestó el marido-. Hice cuanto era posible por impedir el viaje; alegué que tenía pocos recursos, que no podíamos abandonar a los niños ni mis negocios. Mi mujer no quiso oírme. Al contrario, seguía forjándose planes de nuestra vida en el extranjero, como si estuviera buena y sana. Decirle, por otra parte, el estado en que se hallaba, sería matarla.

-Y a fe que está perdida. Vassily Dmitriovich: es menester que usted lo sepa. No hay ser que pueda vivir sin pulmones; y tampoco son éstos cosa que retoñe. Es triste, dolorosísimo, pero ¿qué remedio? Nuestro deber común consiste ahora en hacerle lo más soportable posible los días que le quedan de vida. Sería bueno buscar un confesor en este pueblo…

-¡Ah, Dios mío! ¡Considere mi angustia al tener que recordar a mi esposa que debe expresar su postrera voluntad! No, ocurra lo que ocurra, no se lo diré. Usted sabe, doctor, lo buena que es ella.

-Sin embargo, debe usted tratar de persuadirla para que se quede hasta el invierno -insistió el doctor sacudiendo significativamente la cabeza-. Pues de otro modo, puede suceder algo muy grave en el camino…

-¡Axiucha, Axiucha, óyeme! -gritó con voz chillona la hija del encargado de la posta, quien al mismo tiempo hacía de alguacil. Y echándose el pañolón a la cabeza, insistió ruidosa:

-Axiucha, vamos a ver a la señora de Shirkinsk. Dicen que la llevan al extranjero y que está muy enferma del pecho. ¡Yo nunca he visto cómo se ponen los tísicos!

Axiucha salió a la puerta y, asidas ambas de las manos, corrieron hacia el zaguán. Aflojaron el paso al pasar cerca del coche, y atisbaron por la ventanilla, que estaba abierta. La enferma levantó la cara para mirarlas, y habiendo notado la curiosidad de las dos muchachas, hizo una mueca y se volvió al otro lado.

-¡Madre mía! -exclamó la hija del posadero, tras de volver precipitadamente la cara-. ¡Qué hermosa debe de haber sido, y en qué lamentable estado se halla ahora! ¡Infunde pavor! ¿Has visto, Axiucha?

-¡De veras, qué flaca está la pobre! -afirmó Axiucha-. ¿Vamos a verla otra vez? Fingiremos que vamos a la noria… ¡Qué lástima, Macha!

-¡Dios mío; pero cuánto lodo hay aquí! -exclamó Macha. Y las dos regresaron a toda prisa hacia el zaguán.

«Se ve que he de estar hecha un horror» reflexionó la enferma. «¡Dios mío, haz que lleguemos al extranjero, que allí podré quizá curarme rápidamente!»

-Y, ¿qué hay, como te sientes, amiga mía? -preguntó de pronto el marido, y se acercó al estribo masticando todavía.

«Siempre la misma pregunta; pero eso sí, ¡no deja de comer!», pensó la enferma, y murmuró entre dientes:

-¡Bien!

-Sabes, esposa mía, que temo mucho que empeore tu salud si continuamos el viaje con este tiempo tan malo. Y Eduardo Ivanovich opinó lo mismo. ¿No crees que sería mejor regresar?

Ella guardó silencio, descontenta.

-Durante el invierno, el tiempo y los caminos estarán quizá mejor. Tú te habrás restablecido, y podremos entonces venir con los niños.

Ella, exasperada:

-Perdóname, pero si yo no te hubiera escuchado podría estar a estas fechas en Berlín y completamente restablecida.

-Y, ¿cómo remediarlo, ángel mío? Tú sabes que era imposible marcharnos entonces. En cambio ahora, si nos quedamos un mes más, tu podrás restablecerte; yo habré arreglado todos mis negocios y podremos traer a los niños con nosotros.

-¡Los niños están sanos, y yo no…!

-Es verdad, amiga mía, pero debes comprender que con el mal tiempo que hace ahora, como empeore tu salud en el camino… Si estuvieras al menos en casa…

-Cómo…, ¿en casa?…. ¿morir en casa? -repuso la enferma muy asustada. La palabra «morir» le causaba un visible espanto, pues se quedó extática frente al marido, en actitud de súplica. Él bajo los ojos y calló. La boca de la enferma se contrajo ingenuamente, y de sus dos grandes ojos comenzaron a rodar las lágrimas. El marido se cubrió el rostro con el pañuelo, y se alejó del coche sin decir palabra.

-¡No, yo iré de todos modos! -repetía la pobre tísica, levantando los ojos al cielo; cruzó las manos y balbuceó con voz entrecortada-: Padre Eterno, ¿qué crimen he cometido para que me castigues de este modo?-. Y de sus ojos corría el llanto cada vez más abundante. Rezó largo tiempo ardorosamente. Pero el dolor arreciaba, le oprimía paulatina, pero fatalmente, el pecho.

El cielo, el camino, la campiña, todo era gris, sombrío aquel día. Y aun la niebla, ni más espesa ni más transparente, caía sobre los tejados, sobre los carruajes y sobre los basteados abrigos de pieles de los aurigas, quienes entre francas charlas de vocablos malsonantes enjaezaban las bestias.

El coche estaba listo. Pero el postillón no aparecía. Había entrado en la choza de los cocheros, donde hacía un calor sofocante. Estaba oscura y olía a pan recién cocido, a coles y a piel de carnero. Varios cocheros charlaban en la estancia, mientras la cocinera iba y venía muy atareada alrededor de la estufa. Sobre la campana de la estufa, en un descanso a manera de lecho, estaba un enfermo, echado entre pieles de carnero.

-¡Tío Fedor, óigame, tío Fedor! -gritó desde abajo un mozalbete, cochero también, que lucía abrigo de pieles y un látigo encajado entre los pliegues del cinturón, y que acababa de entrar en la fonda.

-¡Ea, buen chico, deja en paz a Fedor! -dijo uno de los otros cocheros-. ¿No ves que te están esperando en el carruaje?

-¡Quería pedirle sus botas! -respondió el mozo, y al decir esto sacudió la melena y se metió los guantes bajo el cinturón-. ¿Dónde duermes, tío Fedor? -insistió cada vez más cerca de la estufa.

-¿Qué cosa dices? -inquirió una voz débil a tiempo que se asomaba desde lo alto de la campana el rostro demacrado y calenturiento de un hombre que, con mano enflaquecida y llena de vello, tiró del abrigo de jerga sobre un hombro anguloso, cubierto tan sólo con una camisa sucia-. Dame qué beber, hermano. ¿Qué deseabas?

El mozo le tendió un jarro de agua.

-Quería decirte una cosa, Fedia -comenzó con reticencia-. Yo me figuro que tú no vas a necesitar ya tus botas nuevas. ¿Por qué no me las regalas? ¡Al fin, que tú ya no has de caminar, tío Fedor!…

El enfermo bebía con la cara pegada al luciente jarro, bebía con avidez exasperante, mojándose los mostachos hirsutos. Con marcada dificultad levantó la barba sucia y los ojos hundidos para mirar a su interlocutor. Al desprenderse del jarro quiso levantar el brazo para enjugarse los labios; pero no pudo: se limpió con la manga del abrigo de jerga. Respiraba pesadamente por la nariz y contemplaba con fijeza al joven cochero, haciendo esfuerzos para hablar.

-¿Se las has ofrecido a alguien acaso de balde? Te las pido porque está lloviendo afuera y tengo que ir a trabajar. Dime la verdad, tío Fedor, ¿las necesitas?

En el pecho del enfermo se oyó un ruido sordo, y al voltearse lo acometió una fuerte tos; casi se ahogaba.

-¡Cómo las ha de necesitar! ¿No ves que hace dos meses que no baja de su rincón? -gritó de repente la cocinera, y su cólera resonó estruendosa por todo el aposento-. De tal modo sufre que siento que se me desgarran mis propias entrañas solamente de oír sus quejas. Para qué diablos habrá de necesitar ya sus botas. Con botas no le habrán de enterrar… Por más que, con perdón de Dios, ya sería tiempo… Miren ustedes cómo se desgarra los pulmones al toser. Habría sido prudente transportarlo a alguna otra parte. Parece que en la ciudad vecina hay hospitales: allí estaría mejor, porque aquí nos ocupa espacio y no deja de acusar molestias. ¡Y se atreven todavía a pedirme limpieza!

-¡Ea, Serioga, date prisa, que los señores te están esperando! -gritó desde la puerta el posadero. Serioga quiso marcharse sin obtener respuesta del enfermo; pero éste, víctima del ataque de tos, le hizo comprender con ojos y manos que deseaba hablarle. Tras breves instantes de reposo:

-Puedes llevarte las botas, Serioga -dijo ahogándose-. Pero con la condición de que habrás de comprar una piedra y mandarla colocar sobre mi tumba cuando me muera -agregó con voz cada vez más hueca y apagada.

-Muchas gracias, tío Fedor. Entonces me las llevo; claro que compraré la piedra, descuide.

-¿Han oído, muchachos? -insistió penosamente el enfermo, y comenzó a toser con más fuerza.

-Sí, sí, hemos oído -contestó uno de los cocheros.

-Por Dios, Serioga: mira, allí viene otra vez el posadero a buscarte. Dicen que la dama de Shirkinsk se ha puesto muy grave.

Serioga se descalzó precipitadamente sus botas viejas, demasiado grandes, y las arrojó debajo del banco. Las botas del tío Fedor le quedaban a las mil maravillas, y las miraba y remiraba complacido, mientras a toda prisa se dirigía hacia el coche.

-¡Hombre, qué botas te has comprado! -exclamó en el camino otro cochero- ¡Dámelas, te las engrasaré! -agregó con la untura en la mano.

Serioga, sin hacer caso, saltó al pescante y empuñó las riendas.

-Oye, ¿es cierto que te las regaló?

-¡Envidioso! -exclamó Serioga. Mientras se envolvía las piernas con los largos faldones de su abrigo, volvía las piernas con los troncos:

-¡Hola, preciosos! -dijo, y levantó el látigo en el aire.

Arrancaron los dos coches. Viajeros, baúles y aurigas se perdieron entre la bruma otoñal.

El cochero tísico se quedó allí, en la choza malsana, sobre la estufa. Trabajosamente se volteó del otro lado y guardó silencio. Las gentes iban y venían, comiendo y charlando, hasta que, anochecido, se encaramó la cocinera por encima de la estufa en busca de su propio abrigo, que había guardado en un rincón.

-Perdóname, Nastasia; ¿no te dice eso? -masculló condolida-. ¿Qué te duele, tío?

-Las entrañas, Nastasia; las entrañas, que se me van acabando, ¡Dios sabe por qué!

-La garganta y el pecho, ¿no te duelen mucho?

-Me duele todo, Nastasia, es la muerte que se acerca. Eso es lo único que yo sé -gimió el enfermo.

-Ahora cúbrete bien los pies -dijo Nastasia compasiva, y con sus propias manos lo abrigó cuidadosamente.

Una lamparilla mortecina alumbraba la choza durante toda la noche. Nastasia y una decena de cocheros roncaban tendidos en el suelo o sobre los bancos. Sólo el tío Fedor gemía y tosía toda la noche. Hacia el amanecer se calló completamente.

-¡Es extraño lo que vi en sueños! -dijo la cocinera desperezándose a la débil claridad de la mañana-. Vi que el tío Fedor bajaba de su rincón y se ponía a cortar leña. Soñé que me decía: «Permíteme, Nastasia que te ayude» y yo le respondía. «Y, ¿cómo has de poder cortar leña, tío Fedor?» A pesar de todas mis súplicas lo vi que cogía el hacha y que comenzó a trabajar con una rapidez asombrosa. En torno de él volaban las astillas, y de ver aquello me preguntaba azorada: «¡Pues no decían que estaba muy enfermo!» A lo cual él me respondía: «¡Nada de eso, me siento muy bien!» Y de nuevo levantaba el hacha y seguía partiendo leña con una rara habilidad. En eso estaba cuando lancé un grito y desperté.

-¡Tío Fedor, tío Fe… dor…!

Fedor no respondía.

-¡Se habrá muerto! ¡Vamos a ver! -dijo uno de los cocheros. La mano fría y exangüe colgaba cubierta de vello. El rostro estaba pálido, yerto.

-Hay que dar parte al inspector, ¡creo que está muerto! -anunció el cochero desde arriba.

El pobre cochero muerto no tenía parientes, y había venido de comarcas muy lejanas. Al día siguiente lo enterraron en el camposanto nuevo, detrás del bosque. Y por muchos días Nastasia no cesó de relatar, a cuantas gentes pasaban por la fonda, su extraño sueño, y cómo fue ella la primera que pensó en el tío Fedor en los instantes de la muerte.

Había llegado la primavera. A lo largo de las húmedas calles del pueblo, por entre las capas de escarcha que cubrían los basureros, murmuraban los riachuelos. Lo abigarrado de los trajes y el barullo de las conversaciones daban el paisaje cierta vivacidad. En los huertos, detrás de los tabiques de las chozas, se hinchaban los brotes de los árboles, y las ramas se mecían con suavidad al arrullo de una fresca brisa. Por todas partes caían límpidas las gotas. Los gorriones piaban chillones, revoloteando en alegre confusión. El jardín, las casas y los árboles resplandecían bajo el sol. El cielo, la tierra y el corazón de los mortales parecían bañados de juvenil regocijo.

En una de las calles principales, frente a una vasta residencia señorial, se levantaba una enorme hacina de heno verde. En esa casa se hallaba la misma moribunda que dejamos en la venta, camino del extranjero.

Cerca de la puerta de la alcoba estaban en pie su marido y una mujer entrada en años. Sobre el diván aparecía sentado un sacerdote, con los ojos cerrados y algo en la mano, que cubría la estola. En la esquina, en un sillón, se hallaba recostada una anciana, la madre de la enferma, que lloraba amargamente junto a ella; una criada desdoblaba entre las manos un pañuelo limpio, en espera de que la anciana lo pidiese, en tanto que otra le frotaba las sienes con algún linimento y le abanicaba el rostro.

-Que nuestro Señor Jesucristo sea con usted -decía el marido a la dama que lo acompañaba, a punto de abrir la puerta-. En nadie tiene tanta confianza como en usted; le habla usted siempre con tal dulzura. Vaya usted a persuadirla, querida prima.

Quiso él abrir la puerta; pero ella lo detuvo, se pasó varias veces el pañuelo por los ojos, y dijo:

-¡Supongo que ahora no se me conocerá que he llorado!

Abrió la puerta ella misma y penetró en la estancia de la moribunda.

El marido esperaba presa de una emoción indecible: perdidamente agobiado. Intentó acercarse adonde estaba la anciana; pero le faltó valor, desvió su camino y fue a pararse frente al cura. Éste levantó el rostro y suspiró. Su abundosa barba siguió el movimiento de los ojos y volvió a caer.

-¡Dios mío, Dios mío! -murmuró el marido-. ¿Qué haremos?

-¡Es irremediable! -repuso el cura, y al exhalar un suspiro su ceño y su barba blanca se elevaron y descendieron alternativamente.

-Y pensar que mamá se halla en ese estado de desolación. Es para ella un golpe de muerte. Seguramente no resistirá. ¡La quería tanto!- Y hablando con el cura-. ¡Padre, consuélela usted!

El sacerdote se levantó de su sitio y se acercó a la anciana diciendo:

-Es evidente que nadie puede comprender la pena de una madre, lo confieso; mas con todo, hay que tener fe en la misericordia de Dios.

Al oír estas palabras, el rostro de la anciana se contrajo en un ataque nervioso que la dejó postrada por algunos instantes.

-¡Dios es misericordioso! -siguió el cura predicando en cuanto la anciana comenzaba a recobrar los sentidos-. Habrá de saber usted que en mi parroquia hubo una vez una enferma, seguramente mucho más grave que María Dmitrievna. Pues bien, un simple burgués la curó en pocos días con un cocimiento de yerbas. Ese curandero habita actualmente en Moscú. Yo le decía a Vassily Dmitriovich que podía llamarlo, aunque no fuera más que para proporcionar a la enferma un consuelo. Para Dios todo es posible.

-No, mi hija no podrá vivir más: ¡Dios ha dispuesto, sin duda, llamarla en mi lugar! -dijo la anciana, y de nuevo perdió los sentidos.

El marido se cubrió el rostro con las manos y huyó de la habitación. En el corredor, a los primeros pasos, se topó con el primogénito, de seis años, que a todo correr perseguía a su hermanita menor.

-¡Cómo! -repuso la criada-, ¿no quiere usted mandar a los niños a que vean a la señora?

-No, no quiere verlos, ello podría emocionarla-. El chico de detuvo unos instantes mirando fijamente el rostro de su padre, como si por instinto presintiese algún desenlace grave que él no acertaba a explicarse. Luego, saltó en un pie y echó a correr nuevamente en persecución de su hermanita.

-Mírala, papá -gritó el chicuelo-, parece caballo moro.

En la otra estancia, la prima se hallaba sentada a la cabecera de la moribunda, y la consolaba en hábil plática; trata de iniciarla, de familiarizarla con la idea de la muerte. El médico, cerca de la otra ventana, preparaba los medicamentos. Y la enferma, sentada entre cojines y envuelta en una bata blanca, contemplaba con serenidad a su prima.

-No seas inocente, hermana mía -le dijo-; no hagas esfuerzos inútiles, sabes que soy cristiana y que no ignoro nada; sé que no me quedan muchos días de vida, y sé también que si mi marido me hubiera hecho caso, a estas fechas estaría yo en Italia, y seguramente sana. Pero qué remedio, acaso Dios lo habrá querido así. Todos los mortales pecamos, no se me escapa; pero tengo fe en que Dios, misericordioso, sabrá perdonar a todos. Y cuando intento comprender lo que pasa en mi propio ser, descubro que, al igual que mis semejantes, soy pecadora, amiga mía. Mas a pesar de ello, no puedo olvidar lo mucho que he sufrido; ni con cuánta paciencia he sabido soportar mis dolores.

-¡Entonces llamaremos al cura, amiga mía! Te sentirás mejor cuando hayas comulgado -afirmó la prima.

La enferma inclinó la cabeza en señal de asentimiento y murmuró:

-¡Señor, perdona a esta pobre pecadora!

La prima salió a la puerta y llamó al cura.

Es un ángel -dijo al marido. Éste se puso a llorar. Pasó el sacerdote a la alcoba. La anciana seguía sin sentido sobre el diván; reinó por algunos instantes el silencio, al cabo de los cuales volvió a salir el sacerdote. Mientras se desvestía la estola y se arreglaba los cabellos murmuraba en voz baja:

-Gracias a Dios, la enferma se muestra más tranquila. Desea verlos.

Entraron en la alcoba la prima y el marido, y encontraron a la enferma bañada en llanto frente a la imagen de la Virgen.

-¡Te felicito, esposa mía, te felicito! -interrumpió el marido.

-Gracias, me siento mucho mejor, experimento una indecible dulzura -dijo sonriendo y serena.

-¡Dios es misericordioso, omnipotente!

Bruscamente, como si se hubiera acordado de algo urgentísimo, hizo una seña a su marido y murmuró:

-¡Tú no quieres nunca hacer lo que te pido!

-¿Qué cosa, ángel mío?

-Cuántas veces te he dicho que esos doctores no saben nada; existen simples curanderos que suelen hacer milagros, curar a las gentes. El señor cura conoce a un burgués. ¿Por qué no mandas buscarlo?

-Pero, ¿cómo se llama, amiga mía?

-¡Dios mío, nunca quiere comprender! -dijo la enferma, y al decirlo se extendió en el lecho y cerró los ojos. El médico, al notarlo, se acercó y le tomó el pulso, cada vez más débil; guiñó un ojo al marido. La enferma notó el gesto y volvió la cara con espanto. La prima se puso también a llorar.

-¡No llores! -dijo la paciente-, ¡no ves que sufres y a la vez aumentas mi congoja! ¿O quieres, por ventura, robarme lo que me queda de calma?

-¡Eres un ángel, eres un ángel! -repetía la prima.

Aquella misma tarde la enferma era sólo un cadáver, tendida en su lecho mortuorio en medio de la vasta sala de la residencia señorial. Adentro, con las puertas cerradas, un diácono leía con voz nasal, monótona, los salmos de David. La luz viva de los cirios en los altos candeleros de plata caía sobre la frente pálida de la muerta, sobre las manos pesadas que parecían de cera, y sobre los pliegues tiesos de la sobrecama; particularmente en las partes salientes donde se ocultaban los pies y las rodillas. El diácono seguía leyendo rítmicamente, sin comprender palabra de la lectura. Su voz resonaba con extraña sonoridad en la espaciosa sala callada. De vez en cuando se oían, procedentes de alguna pieza contigua, voces de niños y ruido de pasos. El diácono seguía salmodiando:

-«Oculta tu faz en el polvo, retén tu aliento, porque ellos serán turbados, ellos desfallecerán y volverán al polvo.» «Pero si Tú rechazas su espíritu, serán creados de nuevo y renovarás la faz de la tierra.» «Que la gloria del Eterno sea por siempre celebrada.»

El rostro de la muerta estaba grave y majestuoso. Ni en la frente pura, ni en los labios herméticos, se notaba el más leve movimiento: era un cuerpo en perpetua expectación.

¿Comprendería ahora, al menos, la grandeza de estas palabras?

Un mes después se elevaba sobre la tumba de la difunta una capilla con altar de madera preciosa, ricamente tallado. En la del cochero, un montón de tierra, cubierto ya de césped y malezas, era la única señal de una existencia que pasó.

-Serioga, cometes un pecado capital si no compras una lápida para ponerla en la tumba del tío Fedor -dijo un día la cocinera al mancebo-. Muchas veces has prometido hacerlo antes de que pasara el invierno. ¿Por qué no cumples tu palabra? Recuerda que lo prometiste al difunto en presencia mía y de otras personas que viven aún. ¿No has escarmentado con que se te haya aparecido su ánima una vez? Mira, si no compras pronto esa piedra, Serioga, se te va a aparecer otra vez y es capaz aun de estrangularte.

-Y, ¿por qué habrá de estrangularme? ¿He renunciado acaso a cumplir con lo prometido? No, Nastasia, la piedra habré de comprarla. Con rubio y medio salgo del apuro. Lo que pasa es que no hay quien pueda traerla. ¡Deje usted que se me presente una oportunidad, y acá vendrá a dar la piedra, Nastasia!

-Bien podrías cuando menos haberle puesto una cruz. Por Dios que haces mal. Sobre todo que las botas te han servido, ¿no es verdad? -dijo otro de los cocheros presentes.

-Y, ¿de dónde he de haber yo una cruz? ¡No voy a hacerla de un leño!

-¡Vamos, hombre, qué estás diciendo! ¿No puedes conseguir un hacha y marcharte cualquier mañana de éstas, de madrugada, al bosque? ¡Aunque no fuera más que de fresno! De otro modo, los vigilantes son unos canallas, no sacian nunca su sed de vodka. Te lo digo por experiencia. El otro día quebré un balancín. Bueno, pues corté un árbol y a los pocos días había tallado uno nuevo, admirable. Te juro que nadie me dijo nada.

Apuntaba apenas la aurora del día siguiente cuando Serioga terció el hacha y se encaminó hacia el bosque. Un velo tenue de rocío no iluminado aún por el sol se extendía sobre la tierra. Insensiblemente, casi, fue acercándose al Oriente, y su luz lejana invadía más y más el firmamento cubierto de nubecillas transparentes. Ni una hoja de árbol, ni siquiera el césped, se movía. Rara vez se oían alas en la espesura de la fronda. Una y otra rompía el silencio.

Repentinamente, un ruido extraño a la naturaleza se propagó y fue a morir a los lindes de la soledad. Volvió a sonar, uniforme, sobre el tronco de uno de los árboles inmóviles. Una copa vibró de un modo extraordinario; su follaje, grávido de savia, murmuró no sé qué secreto, y la curruca que allí se guarecía cambió dos veces de lugar, lanzó un silbido, y tras de sacudir la cola fue a refugiarse en otro árbol.

Abajo seguía resonando el hacha sordamente. Las astillas jugosas caían sobre la yerba bañada de húmedo rocío. A los golpes implacables sucedió de pronto un estruendo. El árbol tembló; cabeceó su corpulencia; se irguió altivamente, y, tambaleante, lleno de pavor, cayó rígido al suelo.

Desaparecieron el ruido del hacha y de los pasos. La curruca silbó otra vez y voló más alto. La rama que había rozado con sus alas tembló un instante y se inmovilizó.

Los árboles con sus frondas tranquilas se elevaban más majestuosamente en el anchuroso espacio. Los primeros rayos del sol traspasaron las nubes y resplandecieron sobre el cielo, recorriendo veloces la tierra. La niebla se resolvió en ondas, y corrió por arroyos y quebradas. El rocío brillaba juguetón sobre lo verde. Las nubes bogaban blancas y presurosas por la bóveda celeste. Las aves se agitaban con alboroto en el bosque: gorjeaban una canción de ventura. Las hojas murmuraban, serenamente regocijadas, y los ramajes de los árboles vivientes que quedaban en torno, se movían lenta y majestuosamente por encima del árbol muerto.

Sin querer – León Tolstoi

Volvió a las seis de la mañana y, según costumbre, pasó al cuarto de aseo; pero, en lugar de desnudarse, se sentó o, mejor dicho, se dejó caer en una butaca… Poniendo las manos en las rodillas, permaneció en esa actitud cinco, diez minutos, quizás una hora. No hubiera podido decirlo.

«El siete de corazones», se dijo, representándose el desagradable hocico de su contrincante, que, a pesar de ser inmutable, había dejado traslucir satisfacción en el momento de ganar.

-¡Diablos! -exclamó.

Se oyó un ruido tras de la puerta. Y apareció su esposa, una hermosa mujer, de cabellos negros, muy enérgica, con gorrito de noche, chambra con encajes y zapatillas de pana verde.

-¿Qué te pasa? -dijo, tranquilamente; pero, al ver su rostro, repitió-: ¿Qué te pasa, Misha? ¿Qué te pasa?

-Estoy perdido.

-¿Has jugado?

-Sí.

-¿Y qué?

-¿Qué? -repitió él, con expresión iracunda-. ¡Que estoy perdido!

Y lanzó un sollozo, procurando contener las lágrimas.

-¿Cuántas veces te he pedido, cuántas veces te he suplicado que no jugaras?

Sentía lástima por él; pero también se compadecía de sí misma, al pensar que pasaría penalidades, así como por no haber dormido en toda la noche, atormentada, esperándolo. «Ya son las seis», pensó, echando una ojeada al reloj que estaba encima de la mesa.

-¡Infame! ¿Cuánto has perdido?

-¡Todo! Todo lo mío y lo que tenía del Tesoro. ¡Castígame! Haz lo que quieras. Estoy perdido -se cubrió el rostro con las manos-. Eso es lo único que sé.

-¡Misha! ¡Misha! Escúchame. Apiádate de mí. También soy un ser humano. Me he pasado toda la noche sin dormir. Estuve esperándote, estuve sufriendo; y he aquí la recompensa. Dime, al menos, la cantidad que has perdido.

-Es tan elevada, que no puedo pagarla; nadie podría hacerlo. He perdido dieciséis mil rublos. Debería huir, pero, ¿cómo?

Miró a su mujer; y, cosa que no podía esperar, ésta lo atrajo hacia sí. «¡Qué hermosa es!», pensó, cogiéndola de la mano; pero ella lo rechazó.

-Misha, habla en debida forma. ¿Cómo has podido hacer eso?

-Esperaba recuperarme -sacó la pitillera y empezó a fumar con avidez-. Desde luego, soy un canalla. No te merezco. Abandóname. Perdóname, por última vez. Me marcharé. Desapareceré, Katia. No he podido evitarlo; me ha sido imposible. Estaba como en sueños; fue sin querer… -frunció el ceño-. ¿Qué hacer? Estoy perdido. Perdóname.

Quiso abrazarla, pero ella se apartó en actitud enojada.

-¡Oh! Son dignos de compasión los hombres. Cuando las cosas van bien, se envalentonan; pero en cuanto algo no marcha, ya están sumidos en la desesperación y no sirven para nada -se sentó al otro lado del tocador-. Cuéntamelo todo, por orden.

El marido obedeció. Dijo que cuando iba a llevar el dinero al banco, se había encontrado con Nekrasov. Éste le propuso que fuera a su casa, a jugar una partida. Así lo hicieron; perdió todo el dinero; y en aquel momento estaba decidido a poner fin a su vida. A pesar de sus afirmaciones, la esposa comprendió que no había decidido nada: estaba desesperado sencillamente. Escuchó su relato hasta el final y dijo:

-Todo esto es una estupidez, una infamia. ¿Cómo has podido perder el dinero sin querer? Es absurdo.

-Ríñeme y haz lo que quieras conmigo.

-No pretendo reñirte; lo que quisiera es salvarte, como lo he hecho siempre, por muy vil y lamentable que aparezcas ante mis ojos.

-Sigue, sigue; poco falta ya…

-Me parece que por desesperado que estés, es cruel por tu parte atormentarme de este modo. Estoy enferma. Hoy he tenido que volver a tomar… Y de pronto me llegas con esta sorpresa. Por si fuera poco, esa actitud de impotencia… Me preguntas qué debes hacer. Pues muy sencillo. Son las seis. Ve inmediatamente a casa de Frim y cuéntaselo todo.

-¿Acaso se va a apiadar de mí? No se le puede contar eso.

-¡Qué tonto eres! ¿Acaso te aconsejo que digas al director del banco que perdiste en el juego el dinero que te confió…? Le vas a decir que ibas a la estación de Nikolaievsky… ¡No, no! Es mejor que vayas a la policía, ahora mismo. ¡No! Ahora mismo, no. Irás a las diez y vas a decir que cuando ibas por el callejón Nechioesky te asaltaron los bandidos, uno con barba y el otro un verdadero chiquillo; iban armados de un revólver y te arrebataron el dinero. Después irás a casa de Frim, para contarle lo mismo.

-Sí, pero… -encendió un cigarrillo-. Se pueden enterar por Nekrasov.

-Iré a verlo, le hablaré y lo arreglaré todo.

Misha se tranquilizó; y, hacia las ocho de la mañana se durmió con un sueño profundo. Su mujer fue a despertarlo a las diez.

* * *

Esto había ocurrido por la mañana en el piso de arriba. En el de abajo, habitado por la familia Ostrovsky, sucedía lo siguiente, a las seis de la tarde.

Habían acabado de comer. La princesa Ostrovskaya, joven madre, llamó al lacayo, que acababa de pasar en torno a la mesa, sirviendo tarta; pidió un plato, y después de servir una ración, se volvió hacia sus hijos. El mayor, llamado Voka, tenía siete años, y la pequeña, Tania, cuatro años y medio. Ambos eran muy hermosos; Voka tenía un aspecto sano, grave y serio, y su encantadora sonrisa dejaba al descubierto sus dientes disparejos; Tania, con sus ojos negros, era una criatura vivaracha, llena de energía, charlatana, divertida, siempre alegre y cariñosa con todo el mundo.

-Niños, ¿cuál de los dos va a llevar la tarta a la niania?

-Yo -exclamó Voka.

-Yo, yo, yo -gritó Tania, saltando de la silla.

-La llevará el que lo ha dicho primero -intervino el padre, que solía mimar a Tania y por eso se alegraba de toda ocasión que le permitiera demostrar su imparcialidad-. Tania, esta vez tienes que ceder.

-No me importa. Voka, coge la tarta, anda. Por ti lo hago con gusto.

Los niños solían dar las gracias después de comer. Todos esperaron a Voka mientras tomaban el café. Pero éste tardaba en volver.

-Tania, corre a ver qué le pasa a tu hermano.

Al saltar de la silla, Tania enganchó una cuchara, que cayó al suelo. Se apresuró a recogerla y la puso en el borde de la mesa, pero la cuchara volvió a caer; la recogió de nuevo y, echándose a reír, corrió con sus piernecitas gordezuelas, enfundadas en las medias. Salió al pasillo y se dirigió a la habitación de los niños, contigua a la de la niñera. Iba a entrar en ella, cuando de pronto oyó unos sollozos. Volvió la cabeza. Voka, de pie junto a su cama, miraba un caballo de juguete, llorando amargamente, con el plato vacío en las manos.

-¿Qué te pasa? ¿Dónde está la tarta?

-Me… me… la he comido sin querer. ¡No iré, no iré…! Tania…, de veras que ha sido sin querer. Sólo quise probarla; pero luego me la comí toda.

-¿Qué haremos?

-Ha sido sin querer…

Tania se quedó pensativa. Voka seguía llorando, desconsoladamente. De pronto, la cara de la niña se tornó resplandeciente.

-Voka, no llores; ve a decir a la niania que te has comido la tarta sin querer y pídele perdón. Mañana le daremos nuestra ración. La niania es buena.

Voka dejó de llorar y se enjugó las lágrimas con las palmas de las manos.

-¿Cómo se lo voy a decir? -balbuceó, con voz temblorosa.

-Vamos juntos.

Los niños fueron a ver a la niñera; y volvieron al comedor, felices y contentos. También se sintieron felices y contentos la niania y los padres cuando ésta les contó, emocionada y divertida, lo que habían hecho los pequeños.

Pobres gentes – León Tolstoi

En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa… La noche es fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido; la estufa sigue encendida todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca, duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el aullar del viento, y tiene miedo.

Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once… Juana se sume en reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad. Ella trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega para comer. Los niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano, corren descalzos; no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no les falte el de centeno. La base de su alimentación es el pescado. «Gracias a Dios, los niños están sanos. No puedo quejarme», piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad. «¿Dónde estará ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él», dice, persignándose.

Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la cabeza, enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo, si hay luz en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca el pañuelo y lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la víspera había querido visitar a la vecina enferma. «No tiene quien la cuide», piensa, mientras llama a la puerta. Escucha… Nadie contesta.

«A lo mejor le ha pasado algo», piensa Juana; y empuja la puerta, que se abre de par en par. Juana entra.

En la choza reinan el frío y la humedad. Juana alza la linterna para ver dónde está la enferma. Lo primero que aparece ante su vista es la cama, que está frente a la puerta. La vecina yace boca arriba, con la inmovilidad de los muertos. Juana acerca la linterna. Sí, es ella. Tiene la cabeza echada hacia atrás; su rostro lívido muestra la inmovilidad de la muerte. Su pálida mano, sin vida, como si la hubiese extendido para buscar algo, se ha resbalado del colchón de paja, y cuelga en el vacío. Un poco más lejos, al lado de la difunta, dos niños, de caras regordetas y rubios cabellos rizados, duermen en una camita acurrucados y cubiertos con un vestido viejo.

Se ve que la madre, al morir, les ha envuelto las piernecitas en su mantón y les ha echado por encima su vestido. La respiración de los niños es tranquila, uniforme; duermen con un sueño dulce y profundo.

Juana coge la cuna con los niños; y, cubriéndolos con su mantón, se los lleva a su casa. El corazón le late con violencia; ni ella misma sabe por qué hace esto; lo único que le consta es que no puede proceder de otra manera.

Una vez en su choza, instala a los niños dormidos en la cama, junto a los suyos; y echa la cortina. Está pálida e inquieta. Es como si le remordiera la conciencia. «¿Qué me dirá? Como si le dieran pocos desvelos nuestros cinco niños… ¿Es él? No, no… ¿Para qué los habré cogido? Me pegará. Me lo tengo merecido… Ahí viene… ¡No! Menos mal…»

La puerta chirría, como si alguien entrase. Juana se estremece y se pone en pie.

«No. No es nadie. ¡Señor! ¿Por qué habré hecho eso? ¿Cómo lo voy a mirar a la cara ahora?» Y Juana permanece largo rato sentada junto a la cama, sumida en reflexiones.

La lluvia ha cesado; el cielo se ha despejado; pero el viento sigue azotando y el mar ruge, lo mismo que antes.

De pronto, la puerta se abre de par en par. Irrumpe en la choza una ráfaga de frío aire marino; y un hombre, alto y moreno, entra, arrastrando tras de sí unas redes rotas, empapadas de agua.

-¡Ya estoy aquí, Juana! -exclama.

-¡Ah! ¿Eres tú? -replica la mujer; y se interrumpe, sin atreverse a levantar la vista.

-¡Vaya nochecita!

-Es verdad. ¡Qué tiempo tan espantoso! ¿Qué tal se te ha dado la pesca?

-Es horrible, no he pescado nada. Lo único que he sacado en limpio ha sido destrozar las redes. Esto es horrible, horrible… No puedes imaginarte el tiempo que ha hecho. No recuerdo una noche igual en toda mi vida. No hablemos de pescar; doy gracias a Dios por haber podido volver a casa. Y tú, ¿qué has hecho sin mí?

Después de decir esto, el pescador arrastra la redes tras de sí por la habitación; y se sienta junto a la estufa.

-¿Yo? -exclama Juana, palideciendo-. Pues nada de particular. Ha hecho un viento tan fuerte que me daba miedo. Estaba preocupada por ti.

-Sí, sí -masculla el hombre-. Hace un tiempo de mil demonios, pero… ¿qué podemos hacer?

Ambos guardan silencio.

-¿Sabes que nuestra vecina Simona ha muerto?

-¿Qué me dices?

-No sé cuándo; me figuro que ayer. Su muerte ha debido ser triste. Seguramente se le desgarraba el corazón al ver a sus hijos. Tiene dos niños muy pequeños… Uno ni siquiera sabe hablar y el otro empieza a andar a gatas…

Juana calla. El pescador frunce el ceño; su rostro adquiere una expresión seria y preocupada.

-¡Vaya situación! -exclama, rascándose la nuca-. Pero, ¡qué le hemos de hacer! No tenemos más remedio que traerlos aquí. Porque si no, ¿qué van a hacer solos con la difunta? Ya saldremos adelante como sea. Anda, corre a traerlos.

Juana no se mueve.

-¿Qué te pasa? ¿No quieres? ¿Qué te pasa, Juana?

-Están aquí ya -replica la mujer descorriendo la cortina.

Melania y Akulina – León Tolstoi

Aquel año llegó pronto la Semana Santa. Apenas se había terminado de viajar en trineo, la nieve cubría aún los patios y por la aldea fluían algunos riachuelos. En un callejón, entre dos patios, se había formado una charca. Dos chiquillas de dos casas distintas -una pequeña y la otra un poco mayor- se encontraban en la orilla. Ambas tenían vestidos nuevos: azul, la más pequeña; y amarillo, con dibujos, la mayor. Y las dos llevaban pañuelos rojos en la cabeza. Al salir de misa, corrieron a la charca y, tras enseñarse sus ropas, se habían puesto a jugar. La pequeña quiso entrar en el agua sin quitarse los zapatos; pero la mayor le dijo:

-No hagas eso, Melania; tu madre te va a pelear. Me descalzaré; descálzate tú también.

Se quitaron los zapatos, se metieron en la charca y se encaminaron una al encuentro de la otra. A Melania le llegaba el agua hasta los tobillos.

-Esto está muy hondo; tengo miedo, Akulina.

-No te preocupes, la charca no es más profunda en ningún otro sitio. Ven derecho hacia donde estoy.

Cuando ya iban juntas, Akulina dijo:

-Ten cuidado, Melania, anda despacio para no salpicarme.

Pero, apenas hubo pronunciado estas palabras, Melania dio un traspié y salpicó el vestidito de su amiga. Y no sólo el vestidito sino también sus ojos y su nariz. Al ver su ropa nueva manchada, Akulina se enojó con Melania y corrió hacia ella, con intención de pegarle. Melania tuvo miedo; comprendió que había hecho un desaguisado y se precipitó fuera del charco, con la intención de correr hacia su casa. En aquel momento pasaba por allí la madre de Akulina. Al reparar en que su hija tenía el vestido manchado, le gritó:

-¿Dónde te has puesto así, niña desobediente?

-Ha sido Melania. Me ha salpicado a propósito.

La madre de Akulina agarró a Melania y le propinó un golpe en la cabeza. La pequeña alborotó con sus gritos toda la calle y no tardó en acudir su madre.

-¿Por qué le pegas a mi hija? -exclamó, y se puso a discutir con su vecina. Las dos mujeres se insultaron. Los campesinos salieron de sus casas y la gente se aglomeró en la calle. Todos gritaban, pero nadie escuchaba al otro. En la pelea, se empujaron entre sí y ya era inminente una batalla, cuando intervino una vieja, la abuela de Akulina. Se adelantó hacia el grupo de los campesinos y comenzó a suplicarles que se calmasen.

-¿Qué hacen? En un día tan sagrado, deberían regocijarse en vez de pecar de este modo.

Pero nadie hizo caso de la viejecita y poco faltó para que la derribaran. Nada hubiera podido conseguir, a no ser por Akulina y Melania. Mientras las mujeres se peleaban, Akulina había limpiado las manchas del vestido y había salido de nuevo hacia la charca. Tomó una piedra y con ella apartó la tierra para que el agua corriera por la calle. Melania se acercó a ayudarla con una astillita. Así, el agua llegó al sitio en que la andana trataba de separar a los contendientes. Las niñas venían corriendo a ambos lados del arroyo:

-¡Alcánzala! ¡Melania, alcánzala! -gritaba Akulina. La pequeña no podía replicar, ahogada por la risa. Y las dos niñas siguieron corriendo, divertidas con la astillita que el agua arrastraba. Llegaron junto a los campesinos. Al verlas, la vieja exclamó, dirigiéndose a estos:

-¡Teman a Dios! Están peleando precisamente por causa de estas dos niñas, cuando ellas se han olvidado de todo hace rato y juegan en amor y compañía. Son más inteligentes que todos ustedes.

Los hombres miraron a las niñas y se avergonzaron de su proceder. Luego, se burlaron de sí mismos y cada cual se volvió a su casa.

La muerte de Iván Ilich – León Tolstoi

1

Durante una pausa en el proceso Melvinski, en el vasto edificio de la Audiencia, los miembros del tribunal y el fiscal se reunieron en el despacho de Iván Yegorovich Shebek y empezaron a hablar del célebre asunto Krasovski. Fyodor Vasilyevich declaró acaloradamente que no entraba en la jurisdicción del tribunal, Iván Yegorovich sostuvo lo contrario, en tanto que Pyotr Ivanovich, que no había entrado en la discusión al principio, no tomó parte en ella y echaba una ojeada a la Gaceta que acababan de entregarle.

-¡Señores! -exclamó- ¡Iván Ilich ha muerto!

-¿De veras?

-Ahí está. Léalo -dijo a Fyodor Vasilyevich, alargándole el periódico que, húmedo, olía aún a tinta reciente.

Enmarcada en una orla negra figuraba la siguiente noticia: «Con profundo pesar Praskovya Fyodorovna Golovina comunica a sus parientes y amigos el fallecimiento de su amado esposo Iván Ilich Golovin, miembro del Tribunal de Justicia, ocurrido el 4 de febrero de este año de 1882. El traslado del cadáver tendrá lugar el viernes a la una de la tarde.»

Iván Ilich había sido colega de los señores allí reunidos y muy apreciado de ellos. Había estado enfermo durante algunas semanas y de una enfermedad que se decía incurable. Se le había reservado el cargo, pero se conjeturaba que, en caso de que falleciera, se nombraría a Alekseyev para ocupar la vacante, y que el puesto de Alekseyev pasaría a Vinnikov o a Shtabel. Así pues, al recibir la noticia de la muerte de Iván Ilich lo primero en que pensaron los señores reunidos en el despacho fue en lo que esa muerte podría acarrear en cuanto a cambios o ascensos entre ellos o sus conocidos.

«Ahora, de seguro, obtendré el puesto de Shtabel o de Vinnikov -se decía Fyodor Vasilyevich-. Me lo tienen prometido desde hace mucho tiempo; y el ascenso me supondrá una subida de sueldo de ochocientos rublos, sin contar la bonificación.»

«Ahora es preciso solicitar que trasladen a mi cuñado de Kaluga -pensaba Pyotr Ivanovich-. Mi mujer se pondrá muy contenta. Ya no podrá decir que no hago una maldita cosa por sus parientes.»

-Yo ya me figuraba que no se levantaría de la cama -dijo en voz alta Pyotr Ivanovich-. ¡Lástima!

-Pero, vamos a ver, ¿qué es lo que tenía?

-Los médicos no pudieron diagnosticar la enfermedad; mejor dicho, sí la diagnosticaron, pero cada uno de manera distinta. La última vez que lo vi pensé que estaba mejor.

-¡Y yo, que no pasé a verlo desde las vacaciones! Aunque siempre estuve por hacerlo.

-Y qué, ¿ha dejado algún capital?

-Por lo visto su mujer tenía algo, pero sólo una cantidad ínfima.

-Bueno, habrá que visitarla. ¡Aunque hay que ver lo lejos que viven!

-O sea, lejos de usted. De usted todo está lejos.

-Ya ve que no me perdona que viva al otro lado del río -dijo sonriendo Pyotr Ivanovich a Shebek. Y hablando de las grandes distancias entre las diversas partes de la ciudad volvieron a la sala del Tribunal.

Aparte de las conjeturas sobre los posibles traslados y ascensos que podrían resultar del fallecimiento de Iván Ilich, el sencillo hecho de enterarse de la muerte de un allegado suscitaba en los presentes, como siempre ocurre, una sensación de complacencia, a saber: «el muerto es él; no soy yo».

Cada uno de ellos pensaba o sentía: «Pues sí, él ha muerto, pero yo estoy vivo.» Los conocidos más íntimos, los amigos de Iván Ilich, por así decirlo, no podían menos de pensar también que ahora habría que cumplir con el muy fastidioso deber, impuesto por el decoro, de asistir al funeral y hacer una visita de pésame a la viuda.

Los amigos más allegados habían sido Fyodor Vasilyevich y Pyotr Ivanovich. Pyotr Ivanovich había estudiado Leyes con Iván Ilich y consideraba que le estaba agradecido.

Habiendo dado a su mujer durante la comida la noticia de la muerte de Iván Ilich y cavilando sobre la posibilidad de trasladar a su cuñado a su partido judicial, Pyotr Ivanovich, sin dormir la siesta, se puso el frac y fue a casa de Iván Ilich.

A la entrada vio una carroza y dos trineos de punto. Abajo, junto a la percha del vestíbulo, estaba apoyada a la pared la tapa del féretro cubierta de brocado y adornada de borlas y galones recién lustrados. Dos señoras de luto se quitaban los abrigos. Pyotr Ivanovich reconoció a una de ellas, hermana de Iván Ilich, pero la otra le era desconocida, Su colega, Schwartz, bajaba en ese momento, pero al ver entrar a Pyotr Ivanovich desde el escalón de arriba, se detuvo e hizo un guiño como para decir: «Valiente lío ha armado Iván Ilich; a usted y a mí no nos pasaría lo mismo.»

El rostro de Schwartz con sus patinas a la inglesa y su cuerpo flaco embutido en el frac, tenía su habitual aspecto de elegante solemnidad que no cuadraba con su carácter jocoso, que ahora y en ese lugar tenía especial enjundia; o así le pareció a Pyotr Ivanovich.

Pyotr Ivanovich dejó pasar a las señoras y tras ellas subió despacio la escalera. Schwartz no bajó, sino que permaneció donde estaba. Pyotr Ivanovich sabía por qué: porque quería concertar con él dónde jugarían a las cartas esa noche. Las señoras subieron a reunirse con la viuda, y Schwartz, con labios severamente apretados y ojos retozones, indicó a Pyotr Ivanovich levantando una ceja el aposento a la derecha donde se encontraba el cadáver.

Como sucede siempre en ocasiones semejantes, Pyotr Ivanovich entró sin saber a punto fijo lo que tenía que hacer. Lo único que sabía era que en tales circunstancias no estaría de más santiguarse. Pero no estaba enteramente seguro de si además de eso había que hacer también una reverencia. Así pues, adoptó un término medio. Al entrar en la habitación empezó a santiguarse y a hacer como si fuera a inclinarse. Al mismo tiempo, en la medida en que se lo permitían los movimientos de la mano y la cabeza, examinó la habitación. Dos jóvenes, sobrinos al parecer -uno de ellos estudiante de secundaria-, salían de ella santiguándose. Una anciana estaba de pie, inmóvil, mientras una señora de cejas curiosamente arqueadas le decía algo al oído. Un sacristán vigoroso y resuelto, vestido de levita, leía algo en alta voz con expresión que excluía toda réplica posible. Gerasim, ayudante del mayordomo, cruzó con paso ingrávido por delante de Pyotr Ivanovich esparciendo algo por el suelo. Al ver tal cosa, Pyotr Ivanovich notó al momento el ligero olor de un cuerpo en descomposición. En su última visita a Iván Ilich, Pyotr Ivanovich había visto a Gerasim en el despacho; hacía el papel de enfermero e Iván Ilich le tenía mucho aprecio. Pyotr Ivanovich continuó santiguándose e inclinando levemente la cabeza en una dirección intermedia entre el cadáver, el sacristán y los iconos expuestos en una mesa en el rincón. Más tarde, cuando le pareció que el movimiento del brazo al hacer la señal de la cruz se había prolongado más de lo conveniente, cesó de hacerlo y se puso a mirar el cadáver.

El muerto yacía, como siempre yacen los muertos, de manera especialmente grávida, con los miembros rígidos hundidos en los blandos cojines del ataúd y con la cabeza sumida para siempre en la almohada. Al igual que suele ocurrir con los muertos, abultaba su frente, amarilla como la cera y con rodales calvos en las sienes hundidas, y sobresalía su nariz como si hiciera presión sobre el labio superior. Había cambiado mucho y enflaquecido aún más desde la última vez que Pyotr Ivanovích lo había visto; pero, como sucede con todos los muertos, su rostro era más agraciado y, sobre todo, más expresivo de lo que había sido en vida. La expresión de ese rostro quería decir que lo que hubo que hacer quedaba hecho y bien hecho. Por añadidura, ese semblante expresaba un reproche y una advertencia para los vivos. A Pyotr Ivanovich esa advertencia le parecía inoportuna o, por lo menos, inaplicable a él. Y como no se sentía a gusto se santiguó de prisa una vez más, giró sobre los talones y se dirigió a la puerta -demasiado a la ligera según él mismo reconocía, y de manera contraria al decoro.

Schwartz, con los pies separados y las manos a la espalda, le esperaba en la habitación de paso jugando con el sombrero de copa. Una simple mirada a esa figura jocosa, pulcra y elegante bastó para refrescar a Pyotr Ivanovích. Diose éste cuenta de que Schwartz estaba por encima de todo aquello y no se rendía a ninguna influencia deprimente. Su mismo aspecto sugería que el incidente del funeral de Iván Ilich no podía ser motivo suficiente para juzgar infringido el orden del día, o, dicho de otro modo, que nada podría impedirle abrir y barajar un mazo de naipes esa noche, mientras un criado colocaba cuatro nuevas bujías en la mesa; que, en realidad, no había por qué suponer que ese incidente pudiera estorbar que pasaran la velada muy ricamente. Dijo esto en un susurro a Pyotr Ivanovich cuando pasó junto a él, proponiéndole que se reuniesen a jugar en casa de Fyodor Vasilyevich. Pero, por lo visto, Pyotr Ivanovich no estaba destinado a jugar al vint esa noche. Praskovya Fyodorovna (mujer gorda y corta de talla que, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo, había seguido ensanchándose de los hombros para abajo y tenía las cejas tan extrañamente arqueadas como la señora que estaba junto al féretro), toda de luto, con un velo de encaje en la cabeza, salió de su propio cuarto con otras señoras y, acompañándolas a la habitación en que estaba el cadáver, dijo:

-El oficio comenzará en seguida. Entren, por favor.

Schwartz, haciendo una imprecisa reverencia, se detuvo, al parecer sin aceptar ni rehusar tal invitación. Praskovya Fyodorovna, al reconocer a Pyotr Ivanovich, suspiró, se acercó a él, le tomó una mano y dijo:

-Sé que fue usted un verdadero amigo de Iván Ilich… -y le miró, esperando de él una respuesta apropiada a esas palabras.

Pyotr Ivanovich sabía que, por lo mismo que había sido necesario santiguarse en la otra habitación, era aquí necesario estrechar esa mano, suspirar y decir: «Créame…» Y así lo hizo. Y habiéndolo hecho tuvo la sensación de que se había conseguido el propósito deseado: ambos se sintieron conmovidos.

-Venga conmigo. Necesito hablarle antes de que empiece -dijo la viuda-. Deme su brazo.

Pyotr Ivanovich le dio el brazo y se encaminaron a las habitaciones interiores, pasando junto a Schwartz, que hizo un guiño pesaroso a Pyotr Ivanovich. «Ahí se queda nuestro vint. No se ofenda si encontramos a otro jugador. Quizá podamos ser cinco cuando usted se escape -decía su mirada juguetona.

Pyotr Ivanovich suspiró aún más honda y tristemente y Praskovya Fyodorovna, agradecida, le dio un apretón en el brazo. Cuando llegaron a la sala tapizada de cretona color de rosa y alumbrada por una lámpara mortecina se sentaron a la mesa: ella en un sofá y él en una otomana baja cuyos muelles se resintieron convulsamente bajo su cuerpo. Praskovya Fyodorovna estuvo a punto de advertirle que tomara otro asiento, pero juzgando que tal advertencia no correspondía debidamente a su condición actual cambió de aviso. Al sentarse en la otomana Pyotr Ivanovich recordó que Iván Ilich había arreglado esa habitación y le había consultado acerca de la cretona color de rosa con hojas verdes. Al ir a sentarse en el sofá (la sala entera estaba repleta de muebles y chucherías) el velo de encaje negro de la viuda quedó enganchado en el entallado de la mesa. Pyotr Ivanovich se levantó para desengancharlo, y los muelles de la otomana, liberados de su peso, se levantaron al par que él y le dieron un empellón. La viuda, a su vez, empezó a desenganchar el velo y Pyotr Ivanovich volvió a sentarse, comprimiendo de nuevo la indócil otomana. Pero la viuda no se había desasido por completo y Pyotr volvió a levantarse, con lo que la otomana volvió a sublevarse a incluso a emitir crujidos. Cuando acabó todo aquello la viuda sacó un pañuelo de batista limpio y empezó a llorar. Pero el lance del velo y la lucha con la otomana habían enfriado a Pyotr Ivanovich, quien permaneció sentado con cara de vinagre. Esta situación embarazosa fue interrumpida por Sokolov, el mayordomo de Iván Ilich, quien vino con el aviso de que la parcela que en el cementerio había escogido Praskovya Fyodorovna costaría doscientos rublos. Ella cesó de llorar y mirando a Pyotr Ivanovich con ojos de víctima le hizo saber en francés lo penoso que le resultaba todo aquello. Pyotr Ivanovich, con un ademán tácito, confirmó que indudablemente no podía ser de otro modo.

-Fume, por favor -dijo ella con voz a la vez magnánima y quebrada; y se volvió para hablar con Sokolov del precio de la parcela para la sepultura.

Mientras fumaba, Pyotr Ivanovich le oyó preguntar muy detalladamente por los precios de diversas parcelas y decidir al cabo con cuál de ellas se quedaría. Sokolov salió de la habitación.

-Yo misma me ocupo de todo -dijo ella a Pyotr Ivanovich apartando a un lado los álbumes que había en la mesa. Y al notar que con la ceniza del cigarrillo esa mesa corría peligro, le alargó al momento un cenicero al par que decía-: Considero que es afectación decir que la pena me impide ocuparme de asuntos prácticos. Al contrario, si algo puede… no digo consolarme, sino distraerme, es lo concerniente a él.

Volvió a sacar el pañuelo como si estuviera a punto de llorar, pero de pronto, como sobreponiéndose, se sacudió y empezó a hablar con calma:

-Hay algo, sin embargo, de que quiero hablarle.

Pyotr Ivanovich se inclinó, pero sin permitir que se amotinasen los muelles de la otomana, que ya habían empezado a vibrar bajo su cuerpo.

-En estos últimos días ha sufrido terriblemente.

-¿De veras? -preguntó Pyotr Ivanovich.

-¡Oh, sí, terriblemente! Estuvo gritando sin cesar, y no durante minutos, sino durante horas. Tres días seguidos estuvo gritando sin parar. Era intolerable. No sé cómo he podido soportarlo. Se le podía oír con tres puertas de por medio. ¡Ay, cuánto he sufrido!

-¿Pero es posible que estuviera consciente durante ese tiempo? -preguntó Pyotr Ivanovich.

-Sí -murmuró ella-. Hasta el último momento. Se despidió de nosotros un cuarto de hora antes de morir y hasta dijo que nos lleváramos a Volodya de allí.

El pensar en los padecimientos de un hombre a quien había conocido tan íntimamente, primero como chicuelo alegre, luego como condiscípulo y más tarde, ya crecido, como colega, horrorizó de pronto a Pyotr Ivanovich, a pesar de tener que admitir con desgana que tanto él como esa mujer estaban fingiendo. Volvió a ver esa frente y esa nariz que hacía presión sobre el labio, y tuvo miedo.

«¡Tres días de horribles sufrimientos y luego la muerte! ¡Pero si eso puede también ocurrirme a mí de repente, ahora mismo!» -pensó, y durante un momento quedó espantado. Pero en seguida, sin saber por qué, vino en su ayuda la noción habitual, a saber, que eso le había pasado a Iván Ilich y no a él, que eso no debería ni podría pasarle a él, y que pensar de otro modo sería dar pie a la depresión, cosa que había que evitar, como demostraba claramente el rostro de Schwartz. Y habiendo reflexionado de esa suerte, Pyotr Ivanovich se tranquilizó y empezó a pedir con interés detalles de la muerte de Iván Ilich, ni más ni menos que si esa muerte hubiese sido un accidente propio sólo de Iván Ilich, pero en ningún caso de él.

Después de dar varios detalles acerca de los dolores físicos realmente horribles que había sufrido Iván Ilich (detalles que Pyotr Ivanovich pudo calibrar sólo por su efecto en los nervios de Praskovya Fyodorovna), la viuda al parecer juzgó necesario entrar en materia.

-¡Ay, Pyotr Ivanovich, qué angustioso! ¡Qué terriblemente angustioso, qué terriblemente angustioso! -Y de nuevo rompió a llorar.

Pyotr Ivanovich suspiró y aguardó a que ella se limpiase la nariz. Cuando lo hizo, dijo él:

-Créame… -y ella empezó a hablar otra vez de lo que claramente era el asunto principal que con él quería ventilar, a saber, cómo podría obtener dinero del fisco con motivo de la muerte de su marido. Praskovya Fyodorovna hizo como si pidiera a Pyotr Ivanovich consejo acerca de su pensión, pero él vio que ella ya sabía eso hasta en sus más mínimos detalles, mucho más de lo que él sabía; que ella ya sabía todo lo que se le podía sacar al fisco a consecuencia de esa muerte; y que lo que quería saber era si se le podía sacar más. Pyotr Ivanovich trató de pensar en algún medio para lograrlo, pero tras dar vueltas al caso y, por cumplir, criticar al gobierno por su tacañería, dijo que, a su parecer, no se podía obtener más. Entonces ella suspiró y evidentemente empezó a buscar el modo de deshacerse de su visitante. Él se dio cuenta de ello, apagó el cigarrillo, se levantó, estrechó la mano de la señora y salió a la antesala.

En el comedor, donde estaba el reloj que tanto gustaba a Iván Ilich, quien lo había comprado en una tienda de antigüedades, Pyotr Ivanovich encontró a un sacerdote y a unos cuantos conocidos que habían venido para asistir al oficio, y vio también a la hija joven y guapa de Iván Ilich, a quien ya conocía. Estaba de luto riguroso, y su cuerpo delgado parecía aún más delgado que nunca. La expresión de su rostro era sombría, denodada, casi iracunda. Saludó a Pyotr Ivanovich como si él tuviera la culpa de algo. Detrás de ella, con la misma expresión agraviada, estaba un juez de instrucción conocido de Pyotr Ivanovich, un joven rico que, según se decía, era el prometido de la muchacha. Pyotr Ivanovich se inclinó melancólicamente ante ellos y estaba a punto de pasar a la cámara mortuoria cuando de debajo de la escalera surgió la figura del hijo de Iván Ilich, estudiante de instituto, que se parecía increiblemente a su padre. Era un pequeño Iván Ilich, igual al que Pyotr Ivanovich recordaba cuando ambos estudiaban Derecho. Tenía los ojos llorosos, con una expresión como la que tienen los muchachos viciosos de trece o catorce años. Al ver a Pyotr Ivanovich, el muchacho arrugó el ceño con empacho y hosquedad. Pyotr Ivanovich le saludó con una inclinación de cabeza y entró en la cámara mortuoria. Había empezado el oficio de difuntos: velas, gemidos, incienso, lágrimas, sollozos. Pyotr Ivanovich estaba de pie, mirándose sombríamente los zapatos, No miró al muerto una sola vez, ni se rindió a las influencias depresivas, y fue de los primeros en salir de allí. No había nadie en la antesala. Gerasim salió de un brinco de la habitación del muerto, revolvió con sus manos vigorosas entre los amontonados abrigos de pieles, encontró el de Pyotr Ivanovich y le ayudó a ponérselo.

-¿Qué hay, amigo Gerasim? -preguntó Pyotr Ivanovich por decir algo-. ¡Qué lástima! ¿Verdad?

-Es la voluntad de Dios. Por ahí pasaremos todos -contestó Gerasim mostrando sus dientes blancos, iguales, dientes de campesino, y como hombre ocupado en un trabajo urgente abrió de prisa la puerta, llamó al cochero, ayudó a Pyotr Ivanovich a subir al trineo y volvió de un salto a la entrada de la casa, como pensando en algo que aún tenía que hacer.

A Pyotr Ivanovich le resultó especialmente agradable respirar aire fresco después del olor del incienso, el cadáver y el ácido carbólíco.

-¿A dónde, señor? -preguntó el cochero.

-No es tarde todavía… Me pasaré por casa de Fyodor Vasilyevich.

Y Pyotr Ivanovich fue allá y, en efecto, los halló a punto de terminar la primera mano; y así, pues, no hubo inconveniente en que entrase en la partida.

2

La historia de la vida de Iván Ilich había sido sencillísima y ordinaria, al par que terrible en extremo.

Había sido miembro del Tribunal de Justicia y había muerto a los cuarenta y cinco años de edad. Su padre había sido funcionario público que había servido en diversos ministerios y negociados y hecho la carrera propia de individuos que, aunque notoriamente incapaces para desempeñar cargos importantes, no pueden ser despedidos a causa de sus muchos años de servicio; al contrario, para tales individuos se inventan cargos ficticios y sueldos nada ficticios de entre seis y diez mil rublos, con los cuales viven hasta una avanzada edad.

Tal era Ilya Yefimovich Golovin, Consejero Privado e inútil miembro de varios organismos inútiles.

Tenía tres hijos y una hija. Iván Ilich era el segundo. El mayor seguía la misma carrera que el padre aunque en otro ministerio, y se acercaba ya rápidamente a la etapa del servicio en que se percibe automáticamente ese sueldo. El tercer hijo era un desgraciado. Había fracasado en varios empleos y ahora trabajaba en los ferrocarriles. Su padre, sus hermanos y, en particular, las mujeres de éstos no sólo evitaban encontrarse con él, sino que olvidaban que existía salvo en casos de absoluta necesidad. La hija estaba casada con el barón Greff, funcionario de Petersburgo del mismo género que su suegro. Iván Ilich era le phénix de la famille, como decía la gente. No era tan frío y estirado como el hermano mayor ni tan frenético como el menor, sino un término medio entre ambos: listo, vivaz, agradable y discreto. Había estudiado en la Facultad de Derecho con su hermano menor, pero éste no había acabado la carrera por haber sido expulsado en el quinto año. Iván Ilich, al contrario, había concluido bien sus estudios. Era ya en la facultad lo que sería en el resto de su vida: capaz, alegre, benévolo y sociable, aunque estricto en el cumplimiento de lo que consideraba su deber; y, según él, era deber todo aquello que sus superiores jerárquicos consideraban como tal. No había sido servil ni de muchacho ni de hombre, pero desde sus años mozos se había sentido atraído, como la mosca a la luz, por las gentes de elevada posición social, apropiándose sus modos de obrar y su filosofía de la vida y trabando con ellos relaciones amistosas. Había dejado atrás todos los entusiasmos de su niñez y mocedad, de los que apenas quedaban restos, se había entregado a la sensualidad y la soberbia y, por último, como en las clases altas, al liberalismo, pero siempre dentro de determinados límites que su instinto le marcaba puntualmente.

En la facultad hizo cosas que anteriormente le habían parecido sumamente reprobables y que le causaron repugnancia de sí mismo en el momento mismo de hacerlas; pero más tarde, cuando vio que tales cosas las hacía también gente de alta condición social que no las juzgaba ruines, no llegó precisamente a darlas por buenas, pero sí las olvidó por completo o se acordaba de ellas sin sonrojo.

Al terminar sus estudios en la facultad y habilitarse para la décima categoría de la administración pública, y habiendo recibido de su padre dinero para equiparse, Iván Ilich se encargó ropa en la conocida sastrería de Scharmer, colgó en la cadena del reloj una medalla con el lema respice finem, se despidió de su profesor y del príncipe patrón de la facultad, tuvo una cena de despedida con sus compañeros en el restaurante Donon, y con su nueva maleta muy a la moda, su ropa blanca, su traje, sus utensilios de afeitar y adminículos de tocador, su manta de viaje, todo ello adquirido en las mejores tiendas, partió para una de las provincias donde, por influencia de su padre, iba a ocupar el cargo de ayudante del gobernador para servicios especiales.

En la provincia Iván Ilich pronto se agenció una posición tan fácil y agradable como la que había tenido en la Facultad de Derecho. Cumplía con sus obligaciones y fue haciéndose una carrera, a la vez que se divertía agradable y decorosamente. De vez en cuando salía a hacer visitas oficiales por el distrito, se comportaba dignamente con sus superiores e inferiores -de lo que no podía menos de enorgullecerse- y desempeñaba con rigor y honradez incorruptible los menesteres que le estaban confiados, que en su mayoría tenían que ver con los disidentes religiosos.

No obstante su juventud y propensión a la jovialidad frívola, era notablemente reservado, exigente y hasta severo en asuntos oficiales; pero en la vida social se mostraba a menudo festivo e ingenioso, y siempre benévolo, correcto y bon enfant, como decían de él el gobernador y su esposa, quienes le trataban como miembro de la familia.

En la provincia tuvo amoríos con una señora deseosa de ligarse con el joven y elegante abogado; hubo también una modista; hubo asimismo juergas con los edecanes que visitaban el distrito y, después de la cena, visitas a calles sospechosas de los arrabales; y hubo, por fin, su tanto de coba al gobernador y su esposa, pero todo ello efectuado con tan exquisito decoro que no cabía aplicarle calificativos desagradables. Todo ello podría colocarse bajo la conocida rúbrica francesa: Il faut que jeunesse se passe. Todo ello se llevaba a cabo con manos limpias, en camisas limpias, con palabras francesas y, sobre todo, en la mejor sociedad y, por ende, con la aprobación de personas de la más distinguida condición.

De ese modo sirvió Iván Ilich cinco años hasta que se produjo un cambio en su situación oficial. Se crearon nuevas instituciones judiciales y hubo necesidad para ellas de nuevos funcionarios. Iván Ilich fue uno de ellos. Se le ofreció el cargo de juez de instrucción y lo aceptó, a pesar de que estaba en otra provincia y le obligaba a abandonar las relaciones que había establecido y establecer otras. Los amigos se reunieron para despedirle, se hicieron con él una fotografía en grupo y le regalaron una pitillera de plata. E Iván Ilich partió para su nueva colocación.

En el cargo de juez de instrucción Iván Ilich fue tan comme il faut y decoroso como lo había sido cuando estuvo de ayudante para servicios especiales: se ganó el respeto general y supo separar sus deberes judiciales de lo atinente a su vida privada. Las funciones mismas de juez de instrucción le resultaban muchísimo más interesantes y atractivas que su trabajo anterior. En ese trabajo anterior lo agradable había sido ponerse el uniforme confeccionado por Scharmer y pasar con despreocupado continente por entre los solicitantes y funcionarios que, aguardando temerosos la audiencia con el gobernador, le envidiaban por entrar directamente en el despacho de éste y tomar el té y fumarse un cigarrillo con él. Pero personas que dependían directamente de él había habido pocas: sólo jefes de policía y disidentes religiosos cuando lo enviaban en misiones especiales, y a esas personas las trataba cortésmente, casi como a camaradas, como haciéndoles creer que, siendo capaz de aplastarlas, las trataba sencilla y amistosamente. Pero ahora, como juez de instrucción, Iván Ilich veía que todas ellas -todas ellas sin excepción-, incluso las más importantes y engreídas, estaban en sus manos, y que con sólo escribir unas palabras en una hoja de papel con cierto membrete tal o cual individuo importante y engreído sería conducido ante él en calidad de acusado o de testigo; y que si decidía que el tal individuo no se sentase lo tendría de pie ante él contestando a sus preguntas. Iván Ilich nunca abusó de esas atribuciones; muy al contrario, trató de suavizarlas; pero la conciencia de poseerlas y la posibilidad de suavizarlas constituían para él el interés cardinal y el atractivo de su nuevo cargo. En su trabajo, especialmente en la instrucción de los sumarios, Iván Ilich adoptó pronto el método de eliminar todas las circunstancias ajenas al caso y de condensarlo, por complicado que fuese, en forma que se presentase por escrito sólo en sus aspectos externos, con exclusión completa de su opinión personal y, sobre todo, respetando todos los formalismos necesarios. Este género de trabajo era nuevo, e Iván Ilich fue uno de los primeros funcionarios en aplicar el nuevo Código de 1864.

Al asumir el cargo de juez de instrucción en una nueva localidad Iván Ilich hizo nuevas amistades y estableció nuevas relaciones, se instaló de forma diferente de la anterior y cambió perceptiblemente de tono. Asumió una actitud de discreto y digno alejamiento de las autoridades provinciales, pero sí escogió el mejor círculo de juristas y nobles ricos de la ciudad y adoptó una actitud de ligero descontento con el gobierno, de liberalismo moderado e ilustrada ciudadanía. Por lo demás, no alteró en lo más mínimo la elegancia de su atavío, cesó de afeitarse el mentón y dejó crecer libremente la barba.

La vida de Iván Ilich en esa nueva ciudad tomó un cariz muy agradable. La sociedad de allí, que tendía a oponerse al gobernador, era buena y amistosa, su sueldo era mayor y empezó a jugar al vint, juego que por aquellas fechas incrementó bastante los placeres de su vida, pues era diestro en el manejo de las cartas, jugaba con gusto, calculaba con rapidez y astucia y ganaba por lo general.

Al cabo de dos años de vivir en la nueva ciudad, Iván Ilich conoció a la que había de ser su esposa. Praskovya Fyodorovna Mihel era la muchacha más atractiva, lista y brillante del círculo que él frecuentaba. Y entre pasatiempos y ratos de descanso de su trabajo judicial Iván Ilich entabló relaciones ligeras y festivas con ella.

Cuando había sido funcionario para servicios especiales Iván Ilich se había habituado a bailar, pero ahora, como juez de instrucción, bailaba sólo muy de tarde en tarde. También bailaba ahora con el fin de demostrar que, aunque servía bajo las nuevas instituciones y había ascendido a la quinta categoría de la administración pública, en lo tocante a bailar podía dar quince y raya a casi todos los demás. Así pues, de cuando en cuando, al final de una velada, bailaba con Praskovya Fyodorovna, y fue sobre todo durante esos bailes cuando la conquistó. Ella se enamoró de él. Iván Ilich no tenía intención clara y precisa de casarse, pero cuando la muchacha se enamoró de él se dijo a sí mismo: «Al fin y al cabo ¿por qué no casarme?»

Praskovya Fyodorovna, de buena familia hidalga, era bastante guapa y tenía algunos bienes. Iván Ilich hubiera podido aspirar a un partido más brillante, pero incluso éste era bueno. Él contaba con su sueldo y ella -así lo esperaba él- tendría ingresos semejantes. Buena familia, ella simpática, bonita y perfectamente honesta. Decir que Iván Ilich se casó por estar enamorado de ella y encontrar que ella simpatizaba con su noción de la vida habría sido tan injusto como decir que se había casado porque el círculo social que frecuentaba daba su visto bueno a esa unión. Iván Ilich se casó por ambas razones: sentía sumo agrado en adquirir semejante esposa, a la vez que hacía lo que consideraban correcto sus más empingorotadas amistades.

Y así, pues, Iván Ilich se casó.

Los preparativos para la boda y el comienzo de la vida matrimonial, con las caricias conyugales, el flamante mobiliario, la vajilla nueva, la nueva lencería… todo ello transcurrió muy gustosamente hasta el embarazo de su mujer; tanto así que Iván Ilich empezó a creer que el matrimonio no sólo no perturbaría el carácter cómodo, placentero, alegre y siempre decoroso de su vida, aprobado por la sociedad y considerado por él como natural, sino que, al contrario, lo acentuaría. Pero he aquí que, desde los primeros meses del embarazo de su mujer, surgió algo nuevo, inesperado, desagradable, penoso e indecoroso, imposible de comprender y evitar.

Sin motivo alguno, en opinión de Iván Ilich -de gaieté de coeur como se decía a sí mismo-, su mujer comenzó a perturbar el placer y decoro de su vida. Sin razón alguna comenzó a tener celos de él, le exigía atención constante, le censuraba por cualquier cosa y le enzarzaba en disputas enojosas y groseras.

Al principio Iván Ilich esperaba zafarse de lo molesto de tal situación por medio de la misma fácil y decorosa relación con la vida que tan bien le había servido anteriormente: trató de no hacer caso de la disposición de ánimo de su mujer, continuó viviendo como antes, ligera y agradablemente, invitaba a los amigos a jugar a las cartas en su casa y trató asimismo de frecuentar el club o visitar a sus conocidos. Pero un día su mujer comenzó a vituperarle con tal brío y palabras tan soeces, y siguió injuriándole cada vez que no atendía a sus exigencias, con el fin evidente de no cejar hasta que él cediese, o sea, hasta que se quedase en casa víctima del mismo aburrimiento que ella sufría, que Iván Ilich se asustó. Ahora comprendió que el matrimonio -al menos con una mujer como la suya- no siempre contribuía a fomentar el decoro y la amenidad de la vida, sino que, al contrario, estorbaba el logro de ambas cualidades, por lo que era preciso protegerse de semejante estorbo. Iván Ilich, pues, comenzó a buscar medios de lograrlo. Uno de los que cabía imponer a Praskovya Fyodorovna eran sus funciones judiciales, e Iván Ilich, apelando a éstas y a los deberes anejos a ellas, empezó a bregar con su mujer y a defender su propia independencia.

Con el nacimiento de un niño, los intentos de alimentarlo debidamente y los diversos fracasos en conseguirlo, así como con las dolencias reales e imaginarias del niño y la madre en las que se exigía la compasión de Iván Ilich -aunque él no entendía pizca de ello-, la necesidad que sentía éste de crearse una existencia fuera de la familia se hizo aún más imperiosa.

A medida que su mujer se volvía más irritable y exigente, Iván Ilich fue desplazando su centro de gravedad de la familia a su trabajo oficial. Se encariñaba cada vez más con ese trabajo y acabó siendo aún más ambicioso que antes.

Muy pronto, antes de cumplirse el primer aniversario de su casamiento, Iván Ilich cayó en la cuenta de que el matrimonio, aunque aportaba algunas comodidades a la vida, era de hecho un estado sumamente complicado y difícil, frente al cual -si era menester cumplir con su deber, o sea, llevar una vida decorosa aprobada por la sociedad- habría que adoptar una actitud precisa, ni más ni menos que con respecto al trabajo oficial.

Y fue esa actitud ante el matrimonio la que hizo suya Iván Ilich. Requería de la vida familiar únicamente aquellas comodidades que, como la comida casera, el ama de casa y la cama, esa vida podía ofrecerle y, sobre todo, el decoro en las formas externas que la opinión pública exigía. En todo lo demás buscaba deleite y contento, y quedaba agradecido cuando los encontraba; pero si tropezaba con resistencia y refunfuño retrocedía en el acto al mundo privativo y enclaustrado de su trabajo oficial, en el que hallaba satisfacción.

A Iván Ilich se le estimaba como buen funcionario y al cabo de tres años fue ascendido a Ayudante Fiscal. Sus nuevas obligaciones, la importancia de ellas, la posibilidad de procesar y encarcelar a quien quisiera, la publicidad que se daba a sus discursos y el éxito que alcanzó en todo ello le hicieron aún más agradable el cargo.

Nacieron otros hijos. Su esposa se volvió más quejosa y malhumorada, pero la actitud de Iván Ilich frente a su vida familiar fue barrera impenetrable contra las regañinas de ella.

Después de siete años de servicio en esa ciudad, Iván Ilich fue trasladado a otra provincia con el cargo de Fiscal. Se mudaron a ella, pero andaban escasos de dinero y a su mujer no le gustaba el nuevo domicilio. Aunque su sueldo superaba al anterior, el coste de la vida era mayor; murieron además dos de los niños, por lo que la vida de familia le parecía aún más desagradable.

Praskovya Fyodorovna culpaba a su marido de todas las inconveniencias que encontraban en el nuevo hogar. La mayoría de los temas de conversación entre marido y mujer, sobre todo en lo tocante a la educación de los niños, giraban en torno a cuestiones que recordaban disputas anteriores, y esas disputas estaban a punto de volver a inflamarse en cualquier momento. Quedaban sólo algunos infrecuentes períodos de cariño entre ellos, pero no duraban mucho. Eran islotes a los que se arrimaban durante algún tiempo, pero luego ambos partían de nuevo para el océano de hostilidad secreta que se manifestaba en el distanciamiento entre ellos. Ese distanciamiento hubiera podido afligir a Iván Ilich si éste no hubiese considerado que no debería existir, pero ahora reconocía que su situación no sólo era normal, sino que había llegado a ser el objetivo de su vida familiar. Ese objetivo consistía en librarse cada vez más de esas desazones y darles un barniz inofensivo y decoroso; y lo alcanzó pasando cada vez menos tiempo con la familia y tratando, cuando era preciso estar en casa, de salvaguardar su posición mediante la presencia de personas extrañas. Lo más importante, sin embargo, era que contaba con su trabajo oficial, y en sus funciones judiciales se centraba ahora todo el interés de su vida. La conciencia de su poder, la posibilidad de arruinar a quien se le antojase, la importancia, más aún, la gravedad externa con que entraba en la sala del tribunal o en las reuniones de sus subordinados, su éxito con sus superiores e inferiores y, sobre todo, la destreza con que encauzaba los procesos, de la que bien se daba cuenta -todo ello le procuraba sumo deleite y llenaba su vida, sin contar los coloquios con sus colegas, las comidas y las partidas de whist. Así pues, la vida de Iván Ilich seguía siendo agradable y decorosa, como él juzgaba que debía ser.

Así transcurrieron otros siete años. Su hija mayor tenía ya dieciséis, otro hijo había muerto, y sólo quedaba el pequeño colegial, objeto de disensión. Iván Ilich quería que ingresara en la Facultad de Derecho, pero Praskovya Fyodorovna, para fastidiar a su marido, le matriculó en el instituto. La hija había estudiado en casa y su instrucción había resultado bien; el muchacho tampoco iba mal en sus estudios.

3

Así vivió Iván Ilich durante diecisiete años desde su casamiento. Era ya un fiscal veterano. Esperando un puesto más atrayente, había rehusado ya varios traslados cuando surgió de improviso una circunstancia desagradable que perturbó por completo el curso apacible de su vida. Esperaba que le ofrecieran el cargo de presidente de tribunal en una ciudad universitaria, pero Hoppe de algún modo se le había adelantado y había obtenido el puesto. Iván Ilich se irritó y empezó a quejarse y a reñir con Hoppe y sus superiores inmediatos, quienes comenzaron a tratarle con frialdad y le pasaron por alto en los nombramientos siguientes.

Eso ocurrió en 1880, año que fue el más duro en la vida de Iván Ilich. Por una parte, en ese año quedó claro que su sueldo no les bastaba para vivir, y, por otra, que todos le habían olvidado; peor todavía, que lo que para él era la mayor y más cruel injusticia a otros les parecía una cosa común y corriente. Incluso su padre no se consideraba obligado a ayudarle. Iván Ilich se sentía abandonado de todos, ya que juzgaban que un cargo con un sueldo de tres mil quinientos rublos era absolutamente normal y hasta privilegiado. Sólo él sabía que con el conocimiento de las injusticias de que era víctima, con el sempiterno refunfuño de su mujer y con las deudas que había empezado a contraer por vivir por encima de sus posibilidades, su posición andaba lejos de ser normal.

Con el fin de ahorrar dinero, pidió licencia y fue con su mujer a pasar el verano de ese año a la casa de campo del hermano de ella.

En el campo, Iván Ilich, alejado de su trabajo, sintió por primera vez en su vida no sólo aburrimiento, sino insoportable congoja. Decidió que era imposible vivir de ese modo y que era indispensable tomar una determinación.

Después de una noche de insomnio, que pasó entera en la terraza, decidió ir a Petersburgo y hacer gestiones encaminadas a escarmentar a aquellos que no habían sabido apreciarle y a obtener un traslado a otro ministerio.

Al día siguiente, no obstante las objeciones de su mujer y su cuñado, salió para Petersburgo. Su único propósito era solicitar un cargo con un sueldo de cinco mil rubIos. Ya no pensaba en tal o cual ministerio, ni en una determinada clase de trabajo o actividad concreta. Todo lo que ahora necesitaba era otro cargo, un cargo con cinco mil rublos de sueldo, bien en la administración pública, o en un banco, o en los ferrocarriles, o en una de las instituciones creadas por la emperatriz María, o incluso en aduanas, pero con la condición indispensable de cinco mil rublos de sueldo y de salir de un ministerio en el que no se le había apreciado.

Y he aquí que ese viaje de Iván Ilich se vio coronado con notable e inesperado éxito. En la estación de Kursk subió al vagón de primera clase un conocido suyo, F. S. Ilin, quien le habló de un telegrama que hacía poco acababa de recibir el gobernador de Kursk anunciando un cambio importante que en breve se iba a producir en el ministerio: para el puesto de Pyotr Ivanovich se nombraría a Iván Semyonovich.

El cambio propuesto, además de su significado para Rusia, tenía un significado especial para Iván Ilich, ya que el ascenso de un nuevo funcionario, Pyotr Petrovich, y, por consiguiente, el de su amigo Zahar Ivanovich, eran sumamente favorables para Iván Ilich, dado que Zahar Ivanovich era colega y amigo de Iván Ilich.

En Moscú se confirmó la noticia, y al llegar a Petersburgo Iván Ilich buscó a Zahar Ivanovich y recibió la firme promesa de un nombramiento en su antiguo departamento de justicia.

Al cabo de una semana mandó un telegrama a su mujer: «Zahar en puesto de Miller. Recibiré nombramiento en primer informe.»

Gracias a este cambio de personal, Iván Ilich recibió inesperadamente un nombramiento en su antiguo ministerio que le colocaba a dos grados del escalafón por encima de sus antiguos colegas, con un sueldo de cinco mil rublos, más tres mil quinientos de remuneración por traslado. Iván Ilich olvidó todo el enojo que sentía contra sus antiguos enemigos y contra el ministerio y quedó plenamente satisfecho.

Iván Ilich volvió al campo más contento y feliz de lo que lo había estado en mucho tiempo. Praskovya Fyodorovna también se alegró y entre ellos se concertó una tregua. Iván Ilich contó cuánto le había festejado todo el mundo en la capital, cómo todos los que habían sido sus enemigos quedaban avergonzados y ahora le adulaban servilmente, cuánto le envidiaban por su nuevo nombramiento y cuánto le quería todo el mundo en Petersburgo.

Praskovya Fyodorovna escuchaba todo aquello y aparentaba creerlo. No ponía peros a nada y se limitaba a hacer planes para la vida en la ciudad a la que iban a mudarse. E Iván Ilich vio regocijado que tales planes eran los suyos propios, que marido y mujer estaban de acuerdo y que, tras un tropiezo, su vida recobraba el legítimo y natural carácter de proceso placentero y decoroso.

Iván Ilich había vuelto al campo por breves días. Tenía que incorporarse a su nuevo cargo el 10 de septiembre. Por añadidura, necesitaba tiempo para instalarse en su nuevo domicilio, trasladar a éste todos los enseres de la provincia anterior y comprar y encargar otras muchas cosas; en una palabra, instalarse tal como lo tenía pensado, lo cual coincidía casi exactamente con lo que Praskovya Fyodorovna tenía pensado a su vez.

Y ahora, cuando todo quedaba resuelto tan felizmente, cuando su mujer y él coincidían en sus planes y, por añadidura, se veían tan raras veces, se llevaban más amistosamente de lo que había sido el caso desde los primeros días de su matrimonio. Iván Ilich había pensado en llevarse a la familia en seguida, pero la insistencia de su cuñado y la esposa de éste, que de pronto se habían vuelto notablemente afables e íntimos con él y su familia, le indujeron a partir solo.

Y, en efecto, partió solo, y el jovial estado de ánimo producido por su éxito y la buena armonía con su mujer no le abandonó un instante. Encontró un piso exquisito, idéntico a aquel con que habían soñado él y su mujer. Salones grandes altos de techo y decorados al estilo antiguo, un despacho cómodo y amplio, habitaciones para su mujer y su hija, un cuarto de estudio para su hijo -se hubiera dicho que todo aquello se había hecho ex profeso para ellos. El propio Iván Ilich dirigió la instalación, atendió al empapelado y tapizado, compró muebles, sobre todo de estilo antiguo, que él consideraba muy comme il faut, y todo fue adelante, adelante, hasta alcanzar el ideal que se había propuesto. Incluso cuando la instalación iba sólo por la mitad superaba ya sus expectativas. Veía ya el carácter comme il faut, elegante y refinado que todo tendría cuando estuviera concluido. A punto de quedarse dormido se imaginaba cómo sería el salón. Mirando la sala, todavía sin terminar, veía ya la chimenea, el biombo, la riconera y las sillas pequeñas colocadas al azar, los platos de adorno en las paredes y los bronces, cuando cada objeto ocupara su lugar correspondiente. Se alegraba al pensar en la impresión que todo ello causaría en su mujer y su hija, quienes también compartían su propio gusto. De seguro que no se lo esperaban. En particular, había conseguido hallar y comprar barato objetos antiguos que daban a toda la instalación un carácter singularmente aristocrático. Ahora bien, en sus cartas lo describía todo peor de lo que realmente era, a fin de dar a su familia una sorpresa. Todo esto cautivaba su atención a tal punto que su nuevo trabajo oficial, aun gustándole mucho, le interesaba menos de lo que había esperado. Durante las sesiones del tribunal había momentos en que se quedaba abstraído, pensando en si los pabellones de las cortinas debieran ser rectos o curvos. Tanto interés ponía en ello que a menudo él mismo hacía las cosas, cambiaba la disposición de los muebles o volvía a colgar las cortinas. Una vez, al trepar por una escalerilla de mano para mostrar al tapicero -que no comprendía cómo quería disponer los pliegues de las cortinas-, perdió pie y resbaló, pero siendo hombre fuerte y ágil, se afianzó y sólo se dio con un costado contra el tirador de la ventana. La magulladura le dolió, pero el dolor se le pasó pronto. Durante todo este tiempo se sentía sumamente alegre y vigoroso. Escribió: «Estoy como si me hubieran quitado quince años de encima.» Había pensado terminar en septiembre, pero esa labor se prolongó hasta octubre. Sin embargo, el resultado fue admirable, no sólo en su opinión sino en la de todos los que lo vieron.

En realidad, resultó lo que de ordinario resulta en las viviendas de personas que quieren hacerse pasar por ricas no siéndolo de veras, y, por consiguiente, acaban pareciéndose a otras de su misma condición: había damascos, caoba, plantas, alfombras y bronces brillantes y mates… en suma, todo aquello que poseen las gentes de cierta clase a fin de asemejarse a otras de la misma clase, y la casa de Iván Ilich era tan semejante a las otras que no hubiera sido objeto de la menor atención; pero a él, sin embargo, se le antojaba original. Quedó sumamente contento cuando fue a recibir a su familia a la estación y la llevó al nuevo piso, ya todo dispuesto e iluminado, donde un criado con corbata blanca abrió la puerta del vestíbulo que había sido adornado con plantas; y cuando luego, al entrar en la sala y el despacho, la familia prorrumpió en exclamaciones de deleite. Los condujo a todas partes, absorbiendo ávidamente sus alabanzas y rebosando de gusto. Esa misma tarde, cuando durante el té Praskovya Fyodorovna le preguntó entre otras cosas por su caída, él rompió a reír y les mostró en pantomima cómo había salido volando y asustado al tapicero.

-No en vano tengo algo de atleta. Otro se hubiera matado, pero yo sólo me di un golpe aquí… mirad. Me duele cuando lo toco, pero ya va pasando… No es más que una contusión.

Así pues, empezaron a vivir en su nuevo domicilio, en el que cuando por fin se acomodaron hallaron, como siempre sucede, que sólo les hacía falta una habitación más. Y aunque los nuevos ingresos, como siempre sucede, les venían un poquitín cortos (cosa de quinientos rublos) todo iba requetebién. Las cosas fueron especialmente bien al principio, cuando aún no estaba todo en su punto y quedaba algo por hacer: comprar esto, encargar esto otro, cambiar aquello de sitio, ajustar lo de más allá. Aunque había algunas discrepancias entre marido y mujer, ambos estaban tan satisfechos y tenían tanto que hacer que todo aquello pasó sin broncas de consideración. Cuando ya nada quedaba por arreglar hubo una pizca de aburrimiento, como si a ambos les faltase algo, pero ya para entonces estaban haciendo amistades y creando rutinas, y su vida iba adquiriendo consistencia.

Iván Ilich pasaba la mañana en el juzgado y volvía a casa a la hora de comer. Al principio estuvo de buen humor, aunque a veces se irritaba un tanto a causa precisamente del nuevo alojamiento. (Cualquier mancha en el mantel, o en la tapicería, cualquier cordón roto de persiana, le sulfuraban; había trabajado tanto en la instalación que cualquier desperfecto le acongojaba.) Pero, en general, su vida transcurría como, según su parecer, la vida debía ser: cómoda, agradable y decorosa. Se levantaba a las nueve, tomaba café, leía el periódico, luego se ponía el uniforme y se iba al juzgado. Allí ya estaba dispuesto el yugo bajo el cual trabajaba, yugo que él se echaba de golpe encima: solicitantes, informes de cancillería, la cancillería misma y sesiones públicas y administrativas. En ello era preciso saber excluir todo aquello que, siendo fresco y vital, trastorna siempre el debido curso de los asuntos judiciales; era también preciso evitar toda relación que no fuese oficial y, por añadidura, de índole judicial. Por ejemplo, si llegase un individuo buscando informes acerca de algo, Iván Ilich, como funcionario en cuya jurisdicción no entrara el caso, no podría entablar relación alguna con ese individuo; ahora bien, si éste recurriese a él en su capacidad oficial -para algo, pongamos por caso, que pudiera expresarse en papel sellado-, Iván Ilich haría sin duda por él cuanto fuera posible dentro de ciertos límites, y al hacerlo mantendría con el individuo en cuestión la apariencia de amigables relaciones humanas, o sea, la apariencia de cortesía. Tan pronto como terminase la relación oficial terminaría también cualquier otro género de relación. Esta facultad de separar su vida oficial de su vida real la poseía Iván Ilich en grado sumo y, gracias a su larga experiencia y su talento, llegó a refinarla hasta el punto de que a veces, a la manera de un virtuoso, se permitía, casi como jugando, fundir la una con la otra. Se permitía tal cosa porque, de ser preciso, se sentía capaz de volver a separar lo oficial de lo humano, y hacía todo eso no sólo con facilidad, agrado y decoro, sino con virtuosismo. En los intervalos entre las sesiones del tribunal fumaba, tomaba té, charlaba un poco de política, un poco de temas generales, un poco de juegos de naipes, pero más que nada de nombramientos, y cansado, pero con las sensaciones de un virtuoso -uno de los primeros violines que ha ejecutado con precisión su parte en la orquesta- volvía a su casa, donde encontraba que su mujer y su hija habían salido a visitar a alguien, o que allí había algún visitante, y que su hijo había asistido a sus clases, preparaba sus lecciones con ayuda de sus tutores y estudiaba con ahínco lo que se enseña en los institutos. Todo iba a pedir de boca. Después de la comida, si no tenían visitantes, Iván Ilich leía a veces algún libro del que a la sazón se hablase mucho, y al anochecer se sentaba a trabajar, esto es, a leer documentos oficiales, consultar códigos, cotejar declaraciones de testigos y aplicarles la ley correspondiente. Ese trabajo no era ni aburrido ni divertido. Le parecía aburrido cuando hubiera podido estar jugando a las cartas; pero si no había partida, era mejor que estar mano sobre mano, o estar solo, o estar con su mujer. El mayor deleite de Iván Ilich era organizar pequeñas comidas a las que invitaba a hombres y mujeres de alta posición social, y al igual que su sala podía ser copia de otras salas, sus reuniones con tales personas podían ser copia de otras reuniones de la misma índole.

En cierta ocasión dieron un baile. Iván Ilich disfrutó de él y todo resultó bien, salvo que tuvo una áspera disputa con su mujer con motivo de las tartas y los dulces. Praskovya Fyodorovna había hecho sus propios preparativos, pero Iván Ilich insistió en pedirlo todo a un confitero de los caros y había encargado demasiadas tartas; y la disputa surgió cuando quedaron sin consumir algunas tartas y la cuenta del confitero ascendió a cuarenta y cinco rublos. La querella fue violenta y desagradable, tanto así que Praskovya Fyodorovna le llamó «imbécil y mentecato»; y él se agarró la cabeza con las manos y en un arranque de cólera hizo alusión al divorcio. Pero el baile había estado muy divertido. Había asistido gente de postín e Iván Ilich había bailado con la princesa Trufonova, hermana de la fundadora de la conocida sociedad «Comparte mi aflicción». Los deleites de su trabajo oficial eran deleites de la ambición; los deleites de su vida social eran deleites de la vanidad. Pero el mayor deleite de Iván Ilich era jugar al vint. Confesaba que al fin y al cabo, por desagradable que fuese cualquier incidente en su vida, el deleite que como un rayo de luz superaba a todos los demás era sentarse a jugar al vint con buenos jugadores que no fueran chillones, y en partida de cuatro, por supuesto (porque en la de cinco era molesto quedar fuera, aunque fingiendo que a uno no le importaba), y enzarzarse en una partida seria e inteligente (si las cartas lo permitían); y luego cenar y beberse un vaso de vino. Después de la partida, Iván Ilich, sobre todo si había ganado un poco (porque ganar mucho era desagradable), se iba a la cama con muy buena disposición de ánimo.

Así vivían. Se habían rodeado de un grupo social de alto nivel al que asistían personajes importantes y gente joven. En lo tocante a la opinión que tenían de esas amistades, marido, mujer e hija estaban de perfecto acuerdo y, sin disentir en lo más mínimo, se quitaban de encima a aquellos amigos y parientes de medio pelo que, con un sinfín de carantoñas, se metían volando en la sala de los platos japoneses en las paredes. Pronto esos amigos insignificantes cesaron de importunarles; sólo la gente más distinguida permaneció en el círculo de los Golovin.

Los jóvenes hacían la rueda a Liza, y el fiscal Petrischev, hijo de Dmitri Ivanovich Petrischev y heredero único de la fortuna de éste, empezó a cortejarla, al punto que Iván Ilich había hablado ya de ello con Praskovya Fyodorovna para decidir si convendría organizarles una excursión o una función teatral de aficionados.

Así vivían, pues. Y todo iba como una seda, agradablemente y sin cambios.

4

Todos disfrutaban de buena salud, porque no podía llamarse indisposición el que Iván Ilich dijera a veces que tenía un raro sabor de boca y un ligero malestar en el lado izquierdo del estómago.

Pero aconteció que ese malestar fue en aumento y, aunque todavía no era dolor, sí era una continua sensación de pesadez en ese lado, acompañada de mal humor. El mal humor, a su vez, fue creciendo y empezó a menoscabar la existencia agradable, cómoda y decorosa de la familia Golovin. Las disputas entre marido y mujer iban siendo cada vez más frecuentes, y pronto dieron al traste con el desahogo y deleite de esa vida. Aun el decoro mismo sólo a duras penas pudo mantenerse. Menudearon de nuevo los dimes y diretes. Sólo quedaban, aunque cada vez más raros, algunos islotes en que marido y mujer podían juntarse sin dar ocasión a un estallido.

Y Praskovya Fyodorovna se quejaba ahora, y no sin fundamento, de que su marido tenía muy mal genio. Con su típica propensión a exagerar las cosas decía que él había tenido siempre ese genio horrible y que sólo la buena índole de ella había podido aguantarlo veinte años. Cierto que quien iniciaba ahora las disputas era él, siempre al comienzo de la comida, a menudo cuando empezaba a tomar la sopa. A veces notaba que algún plato estaba descantillado, o que un manjar no estaba en su punto, o que su hijo ponía los codos en la mesa, o que el peinado de su hija no estaba como debía, y de todo ello echaba la culpa a Praskovya Fyodorovna. Al principio ella le contradecía y le contestaba con acritud, pero una o dos veces, al principio de la comida, Iván Ilich se encolerizó a tal punto que ella, comprendiendo que se trataba de un estado morboso provocado por la toma de alimentos, se contuvo; no contestó, sino que se apresuró a terminar de comer, considerando que su moderación tenía muchísimo mérito. Habiendo llegado a la conclusión de que Iván Ilich tenía un genio atroz y era la causa de su infortunio, empezó a compadecerse de sí misma; y cuanto más se compadecía, más odiaba a su marido. Empezó a desear que muriera, a la vez que no quería su muerte porque en tal caso cesaría su sueldo; y ello aumentaba su irritación contra él. Se consideraba terriblemente desgraciada porque ni siquiera la muerte de él podía salvarla, y aunque disimulaba su irritación, ese disimulo acentuaba aún más la irritación de él.

Después de una escena en la que Iván Ilich se mostró sobremanera injusto y tras la cual, por vía de explicación, dijo que, en efecto, estaba irritado, pero que ello se debía a que estaba enfermo, ella le dijo que, puesto que era así, tenía que ponerse en tratamiento, e insistió en que fuera a ver a un médico famoso, y él así lo hizo. Todo sucedió como lo había esperado; todo sucedió como siempre sucede. La espera, los aires de importancia que se daba el médico -que le eran conocidos por parecerse tanto a los que él se daba en el juzgado-, la palpación, la auscultación, las preguntas que exigían respuestas conocidas de antemano y evidentemente innecesarias, el semblante expresivo que parecía decir que «si usted, veamos, se somete a nuestro tratamiento, lo arreglaremos todo; sabemos perfecta e indudablemente cómo arreglarlo todo, siempre y del mismo modo para cualquier persona». Lo mismísimo que en el juzgado. El médico famoso se daba ante él los mismos aires que él, en el tribunal, se daba ante un acusado.

El médico dijo que tal-y-cual mostraba que el enfermo tenía tal-y-cual; pero que si el reconocimiento de tal-y-cual no lo confirmaba, entonces habría que suponer tal-o-cual. y que si se suponía tal-o-cual, entonces…, etc. Para Iván Ilich había sólo una pregunta importante, a saber: ¿era grave su estado o no lo era? Pero el médico esquivó esa indiscreta pregunta. Desde su punto de vista era una pregunta ociosa que no admitía discusión; lo importante era decidir qué era lo más probable: si riñón flotante, o catarro crónico o apendicitis. No era cuestión de la vida o la muerte de Iván Ilich, sino de si aquello era un riñón flotante o una apendicitis, y esa cuestión la decidió el médico de modo brillante -o así le pareció a Iván Ilich- a favor de la apendicitis, a reserva de que si el examen de la orina daba otros indicios habría que volver a considerar el caso. Todo ello era cabalmente lo que el propio Iván Ilich había hecho mil veces, y de modo igualmente brillante, con los procesados ante el tribunal. El médico resumió el caso de forma asimismo brillante, mirando al procesado triunfalmente, incluso gozosamente, por encima de los lentes. Del resumen del médico Iván Ilich sacó la conclusión de que las cosas iban mal, pero que al médico, y quizá a los demás, aquello les traía sin cuidado, aunque para él era un asunto funesto, y tal conclusión afectó a Iván Ilich lamentablemente, suscitando en él un profundo sentimiento de lástima hacia sí mismo y de profundo rencor por la indiferencia del médico ante cuestión tan importante. Pero no dijo nada. Se levantó, puso los honorarios del médico en la mesa y comentó suspirando:

-Probablemente nosotros los enfermos hacemos a menudo preguntas indiscretas. Pero dígame: ¿esta enfermedad es, en general, peligrosa o no?

El médico le miró severamente por encima de los lentes como para decirle: «Procesado, si no se atiene usted a las preguntas que se le hacen me veré obligado a expulsarle de la sala.»

-Ya le he dicho lo que considero necesario y conveniente. Veremos qué resulta de un análisis posterior -y el médico se inclinó.

Iván Ilich salió despacio, se sentó angustiado en su trineo y volvió a casa. Durante todo el camino no cesó de repasar mentalmente lo que había dicho el médico, tratando de traducir esas palabras complicadas, oscuras y científicas a un lenguaje sencillo y encontrar en ellas la respuesta a la pregunta: ¿Es grave lo que tengo? ¿Es muy grave o no lo es todavía? Y le parecía que el sentido de lo dicho por el médico era que la dolencia era muy grave. Todo lo que veía en las calles se le antojaba triste: tristes eran los coches de punto, tristes las casas, tristes los transeúntes, tristes las tiendas. El malestar que sentía, ese malestar sordo que no cesaba un momento, le parecía haber cobrado un nuevo y más grave significado a consecuencia de las oscuras palabras del médico. Iván Ilich lo observaba ahora con una nueva y opresiva atención.

Llegó a casa y empezó a contar a su mujer lo ocurrido. Ella le escuchaba, pero en medio del relato entró la hija con el sombrero puesto, lista para salir con su madre. La chica se sentó a regañadientes para oír la fastidiosa historia, pero no aguantó mucho. Su madre tampoco le escuchó hasta el final.

-Pues bien, me alegro mucho -dijo la mujer-. Ahora pon mucho cuidado en tomar la medicina con regularidad. Dame la receta y mandaré a Gerasim a la botica -y fue a vestirse para salir.

«Bueno -se dijo él-. Quizá no sea nada al fin y al cabo.»

Comenzó a tomar la medicina y a seguir las instrucciones del médico, que habían sido alteradas después del análisis de la orina. Pero he aquí que surgió una confusión entre ese análisis y lo que debía seguir a continuación. Fue imposible llegar hasta el médico y resultó, por consiguiente, que no se hizo lo que le había dicho éste. O lo había olvidado, o le había mentido u ocultado algo. Pero, en todo caso, Iván Ilich siguió cumpliendo las instrucciones y al principio obtuvo algún alivio de ello.

La principal ocupación de Iván Ilich desde su visita al médico fue el cumplimiento puntual de las instrucciones de éste en lo tocante a higiene y la toma de la medicina, así como la observación de su dolencia y de todas las funciones de su organismo. Su interés principal se centró en los padecimientos y la salud de otras personas. Cuando alguien hablaba en su presencia de enfermedades, muertes, o curaciones, especialmente cuando la enfermedad se asemejaba a la suya, escuchaba con una atención que procuraba disimular, hacía preguntas y aplicaba lo que oía a su propio caso.

No menguaba el dolor, pero Iván Ilich se esforzaba por creer que estaba mejor, y podía engañarse mientras no tuviera motivo de agitación. Pero tan pronto como surgía un lance desagradable con su mujer o algún fracaso en su trabajo oficial, o bien recibía malas cartas en el vint, sentía al momento el peso entero de su dolencia. Anteriormente podía sobrellevar esos reveses, esperando que pronto enderezaría lo torcido, vencería los obstáculos, obtendría el éxito y ganaría todas las bazas en la partida de cartas. Ahora, sin embargo, cada tropiezo le trastornaba y le sumía en la desesperación. Se decía: «Hay que ver: ya iba sintiéndome mejor, la medicina empezaba a surtir efecto, y ahora surge este maldito infortunio, o este incidente desagradable…» y se enfurecía contra ese infortunio o contra las personas que habían causado el incidente desagradable y que le estaban matando, porque pensaba que esa furia le mataba, pero no podía frenarla. Hubiérase podido creer que se daría cuenta de que esa irritación contra las circunstancias y las personas agravaría su enfermedad y que por lo tanto no debería hacer caso de los incidentes desagradables; pero sacaba una conclusión enteramenté contraria: decía que necesitaba sosiego, vigilaba todo cuanto pudiera estorbarlo y se irritaba ante la menor violación de ello. Su estado empeoraba con la lectura de libros de medicina y la consulta de médicos. Pero el empeoramiento era tan gradual que podía engañarse cuando comparaba un día con otro, ya que la diferencia era muy leve. Pero cuando consultaba a los médicos le parecía que empeoraba, e incluso muy rápidamente. Y, ello no obstante, los consultaba continuamente.

Ese mes fue a ver a otro médico famoso, quien le dijo casi lo mismo que el primero, pero a quien hizo preguntas de modo diferente. y la consulta con ese otro célebre facultativo sólo aumentó la duda y el espanto de Iván Ilich. El amigo de un amigo suyo -un médico muy bueno- facilitó por su parte un diagnóstico totalmente diferente del de los otros, y si bien pronosticó la curación, sus preguntas y suposiciones desconcertaron aún más a Iván Ilich e incrementaron sus dudas. Un homeópata, a su vez, diagnosticó la enfermedad de otro modo y recetó un medicamento que Iván Ilich estuvo tomando en secreto durante ocho días, al cabo de los cuales, sin experimentar mejoría alguna y habiendo perdido la confianza en los tratamientos anteriores y en éste, se sintió aún más deprimido. Un día una señora conocida suya le habló de la eficacia curativa de unas imágenes sagradas. Iván Ilich notó con sorpresa que estaba escuchando atentamente y empezaba a creer en ello. Ese incidente le amedrentó. «¿Pero es posible que esté ya tan débil de la cabeza?» -se preguntó-. «jTonterías! Eso no es más que una bobada. No debo ser tan aprensivo, y ya que he escogido a un médico tengo que ajustarme estrictamente a su tratamiento. Eso es lo que haré. Punto final. No volveré a pensar en ello y seguiré rigurosamente ese tratamiento hasta el verano. Luego ya veremos. De ahora en adelante nada de vacilaciones…» Fácil era decirlo, pero imposible llevarlo a cabo. El dolor del costado le atormentaba, parecía agravarse y llegó a ser incesante, el sabor de boca se hizo cada vez más extraño. Le parecía que su aliento tenía un olor repulsivo, a la vez que notaba pérdida de apetito y debilidad física. Era imposible engañarse: algo terrible le estaba ocurriendo, algo nuevo y más importante que lo más importante que hasta entonces había conocido en su vida. Y él era el único que lo sabía; los que le rodeaban no lo comprendían o no querían comprenderlo y creían que todo en este mundo iba como de costumbre. Eso era lo que más atormentaba a Iván Ilich. Veía que las gentes de casa, especialmente su mujer y su hija -quienes se movían en un verdadero torbellino de visitas- no entendían nada de lo que le pasaba y se enfadaban porque se mostraba tan deprimido y exigente, como si él tuviera la culpa de ello. Aunque trataban de disimularlo, él se daba cuenta de que era un estorbo para ellas y que su mujer había adoptado una concreta actitud ante su enfermedad y la mantenía a despecho de lo que él dijera o hiciese. Esa actitud era la siguiente:

-¿Saben ustedes? -decía a sus amistades-. Iván Ilich no hace lo que hacen otras personas, o sea, atenerse rigurosamente al tratamiento que le han impuesto. Un día toma sus gotas, come lo que le conviene y se acuesta a la hora debida; pero al día siguiente, si yo no estoy a la mira, se olvida de tomar la medicina, come esturión -que le está prohibido- y se sienta a jugar a las cartas hasta las tantas.

-¡Vamos, anda! ¿Y eso cuándo fue? -decía Iván Ilich, enfadado-. Sólo una vez, en casa de Pyotr Ivanovich.

-Y ayer en casa de Shebek.

-Bueno, en todo caso el dolor no me hubiera dejado dormir.

-Di lo que quieras, pero así no te pondrás nunca bien y seguirás fastidiándonos.

La actitud evidente de Praskovya Fyodorovna, según la manifestaba a otros y al mismo Iván Ilich, era la de que éste tenía la culpa de su propia enfermedad, con la cual imponía una molestia más a su esposa. Él opinaba que esa actitud era involuntaria, pero no por eso era menor su aflicción.

En los tribunales Iván Ilich notó, o creyó notar, la misma extraña actitud hacia él: a veces le parecía que la gente le observaba como a quien pronto dejaría vacante su cargo. A veces también sus amigos se burlaban amistosamente de su aprensión, como si la cosa atroz, horrible, inaudita, que llevaba dentro, la cosa que le roía sin cesar y le arrastraba irremisiblemente hacia Dios sabe dónde, fuera tema propicio a la broma. Schwartz, en particular, le irritaba con su jocosidad, desenvoltura y agudeza, cualidades que le recordaban lo que él mismo había sido diez años antes.

Llegaron los amigos a echar una partida y tomaron asiento. Dieron las cartas, sobándolas un poco porque la baraja era nueva, él apartó los oros y vio que tenía siete. Su compañero de juego declaró «sin-triunfos» y le apoyó con otros dos oros. ¿Qué más se podía pedir? La cosa iba a las mil maravillas. Darían capote. Pero de pronto Iván Ilich sintió ese dolor agudo, ese mal sabor de boca, y le pareció un tanto ridículo alegrarse de dar capote en tales condiciones.

Miró a su compañero de juego Mihail Mihailovich. Éste dio un fuerte golpe en la mesa con la mano y, en lugar de recoger la baza, empujó cortés y compasivamente las cartas hacia Iván Ilich para que éste pudiera recogerlas sin alargar la mano. «¿Es que se cree que estoy demasiado débil para estirar el brazo?», pensó Iván Ilich, y olvidando lo que hacía sobrepujó los triunfos de su compañero y falló dar capote por tres bazas. Lo peor fue que notó lo molesto que quedó Mihail Mihailovich y lo poco que a él le importaba. Y era atroz darse cuenta de por qué no le importaba.

Todos vieron que se sentía mal y le dijeron: «Podemos suspender el juego si está usted cansado. Descanse.» ¿Descansar? No, no estaba cansado en lo más mínimo; terminarían la mano. Todos estaban sombríos y callados. Iván Ilich tenía la sensación de que era él la causa de esa tristeza y mutismo y de que no podía despejarlas. Cenaron y se fueron. Iván Ilich se quedó solo, con la conciencia de que su vida estaba emponzoñada y empozoñaba la vida de otros, y de que esa ponzoña no disminuía, sino que penetraba cada vez más en sus entrañas.

Y con esa conciencia, junto con el sufrimiento físico y el terror, tenía que meterse en la cama, permaneciendo a menudo despierto la mayor parte de la noche. Y al día siguiente tenía que levantarse, vestirse, ir a los tribunales, hablar, escribir; o si no salía, quedarse en casa esas veinticuatro horas del día, cada una de las cuales era una tortura. Y vivir así, solo, al borde de un abismo, sin nadie que le comprendiese ni se apiadase de él.

5

Así pasó un mes y luego otro. Poco antes de Año Nuevo llegó a la ciudad su cuñado y se instaló en casa de ellos. Iván Ilich estaba en el juzgado. Praskovya Fyodorovna había salido de compras. Cuando Iván Ilich volvió a casa y entró en su despacho vio en él a su cuñado, hombre sano, de tez sanguínea, que estaba deshaciendo su maleta. Levantó la cabeza al oír los pasos de Iván Ilich y le miró un momento sin articular palabra. Esa mirada fue una total revelación para Iván Ilich. El cuñado abrió la boca para lanzar una exclamación de sorpresa, pero se contuvo, gesto que lo confirmó todo.

-Estoy cambiado, ¿eh?

-Sí… hay un cambio.

Y si bien Iván Ilich trató de hablar de su aspecto físico con su cuñado, éste guardó silencio. Llegó Praskovya Fyodorovna y el cuñado salió a verla. Iván Ilich cerró la puerta con llave y empezó a mirarse en el espejo, primero de frente, luego de lado. Cogió un retrato en que figuraban él y su mujer y lo comparó con lo que veía en el espejo. El cambio era enorme. Luego se remangó los brazos hasta el codo, los miró, se sentó en la otomana y se sintió más negro que la noche.

«¡No, no se puede vivir así!» -se dijo, y levantándose de un salto fue a la mesa, abrió un expediente y empezó a leerlo, pero no pudo seguir. Abrió la puerta y entró en el salón. La puerta que daba a la sala estaba abierta. Se acercó a ella de puntillas y se puso a escuchar.

-No. Tú exageras -decía Praskovya Fyodorovna.

-¿Cómo que exagero? ¿Es que no ves que es un muerto? Mírale los ojos… no hay luz en ellos. ¿Pero qué es lo que tiene?

-Nadie lo sabe. Nikolayev (que era otro médico) dijo algo, pero no sé lo que es. Y Leschetitski (otro galeno famoso) dijo lo contrario…

Iván Ilich se apartó de allí, fue a su habitación, se acostó y se puso a pensar: «El riñón, un riñón flotante.» Recordó todo lo que habían dicho los médicos: cómo se desprende el riñón y se desplaza de un lado para otro. Y a fuerza de imaginación trató de apresar ese riñón, sujetarlo y dejarlo fijo en un sitio; «y es tan poco -se decía- lo que se necesita para ello. No. Iré una vez más a ver a Pyotr Ivanovich». (Éste era el amigo cuyo amigo era médico.) Tiró de la campanilla, pidió el coche y se aprestó a salir.

-¿A dónde vas, Jean? -preguntó su mujer con expresión especialmente triste y acento insólitamente bondadoso.

Ese acento insólitamente bondadoso le irritó. Él la miró sombríamente.

-Debo ir a ver a Pyotr Ivanovich.

Fue a casa de Pyotr Ivanovich y, acompañado de éste, fue a ver a su amigo el médico. Lo encontraron en casa e Iván Ilich habló largamente con él. Repasando los detalles anatómicos y fisiológicos de lo que, en opinión del médico, ocurría en su cuerpo, Iván Ilich lo comprendió todo. Había una cosa, una cosa pequeña, en el apéndice vermiforme. Todo eso podría remediarse. Estimulando la energía de un órgano y frenando la actividad de otro se produciría una absorción y todo quedaría resuelto.

Llegó un poco tarde a la comida. Mientras comía, estuvo hablando amigablemente, pero durante largo rato no se resolvió a volver al trabajo en su cuarto. Por fin, volvió al despacho y se puso a trabajar. Estuvo leyendo expedientes, pero la conciencia de haber dejado algo aparte, un asunto importante e íntimo al que tendría que volver cuando terminase su trabajo, no le abandonaba. Cuando terminó su labor recordó que ese asunto íntimo era la cuestión del apéndice vermiforme. Pero no se rindió a ella, sino que fue a tomar el té a la sala. Había visitantes charlando, tocando el piano y cantando; estaba también el juez de instrucción, apetecible novio de su hija. Como hizo notar Praskovya Fyodorovna, Iván Ilich pasó la velada más animado que otras veces, pero sin olvidarse un momento de que había aplazado la cuestión importante del apéndice vermiforme. A las once se despidió y pasó a su habitación. Desde su enfermedad dormía solo en un cuarto pequeño contiguo a su despacho. Entró en él, se desnudó y tomó una novela de Zola, pero no la leyó, sino que se dio a pensar, y en su imaginación efectuó la deseada corrección del apéndice vermiforme. Se produjo la absorción, la evacuación, el restablecimiento de la función normal. «Sí, así es, efectivamente -se dijo-. Basta con ayudar a la naturaleza.» Se acordó de su medicina, se levantó, la tomó, se acostó boca arriba, acechando cómo la medicina surtía sus benéficos efectos y eliminaba el dolor. «Sólo hace falta tomarla con regularidad y evitar toda influencia perjudicial; ya me siento un poco mejor, mucho mejor.» Empezó a palparse el costado; el contacto no le hacía daño. «Sí, no lo siento; de veras que estoy mucho mejor.» Apagó la bujía y se volvió de lado… El apéndice vermiforme iba mejor, se producía la absorción. De repente sintió el antiguo, conocido, sordo, corrosivo dolor, agudo y contumaz como siempre; el consabido y asqueroso sabor de boca. Se le encogió el corazón y se le enturbió la mente. «¡Dios mío, Dios mío! -murmuró entre dientes-. ¡Otra vez, otra vez! ¡Y no cesa nunca!» Y de pronto el asunto se le presentó con cariz enteramente distinto. «¡El apéndice vermiforme! ¡El riñón! -dijo para sus adentros-. No se trata del apéndice o del riñón, sino de la vida y… la muerte. Sí, la vida estaba ahí y ahora se va, se va, y no puedo retenerla. Sí. ¿De qué sirve engañarme? ¿Acaso no ven todos, menos yo, que me estoy muriendo, y que sólo es cuestión de semanas, de días… quizá ahora mismo? Antes había luz aquí y ahora hay tinieblas. Yo estaba aquí, y ahora voy allá. ¿A dónde?» Se sintió transido de frío, se le cortó el aliento, y sólo percibía el golpeteo de su corazón.

«Cuando yo ya no exista, ¿qué habrá? No habrá nada. Entonces ¿dónde estaré cuando ya no exista? ¿Es esto morirse? No, no quiero.» Se incorporó de un salto, quiso encender la bujía, la buscó con manos trémulas, se le escapó al suelo junto con la palmatoria, y él se dejó caer de nuevo sobre la almohada.

«¿Para qué? Da lo mismo -se dijo, mirando la oscuridad con ojos muy abiertos-. La muerte. Sí, la muerte. Y ésos no lo saben ni quieren saberlo, y no me tienen lástima. Ahora están tocando el piano. (Oía a través de la puerta el sonido de una voz y su acompañamiento.) A ellos no les importa, pero también morirán. ¡Idiotas! Yo primero y luego ellos, pero a ellos les pasará lo mismo. Y ahora tan contentos… ¡los muy bestias!» La furia le ahogaba y se sentía atormentado, intolerablemente afligido. Era imposible que todo ser humano estuviese condenado a sufrir ese horrible espanto. Se incorporó.

«Hay algo que no va bien. Necesito calmarme; necesito repasarlo todo mentalmente desde el principio.» Y, en efecto, se puso a pensar. «Sí, el principio de la enfermedad. Me di un golpe en el costado, pero estuve bien ese día y el siguiente. Un poco molesto y luego algo más. Más tarde los médicos, luego tristeza y abatimiento. Vuelta a los médicos, y seguí acercándome cada vez más al abismo. Fui perdiendo fuerzas. Más cerca cada vez. Y ahora estoy demacrado y no tengo luz en los ojos. Pienso en el apéndice, pero esto es la muerte. Pienso en corregir el apéndice, pero mientras tanto aquí está la muerte. ¿De veras que es la muerte?» El espanto se apoderó de él una vez más, volvió a jadear, se agachó para buscar los fósforos, apoyando el codo en la mesilla de noche. Como ésta le estorbaba y le hacía daño, se encolerizó con ella, se apoyó en ella con más fuerza y la volcó. Y desesperado, respirando con fatiga, se dejó caer de espaldas, esperando que la muerte llegase al momento.

Mientras tanto, los visitantes se marchaban. Praskovya Fyodorovna los acompañó a la puerta. Ella oyó caer algo y entró.

-¿Qué te pasa?

-Nada. Que la he derribado sin querer.

Su esposa salió y volvió con una bujía. Él seguía acostado boca arriba, respirando con rapidez y esfuerzo como quien acaba de correr un buen trecho y levantando con fijeza los ojos hacia ella.

-¿Qué te pasa, Jean?

-Na…da. La he de…rri…bado. (¿Para qué hablar de ello? No lo comprenderá -pensó.)

Y, en verdad, ella no comprendía. Levantó la mesilla de noche, encendió la bujía de él y salió de prisa porque otro visitante se despedía. Cuando volvió, él seguía tumbado de espaldas, mirando el techo.

-¿Qué te pasa? ¿Estás peor?

-Sí.

Ella sacudió la cabeza y se sentó.

-¿Sabes, Jean? Me parece que debes pedir a Leschetitski que venga a verte aquí.

Ello significaba solicitar la visita del médico famoso sin cuidarse de los gastos. Él sonrió maliciosamente y dijo: «No.» Ella permaneció sentada un ratito más y luego se acercó a él y le dio un beso en la frente.

Mientras ella le besaba, él la aborrecía de todo corazón; y tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarla de un empujón.

-Buenas noches. Dios quiera que duermas.

-Sí.

6

Iván Ilich vio que se moría y su desesperación era continua. En el fondo de su ser sabía que se estaba muriendo, pero no sólo no se habituaba a esa idea, sino que sencillamente no la comprendía ni podía comprenderla.

El silogismo aprendido en la Lógica de Kiezewetter: «Cayo es un ser humano, los seres humanos son mortales, por consiguiente Cayo es mortal», le había parecido legítimo únicamente con relación a Cayo, pero de ninguna manera con relación a sí mismo. Que Cayo -ser humano en abstracto- fuese mortal le parecía enteramente justo; pero él no era Cayo, ni era un hombre abstracto, sino un hombre concreto, una criatura distinta de todas las demás: él había sido el pequeño Vanya para su papá y su mamá, para Mitya y Volodya, para sus juguetes, para el cochero y la niñera, y más tarde para Katenka, con todas las alegrías y tristezas y todos los entusiasmos de la infancia, la adolescencia y la juventud. ¿Acaso Cayo sabía algo del olor de la pelota de cuero de rayas que tanto gustaba a Vanya? ¿Acaso Cayo besaba de esa manera la mano de su madre? ¿Acaso el frufrú del vestido de seda de ella le sonaba a Cayo de ese modo? ¿Acaso se había rebelado éste contra las empanadillas que servían en la facultad? ¿Acaso Cayo se había enamorado así? ¿Acaso Cayo podía presidir una sesión como él la presidía?

Cayo era efectivamente mortal y era justo que muriese, pero «en mi caso -se decía-, en el caso de Vanya, de Iván Ilich, con todas mis ideas y emociones, la cosa es bien distinta. y no es posible que tenga que morirme. Eso sería demasiado horrible».

Así se lo figuraba. «Si tuviera que morir como Cayo, habría sabido que así sería; una voz interior me lo habría dicho; pero nada de eso me ha ocurrido. Y tanto yo como mis amigos entendimos que nuestro caso no tenía nada que ver con el de Cayo. ¡Y ahora se presenta esto! -se dijo-. ¡No puede ser! ¡No puede ser, pero es! ¿Cómo es posible? ¿Cómo entenderlo?»

Y no podía entenderlo. Trató de ahuyentar aquel pensamiento falso, inicuo, morboso, y poner en su lugar otros pensamientos saludables y correctos. Pero aquel pensamiento -y más que pensamiento la realidad misma- volvía una vez tras otra y se encaraba con él.

Y para desplazar ese pensamiento convocó toda una serie de otros, con la esperanza de encontrar apoyo en ellos. Intentó volver al curso de pensamientos que anteriormente le habían protegido contra la idea de la muerte. Pero -cosa rara- todo lo que antes le había servido de escudo, todo cuanto le había ocultado, suprimido, la conciencia de la muerte, no producía ahora efecto alguno. Últimamente Iván Ilich pasaba gran parte del tiempo en estas tentativas de reconstituir el curso previo de los pensamientos que le protegían de la muerte. A veces se decía: «Volveré a mi trabajo, porque al fin y al cabo vivía de él.» Y apartando de sí toda duda, iba al juzgado, entablaba conversación con sus colegas y, según costumbre, se sentaba distraído, contemplaba meditabundo a la multitud, apoyaba los enflaquecidos brazos en los del sillón de roble, y, recogiendo algunos papeles, se inclinaba hacia un colega, también según costumbre, murmuraba algunas palabras con él, y luego, levantando los ojos e irguiéndose en el sillón, pronunciaba las consabidas palabras y daba por abierta la sesión. Pero de pronto, en medio de ésta, su dolor de costado, sin hacer caso en qué punto se hallaba la sesión, iniciaba su propia labor corrosiva. Iván Ilich concentraba su atención en ese dolor y trataba de apartarlo de sí, pero el dolor proseguía su labor, aparecía, se levantaba ante él y le miraba. Y él quedaba petrificado, se le nublaba la luz de los ojos, y comenzaba de nuevo a preguntarse: «¿Pero es que sólo este dolor es verdad?» y sus colegas y subordinados veían con sorpresa y amargura que él, juez brillante y sutil, se embrollaba y equivocaba. Él se estremecía, procuraba volver en su acuerdo, llegar de algún modo al final de la sesión y volverse a casa con la triste convicción de que sus funciones judiciales ya no podían ocultarle, como antes ocurría, lo que él quería ocultar; que esas labores no podían librarle de aquello. y lo peor de todo era que aquello atraía su atención hacia sí, no para que él tomase alguna medida, sino sólo para que él lo mirase fijamente, cara a cara, lo mirase sin hacer nada y sufriese lo indecible.

Y para librarse de esa situación, Iván Ilich buscaba consuelo ocultándose tras otras pantallas, y, en efecto, halló nuevas pantallas que durante breve tiempo parecían salvarle, pero que muy pronto se vinieron abajo o, mejor dicho, se tomaron transparentes, como si aquello las penetrase y nada pudiese ponerle coto.

En estos últimos tiempos solía entrar en la sala que él mismo había arreglado -la sala en que había tenido la caída y a cuyo acondicionamiento, ¡qué amargamente ridículo era pensarlo!, había sacrificado su vida-, porque él sabía que su dolencia había empezado con aquel golpe. Entraba y veía que algo había hecho un rasguño en la superficie barnizada de la mesa. Buscó la causa y encontró que era el borde retorcido del adorno de bronce de un álbum. Cogía el costoso álbum, que él mismo había ordenado pulcramente, y se enojaba por la negligencia de su hija y los amigos de ésta -bien porque el álbum estaba roto por varios sitios o bien porque las fotografías estaban del revés. Volvía a arreglarlas debidamente y a enderezar el borde del adorno.

Luego se le ocurría colocar todas esas cosas en otro rincón de la habitación, junto a las plantas. Llamaba a un criado, pero quienes venían en su ayuda eran su hija o su esposa. Éstas no estaban de acuerdo, le contradecían, y él discutía con ellas y se enfadaba. Pero eso estaba bien, porque mientras tanto no se acordaba de aquello, aquello era invisible.

Pero cuando él mismo movía algo su mujer le decía: «Deja que lo hagan los criados. Te vas a hacer daño otra vez.» y de pronto aquello aparecía a través de la pantalla y él lo veía. Era una aparición momentánea y él esperaba que se esfumara, pero sin querer prestaba atención a su costado. «Está ahí continuamente, royendo como siempre.» y ya no podía olvidarse deaquello, que le miraba abiertamente desde detrás de las plantas. ¿A qué venía todo eso? «Y es cierto que fue aquí, por causa de esta cortina, donde perdí la vida, como en el asalto a una fortaleza. ¿De veras? ¡Qué horrible y qué estúpido! ¡No puede ser verdad! ¡No puede serlo, pero lo es!»

Fue a su despacho, se acostó y una vez más se quedó solo con aquello: de cara a cara conaquello. Y no había nada que hacer, salvo mirarlo y temblar.

7

Imposible es contar cómo ocurrió la cosa, porque vino paso a paso, insensiblemente, pero en el tercer mes de la enfermedad de Iván Ilich, su mujer, su hija, su hijo, los conocidos de la familia, la servidumbre, los médicos y, sobre todo él mismo, se dieron cuenta de que el único interés que mostraba consistía en si dejaría pronto vacante su cargo, libraría a los demás de las molestias que su presencia les causaba y se libraría a sí mismo de sus padecimientos.

Cada vez dormía menos. Le daban opio y empezaron a ponerle inyecciones de morfina. Pero ello no le paliaba el dolor. La sorda congoja que sentía durante la somnolencia le sirvió de alivio sólo al principio, como cosa nueva, pero luego llegó a ser tan torturante como el dolor mismo, o aún más que éste.

Por prescripción del médico le preparaban una alimentación especial, pero también ésta le resultaba cada vez más insulsa y repulsiva.

Para las evacuaciones también se tomaron medidas especiales, cada una de las cuales era un tormento para él: el tormento de la inmundicia, la indignidad y el olor, así como el de saber que otra persona tenía que participar en ello.

Pero fue cabalmente en esa desagradable función donde Iván Ilich halló consuelo. Gerasim, el ayudante del mayordomo, era el que siempre venía a llevarse los excrementos. Gerasim era un campesino joven, limpio y lozano, siempre alegre y espabilado, que había engordado con las comidas de la ciudad. Al principio la presencia de este individuo, siempre vestido pulcramente a la rusa, que hacía esa faena repugnante perturbaba a Iván Ilich.

En una ocasión en que éste, al levantarse del orinal, sintió que no tenía fuerza bastante para subirse el pantalón, se desplomó sobre un sillón blando y miró con horror sus muslos desnudos y enjutos, perfilados por músculos impotentes.

Entró Gerasim con paso firme y ligero, esparciendo el grato olor a brea de sus botas recias y el fresco aire invernal, con mandil de cáñamo y limpia camisa de percal de mangas remangadas sobre sus fuertes y juveniles brazos desnudos, y sin mirar a Iván Ilich -por lo visto para no agraviarle con el gozo de vivir que brillaba en su rostro- se acercó al orinal.

-Gerasim -dijo Iván Ilich con voz débil.

Gerasim se estremeció, temeroso al parecer de haber cometido algún desliz, y con gesto rápido volvió hacia el enfermo su cara fresca, bondadosa, sencilla y joven, en la que empezaba a despuntar un atisbo de barba.

-¿Qué desea el señor?

-Esto debe de serte muy desagradable. Perdóname. No puedo valerme.

-Por Dios, señor -y los ojos de Gerasim brillaron al par que mostraba sus brillantes dientes blancos-. No es apenas molestia. Es porque está usted enfermo.

Y con manos fuertes y hábiles hizo su acostumbrado menester y salió de la habitación con paso liviano. Al cabo de cinco minutos volvió con igual paso.

Iván Ilich seguía sentado en el sillón.

-Gerasim -dijo cuando éste colocó en su sitio el utensilio ya limpio y bien lavado-, por favor ven acá y ayúdame-. Gerasim se acercó a él.

– Levántame. Me cuesta mucho trabajo hacerlo por mí mismo y le dije a Dmitri que se fuera.

Gerasim fue a su amo, le agarró a la vez con fuerza y destreza -lo mismo que cuando andaba-le alzó hábil y suavemente con un brazo, y con el otro le levantó el pantalón y quiso sentarle, pero Iván Ilich le dijo que le llevara al sofá. Gerasim, sin hacer esfuerzo ni presión al parecer, le condujo casi en vilo al sofá y le depositó en él.

-Gracias. ¡Qué bien y con cuánto tino lo haces todo! Gerasim sonrió de nuevo y se dispuso a salir, pero Iván Ilich se sentía tan a gusto con él que no quería que se fuera.

-Otra cosa. Acerca, por favor, esa silla. No, la otra, y pónmela debajo de los pies. Me siento mejor cuando tengo los pies levantados.

Gerasim acercó la silla, la colocó suavemente en el sitio a la vez que levantaba los pies de Iván Ilich y los ponía en ella. A éste le parecía sentirse mejor cuando Gerasim le tenía los pies en alto.

-Me siento mejor cuando tengo los pies levantados -dijo Iván Ilich-. Ponme ese cojín debajo de ellos.

Gerasim así lo hizo. De nuevo le levantó los pies y volvió a depositarIos. De nuevo Iván Ilich se sintió mejor mientras Gerasim se los levantaba. Cuando los bajó, a Iván Ilich le pareció que se sentía peor.

-Gerasim -dijo-, ¿estás ocupado ahora?

-No, señor, en absoluto -respondió Gerasim, que de los criados de la ciudad había aprendido cómo hablar con los señores.

-¿Qué tienes que hacer todavía?

-¿Que qué tengo que hacer? Ya lo he hecho todo, salvo cortar leña para mañana.

-Entonces levántame las piernas un poco más, ¿puedes?

-¡Cómo no he de poder! -Gerasim levantó aún más las piernas de su amo, y a éste le pareció que en esa postura no sentía dolor alguno.

-¿Y qué de la leña?

-No se preocupe el señor. Hay tiempo para ello.

Iván Ilich dijo a Gerasim que se sentara y le tuviera los pies levantados y empezó a hablar con él. Y, cosa rara, le parecía sentirse mejor mientras Gerasim le tenía levantadas las piernas.

A partir de entonces Iván Ilich llamaba de vez en cuando a Gerasim, le ponía las piernas sobre los hombros y gustaba de hablar con él. Gerasim hacía todo ello con tiento y sencillez, y de tan buena gana y con tan notable afabilidad que conmovía a su amo. La salud, la fuerza y la vitalidad de otras personas ofendían a Iván Ilich; únicamente la energía y la vitalidad de Gerasim no le mortificaban; al contrario, le servían de alivio.

El mayor tormento de Iván Ilich era la mentira, la mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual él no estaba muriéndose, sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera tranquilo y se atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien del todo. Él sabía, sin embargo, que hiciesen lo que hiciesen nada resultaría de ello, salvo padecimientos aún más agudos y la muerte. Y le atormentaba esa mentira, le atormentaba que no quisieran admitir que todos ellos sabían que era mentira y que él lo sabía también, y que le mintieran acerca de su horrible estado y se aprestaran -más aún, le obligaran- a participar en esa mentira. La mentira -esa mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerte- encaminada a rebajar el hecho atroz y solemne de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida… era un horrible tormento para Iván Ilich. Y, cosa extraña, muchas veces cuando se entregaban junto a él a esas patrañas estuvo a un pelo de gritarles: «¡Dejad de mentir! ¡Vosotros bien sabéis, y yo sé, que me estoy muriendo! ¡Conque al menos dejad de mentir!» Pero nunca había tenido arranque bastante para hacerlo. Veía que el hecho atroz, horrible, de su gradual extinción era reducido por cuantos le rodeaban al nivel de un incidente casual, en parte indecoroso (algo así como si un individuo entrase en una sala esparciendo un mal olor), resultado de ese mismo «decoro» que él mismo había practicado toda su vida. Veía que nadie se compadecía de él, porque nadie quería siquiera hacerse cargo de su situación. Únicamente Gerasim se hacía cargo de ella y le tenía lástima; y por eso Iván Ilich se sentía a gusto sólo con él. Se sentía a gusto cuando Gerasim pasaba a veces la noche entera sosteniéndole las piernas, sin querer ir a acostarse, diciendo: «No se preocupe, Iván Ilich, que dormiré más tarde.» O cuando, tuteándole, agregaba: «Si no estuvieras enfermo, sería distinto, ¿pero qué más da un poco de ajetreo?» Gerasim era el único que no mentía, y en todo lo que hacía mostraba que comprendía cómo iban las cosas y que no era necesario ocultarlas, sino sencillamente tener lástima a su débil y demacrado señor. Una vez, cuando Iván Ilich le decía que se fuera, incluso llegó a decide:

-Todos tenemos que morir. ¿Por qué no habría de hacer algo por usted? -expresando así que no consideraba oneroso su esfuerzo porque lo hacía por un moribundo y esperaba que alguien hiciera lo propio por él cuando llegase su hora.

Además de esas mentiras, o a causa de ellas, lo que más torturaba a Iván Ilich era que nadie se compadeciese de él como él quería. En algunos instantes, después de prolongados sufrimientos, lo que más anhelaba -aunque le habría dado vergüenza confesarlo- era que alguien le tuviese lástima como se le tiene lástima a un niño enfermo. Quería que le acariciaran, que le besaran, que lloraran por él, como se acaricia y consuela a los niños. Sabía que era un alto funcionario, que su barba encanecía y que, por consiguiente, ese deseo era imposible; pero, no obstante, ansiaba todo eso, y en sus relaciones con Gerasim había algo semejante a ello, por lo que esas relaciones le servían de alivio. Iván Ilich quería llorar, quería que le mimaran y lloraran por él, y he aquí que cuando llegaba su colega Shebek, en vez de llorar y ser mimado, Iván Ilich adoptaba un semblante serio, severo, profundo y, por fuerza de la costumbre, expresaba su opinión acerca de una sentencia del Tribunal de Casación e insistía porfiadamente en ella. Esa mentira en torno suyo y dentro de sí mismo emponzoñó más que nada los últimos días de la vida de Iván Ilich.

8

Era por la mañana. Sabía que era por la mañana sólo porque Gerasim se había ido y el lacayo Pyotr había entrado, apagado las bujías, descorrido una de las cortinas y empezado a poner orden en la habitación sin hacer ruido. Nada importaba que fuera mañana o tarde, viernes o domingo, ya que era siempre igual: el dolor acerado, torturante, que no cesaba un momento; la conciencia de una vida que se escapaba inexorablemente, pero que no se extinguía; la proximidad de esa horrible y odiosa muerte, única realidad; y siempre esa mentira. ¿Qué significaban días, semanas, horas, en tales circunstancias?

-¿Tomará té el señor? «Necesita que todo se haga debidamente y quiere que los señores tomen su té por la mañana» -pensó Iván Ilich y sólo dijo:

-No.

-¿No desea el señor pasar al sofá? «Necesita arreglar la habitación y le estoy estorbando. Yo soy la suciedad y el desorden» -pensaba, y sólo dijo:

-No. Déjame.

El criado siguió removiendo cosas. Iván Ilich alargó la mano. Pyotr se acercó servicialmente.

-¿Qué desea el señor?

-Mi reloj.

Pyotr cogió el reloj, que estaba al alcance de la mano, y se lo dio a su amo.

-Las ocho y media. ¿No se han levantado todavía?

-No, señor, salvo Vasili Ivanovich (el hijo) que ya se ha ido a clase. Praskovya Fyodorovna me ha mandado despertarla si el señor preguntaba por ella. ¿Quiere que lo haga?

-No. No hace falta. -«Quizá debiera tomar té», se dijo-. Sí, tráeme té.

Pyotr se dirigió a la puerta, pero a Iván Ilich le aterraba quedarse solo. «¿Cómo retenerle aquí? Sí, con la medicina.»

-Pyotr, dame la medicina. -«Quizá la medicina me ayude todavía». Tomó una cucharada y la sorbió. «No, no me ayuda. Todo esto no es más que una bobada, una superchería -decidió cuando se dio cuenta del conocido, empalagoso e irremediable sabor. No, ahora ya no puedo creer en ello. Pero el dolor, ¿por qué este dolor? ¡Si al menos cesase un momento!»

Y lanzó un gemido. Pyotr se volvió para mirarle.

-No. Anda y tráeme el té.

Salió Pyotr. Al quedarse solo, Iván Ilich empezó a gemir, no tanto por el dolor físico, a pesar de lo atroz que era, como por la congoja mental que sentía. «Siempre lo mismo, siempre estos días y estas noches interminables. iSi viniera más de prisa! ¿Si viniera qué más de prisa? ¿La muerte, la tiniebla? ¡No, no! ¡Cualquier cosa es mejor que la muerte!»

Cuando Pyotr volvió con el té en una bandeja, Iván Ilich le estuvo mirando perplejo un rato, sin comprender quién o qué era. A Pyotr le turbó esa mirada y esa turbación volvió a Iván Ilich en su acuerdo.

-Sí -dijo-, el té… Bien, ponlo ahí. Pero ayúdame a lavarme y ponerme una camisa limpia.

E Iván Ilich empezó a lavarse. Descansando de vez en cuando se lavó las manos, la cara, se limpió los dientes, se peinó y se miró en el espejo. Le horrorizó lo que vio. Le horrorizó sobre todo ver cómo el pelo se le pegaba, lacio, a la frente pálida.

Cuando le cambiaban de camisa se dio cuenta de que sería mayor su horror si veía su cuerpo, por lo que no lo miró. Por fin acabó aquello. Se puso la bata, se arropó en una manta y se sentó en el sillón para tomar el té. Durante un momento se sintió más fresco, pero tan pronto como empezó a sorber el té volvió el mismo mal sabor y el mismo dolor. Concluyó con dificultad de beberse el té, se acostó estirando las piernas y despidió a Pyotr.

Siempre lo mismo. De pronto brilla una chispa de esperanza, luego se encrespa furioso un mar de desesperación, y siempre dolor, siempre dolor, siempre congoja y siempre lo mismo. Cuando se quedaba solo y horriblemente angustiado sentía el deseo de llamar a alguien, pero sabía de antemano que delante de otros sería peor. «Otra dosis de morfina -y perder el conocimiento-. Le diré al médico que piense en otra cosa. Es imposible, imposible, seguir así.»

De ese modo pasaba una hora, luego otra. Pero entonces sonaba la campanilla de la puerta. Quizá sea el médico. En efecto, es el médico, fresco, animoso, rollizo, alegre, y con ese aspecto que parece decir: «¡Vaya, hombre, está usted asustado de algo, pero vamos a remediarlo sobre la marcha!» El médico sabe que ese su aspecto no sirve de nada aquí, pero se ha revestido de él de una vez por todas y no puede desprenderse de él, como hombre que se ha puesto el frac por la mañana para hacer visitas.

El médico se lava las manos vigorosamente y con aire tranquilizante.

-¡Huy, qué frío! La helada es formidable. Deje que entre un poco en calor -dice, como si bastara sólo esperar a que se calentase un poco para arreglarlo todo-. Bueno, ¿cómo va eso?

Iván Ilich tiene la impresión de que lo que el médico quiere decir es «¿cómo va el negocio?», pero que se da cuenta de que no se puede hablar así, y en vez de eso dice: «¿Cómo ha pasado la noche?»

Iván Ilich le mira como preguntando: «¿Pero es que usted no se avergüenza nunca de mentir?» El médico, sin embargo, no quiere comprender la pregunta, e Iván Ilich dice:

-Tan atrozmente como siempre. El dolor no se me quita ni se me calma. Si hubiera algo…

-Sí, ustedes los enfermos son siempre lo mismo. Bien, ya me parece que he entrado en calor. Incluso Praskovya Fyodorovna, que es siempre tan escrupulosa, no tendría nada que objetar a mi temperatura. Bueno, ahora puedo saludarle -y el médico estrecha la mano del enfermo.

Y abandonando la actitud festiva de antes, el médico empieza con semblante serio a reconocer al enfermo, a tomarle el pulso y la temperatura, y luego a palparle y auscultarle.

Iván Ilich sabe plena y firmemente que todo eso es tontería y pura falsedad, pero cuando el médico, arrodillándose, se inclina sobre él, aplicando el oído primero más arriba, luego más abajo, y con gesto significativo hace por encima de él varios movimientos gimnásticos, el enfermo se somete a ello como antes solía someterse a los discursos de los abogados, aun sabiendo perfectamente que todos ellos mentían y por qué mentían.

De rodillas en el sofá, el médico está auscultando cuando se nota en la puerta el frufrú del vestido de seda de Praskovya Fyodorovna y se oye cómo regaña a Pyotr porque éste no le ha anunciado la llegada del médico.

Entra en la habitación, besa al marido y al instante se dispone a mostrar que lleva ya largo rato levantada y sólo por incomprensión no estaba allí cuando llegó el médico.

Iván Ilich la mira, la examina de pies a cabeza, echándole mentalmente en cara lo blanco, limpio y rollizo de sus brazos y su cuello, lo lustroso de sus cabellos y lo brillante de sus ojos llenos de vida. La detesta con toda el alma y el arrebato de odio que siente por ella le hace sufrir cuando ella le toca.

Su actitud respecto a él y su enfermedad sigue siendo la misma. Al igual que el médico, que adoptaba frente a su enfermo cierto modo de proceder del que no podía despojarse, ella también había adoptado su propio modo de proceder, a saber, que su marido no hacía lo que debía, que él mismo tenía la culpa de lo que le pasaba y que ella se lo reprochaba amorosamente. Y tampoco podía desprenderse de esa actitud.

-Ya ve usted que no me escucha y no toma la medicina a su debido tiempo. Y, sobre todo, se acuesta en una postura que de seguro no le conviene. Con las piernas en alto.

Y ella contó cómo él hacía que Gerasim le tuviera las piernas levantadas.

El médico se sonrió con sonrisa mitad afable mitad despectiva:

-¡Qué se le va a hacer! Estos enfermos se figuran a veces niñerías como ésas, pero hay que perdonarles.

Cuando el médico terminó el reconocimiento, miró su reloj, y entonces Praskovya Fyodorovna anunció a Iván Ilich que, por supuesto, se haría lo que él quisiera, pero que ella había mandado hoy por un médico célebre que vendría a reconocerle y a tener consulta con Mihail Danilovich (que era el médico de cabecera).

-Por favor, no digas que no. Lo hago también por mí misma -dijo ella con ironía, dando a entender que ella lo hacía todo por él y sólo decía eso para no darle motivo de negárselo. Él calló y frunció el ceño. Tenía la sensación de que la red de mentiras que le rodeaba era ya tan tupida que era imposible sacar nada en limpio.

Todo cuanto ella hacía por él sólo lo hacía por sí misma, y le decía que hacía por sí misma lo que en realidad hacía por sí misma, como si ello fuese tan increíble que él tendría que entenderlo al revés.

En efecto, el célebre galeno llegó a las once y media. Una vez más empezó la auscultación y, bien ante el enfermo o en otra habitación, comenzaron las conversaciones significativas acerca del riñón y el apéndice y las preguntas y respuestas, con tal aire de suficiencia que, de nuevo, en vez de la pregunta real sobre la vida y la muerte que era la única con la que Iván Ilich ahora se enfrentaba, de lo que hablaban era de que el riñón y el apéndice no funcionaban correctamente y que ahora Mihail Danilovich y el médico famoso los obligarían a comportarse como era debido.

El médico célebre se despidió con cara seria, pero no exenta de esperanza, y a la tímida pregunta que le hizo Iván Ilich levantando hacia él ojos brillantes de pavor y esperanza, contestó que había posibilidad de restablecimiento, aunque no podía asegurarlo. La mirada de esperanza con la que Iván Ilich acompañó al médico en su salida fue tan conmovedora que, al verla, Praskovya Fyodorovna hasta rompió a llorar cuando salió de la habitación con el médico para entregarle sus honorarios.

El destello de esperanza provocado por el comentario estimulante del médico no duró mucho. El mismo aposento, los mismos cuadros, las cortinas, el papel de las paredes, los frascos de medicina… todo ello seguía allí, junto con su cuerpo sufriente y doliente. Iván Ilich empezó a gemir. Le pusieron una inyección y se sumió en el olvido.

Anochecía ya cuando volvió en sí. Le trajeron la comida. Con dificultad tomó un poco de caldo, y otra vez lo mismo, y llegaba la noche.

Después de comer, a las siete, entró en la habitación Praskovya Fyodorovna en vestido de noche, con el seno realzado por el corsé y huellas de polvos en la cara. Ya esa mañana había recordado a su marido que iban al teatro. Había llegado a la ciudad Sarah Bernhardt y la familia tenía un palco que él había insistido en que tomasen. Iván Ilich se había olvidado de eso y la indumentaria de ella le ofendió, pero disimuló su irritación cuando cayó en la cuenta de que él mismo había insistido en que tomasen el palco y asistiesen a la función porque sería un placer educativo y estético para los niños.

Entró Praskovya Fyodorovna, satisfecha de sí misma pero con una punta de culpabilidad. Se sentó y le preguntó cómo estaba, pero él vio que preguntaba sólo por preguntar y no para enterarse, sabiendo que no había nada nuevo de qué enterarse, y entonces empezó a hablar de lo que realmente quería: que por nada del mundo iría al teatro, pero que habían tomado un palco e iban su hija y Hélene, así como también Petrischev (juez de instrucción, novio de la hija), y que de ningún modo podían éstos ir solos; pero que ella preferiría con mucho quedarse con él un rato. Y que él debía seguir las instrucciones del médico mientras ella estaba fuera.

-¡Ah, sí! Y Fyodor Petrovich (el novio) quisiera entrar. ¿Puede hacerlo? ¿Y Liza?

-Que entren.

Entró la hija, también en vestido de noche, con el cuerpo juvenil bastante en evidencia, ese cuerpo que en el caso de él tanto sufrimiento le causaba. y ella bien que lo exhibía. Fuerte, sana, evidentemente enamorada e irritada contra la enfermedad, el sufrimiento y la muerte porque estorbaban su felicidad.

Entró también Fyodor Petrovich vestido de frac, con el pelo rizado a la Capou, un cuello duro que oprimía el largo pescuezo fibroso, enorme pechera blanca y con los fuertes muslos embutidos en unos pantalones negros muy ajustados. Tenía puesto un guante blanco y llevaba la chistera en la mano.

Tras él, y casi sin ser notado, entró el colegial en uniforme nuevo y con guantes, pobre chico. Tenía enormes ojeras, cuyo significado Iván Ilich conocía bien.

Su hijo siempre le había parecido lamentable, y ahora era penoso ver el aspecto timorato y condolido del muchacho. Aparte de Gerasim, Iván Ilich creía que sólo Vasya le comprendía y compadecía.

Todos se sentaron y volvieron a preguntarle cómo se sentía. Hubo un silencio. Liza preguntó a su madre dónde estaban los gemelos y se produjo un altercado entre madre e hija sobre dónde los habían puesto. Aquello fue desagradable.

Fyodor Petrovich preguntó a Iván Ilich si había visto alguna vez a Sarah Bernhardt. Iván Ilich no entendió al principio lo que se le preguntaba, pero luego contestó:

-No. ¿Usted la ha visto ya?

-Sí, en Adrienne Lecouvreur.

Praskovya Fyodorovna agregó que había estado especialmente bien en ese papel. La hija dijo que no. Iniciose una conversación acerca de la elegancia y el realismo del trabajo de la actriz -una conversación que es siempre la misma.

En medio de la conversación Fyodor Petrovich miró a Iván Ilich y quedó callado. Los otros le miraron a su vez y también guardaron silencio. Iván Ilich miraba delante de sí con ojos brillantes, evidentemente indignado con los visitantes. Era preciso rectificar aquello, pero imposible hacerlo. Había que romper ese silencio de algún modo, pero nadie se atrevía a intentarlo. Les aterraba que de pronto se esfumase la mentira convencional y quedase claro lo que ocurría de verdad. Liza fue la primera en decidirse y rompió el silencio, pero al querer disimular lo que todos sentían se fue de la lengua.

-Pues bien, si vamos a ir ya es hora de que lo hagamos -dijo mirando su reloj, regalo de su padre, y con una tenue y significativa sonrisa al joven Fyodor Petrovich, acerca de algo que sólo ambos sabían, se levantó haciendo crujir la tela de su vestido.

Todos se levantaron, se despidieron y se fueron. Cuando hubieron salido le pareció a Iván Ilich que se sentía mejor: ya no había mentira porque se había ido con ellos, pero se quedaba el dolor: el mismo dolor y el mismo terror de siempre, ni más ni menos penoso que antes. Todo era peor.

Una vez más los minutos se sucedían uno tras otro, las horas una tras otra. Todo seguía lo mismo, todo sin cesar, y lo más terrible de todo era el fin inevitable.

-Sí, dile a Gerasim que venga -respondió a la pregunta de Pyotr.

9

Su mujer volvió cuando iba muy avanzada la noche. Entró de puntillas, pero él la oyó, abrió los ojos y al momento los cerró. Ella quería que Gerasim se fuera para quedarse allí sola con su marido, pero éste abrió los ojos y dijo:

-No. Vete.

-¿Te duele mucho?

-No importa.

-Toma opio.

Él consintió y tomó un poco. Ella se fue. Hasta eso de las tres de la mañana su estado fue de torturante estupor. Le parecía que a él y a su dolor los metían a la fuerza en un saco estrecho, negro y profundo, pero por mucho que empujaban no podían hacerlos llegar hasta el fondo, y esta circunstancia, terrible ya en sí, iba acompañada de padecimiento físico. Él estaba espantado, quería meterse más dentro en el saco y se esforzaba por hacerlo, al par que ayudaba a que lo metieran. Y he aquí que de pronto desgarró el saco, cayó y volvió en sí. Gerasim estaba sentado a los pies de la cama, dormitando tranquila y pacientemente, con las piernas flacas de su amo, enfundadas en calcetines, apoyadas en los hombros. Allí estaba la misma bujía con su pantalla y allí estaba también el mismo incesante dolor.

-Vete, Gerasim -murmuró.

-No se preocupe, señor. Estaré un ratito más.

-No. Vete.

Retiró las piernas de los hombros de Gerasim, se volvió de lado sobre un brazo y sintió lástima de sí mismo. Sólo esperó a que Gerasim pasase a la habitación contigua y entonces, sin poder ya contenerse, rompió a llorar como un niño. Lloraba a causa de su impotencia, de su terrible soledad, de la crueldad de la gente, de la crueldad de Dios, de la ausencia de Dios.

«¿Por qué has hecho Tú esto? ¿Por qué me has traído aquí? ¿Por qué, dime, por qué me atormentas tan atrozmente?»

Aunque no esperaba respuesta lloraba porque no la había ni podía haberla. El dolor volvió a agudizarse, pero él no se movió ni llamó a nadie. Se dijo: «¡Hala, sigue! ¡Dame otro golpe! ¿Pero con qué fin? ¿Yo qué te he hecho? ¿De qué sirve esto?»

Luego se calmó y no sólo cesó de llorar, sino que retuvo el aliento y todo él se puso a escuchar; pero era como si escuchara, no el sonido de una voz real, sino la voz de su alma, el curso de sus pensamientos que fluía dentro de sí.

-¿Qué es lo que quieres? -fue el primer concepto claro que oyó, el primero capaz de traducirse en palabras-. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué es lo que quieres? -se repitió a sí mismo-. ¿Qué quiero? Quiero no sufrir. Vivir -se contestó.

Y volvió a escuchar con atención tan reconcentrada que ni siquiera el dolor le distrajo.

-¿Vivir? ¿Cómo vivir? -preguntó la voz del alma.

-Sí, vivir como vivía antes: bien y agradablemente.

-¿Como vivías antes? ¿Bien y agradablemente? -preguntó la voz. y él empezó a repasar en su magín los mejores momentos de su vida agradable. Pero, cosa rara, ninguno de esos mejores momentos de su vida agradable le parecían ahora lo que le habían parecido entonces; ninguno de ellos, salvo los primeros recuerdos de su infancia. Allí, en su infancia, había habido algo realmente agradable, algo con lo que sería posible vivir si pudiese volver. Pero el niño que había conocido ese agrado ya no existía; era como un recuerdo de otra persona.

Tan pronto como empezó la época que había resultado en el Iván Ilich actual, todo lo que entonces había parecido alborozo se derretía ahora ante sus ojos y se trocaba en algo trivial y a menudo mezquino.

Y cuanto más se alejaba de la infancia y más se acercaba al presente, más triviales y dudosos eran esos alborozos. Aquello empezó con la Facultad de Derecho, donde aún había algo verdaderamente bueno: había alegría, amistad, esperanza. Pero en las clases avanzadas ya eran raros esos buenos momentos. Más tarde, cuando en el primer período de su carrera estaba al servicio del gobernador, también hubo momentos agradables: eran los recuerdos del amor por una mujer. Luego todo eso se tornó confuso y hubo menos de lo bueno, menos más adelante, y cuanto más adelante menos todavía.

Su casamiento… un suceso imprevisto y un desengaño, el mal olor de boca de su mujer, la sensualidad y la hipocresía. Y ese cargo mortífero y esas preocupaciones por el dinero… y así un año, y otro, y diez, y veinte, y siempre lo mismo. Y cuanto más duraba aquello, más mortífero era. «Era como si bajase una cuesta a paso regular mientras pensaba que la subía. Y así fue, en realidad. Iba subiendo en la opinión de los demás, mientras que la vida se me escapaba bajo los pies… Y ahora todo ha terminado, ¡Y a morir!»

«Y eso qué quiere decir? ¿A qué viene todo ello? No puede ser. No puede ser que la vida sea tan absurda y mezquina. Porque si efectivamente es tan absurda y mezquina, ¿por qué habré de morir, y morir con tanto sufrimiento? Hay algo que no está bien.»

«Quizá haya vivido como no debía -se le ocurrió de pronto-. ¿Pero cómo es posible, cuando lo hacía todo como era menester?» se contestó a sí mismo, y al momento apartó de sí, como algo totalmente imposible, esta única explicación de todos los enigmas de la vida y la muerte.

«Entonces ¿qué quieres ahora? ¿Vivir? ¿Vivir cómo? ¿Vivir como vivías en los tribunales cuando el ujier del juzgado anunciaba: «¡Llega el juez!»  Llega el juez, llega el juez? -se repetía a sí mismo-. Aquí está ya. ¡Pero si no soy culpable! -exclamó enojado-. ¿Por qué?» Y dejó de llorar, pero volviéndose de cara a la pared siguió haciéndose la misma y única pregunta: ¿Por qué, a qué viene todo este horror?

Pero por mucho que preguntaba no daba con la respuesta. Y cuando surgió en su mente, como a menudo acontecía, la noción de que todo eso le pasaba por no haber vivido como debiera, recordaba la rectitud de su vida y rechazaba esa peregrina idea.

10

Pasaron otros quince días. Iván Ilich ya no se levantaba del sofá. No quería acostarse en la cama, sino en el sofá, con la cara vuelta casi siempre hacia la pared, sufriendo los mismos dolores incesantes y rumiando siempre, en su soledad, la misma cuestión irresoluble: «¿Qué es esto? ¿De veras que es la muerte?» Y la voz interior le respondía: «Sí, es verdad.» «¿Por qué estos padecimientos?» Y la voz respondía: «Pues porque sí.» Y más allá de esto, y salvo esto, no había otra cosa.

Desde el comienzo mismo de la enfermedad, desde que Iván Ilich fue al médico por primera vez, su vida se había dividido en dos estados de ánimo contrarios y alternos: uno era la desesperación y la expectativa de la muerte espantosa e incomprensible; el otro era la esperanza y la observación agudamente interesada del funcionamiento de su cuerpo. Una de dos: ante sus ojos había sólo un riñón o un intestino que de momento se negaban a cumplir con su deber, o bien se presentaba la muerte horrenda e incomprensible de la que era imposible escapar.

Estos dos estados de ánimo habían alternado desde el comienzo mismo de la enfermedad; pero a medida que ésta avanzaba se hacía más dudosa y fantástica la noción de que el riñón era la causa, y más real la de una muerte inminente.

Le bastaba recordar lo que había sido tres meses antes y lo que era ahora; le bastaba recordar la regularidad con que había estado bajando la cuesta para que se desvaneciera cualquier esperanza.

Últimamente, durante la soledad en que se hallaba, con la cara vuelta hacia el respaldo del sofá, esa soledad en medio de una ciudad populosa y de sus numerosos conocidos y familiares -soledad que no hubiera podido ser más completa en ninguna parte, ni en el fondo del mar ni en la tierra-, durante esa terrible soledad Iván Ilich había vivido sólo en sus recuerdos del pasado. Uno tras otro, aparecían en su mente cuadros de su pasado. Comenzaban siempre con lo más cercano en el tiempo y luego se remontaban a lo más lejano, a su infancia, y allí se detenían. Si se acordaba de las ciruelas pasas que le habían ofrecido ese día, su memoria le devolvía la imagen de la ciruela francesa de su niñez, cruda y acorchada, de su sabor peculiar y de la copiosa saliva cuando chupaba el hueso; y junto con el recuerdo de ese sabor surgían en serie otros recuerdos de ese tiempo: la niñera, el hermano, los juguetes. «No debo pensar en eso… Es demasiado penoso» -se decía Iván Ilich; y de nuevo se desplazaba al presente: al botón en el respaldo del sofá y a las arrugas en el cuero de éste. «Este cuero es caro y se echa a perder pronto. Hubo una disputa acerca de él. Pero hubo otro cuero y otra disputa cuando rompimos la cartera de mi padre y nos castigaron, y mamá nos trajo unos pasteles.» Y una vez más sus recuerdos se afincaban en la infancia, y una vez más aquello era penoso e Iván Ilich procuraba alejarlo de sí y pensar en otra cosa.

Y de nuevo, junto con ese rosario de recuerdos, brotaba otra serie en su mente que se refería a cómo su enfermedad había progresado y empeorado. También en ello cuanto más lejos miraba hacia atrás, más vida había habido. Más vida y más de lo mejor que la vida ofrece, y una y otra cosa se fundían. «Al par que mis dolores iban empeorando, también iba empeorando mi vida» -pensaba. Sólo un punto brillante había allí atrás, al comienzo de su vida, pero luego todo fue ennegreciéndose y acelerándose cada vez más. «En razón inversa al cuadrado de la distancia de la muerte» -se decía. Y el ejemplo de una piedra que caía con velocidad creciente apareció en su conciencia. La vida, serie de crecientes sufrimientos, vuela cada vez más velozmente hacia su fin, que es el sufrimiento más horrible. «Estoy volando…» Se estremeció, cambió de postura, quiso resistir, pero sabía que la resistencia era imposible; y otra vez, con ojos cansados de mirar, pero incapaces de no mirar lo que estaba delante de él, miró fijamente el respaldo del sofá y esperó -esperó esa caída espantosa, el choque y la destrucción. «La resistencia es imposible -se dijo-. ¡Pero si pudiera comprender por qué! Pero eso, también, es imposible. Se podría explicar si pudiera decir que no he vivido como debía. Pero es imposible decirlo» -se declaró a sí mismo, recordando la licitud, corrección y decoro de toda su vida-. «Eso es absolutamente imposible de admitir -pensó, con una sonrisa irónica en los labios como si alguien pudiera verla y engañarse-. ¡No hay explicación! Sufrimiento, muerte… ¿Por qué?»

11

Así pasaron otros quince días, durante los cuales sucedió algo que Iván Ilich y su mujer venían deseando: Petrischev hizo una petición de mano en debida forma. Ello ocurrió ya entrada una noche. Al día siguiente Praskovya Fyodorovna fue a ver a su marido, pensando en cuál sería el mejor modo de hacérselo saber, pero esa misma noche había habido otro cambio, un empeoramiento en el estado de éste. Praskovya Fyodorovna le halló en el sofá, pero en postura diferente. Yacía de espaldas, gimiendo y mirando fijamente delante de sí.

Praskovya Fyodorovna empezó a hablarle de las medicinas, pero él volvió los ojos hacia ella y esa mirada -dirigida exclusivamente a ella- expresaba un rencor tan profundo que Praskovya Fyodorovna no acabó de decirle lo que a decirle había venido.

-¡Por los clavos de Cristo, déjame morir en paz! -dijo él.

Ella se dispuso a salir, pero en ese momento entró la hija y se acercó a dar los buenos días. Él miró a la hija igual que había mirado a la madre, y a las preguntas de aquélla por su salud contestó secamente que pronto quedarían libres de él. Las dos mujeres callaron, estuvieron sentadas un ratito y se fueron.

-¿Tenemos nosotras la culpa? -preguntó Liza a su madre-. ¡Es como si nos la echara! Lo siento por papá, ¿pero por qué nos atormenta así?

Llegó el médico a la hora de costumbre. Iván Ilich contestaba «sí» y «no» sin apartar de él los ojos cargados de inquina, y al final dijo:

-Bien sabe usted que no puede hacer nada por mí; conque déjeme en paz.

-Podemos calmarle el dolor -respondió el médico.

-Ni siquiera eso. Déjeme.

El médico salió a la sala y explicó a Praskovya Fyodorovna que la cosa iba mal y que el único recurso era el opio para disminuir los dolores, que debían de ser terribles.

Era cierto lo que decía el médico, que los dolores de Iván Ilich debían de ser atroces; pero más atroces que los físicos eran los dolores morales, que eran su mayor tormento.

Esos dolores morales resultaban de que esa noche, contemplando el rostro soñoliento y bonachón de Gerasim, de pómulos salientes, se le ocurrió de pronto: «¿Y si toda mi vida, mi vida consciente, ha sido de hecho lo que no debía ser?»

Se le ocurrió ahora que lo que antes le parecía de todo punto imposible, a saber, que no había vivido su vida como la debía haber vivido, podía en fin de cuentas ser verdad. Se le ocurrió que sus tentativas casi imperceptibles de bregar contra lo que la gente de alta posición social consideraba bueno -tentativas casi imperceptibles que había rechazado inmediatamente- hubieran podido ser genuinas y las otras falsas, y que su carrera oficial, junto con su estilo de vida, su familia, sus intereses sociales y oficiales… todo eso podía haber sido fraudulento. Trataba de defender todo ello ante su conciencia. Y de pronto se dio cuenta de la debilidad de lo que defendía. No había nada que defender.

«Pero si es así -se dijo-, si salgo de la vida con la conciencia de haber destruido todo lo que me fue dado, y es imposible rectificarlo, ¿entonces qué?» Se volvió de espaldas y empezó de nuevo a pasar revista a toda su vida. Por la mañana, cuando había visto primero a su criado, luego a su mujer, más tarde a su hija y por último al médico, cada una de las palabras de ellos, cada uno de sus movimientos le confirmaron la horrible verdad que se le había revelado durante la noche. En esas palabras y esos movimientos se vio a sí mismo, vio todo aquello para lo que había vivido, y vio claramente que no debía haber sido así, que todo ello había sido una enorme y horrible superchería que le había ocultado la vida y la muerte. La conciencia de ello multiplicó por diez sus dolores físicos. Gemía y se agitaba, y tiraba de su ropa, que parecía sofocacle y oprimirle. Y por eso los odiaba a todos.

Le dieron una dosis grande de opio y perdió el conocimiento, pero a la hora de la comida los dolores comenzaron de nuevo. Expulsó a todos de allí y se volvía continuamente de un lado para otro…

Su mujer se acercó a él y le dijo:

-Jean, cariño, hazlo por mí (¿por mí?). No puede perjudicarte y con frecuencia sirve de ayuda. ¡Si no es nada! Hasta la gente que está bien de salud lo hace a menudo…

Él abrió los ojos de par en par.

-¿Qué? ¿Comulgar? ¿Para qué? ¡No es necesario! Pero por otra parte…

Ella rompió a llorar.

-Sí, hazlo, querido. Mandaré por nuestro sacerdote. Es un hombre tan bueno…

-Muy bien. Estupendo -contestó él.

Cuando llegó el sacerdote y le confesó, Iván Ilich se calmó y le pareció sentir que se le aligeraban las dudas y con ello sus dolores, y durante un momento tuvo una punta de esperanza. Volvió a pensar en el apéndice y en la posibilidad de corregirlo, y comulgó con lágrimas en los ojos.

Cuando volvieron a acostarle después de la comunión tuvo un instante de alivio y de nuevo brotó la esperanza de vivir. Empezó a pensar en la operación que le habían propuesto. «Vivir, quiero vivir» -se dijo. Su mujer vino a felicitarle por la comunión con las palabras habituales y agregó:

-¿Verdad que estás mejor?

Él, sin mirarla, dijo «sí».

El vestido de ella, su talle, la expresión de su cara, el timbre de su voz… todo ello le revelaba lo mismo: «Esto no está como debiera. Todo lo que has vivido y sigues viviendo es mentira, engaño, ocultando de ti la vida y la muerte.» Y tan pronto como pensó de ese modo se dispararon de nuevo su rencor y sus dolores físicos, y con ellos la conciencia del fin próximo e ineludible, y a ello vino a agregarse algo nuevo: un dolor punzante, agudísimo, y una sensación de ahogo.

La expresión de su rostro cuando pronunció ese «sí» era horrible. Después de pronunciarlo, miró a su mujer fijamente, se volvió boca abajo con energía inusitada en su débil condición, y gritó:

-¡Vete de aquí, vete! jDéjame en paz!

12

A partir de ese momento empezó un aullido que no se interrumpió durante tres días, un aullido tan atroz que no era posible oírlo sin espanto a través de dos puertas. En el momento en que contestó a su mujer Iván Ilich comprendió que estaba perdido, que no había retorno posible, que había llegado el fin, el fin de todo, y que sus dudas estaban sin resolver, seguían siendo dudas.

-¡Oh, oh, oh! -gritaba en varios tonos. Había empezado por gritar «¡No quiero!» y había continuado gritando con la letra O.

Esos tres días, durante los cuales el tiempo no existía para él, estuvo resistiendo en ese saco negro hacia el interior del cual le empujaba una fuerza invisible e irresistible. Resistía como resiste un condenado a muerte en manos del verdugo, sabiendo que no puede salvarse; y con cada minuto que pasaba sentía que, a despecho de todos sus esfuerzos, se acercaba cada vez más a lo que tanto le aterraba. Tenía la sensación de que su tormento se debía a que le empujaban hacia ese agujero negro y, aún más, a que no podía entrar sin esfuerzo en él. La causa de no poder entrar de ese modo era el convencimiento de que su vida había sido buena. Esa justificación de su vida le retenía, no le dejaba pasar adelante, y era el mayor tormento de todos.

De pronto sintió que algo le golpeaba en el pecho y el costado, haciéndole aún más difícil respirar; fue cayendo por el agujero y allá, en el fondo, había una luz. Lo que le ocurría era lo que suele ocurrir en un vagón de ferrocarril cuando piensa uno que va hacia atrás y en realidad va hacia delante, y de pronto se da cuenta de la verdadera dirección.

«Sí, no fue todo como debía ser -se dijo-, pero no importa. Puede serlo. ¿Pero cómo debía ser?» -se preguntó y de improviso se calmó.

Esto sucedía al final del tercer día, un par de horas antes de su muerte. En ese momento su hijo, el colegial, había entrado calladamente y se había acercado a su padre. El moribundo seguía gritando desesperadamente y agitando los brazos. Su mano cayó sobre la cabeza del muchacho. Éste la cogió, la apretó contra su pecho y rompió a llorar.

En ese mismo momento Iván Ilich se hundió, vio la luz y se le reveló que, aunque su vida no había sido como debiera haber sido, se podría corregir aún. Se preguntó: «¿Cómo debe ser?» y calló, oído atento. Entonces notó que alguien le besaba la mano. Abrió los ojos y miró a su hijo. Tuvo lástima de él. Su mujer se le acercó. Le miraba con los ojos abiertos, con huellas de lágrimas en la nariz y las mejillas y un gesto de desesperación en el rostro. Tuvo lástima de ella también.

«Sí, los estoy atormentando a todos -pensó-. Les tengo lástima, pero será mejor para ellos cuando me muera.» Quería decirles eso, pero no tenía fuerza bastante para articular las palabras. «¿Pero, en fin de cuentas, para qué hablar? Lo que debo es hacer» -pensó. Con una mirada a su mujer apuntó a su hijo y dijo:

-Llévatelo… me da lástima… de ti también… -Quiso decir asimismo «perdóname», pero dijo «perdido», y sin fuerzas ya para corregirlo hizo un gesto de desdén con la mano, sabiendo que Aquél cuya comprensión era necesaria lo comprendería.

Y de pronto vio claro que lo que le había estado sujetando y no le soltaba le dejaba escapar sin más por ambos lados, por diez lados, por todos los lados. Les tenía lástima a todos, era menester hacer algo para no hacerles daño: liberarlos y liberarse de esos sufrimientos. «¡Qué hermoso y qué sencillo! -pensó-. ¿Y el dolor? -se preguntó-. ¿A dónde se ha ido? A ver, dolor, ¿dónde estás?»

Y prestó atención.

«Sí, aquí está. Bueno, ¿y qué? Que siga ahí. Y la muerte… ¿dónde está?»

Buscaba su anterior y habitual temor a la muerte y no lo encontraba. «¿Dónde está? ¿Qué muerte?» No había temor alguno porque tampoco había muerte.

En lugar de la muerte había luz.

-¡Conque es eso! -dijo de pronto en voz alta-. ¡Qué alegría!

Para él todo esto ocurrió en un solo instante, y el significado de ese instante no se alteró. Para los presentes la agonía continuó durante dos horas más. Algo borbollaba en su pecho, su cuerpo extenuado se crispó bruscamente, luego el borbolleo y el estertor se hicieron menos frecuentes.

-¡Es el fin! -dijo alguien a su lado.

Él oyó estas palabras y las repitió en su alma. «Éste es el fin de la muerte» -se dijo-. «La muerte ya no existe.» Tomó un sorbo de aire, se detuvo en medio de un suspiro, dio un estirón y murió.

Jodynka – León Tolstoi

No comprendo esa terquedad. ¿Por qué te obstinas en madrugar y mezclarte con la gente del pueblo, cuando puedes ir mañana con la tía Viera, directamente a la tribuna? Desde allí lo verás todo. Ya te he dicho que Behr me ha prometido que entrarás. Además, tienes derecho, por ser dama de honor.

Así habló el príncipe Pavel Golitsin, conocido en el mundo aristocrático con el sobrenombre de Pigeon, a su hija Alejandra, de veintitrés años (a la que llamaban Rina), la noche del 17 de mayo de 1896, en Moscú, víspera de una fiesta popular, organizada con motivo de la coronación. Rina, robusta y hermosa muchacha, con el perfil característico de los Golitsin -nariz corva de ave de presa-, había dejado de apasionarse por los bailes y otros placeres mundanos desde hacía bastante tiempo; y era, o al menos se consideraba, una mujer intelectual y amiga del pueblo. Siendo hija única y muy querida de su padre, hacía lo que se le antojaba. Aquel día había tenido la idea de asistir a la fiesta popular con su primo; no con la Corte, sino con el pueblo. Iría con el portero y un cochero de los Golitsin, que tenían intención de salir por la mañana, muy temprano.

-Pero, papá, lo que quiero no es ver al pueblo, sino estar con él. Quisiera saber cuáles son sus sentimientos por el joven zar. Es posible que, por una vez…

-Bueno, haz lo que quieras. De sobra conozco tu testarudez.

-No te enfades, querido papá. Te prometo que voy a ser muy juiciosa. Además, Alek no se apartará de mí ni un momento.

Por extraño e insensato que le pareciera ese proyecto, el príncipe no pudo menos que acceder.

-¡Claro que sí! -replicó a la pregunta de si podía llevarse el coche-. Pero cuando llegues a la Jodynka, me lo mandas.

-Muy bien, conforme.

La muchacha se acercó a su padre, que la bendijo siguiendo su costumbre; le besó la mano, blanca y grande, y se fue.

* * *

Aquella noche, en el piso que María Yakovlevna alquilaba a los obreros de una fábrica de cigarrillos, se hablaba también de la fiesta del día siguiente. Emilian Yagodnyi se ponía de acuerdo con unos compañeros, que habían ido a verlo a su habitación, respecto de la hora en que saldrían.

-Casi no merece la pena acostarse. No vaya a ser que no nos despertemos a tiempo -dijo Yasha, un muchacho muy alegre, que ocupaba el cuarto contiguo.

-¿Por qué no echar un sueñecito? -replicó Emilian-. Saldremos en cuanto amanezca. En eso hemos quedado con los compañeros.

-Bueno, pues ¡a dormir se ha dicho! Pero tú, Emilian, no dejes de llamarnos.

Yagodnyi prometió que así lo haría; y, después de sacar del cajón de la mesa una bobina de seda, acercó la lámpara y se puso a coser un botón de su abrigo de verano. Una vez que hubo acabado, preparó sus mejores ropas sobre el banco, se limpió las botas, rezó el Padrenuestro y el Avemaría, oraciones cuyo significado no entendía y nunca le había interesado; y, después de descalzarse y quitarse los pantalones, se acostó en la chirriante cama, de colchón apelmazado.

«A veces la gente tiene suerte -se dijo-. A lo mejor me toca un billete de lotería -corrían rumores de que, además de otros regalos, repartirían billetes de lotería-. No espero diez mil rublos, como es natural; me conformaría con quinientos. ¡Podría hacer tantas cosas! Mandaría dinero a los viejos y quitaría de trabajar a mi mujer. Porque eso de estar siempre separados no es vivir… Compraría un buen reloj. Me encargaría una pelliza para mí y otra para ella. Y no que, así, no hago más que trabajar y no veo el modo de salir de apuros.»

Empezó a imaginarse que paseaba con su mujer en el parque de Alejandro; que el mismo guardia que lo llevara a la comisaría el verano pasado porque, estando borracho, había armado jaleo, era un general que, en aquel momento, lo invitaba, risueño, a una taberna, a escuchar un organillo. El instrumento sonaba igual que un reloj.

De pronto, Emilian se despierta. El reloj está dando la hora y la dueña de la casa, María Yakovlevna, tose al otro lado de la puerta. Afuera, la oscuridad no es tan grande como la víspera.

«No se nos vaya a hacer tarde.»

Emilian se levanta; se dirige, descalzo, a la habitación contigua. Después de despertar a Yasha, se viste, se unta los cabellos con pomada y se los peina, cuidadosamente, ante un espejo roto.

«La verdad es que no estoy mal; por eso me quieren las mozas; pero no quiero hacer tonterías…»

Luego va a las habitaciones de la dueña de la casa, tal y como han convenido la víspera, para coger una bolsita con provisiones; un trozo de empanada, dos huevos, jamón y una botella de vodka. Apenas apunta la aurora cuando Emilian y Yasha cruzan el patio y se encaminan hacia el parque de Pedro. No son los únicos; otras personas van delante, por todas partes aparecen hombres, mujeres y niños, endomingados y muy alegres y todos toman la misma dirección.

Finalmente, llegan al campo de la Jodynka, que se halla invadido de gente. Se elevan columnas de humo por doquier. La mañana es muy fría y las gentes buscan ramas y troncos para encender hogueras. Emilian se encuentra con sus compañeros; encienden también una hoguera y, sentándose en torno a ella, sacan las provisiones y la bebida. Sale el sol claro y brillante. Todos están alegres; cantan, charlan, bromean y ríen, esperando divertirse aún más. Emilian ha bebido, en compañía de sus amigos; enciende un cigarrillo y le invade un gran bienestar.

La gente del pueblo luce sus mejores galas; pero entre los obreros endomingados se destacan, aquí y allá, algunos comerciantes ricos, con sus mujeres e hijos. También se distingue Rina Golitsina, que, entusiasmada por haberse salido con la suya y festejar con el pueblo la coronación del zar, al que todo el mundo adora, pasea entre las hogueras, del brazo de su primo Alek.

-Te felicito, bella señorita -exclama un joven obrero, acercándole una copa a los labios-. No me lo desprecies.

-Gracias.

-A su salud -apunta Alek, orgulloso de conocer las costumbres populares.

Acostumbrados a ocupar siempre el mejor lugar, atraviesan el campo -es tal la muchedumbre que, pese a la resplandeciente mañana, se eleva una espesa niebla, producida por el aliento de la gente- y van directamente hacia la tribuna. Pero los policías no les permiten subir.

-¡Mejor! Volvamos allí -exclama Rina.

Y los jóvenes vuelven hacia la multitud.

* * *

-¡Mentira! -gritó Emilian, que estaba sentado con sus compañeros, en torno a las provisiones, colocadas sobre un papel, cuando un obrero fue a decirles que estaban repartiendo los regalos.

-Te lo aseguro. No hacen caso del reglamento. Lo he visto con mis propios ojos. Algunos traen un hatillo y un vaso.

-Ya se sabe. Hacen lo que quieren. ¿Qué les importa? Reparten las cosas a quien les viene en gana.

-Pero, ¿cómo pueden ir contra el reglamento?

-Ya ves que lo están haciendo.

-Bueno, muchachos, entonces vayámonos también.

Todos se levantaron. Emilian recogió la botella con el resto de vodka, y se puso en marcha, con sus camaradas. Pero apenas habían recorrido veinte pasos, cuando las apreturas fueron tales, que se les hizo difícil seguir adelante.

-¿Dónde te metes?

-¿Y tú?

-¿Te imaginas que estás solo?

-¡Bueno, bueno; está bien!

-¡Padrecitos! ¡Me están ahogando! -vociferaba una mujer.

Se oían gritos infantiles, desde otro lado.

-¡Al diablo!

-Pero, ¿qué te has creído? ¿Que sólo tú tienes derecho a la vida?

-¡Se lo van a llevar todo! Pero llegaré, sea como sea. ¡Diablos! ¡Malditos!

Era Emilian quien había pronunciado esas palabras. Alzó sus robustos hombros y, separando los codos todo lo que pudo, fue abriéndose paso, sin saber a ciencia cierta por qué lo hacía; en realidad, era porque todos se precipitaban adelante y le parecía que era preciso hacer lo mismo. Los que estaban detrás de él y a ambos lados lo empujaban; pero los de delante no se movían. Todos gritaban y lanzaban gemidos y exclamaciones.

Con sus fuertes dientes apretados y el ceño fruncido, Emilian empujaba a los de delante, sin desanimarse; y avanzaba algo, si bien muy despacio.

De pronto, la muchedumbre se agitó, echándose hacia la derecha. Emilian miró en aquella dirección y vio que algo pasaba, volando, por encima de su cabeza, y caía allí. Esto se repitió hasta tres veces. Emilian no logró comprender de qué se trataba; pero una voz gritó:

-¡Malditos! ¡Condenados! Están tirando las cosas.

Desde el lugar adonde caían las bolsitas con los regalos se elevaron gritos, risas, llantos y gemidos. Alguien empujó violentamente a Emilian por un costado, lo hizo aumentar su enojo y su mal humor. Pero, antes que le diera tiempo de recobrarse del dolor, le pisaron un pie. Su abrigo, su abrigo nuevo, se enganchó en algo, desgarrándose. Un sentimiento de ira invadió su corazón, y Emilian empujó a los de delante, con todas sus fuerzas.

Pero súbitamente sucedió algo que no se pudo explicar. Hacía un momento sólo veía ante sí las espaldas de la gente, cuando, de pronto, todo quedó descubierto para él. Divisó las casetas en las que repartían los regalos. Esto lo alegró mucho; mas su alegría duró un segundo. En breve comprendió que las casetas habían quedado al descubierto porque los que iban delante habían llegado al borde de un foso y habían caído dentro; él caería sobre otros, y los de detrás se le vendrían encima. En aquel momento sintió miedo, por primera vez. Y, en efecto, cayó. Una mujer, envuelta en un chal de lana, se le vino encima. Emilian pudo desprenderse de ella y quiso volverse; pero los de detrás lo aplastaban y le faltaron fuerzas. Consiguió incorporarse. Sus pies pisaban algo blando; eran seres humanos. Alguien lo agarró por las piernas lanzando gritos. Emilian no veía ni oía nada; continuaba abriéndose paso, por encima de la gente.

-¡Hermanos, les doy mi reloj, es de oro! ¡Hermanos, sálvenme! -gritaba un hombre, junto a él.

«No estamos para relojes», pensó Emilian, que ya llegaba al otro lado del foso.

En su alma reinaban dos sentimientos, ambos atormentadores: el miedo por su persona, por su propia vida; y la ira contra aquellos dos hombres salvajes que lo ahogaban. No obstante, el objetivo que tuviera desde el principio, llegar a las casetas para recibir una bolsita con los regalos y el billete de lotería, seguía atrayéndolo.

Ya se veían las casetas; se veían los hombres que repartían los regalos; se distinguían los gritos de los que habían llegado hasta allí, así como el crujir de las tablas sobre las que se reunía la multitud.

Emilian seguía luchando. Ya no le quedaban sino unos veinte pasos, cuando, de pronto, oyó bajo sus pies o, mejor dicho, entre ellos, el llanto y los gritos de un niño. Al bajar la vista, vio a un chiquillo, con la camisita rota, que yacía boca arriba. Se agarraba a los pies de Emilian, balbuciendo algo. Instantáneamente, algo vibró en el corazón de éste. Cesó el miedo que había sentido por su persona. Cesó también la ira hacia sus semejantes. Tuvo lástima del niño. Se agachó y le pasó la mano por debajo de la cintura; pero los de atrás se le echaron encima, con tal fuerza, que estuvo a punto de caer y soltó al chiquillo. Sin embargo, haciendo de nuevo un gran esfuerzo, cogió a la criatura y se la echó al hombro. Los de atrás dejaron de empujar por un momento; y Emilian pudo seguir hacia adelante, con el niño a cuestas.

-Tráelo -gritó un cochero, que avanzaba junto a Emilian; y, apoderándose del pequeño, lo alzó por encima de la multitud-. Anda, corre, corre por encima de los demás.

Emilian volvió la cabeza y pudo distinguir al niño que se alejaba, tan pronto hundiéndose, tan pronto reapareciendo entre los hombros y las cabezas de la multitud.

Emilian siguió avanzando. Era imposible dejar de hacerlo, pero ya no le preocupaban los regalos, ni tampoco llegar a las casetas. Pensaba en el niño. Se preguntaba dónde se habría metido su compañero Yasha; y recordaba a la gente ahogada que había visto en el foso. Una vez que hubo llegado a las casetas, recibió una bolsita y un vaso; sin embargo, esas cosas no lo alegraron. Al principio, había experimentado contento al ver que se había librado de las apreturas. Ya podía respirar y moverse tranquilamente. Pero ese sentimiento no tardó en desaparecer, a causa del espectáculo que se presentó ante sus ojos: una mujer envuelta en un mantón de rayas, con el vestido desgarrado, los cabellos rubios despeinados, yacía boca arriba y sus pies, calzados con botas abotonadas, estaban tiesos. Una de sus manos descansaba sobre la hierba y la otra, con los dedos plegados, en el pecho. Su rostro estaba lívido, como el de los cadáveres. Esa mujer era la primera que había muerto ahogada entre la multitud y la habían arrojado al otro lado del recinto, justamente ante la tribuna del zar.

Dos guardias, que permanecían junto al cadáver, recibían órdenes de un policía. Después llegaron unos cosacos, y, por orden del jefe, echaron a Emilian y a otros que estaban allí. Emilian se encontró de nuevo entre la multitud, entre las apreturas, unas apreturas más angustiosas que las de antes. De nuevo, gritos, gemidos femeninos e infantiles; de nuevo unos pisaban a otros, sin poder remediarlo. Pero esta vez Emilian no sentía temor por su persona ni ira por los que lo ahogaban. Lo único que deseaba era librarse de aquello para analizar el sentimiento de su alma. Le invadió un terrible deseo de beber y de fumar. Y, finalmente, pudo conseguirlo; salió a un espacio libre, donde fumó y bebió.

* * *

Fue bien distinto lo que les sucedió a Alek y a Rina. Sin aspirar a ningún regalo avanzaban entre los corrillos de gente, charlando con las mujeres y con los niños, cuando, de pronto, la multitud se abalanzó hacia las casetas, porque había corrido el rumor de que habían empezado a repartir los regalos.

Antes que a Rina le diera tiempo de volver la cabeza, se encontró separada de Alek y arrastrada por la multitud. La invadió el horror. Al principio, procuró estar tranquila; pero luego no pudo por menos de gritar, pidiendo socorro. Pero nadie se apiadó de ella. Cada vez la apretaban más, le rasgaron el vestido y le arrebataron el sombrero. No lo hubiera podido asegurar; pero creyó que le habían arrancado el reloj con la cadena. Era una muchacha fuerte y hubiera podido resistir; pero el horror le impidió hacerlo. Con el vestido roto y toda magullada, aún se mantenía en pie; pero en el momento en que los cosacos se arrojaron sobre la multitud para dispersarla, se debilitó y cayó al suelo sin sentido.

* * *

Cuando volvió en sí, se hallaba echada de espaldas sobre la hierba. Un hombre, cuyo aspecto era el de un obrero, con barba y con el abrigo roto, permanecía en cuclillas ante ella, echándole agua sobre la cara. Al ver que abría los ojos, se persignó, escupiendo el agua que tenía en la boca. Era Emilian.

-¿Dónde estoy? ¿Quién es usted?

-En la Jodynka. ¿Me pregunta quién soy? Un hombre como los demás. También a mí me han magullado. Pero los hombres como yo pueden soportarlo todo.

-¿Y esto, qué es? -preguntó Riña, señalando las monedas de cobre que tenía sobre el vientre.

-Es que han debido de creerse que había usted muerto y le han echado monedas para el entierro. Yo me he fijado bien y he visto que estaba viva; por eso empecé a echarle agua…

Rina se dio cuenta de que su ropa estaba hecha trizas y que parte de su pecho quedaba descubierto. Se sintió avergonzada, Emilian lo comprendió y se apresuró a taparla.

-No se preocupe, señorita; no será nada.

Acudió gente. Vino un guardia, Rina se incorporó y dijo quién era y dónde vivía. Emilian fue a buscar un coche.

Al volver, se encontró con un grupo de gente bastante considerable, Rina se puso en pie. Todos se precipitaron a ayudarla; pero subió en el coche por sí sola. Estaba muy avergonzada por el estado en que se encontraba.

-¿Dónde está su primo? -le preguntó una mujer, acercándose.

-No lo sé, no lo sé -le replicó Rina, con acento desesperado.

Al llegar a casa, Rina se enteró que Alek se había podido librar de la multitud y que había vuelto sano y salvo.

-Este hombre me ha salvado -dijo-. Si no hubiese sido por él, no sé lo que me habría sucedido. ¿Cómo se llama usted? -preguntó, dirigiéndose a Emilian.

-¡Qué importa!

-Es una princesa -murmuró una mujer-. Una princesa muy rica.

-Venga a ver a mi padre. Le recompensará.

Repentinamente Emilian tuvo la impresión de que una fuerza misteriosa invadía su alma; y se sintió incapaz de cambiarla ni siquiera por un billete de lotería de doscientos rublos.

-¡Estaría bueno! Nada de eso, señorita. Váyase tranquila. No tiene por qué recompensarme.

-No, no; no puedo irme así.

-Vaya con Dios, señorita; pero no se lleve mi abrigo.

Y Emilian sonrió, dejando al descubierto una hilera de dientes blancos. El recuerdo de esa alegre sonrisa sirvió de consuelo a Rina en los momentos más difíciles de su vida.

Emilian, por su parte, experimentaba un sentimiento de regocijo, que parecía transportarlo a otro mundo, cada vez que recordaba el campo de Jodynka, a Rina y la conversación que sostuvo con ella.

Ilia – León Tolstoi

Vivía en la región de Ufim un bachir llamado Ilia. Hacía apenas un año que lo había casado su padre, cuando éste murió, dejándole poca cosa.

Ilia tenía en aquel entonces siete yeguas, dos vacas y veinte carneros.

Pero era un muchacho trabajador y ahorrativo; en poco tiempo se acrecentó su patrimonio. Todo el día trabajaba, y su mujer lo ayudaba. Se levantaba más temprano, se acostaba más tarde que los demás, y se iba enriqueciendo poco a poco.

E Ilia vivió así, trabajando durante treinta y cinco años, y reunió una gran fortuna.

Tenía doscientos caballos, ciento cincuenta cabezas de ganado mayor y mil doscientos corderos. Los criados conducían los rebaños a los pastos; las criadas ordeñaban a las yeguas y a las vacas, y hacían kumiss, manteca y queso.

Todo era abundante en casa de Ilia, y sus paisanos lo envidiaban.

-¡Qué dichoso es este Ilia! -decían-. Está repleto de bienes. Bien puede decirse de él que ha hallado el paraíso en la vida.

La gente sencilla solicitaba su amistad, y de lejos acudían para verlo. Él recibía bien a todos y les daba comida y bebida. A cuantos lo visitaban, Ilia hacía hervir kumiss, té, yerba y carnero. Si llegaba un forastero, mataba un carnero o dos; y si eran varios, hasta mataba una yegua.

Ilia tenia dos hijos y una hija. A los tres los casó. Cuando era pobre, sus hijos lo ayudaban en sus trabajos, y hasta guardaban las piaras de caballos. Cuando se vieron ricos, los varones empezaron a divertirse y uno se dio a beber.

Al mayor lo mataron en una riña; el otro, habiéndose casado con una mujer orgullosa, dejó de escuchar a su padre; Ilia se vio precisado a separarse de él.

Le dio una casa con ganados, lo que mermó la riqueza de Ilia. Al poco tiempo, se desarrolló una enfermedad entre los carneros, que le mató un gran número. Luego atravesaron un año de gran escasez; los prados no produjeron pastos y se murió el ganado en gran cantidad durante el invierno.

Después, las plagas se apoderaron de una buena parte de su tierra, y cada día disminuía la hacienda de Ilia. Su miseria aumentaba, mientras que sus fuerzas desaparecían.

Sucedió que, a los setenta años, se vio precisado a vender sus chubas, sus tapices, sus sillas de montar, sus kibitkas, y vendió también hasta su última cabeza de ganado. De modo que, sin advertirlo, no le quedó nada.

Y tuvo que irse con su mujer, en la vejez, a servir a los demás.

Sólo tenía en el mundo los vestidos que llevaba puestos, un bastón, un par de zapatos, un gorro, y su mujer, Scham-Schemaghi, tan anciana como él. Su hijo se había ido a países lejanos; su hija había muerto: a nadie tenían para ayudarlos.

Su vecino, Mukhamed-Schah, de regular posición, hacía la vida uniforme de un buen hombre. Recordó la bondad de Ilia, se compadeció de él y le dijo:

-Ven a vivir a mi casa con tu mujer. En verano, harás jornales para mí; en invierno, te cuidarás de dar la comida al ganado y Scham-Schemaghi ordeñará las yeguas y hará kumiss. Yo los alimentaré y vestiré a los dos. No dejaré que les falte nada.

Ilia dio las gracias a su vecino y se fue con su mujer a servir a Mukhamed-Schah.

Al principio, su nueva vida les pareció dura. Luego se acostumbraron y trabajaron según sus fuerzas.

El amo se felicitaba de haber tomado a aquellos criados, pues los dos ancianos, habiendo sido amos también, desempeñaban admirablemente los trabajos de la casa, y no estaban nunca sin hacer o en la medida que sus fuerzas se lo permitían. Pero a Mukhamed-Schah le daba mucha compasión verlos a ellos, antes tan ricos, y ahora sin nada suyo.

Llegó un día en que unos parientes vinieron desde muy lejos a visitar a Mukhamed-Schah. Entre ellos había un noble. Mandó que tomaran un carnero y que lo mataran. Ilia mató uno, lo hizo asar, y lo mandó a los huéspedes de su amo.

Estos comieron, pues, carnero, luego tomaron té y kummis y hablaron entre sí.

Pasó en aquel momento Ilia por delante de la puerta, ya que había concluido su trabajo, Mukhamed-Schah lo vio, y dijo a uno de sus comensales:

-¿Has visto al anciano que acaba de pasar?

-Lo he visto. ¿Qué tiene de notable ese hombre?

-Verás. Era el más rico del país. Se llama Ilia: quizá has oído nombrarle alguna vez…

-¡Ya lo creo! -dijo el otro-. No lo había visto nunca, pero su fama es grande.

-Pues ahora no tiene nada absolutamente. Vive en mi casa de criado y su mujer ordeña mis yeguas.

El otro, sorprendido, meneó la cabeza en señal de duda.

-Sí puedes creerme: la dicha da vueltas como una rueda que eleva a unos y baja a los otros.

-¿Y está triste ese anciano?

-¿Quién puede decirlo? Vive apaciblemente y trabaja bien.

-¿Será posible hablarle? -dijo el huésped entonces-; ¿preguntarle sobre su vida?

-¿Por qué no? -dijo el dueño.

Y gritó entonces fuera de la kibitka:

-¡Babai! (es decir, «abuelo», en lengua baschkir). Ven a beber kumiss con nosotros, y tráete a Scham-Schemaghi.

Entró Ilia con su mujer. Saludaron al dueño y a los huéspedes. Luego Ilia dijo la oración y se agachó cerca de la puerta, mientras que su mujer pasó por detrás de la cortina, y fue a sentarse con su amo.

Dieron una taza de kumiss a Ilia, se inclinó, bebió un sorbo y dejó la taza.

-Dime, abuelo -profirió el huésped-, debe afligirte el mirarnos, pensando en tu vida pasada, y comparando tu dicha de antes con la vida triste que tienes actualmente.

Ilia se sonrió y contestó:

-Si te hablase yo mismo de mi felicidad o de mi desgracia, acaso no me creerías. Pregúntale mejor a mi babá; tiene el corazón en la lengua; te dirá la verdad.

Y el otro gritó hacia la cortina:

-Ea, babuchka, dime lo que piensas acerca de tu pasada dicha y de tu actual desgracia.

Y Scham-Shemaghi contestó desde su sitio:

-Verás lo que pienso: Hemos vivido cincuenta años con mi marido buscando la felicidad, sin poder hallarla. Sólo ahora, desde dos años que no tenemos nada y vivimos a expensas de otro, sólo ahora hemos hallado la verdadera dicha. No pedimos otra cosa.

Se quedaron el dueño y los huéspedes muy sorprendidos. El primero se levantó y alzó la cortina para ver a la babuchka. Y la vio en pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, y se sonreía al mirar a su esposo, y el esposo se sonreía también.

Y la anciana prosiguió:

-He dicho la verdad, hablo en serio. Durante medio siglo habíamos buscado la dicha; siendo ricos no la encontramos. Y ahora que no nos queda nada nuestro, y que vivimos en casa ajena, hemos hallado la felicidad, y no deseamos otra cosa más.

-¿En qué consiste la dicha de que gozan ahora?

-Sencillamente, en que cuando éramos ricos no teníamos ni él ni yo un momento de descanso. No podíamos ni hablar un rato solos, ni pensar en la salvación de nuestra alma, ni rogar a Dios. ¡Cuántas preocupaciones! A lo mejor nos llegaba un huésped, y pensábamos:

-«Qué le serviremos? ¿Qué le regalaremos para que tenga buena opinión de nosotros?

«Luego, cuando el huésped se marchaba, era preciso vigilar a los criados, siempre dispuestos a no trabajar y a comer bien, y cuidábamos de que nuestra hacienda no se malgastara, y esto es un pecado. Otras veces temíamos que algún lobo se llevara un pollino o una ternera, o que nos robaran. Y una vez acostados, no podíamos dormir: ¡con tal de que los carneros no aplasten a los corderitos! Nos levantábamos, íbamos a verlo por la noche. En cuanto estábamos tranquilos por este lado, nuevas preocupaciones nos asaltaban. ¿Cómo haremos las provisiones para el ganado durante el invierno? No estábamos siempre de acuerdo mi marido y yo: él quería hacer esto y yo lo otro, y de ahí el pecado. Así, pues, una angustia seguía a la otra y un pecado a otro: y no era feliz nuestra existencia».

-¿Y ahora?

-Ahora nos levantamos con mi marido siempre unidos y en buen acuerdo. Ni una discusión, ni un disgusto. Sólo tenemos una preocupación: servir bien al amo. Trabajamos como podemos: trabajamos con gusto, para que las cosas sean de provecho para el amo y no lo perjudiquen. Llegamos: el kumiss está dispuesto, la comida servida. Si hace frío, tenemos kisiaks y chuba. Y podemos hablar cuanto queremos, pensar en la salvación de nuestra alma, y rogar a Dios. Buscamos la felicidad durante cincuenta años: y hasta ahora no la hemos encontrado.

Los invitados se echaron a reír. E Ilia les dijo:

-No se rían, hermanos míos: no es broma lo que ha dicho mi babá, así es toda la vida del hombre. ¡Cuán necios éramos, cuando al principio llorábamos por nuestras riquezas! Mas ahora, Dios nos ha hecho ver la verdad; y no es por gusto nuestro, sino para el provecho de ustedes, que se la revelamos ahora.

Y el noble dijo:

-Eso es hablar con juicio. Ilia os ha dicho la verdad cierta: así la dice el Corán.

Y los invitados, dejando de reír, se quedaron pensativos.

El sueño – León Tolstoi

I

-No la considero hija mía, compréndelo. Pero, de todos modos, no soy capaz de dejarla a cargo de personas extrañas. Arreglaré las cosas de manera que pueda vivir como se le antoje; mas no quiero saber nada de ella. Nunca hubiera imaginado una cosa así… ¡Es terrible!… ¡terrible…!

Se encogió de hombros, sacudió la cabeza y alzó los ojos. Era el príncipe Mijail Ivánovich Sh., un hombre sesentón, quien hablaba así con su hermano menor, el príncipe Piotr Ivánovich, de cincuenta años, mariscal de la nobleza de esa provincia.

La conversación tenía lugar en la ciudad provinciana, a la que había ido el hermano mayor, desde San Petersburgo, al enterarse de que su hija, que huyera un año atrás, se había instalado allí con su criatura.

El príncipe Mijail Ivánovich era un anciano apuesto, lozano, de cabellos grises y hermoso rostro, de expresión altiva. Su familia constaba de su esposa, una mujer vulgar que, a menudo, reñía con él por cualquier nimiedad; de su hijo, un muchacho despilfarrador y juerguista, aunque «decente», según decía el viejo; y de dos hijas, la mayor, que se había casado bien y vivía en San Petersburgo, y la pequeña, Liza, su favorita, que había huido de casa hacía casi un año, apareciendo por aquellos días, con su criatura, en aquella lejana ciudad provinciana. Piotr Ivánovich hubiera querido preguntar a su hermano en qué condiciones se había marchado Liza y quién era el padre del niño; pero no se atrevió. Aquella misma mañana, cuando su mujer demostró compasión a su cuñado, Piotr Ivánovich había podido ver el sufrimiento en el rostro de Mijail Ivánovich, los esfuerzos que hacía por ocultarlo, bajo una expresión de altivez; y que, para cambiar de conversación, le había preguntado cuánto pagaba por el piso. Durante el almuerzo, rodeado de familiares e invitados, se había mostrado burlón e ingenioso, como de costumbre. Solía tratar altivamente a todo el mundo, exceptuando a los niños, a quienes mostraba gran afecto. Sin embargo, era tan natural, que todos parecían concederle el derecho a mostrarse altivo.

Por la noche, su hermano organizó una partida de cartas. Cuando Mijail Ivánovich se hubo retirado a la habitación que le habían preparado y se quitaba la dentadura postiza, alguien dio dos golpecitos en la puerta.

-¿Quién es?

-C’est moi, Michel.

El príncipe reconoció la voz de su cuñada. Hizo una mueca, volvió a ponerse la dentadura; y, mientras se preguntaba qué diablos podía necesitar, exclamó:

-Entrez.

Su cuñada era una mujer dulce y tranquila, que obedecía en todo a su marido. No obstante, algunos la consideraban estrambótica, y otros, incluso tonta. Aunque se trataba de una mujer bastante bien parecida, siempre iba despeinada y mal vestida; y, a veces, con gran asombro de Piotr Ivánovich y de los conocidos, exponía unas ideas muy extrañas, nada aristocráticas, que no cuadraban en absoluto a la esposa de un mariscal de la nobleza.

-Vous pouvez me renvoyer, mais je ne m’en irai pas, je vous le dis d’avancé1 -empezó diciendo, con la falta de lógica que le era propia.

-Dieu préserve -replicó Mijail Ivánovich; y le acercó un sillón, con su habitual cortesía, un tanto exagerada-. Ça ne vous dérange pas?2 -añadió, sacando un cigarrillo.

-Escuche, Michel; no he de decirle nada desagradable. Sólo quería hablarle respecto de Liza.

Mijail Ivánovich suspiró; probablemente eso le resultaba doloroso; pero no tardó en recobrarse y, sonriendo con expresión cansada, dijo:

-Mi conversación con usted sólo puede ser sobre un tema, precisamente sobre el que quiere hablarme.

Al pronunciar estas palabras, el príncipe evitó mirar a su cuñada, así como nombrar el tema de la conversación. Pero ella, la mujer regordeta y bien parecida, no se turbó; y continuó mirando a Mijail Ivánovich, con sus ojos azules, bondadosos y suplicantes.

-Michel, bon ami, apiádese de ella. Liza también es una persona -añadió, con un profundo suspiro, lo mismo que el de Mijail Ivánovich.

-Nunca lo he dudado -replicó éste, con una sonrisa desagradable.

-Es su hija.

-Lo era. Pero, querida Aline, ¿a qué viene esta conversación?

-Michel: tiene usted que verla. Quería decirle que el culpable de todo…

El príncipe Mijail Ivánovich se arrebató; y su rostro se tornó terrible:

-¡No hablemos más, por Dios! Ya he sufrido bastante. Ahora ya no me queda más que el deseo de crearle una situación tal que no sea una carga para nadie, que no tenga ninguna clase de relaciones conmigo y que viva su propia vida. Nosotros seguiremos nuestra existencia familiar, ignorándola por completo. Quiero que sea así.

-Michel: siempre habla usted de su propio «yo». Ella también tiene su yo…

-Nadie lo duda; pero, querida Aline, le ruego que dejemos este tema. Me resulta demasiado doloroso.

Alexandra Dimitrievna guardó silencio y movió la cabeza.

-¿Masha opina lo mismo?

Se refería a la mujer de Mijail Ivánovich.

-Exactamente igual.

Alexandra Dimitrievna chascó la lengua.

-Brisons là dessus. Et bonne nuit3 -dijo, pero no se fue.

Guardó silencio durante un rato.

-Piotr me dijo que se propone usted dar dinero a la mujer que la hospeda. ¿Sabe las señas?

-Sí.

-Entonces no lo haga por medio de nosotros; vaya usted mismo. Y fíjese bien en cómo vive. Si no quiere verla, probablemente no la verá. Él no se encuentra allí; no hay nadie en la casa.

El príncipe se estremeció de pies a cabeza.

-¿Por qué me atormenta? Su actitud no es hospitalaria.

Alexandra Dimitrievna se puso en pie; y pronunció, enternecida y con la voz dominada por las lágrimas:

-¡Es tan buena y tan digna de lástima!

El príncipe se había levantado y esperaba así a que su cuñada terminase de hablar. Ella le tendió la mano.

-Michel, eso no está bien -murmuró, abandonando la estancia.

Después de esto, Mijail Ivánovich paseó largo rato por la alfombrada habitación, que habían convertido en dormitorio para él; y, haciendo muecas y estremeciéndose, exclamaba: «¡Ay, ay!».

Pero al oír su propia voz se asustaba y volvía a guardar silencio.

Lo atormentaba su orgullo ofendido. ¡La hija de Mijail Ivánovich, que había sido educada en casa de su madre, la célebre Avdosia Borisovna, la cual recibía en su casa a la emperatriz; la hija de Mijail Ivánovich, que había pasado su vida como un caballero, sin tacha ni reproche… ¡El hecho de que tuviera un hijo natural, de una francesa, al que había instalado en el extranjero, no menguaba en absoluto la elevada opinión que tenía en sí mismo! Y he aquí que, de pronto, su hija, por la cual no sólo había hecho lo que debe hacer cualquier padre -la había educado perfectamente, dándole posibilidad de elegir un partido entre la mejor sociedad rusa- sino a la que adoraba y de la que se enorgullecía, lo había mancillado; y ahora no podía mirar a nadie a la cara sin sentirse avergonzado.

El príncipe recordó la época en que no sólo la trataba como a su hija, como a un miembro de la familia, sino que le profesaba un amor muy tierno y se sentía orgulloso de ella. La recordó, tal como era a los ocho o nueve años: una chiquilla inteligente, graciosa y vivaracha, de ojos negros y brillantes y de cabellos rubios, que le caían por la espalda huesuda. Solía subírsele a las rodillas; y, echándole los brazos al cuello, le hacía cosquillas, riendo a carcajadas y sin hacer caso de sus protestas. Después, lo besaba en la boca, en los ojos y en las mejillas. El príncipe era enemigo de toda expansión; pero esto lo enternecía y, a veces, se entregaba a ella. Y, en aquel momento, evocó los ratos agradables que pasara acariciando a su hija.

Y este ser, que antaño le fuera tan querido, había podido convertirse en lo que era ahora. Un ser en el que no podía pensar sin sentir repulsión.

Evocó la época en que Liza se hizo mujer y en el sentimiento especial de temor y ofensa que experimentara al notar que los hombres la miraban. Recordó los celos que sintiera hacia ella, cuando venía a verlo, vestida con traje de noche, en actitud coqueta, porque sabía que estaba bella, así como cuando la veía en los bailes. Siempre le daba miedo de que le dirigieran miradas impuras; en cambio, ella no comprendía esto, y hasta parecía alegrarse. «Es una idea equivocada creer en la pureza de la mujer -pensó-. Al contrarío, no saben lo que es la vergüenza, no la tienen».

Recordó también que, sin que él comprendiera el motivo, su hija había rechazado a magníficos pretendientes y que, al frecuentar la sociedad, se apasionaba cada vez más por su propio éxito. Pero eso no podía durar mucho. Transcurrieron tres años. Todos la conocían. Era bella, pero no estaba ya en su primera juventud y se convirtió en un accesorio habitual de los bailes. Mijail Ivánovich presentía que se iba a quedar soltera; y no deseaba más que una cosa: casarla cuanto antes. Si no podía ser tan brillantemente como antes, al menos que hiciera una boda decente. Pero la actitud de su hija era altanera y provocativa. Al recordarla ahora, experimentó un sentimiento de ira hacia ella. ¡Había rechazado a tantos hombres decentes, para caer luego en este horror! «¡Ay, ay!», gimió de nuevo; y, deteniéndose encendió un cigarrillo. Empezó a pensar en la manera de entregarle el dinero y cómo iba a arreglárselas para prohibirle que fuera a verlo. Pero recordó, de nuevo, que hacía relativamente poco -Liza tenía ya más de veinte años- había coqueteado con un chiquillo de catorce, un paje, al que habían invitado a su casa de campo. Había enloquecido al muchacho, el cual lloraba a lágrima viva. Replicó a su padre en actitud fría e incluso grosera, cuando éste, para poner fin a esos estúpidos amoríos, mandó al muchacho que se fuese. Desde entonces, las relaciones con su hija, frías de por sí, se enfriaron aún más. Era como si la muchacha se considerase ofendida por algo.

«¡Tenía yo más razón que un santo! Tiene una naturaleza malvada e impúdica», pensó.

Finalmente, recordó el horrible momento en que se recibió su carta de Moscú. Escribía que no podía volver en las condiciones en que estaba; que era una mujer perdida y desgraciada; y rogaba que la perdonase y la olvidase. Evocó asimismo las desgarradoras conversaciones que tuviera con su mujer, así como las suposiciones, las suposiciones cínicas que finalmente se hicieron realidad: la desgracia había sucedido en Finlandia, donde habían mandado a Liza, por una temporada, a casa de una tía suya. El culpable, un estudiante sueco, casado, era un hombre insignificante, vacío, miserable.

Ahora recordaba todo esto, dando paseos por la habitación; pensaba en el amor que había profesado a su hija; se horrorizaba por su caída, incomprensible para él; y la aborrecía por el dolor que le había causado. Al pensar en las palabras de su cuñada, trató de imaginarse el modo de perdonar a Liza; pero en cuanto surgía su propio ‘Yo», su corazón se invadía de sentimiento de repulsión, ofensa y orgullo. Volvió a emitir un gemido; y trató de pensar en otra cosa.

«No; esto es imposible. Le daré el dinero a Piotr, para que él se lo entregue mensualmente. Ya no tengo hija.»

Y de nuevo lo embargó la extraña y confusa sensación que lo atormentaba sin cesar: una especie de enternecimiento al recordar el cariño que había profesado a su hija; y una ira atormentadora, por el dolor que ésta le había causado.

II

En el último año, Liza había sufrido incomparablemente más de lo que sufriera en los veinticinco precedentes. Durante ese año se le reveló repentinamente lo vacía que había sido su vida anterior; y vio, de un modo claro, la bajeza de la existencia que llevara entre la alta sociedad petersburguesa, así como en su casa, donde, lo mismo que los demás, disfrutaba de una vida animal, aunque tan sólo superficialmente, sin llegar a caer en sus profundidades.

Durante los primeros tres años las cosas marcharon bien; pero, luego, los bailes, las veladas, los conciertos, las cenas, los peinados y los trajes de noche, que realzaban la belleza del cuerpo; los pretendientes -unos jóvenes y otros de edad, pero todos iguales, que parecían saberlo todo y tener derecho de aprovecharse y de reírse de cuanto tuvieran delante-; los meses de verano en el campo, los mismos paisajes, que sólo proporcionaban placeres superficiales, la música y la lectura que planteaba los problemas de la vida, pero no los resolvía… Cuando todo esto duraba ya siete u ocho años, sin prometer cambio alguno, e iba perdiendo cada vez más el encanto, Liza se sumió en la desesperación y deseó la muerte. Sus amigas procuraron atraerla hacia las actividades benéficas. Y, entonces, vio la miseria auténtica, que repelía, y la miseria fingida, aún más digna de lástima y más repulsiva, así como la terrible frialdad de las damas del patronato, que llegaban en sus coches, avaluados en miles de rublos, vestidas con lujosos atuendos; y se sintió aún más desesperada. Deseaba hallar algo auténtico: vivir, y no jugar a la vida. El mejor de sus recuerdos era el amor que sintiera por un cadete, al que llamaban Koko. Había sido un sentimiento bueno y honesto; pero ya no podía haber nada semejante. Cada vez estaba más triste; y cuando fue a Finlandia a casa de su tía, se encontraba en ese estado de ánimo. El nuevo ambiente, la naturaleza y la gente, tan distinta; todo le resultó interesante y atractivo.

No hubiera podido decir el día en que comenzó aquello. En casa de su tía había un invitado, de nacionalidad sueca. Solía hablar de su trabajo, de su pueblo y de una novela que estaba escribiendo: Liza ignoraba cuándo y cómo habían empezado aquellas miradas y aquellas sonrisas, cuyo sentido no hubiera podido expresar por medio de palabras, pero que, según ella, sobrepasaban todo lenguaje. Les revelaban a ambos, no sólo sus almas, sino también unos misterios magnos e importantísimos, comunes a toda la humanidad. Gracias a esas sonrisas, cada palabra pronunciada por el sueco adquiría un significado grandioso. Y también la música, siempre que la oían juntos cantaban a dúo. Lo mismo ocurría con los libros, leídos en voz alta. A veces discutían, defendiendo cada uno su opinión; pero bastaba que se encontrasen sus ojos y que se sonrieran, para que la discusión cayese por tierra, mientras el sueco y Liza se elevaban a unas regiones que sólo les estaban reservadas a ellos. Liza no sabía cuándo había sucedido esto. Ignoraba cómo y cuándo había surgido el diablo entre esas miradas y esas sonrisas, envolviéndolos a ambos al mismo tiempo; pero cuando tuvo miedo, los hilos invisibles que los unían estaban entrelazados ya, con tal fuerza, que se sintió impotente para liberarse; y puso sus esperanzas en él, en su caballerosidad. Esperaba que el sueco no se valiera de su fuerza, aunque eso era lo que deseaba vagamente.

Su impotencia para luchar se acentuó, debido a no tener a qué aferrarse. Su vida mundana, tan superficial y falsa, se le había vuelto odiosa. No quería a su madre; y se imaginaba que su padre la había apartado de sí. Deseaba ardientemente vivir la vida y no jugar a vivir; y se representaba la realización de sus deseos en el amor, en un amor completo de mujer a hombre. Su naturaleza, saludable y apasionada, la arrastraba a lo mismo. Liza creía que la verdadera vida estaba en él, en ese hombre de alta y apuesta figura, de cabellos rubios y tiesos mostachos, bajo los que resplandecía una sonrisa atractiva y poderosa. En él veía la promesa de lo mejor que existe en el mundo. Así, pues, esa sonrisa y esas miradas, esas esperanzas y esas promesas de algo magnífico e irrealizable, la condujeron a lo que debían conducirla, inevitablemente. Y, de pronto, todo lo que parecía encantador, espiritual y alegre, todo lo que estaba lleno de esperanza, se tornó repulsivo, brutal, triste y desesperante.

Liza le miraba a los ojos, trataba de sonreír, de disimular, de hacer ver que no temía nada, que así debía ser; pero, en el fondo de su alma, le constaba que todo se había echado a perder, que el sueco no encerraba lo que había buscado, ese algo que poseían ella y Koko. Le dijo que escribiera a sus padres, pidiéndola en matrimonio. Él se lo prometió. Pero, en la próxima entrevista, le comunicó que no podía hacerlo en seguida. Liza leyó en sus ojos una expresión tímida, equívoca, que le hizo sospechar aún más. Al día siguiente, recibió una carta; el sueco le confesaba que era casado: su mujer lo había abandonado hacía mucho. Se acusaba de ser culpable; y le pedía que lo perdonase.

Liza lo llamó, para decirle que lo amaba y que, aunque fuera casado, se consideraba ligada a él para siempre, y que no lo abandonaría.

Cuando se volvieron a ver, el sueco dijo a Liza que carecía de bienes; que sus padres eran pobres y sólo le podía ofrecer una vida penosa. Liza respondió que no necesitaba nada; estaba dispuesta a seguirle a donde quisiera.

El sueco la disuadió, aconsejándole que esperase. Pero los continuos disimulos, las entrevistas fortuitas y la correspondencia secreta la hacían sufrir. Insistió en partir de allí.

Cuando, finalmente, se marchó a San Petersburgo, el sueco le escribió unas cuantas veces, prometiéndole que iría a reunirse con ella: pero después dejó de escribir, y desapareció. La muchacha trató de vivir lo mismo que antes; mas le fue imposible. Empezó a sentirse mal. Y, aunque la pusieron a tratamiento, su estado empeoraba constantemente. El día en que se convenció de que no podría ocultar lo que iba a sobrevenir, decidió suicidarse. Y quería hacerlo de modo que la muerte pareciera natural. Se procuró veneno; y lo hubiera tomado, a no ser porque, en el momento en que se disponía a hacerlo, irrumpió en la habitación su sobrino, el hijo de su hermana, un niño de cinco años. Venía a enseñarle un juguete que le acababa de regalar su abuela. Liza atendió al niño; y, repentinamente, estalló en sollozos. Pensó que hubiera podido ser madre si el sueco no estuviera casado. Y la idea de la maternidad la obligó a reconcentrarse y a pensar en su vida auténtica y no en lo que pensarían y dirían de ella los demás. Le parecía fácil suicidarse, teniendo en cuenta la opinión de la gente; pero, por ella misma, le resultaba imponible. Tiró el veneno y abandonó la idea del suicidio. Desde entonces, empezó a vivir su vida interior, que, aunque atormentadora, era una vida auténtica. Y ya no pudo ni quiso apartarse de ella. Empezó a rezar -no lo hacía desde mucho tiempo atrás-; pero eso no la alivió. No sufría por sí misma, sino por el dolor de su padre, al que comprendía y compadecía; sin embargo, no veía el medio de evitarlo. Su vida transcurría así, por espacio de varios meses, cuando, de repente, sobrevino un acontecimiento que pasó inadvertido para los demás, transformando por completo su existencia. Un día, mientras hacía una manta de punto, sintió una extraña sensación dentro de sí, como si alguien se moviera en sus entrañas.

-¡No puede ser! ¡No puede ser! -exclamó, quedando petrificada, con el ganchillo y la labor entre las manos.

Al cabo de un rato, sintió de nuevo aquel asombroso movimiento dentro de sí. ¿Era posible que fuera una criatura? ¿Un niño o una niña? Y olvidándolo todo, olvidando la vileza y la mentira del sueco, la irascibilidad de su madre y el dolor de su padre, sonrió; pero no con la sonrisa abominable con que solía corresponder a las de su amante, sino con una sonrisa pura, radiante y alegre.

Y se horrorizó de haber podido matarlo a «él» al suicidarse. Se concentró, preguntándose dónde iría para ser madre, una madre desgraciada y digna de lástima; pero madre, al fin. Después de hacer una serie de proyectos y de arreglarlo todo, se instaló en una lejana ciudad de provincia, donde esperaba estar alejada de los suyos. Pero, para desgracia suya, nombraron gobernador de dicha ciudad a un hermano de su padre, cosa que nunca se hubiera podido figurar.

Hacía ya cuatro meses que vivía en casa de una comadrona, llamada María Ivanovna, cuando se enteró de que su tío se hallaba en la misma ciudad; y se dispuso a marcharse.

III

Mijail Ivánovich se despertó temprano. Sin esperar nada, se dirigió al despacho de su hermano, para entregarle una cantidad de dinero, que le rogó diera mensualmente a su hija. Luego, entre otras cosas, se informó de cuándo salía el tren hacia San Petersburgo.

La salida era a las siete de la noche, de manera que le daba tiempo para comer antes de marcharse. Después de tomar café en compañía de su cuñada -la cual no hizo alusión a lo que le era tan doloroso, limitándose a mirarlo, de cuando en cuando, con expresión tímida- siguiendo una costumbre saludable, fue a dar su paseo habitual.

Alexandra Dimitrievna lo acompañó hasta el vestíbulo.

-Michel, vaya al parque municipal; se está muy bien allí; además, se encuentra cerca de cualquier sitio -dijo, acompañando de una mirada lastimera el semblante irritado de Mijail Ivánovich.

Éste siguió su consejo. Fue al parque municipal. Pensaba en la tontería, la terquedad y la dureza de corazón de las mujeres. «No me compadece», se dijo, recordando a su cuñada. «No puede comprender mis sufrimientos. ¿Y Liza? Sabe perfectamente lo que esto supone para mí, lo mucho que sufro. ¡Ese terrible golpe, al final de mi vida! Probablemente se acortará por su culpa. Claro que es preferible que llegue la muerte a soportar tales sufrimientos. Y todo eso pour les Meaux yeux d’un chenapan»4. ¡Ay! -exclamó, sintiéndose invadido por un sentimiento de odio y de ira ante la idea de lo que se hablaría en la ciudad, cuando todos se enterasen. Quiso ir a ver a Liza y decírselo todo; era necesario que supiera el alcance que tenía su proceder. «Se encuentra cerca de cualquier sitio», se dijo, mientras sacaba su libro de notas y leía lo siguiente: «Señora Abramova, Viera Ivanovna Seliverstova, calle Kujonaya». Liza vivía con un apellido supuesto. El príncipe se dirigió hacia la salida del parque, y alquiló un coche.

-¿Por quién pregunta, señor? -inquirió María Abramova, la comadrona, cuando Mijail Ivánovich hubo llegado al rellano de la estrecha, empinada y maloliente escalera.

-¿Vive aquí la señora Seliverstova?

-¿Viera Ivanovna? Sí, pase. Acaba de salir; ha bajado a la tienda, pero vendrá en seguida.

Mijail Ivánovich entró en un saloncito, en pos de la gruesa comadrona. Le pareció que le daban una puñalada cuando oyó los desagradables gritos de un recién nacido, que provenían de la habitación contigua.

María se retiró, tras de excusarse. Mijail Ivánovich la oyó mecer al niño. Cuando lo hubo tranquilizado, regresó al salón.

-Es el niño de Viera Ivanovna. Volverá en seguida. ¿Quién es usted?

-Un conocido. Es mejor que vuelva luego -replicó el príncipe, disponiéndose a marchar, hasta tal punto lo atormentaba la idea de encontrarse con su hija. Le parecía imposible llegar a un acuerdo.

Pero, de pronto, resonaron unos pasos rápidos y leves en la escalera; y el príncipe reconoció la voz de Liza, que decía:

-¡María! ¿Ha llorado el pequeño…? He…

De pronto, Liza vio a su padre. Dejó caer al suelo el hatillo que llevaba en las manos.

-¡Papá! -exclamó; y se detuvo en el quicio de la puerta palideciendo y estremeciéndose, de pies a cabeza.

El príncipe permanecía inmóvil, mirándola. Liza había adelgazado, tenía los ojos más grandes, la nariz más afilada y las manos muy enjutas. Su padre no sabía qué decir ni qué hacer. En aquel momento olvidó lo que pensara acerca de su oprobio; sólo sentía lástima de ella. La compadecía, porque había adelgazado, porque iba mal vestida y, sobre todo, porque su rostro lastimoso tenía una expresión suplicante, mientras clavaba los ojos en él.

-Papá, perdóname -pronunció, acercándose al príncipe.

-Perdóname tú a mí…, tú a mí… -replicó éste; y, sollozando como un niño, le cubrió de besos el rostro y las manos.

La compasión por su hija reveló al príncipe su propio yo. Y, al darse cuenta de cómo había sido en la realidad, comprendió hasta qué punto era culpable ante ella, por su orgullo, su frialdad e, incluso, sus malos sentimientos. Le alegró el hecho de no tener que perdonar, sino, por el contrario, pedir que lo perdonasen.

Liza lo condujo a su habitación; le contó la vida que hacía; pero no le enseñó a su hijo, ni mencionó para nada el pasado, sabiendo que eso le era doloroso. El príncipe le dijo que debía instalarse de otro modo.

-Es verdad; si pudiera ir a la aldea…

-Ya pensaremos en esto.

Repentinamente se oyó el llanto del niño, al otro lado de la puerta. Liza abrió desmesuradamente los ojos y, sin quitarlos del rostro de su padre, se quedó perpleja e indecisa.

-Tienes que darle el alimento -dijo Mijail Ivánovich, frunciendo las cejas, a causa del evidente esfuerzo que hacía por dominarse.

La muchacha se puso en pie. De pronto, le acudió la idea descabellada de enseñar al ser que más quería en el mundo a aquel a quien quisiera tanto antaño. Pero, antes de decirlo, miró al rostro de su padre. ¿Se enfadaría?

La expresión del príncipe no era de enojo, sino de sufrimiento.

-¡Sí! ¡Vete, vete! -exclamó-. Gracias a Dios, mañana volveré. Entonces, decidiremos. ¡Adiós, querida! ¡Adiós!

Y de nuevo tuvo que hacer grandes esfuerzos para contener los sollozos que le apretaban la garganta.

* * *

Cuando Mijail Ivánovich volvió a casa de su hermano, Alexandra Dimitrievna le preguntó:

-¿Qué hay?

-Pues… nada.

-¿La has visto? -preguntó Alexandra Dimitrievna, adivinando, por la expresión del príncipe, que había ocurrido algo.

-Sí -pronunció éste, rápidamente; y, de pronto, se deshizo en lágrimas-. La verdad es que he envejecido y me he vuelto tonto -añadió al tranquilizarse.

* * *

Mijail Ivánovich perdonó a su hija, la perdonó sin reservas; y, gracias a eso, pudo vencer el miedo que tenía a la opinión que formaran de él. Instaló a Liza en casa de una hermana de Alexandra Dimitrievna que vivía en una aldea. Iba a verla a menudo, pasaba temporadas con ella; y no sólo la quería como antes, sino mucho más. Pero evitaba ver al niño; y no era capaz de vencer el sentimiento de repulsión, de asco, que le inspiraba. Eso constituyó la fuente de sufrimiento de Liza.

FIN

1. Puede usted echarme; pero no me iré, se lo digo de antemano.
2. Dios me libre… ¿No le molesta?
3. Dejemos esto. Y buenas noches.
4. Por los bellos ojos de un granuja