Dios te socorra – Hermanos Grimm

Había una vez dos hermanas, una de las cuales era rica y sin hijos y la otra viuda con cinco niños y tan pobre que carecía de pan para ella y su familia. Obligada por la necesidad fue a buscar a su hermana y le dijo:

-Mis hijos se mueren de hambre, tú eres rica, dame un pedazo de pan.

Pero la rica, que tenía un corazón de piedra, la contestó:

-No hay pan en casa -y la despidió con dureza.

Algunas horas después volvió a su casa el marido de la hermana rica, y cuando comenzaba a partir el pan para comer, se admiró de ver que iban saliendo gotas de sangre conforme lo iba partiendo. Su mujer, asustada, le refirió todo lo que había pasado. Se apresuró a ir a socorrer a la pobre viuda y le llevó toda la comida que tenía preparada. Cuando salió para volver a su casa, oyó un ruido muy grande y vio una nube de humo y fuego que subía hacia el cielo. Era que ardía su casa. Perdió todas sus riquezas en el incendio. Su cruel mujer, lanzando gritos de rabia, decía:

-Nos moriremos de hambre.

-Dios socorre a los pobres -la respondió su buena hermana, que corrió a su lado.

La que había sido rica, hubo de mendigar a su vez; pero nadie tuvo compasión de ella. Su hermana, olvidando su crueldad, repartía con ella las limosnas que recibía.

Los enanos mágicos – Hermanos Grimm

I

Había un zapatero que, a consecuencia de muchas desgracias, llegó a ser tan pobre que no le quedaba material más que para un solo par de zapatos. Lo cortó por la noche para hacerlo a la mañana siguiente: después, como era hombre de buena conciencia, se acostó tranquilamente, rezó y se durmió. Al levantarse al otro día fue a ponerse a trabajar, pero encontró encima de la mesa el par de zapatos hecho. Grande fue su sorpresa, pues ignoraba cómo había podido ocurrir esto. Tomó los zapatos, los miró por todas partes y estaban tan bien hechos, que no tenían falta ninguna: eran una verdadera obra maestra.

Entró en la tienda un comprador, al que agradaron tanto aquellos zapatos, que los pagó al doble de su precio y el zapatero pudo procurarse con este dinero cuero para dos pares más. Los cortó también por la noche y los dejó preparados para hacerlos al día siguiente, pero al despertar los halló también concluidos; tampoco le faltaron compradores entonces, y con el dinero que sacó de ellos pudo comprar cuero para otros cuatro pares. A la mañana siguiente, los cuatro pares estaban también hechos, y por último, toda la obra que cortaba por la noche la hallaba concluida a la mañana siguiente, de manera que mejoró de fortuna y casi llegó a hacerse rico.

Una noche cerca de Navidad, cuando acababa de cortar el cuero e iba a acostarse, le dijo su mujer:

-Vamos a quedarnos esta noche en vela para ver quiénes son los que nos ayudan de esta manera.

El marido consintió en ello, y dejando una luz encendida, se escondieron en un armario, detrás de los vestidos que había colgados en él, y aguardaron para ver lo que iba a suceder. Cuando dieron las doce de la noche, entraron en el cuarto dos lindos enanitos completamente desnudos, se pusieron en la mesa del zapatero y tomando con sus pequeñas manos el cuero cortado, comenzaron a trabajar con tanta ligereza y destreza que era cosa que no había más que ver. Trabajaron casi sin cesar hasta que estuvo concluida la obra, y entonces desaparecieron de repente.

Al día siguiente le dijo la mujer:

-Esos enanitos nos han enriquecido; es necesario manifestarnos reconocidos con ellos. Deben estar muertos de frío teniendo que andar casi desnudos, sin nada con que cubrirse el cuerpo; ¿no te parece que haga a cada uno una camisa, casaca, chaleco y pantalones, y además un par de medias? Hazle tú también a cada uno un par de zapatos.

El marido aprobó este pensamiento, y por la noche, cuando estuvo todo concluido, colocaron estos regalos en vez del cuero cortado encima de la mesa, y se ocultaron otra vez para ver cómo los tomaban los enanos. Iban a ponerse a trabajar al dar las doce, cuando en vez de cuero hallaron encima de la mesa los lindos vestiditos. En un principio manifestaron su asombro, y bien pronto sucedió una grande alegría. Se pusieron en un momento los vestidos y comenzaron a cantar.

Después empezaron a saltar y a bailar encima de las sillas y de los bancos, y por último, se marcharon bailando.

Desde aquel momento no se les volvió a ver más; pero el zapatero continuó siendo feliz el resto de su vida, y todo lo que emprendía le salía bien.

II

Había una vez una pobre criada que era muy limpia y trabajadora; barría la casa todos los días y sacaba la basura a la calle. Una mañana al ponerse a trabajar, encontró una carta en el suelo, y como no sabía leer colocó la escoba en un rincón y se la llevó a sus amos: era una invitación de los enanos mágicos que la convidaban a ser madrina de uno de sus hijos. Ignoraba qué hacer, pero al fin, después de muchas vacilaciones, aceptó, porque le dijeron que era peligroso negarse.

Vinieron a buscarla tres enanos y la condujeron a una cueva que habitaban en la montaña. Todo era allí sumamente pequeño, pero tan bonito y tan lindo, que era cosa digna de verse. La recién parida estaba en una cama de ébano incrustada de perlas, con cortinas bordadas de oro; la cuna del niño era de marfil y su baño de oro macizo. Después del bautizo quería la criada volver enseguida a su casa, pero los enanos la suplicaron que permaneciese tres días con ellos. Los pasó en festejos y diversiones, pues estos pequeños seres le hicieron una brillante acogida.

Al cabo de los tres días quiso volverse decididamente: le llenaron los bolsillos de oro y la condujeron hasta la puerta de su subterráneo. Al llegar a casa de sus amos, quiso ponerse a trabajar porque encontró la escoba en el mismo sitio en que la había dejado. Pero halló en la casa personas extrañas que le preguntaron quién era y lo que quería. Entonces supo que no había permanecido tres días como creía, sino siete años enteros en casa de los enanos y que durante este tiempo habían muerto sus amos.

III

Un día quitaron los enanos a una mujer su hijo que estaba en la cuna, y pusieron en lugar suyo un pequeño monstruo que tenía una cabeza muy grande y unos ojos muy feos, y que quería comer y beber sin cesar. La pobre madre fue a aconsejarse con su vecina, quien le dijo que debía llevar el monstruo a la cocina, ponerlo junto al fogón, encender lumbre a su lado, hacer hervir agua en dos cáscaras de huevo y que esto haría reír al monstruo, y si se reía una vez se vería obligado a marcharse.

La mujer siguió el consejo de su vecina. En cuanto vio a la lumbre las cáscaras de huevo llenas de agua, exclamó el monstruo:

Yo no he visto nunca
aunque soy muy viejo,
poner a hervir agua
en cáscaras de huevo.

Y partió dando risotadas.

Enseguida vinieron una multitud de enanos que trajeron al verdadero niño, lo depositaron en la chimenea y se llevaron su monstruo consigo.

Los doce cazadores – Hermanos Grimm

Había una vez un príncipe que tenía una novia, a la cual quería mucho; se hallaba siempre a su lado y estaba muy contento, pero tuvo noticia de que su padre, quien vivía en otro reino, se hallaba mortalmente enfermo, y quería verlo antes de morir. Por eso le dijo a su amada:

-Tengo que marcharme y abandonarte, pero aquí tienes esta sortija en memoria de nuestro amor, y cuando sea rey volveré y te llevaré a mi palacio.

Se puso en camino. Cuando llegó al lado de su padre, éste se hallaba moribundo y le dirigió estas palabras:

-Querido hijo mío, he querido verte por última vez antes de morir; prométeme casarte con la mujer que te designe.

Y le nombró una princesa que debía ser su esposa.

El joven estaba tan afligido, que le contestó sin reflexionar:

-Sí, querido padre, cumpliré tu voluntad.

El rey cerró los ojos y murió.

Comenzó entonces a reinar el hijo, y trascurrido el tiempo del luto debía cumplir su promesa, por lo que envió a buscar a la hija del rey con la cual había dado palabra de casarse. Lo supo primera novia y sintió mucho su infidelidad, llegando casi a perder la salud. Entonces le preguntó su padre:

-Dime, querida hija, ¿qué te falta?, ¿qué tienes?

Reflexionó ella un momento y después contestó:

-Querido padre, quisiera encontrar once jóvenes iguales a mi rostro y estatura.

El rey le respondió:

-Se cumplirá tu deseo si es posible.

Y mandó buscar por todo su reino once doncellas que fueran iguales a su hija en rostro y estatura.

Cuando las hubo encontrado, se vistieron todas de cazadores con trajes enteramente iguales; la princesa se despidió después de su padre y se marchó con sus compañeras a la corte de su antiguo novio. Allí preguntó si necesitaba cazadores y si podían entrar todos en su servicio. El rey la miró y no la reconoció; pero como todos eran tan buenos mozos, dijo que sí, que los recibiría con gusto. Y quedaron los doce cazadores al servicio del rey.

Pero el rey tenía un león, que era un animal mágico, pues sabía todo lo oculto y secreto, y una noche le dijo:

-¿Crees que tienes doce cazadores?

-Sí -contestó el rey- los cazadores son doce.

Pero el león añadió:

-Te engañas, son doce doncellas.

El rey replicó:

-No puede ser verdad; ¿cómo me lo probarás?

-Manda echar guisantes en tu cuarto -replicó el león- y lo verás con facilidad. Los hombres tienen el paso firme; cuando andan sobre guisantes, ninguno se mueve; pero las mujeres caminan con inseguridad y vacilan y los guisantes ruedan.

El rey siguió su consejo y mandó extender los guisantes. Mas un criado del rey, que quería mucho a los cazadores, cuando supo que debían ser sometidos a una prueba, se lo contó diciéndoles:

-El león quiere probar al rey que ustedes son mujeres.

Se lo agradeció la princesa y dijo a sus doncellas:

-Vayan con cuidado y anden con paso fuerte por los guisantes.

Cuando el rey llamó al día siguiente a los cazadores y fue a su cuarto, donde estaban los guisantes, comenzaron a andar con fuerza y con un paso tan firme y seguro, que ni uno solo rodó ni se movió. Cuando se marcharon, dijo el rey al león:

-Me has engañado, andan como hombres.

El león le contestó:

-Lo han sabido, y han procurado salir bien de la prueba, haciendo un esfuerzo. Pero manda traer doce husos a tu cuarto, y cuando entren verás cómo se sonríen, lo cual no hacen los hombres.

Agradó al rey el consejo y mandó llevar las ruecas a su cuarto.

Pero el criado, que tenía cada vez más afición a los cazadores, fue a verlos y les descubrió el secreto. Entonces dijo la princesa a sus once doncellas, así que estuvieron solas:

-Estén con cuidado y no miren las ruecas.

Cuando el rey llamó al día siguiente a los doce cazadores, entraron en su cuarto sin mirar a las ruecas. El rey dijo entonces al león:

-Me has engañado, son hombres, pues no han mirado las ruecas.

El león le contestó:

-Han sabido que debían ser sometidos a esta prueba y han procurado vencerse.

Pero el rey no quiso creer ya al león.

Los doce cazadores seguían al rey constantemente a la caza, el cual había llegado a tenerles verdadero cariño; pero un día, mientras cazaba, llegó la noticia de que había llegado la esposa del rey; su antigua novia, al oírlo, lo sintió tanto, que la faltaron las fuerzas y cayó desmayada en el suelo. El rey creyó que le había dado mal de corazón a su querido cazador, se acercó a él para auxiliarle, le quitó el guante, y vio en su mano la sortija que había regalado a su primera novia; la miró entonces a la cara y la reconoció, conmoviéndose de tal modo su alma, que le dio un beso, y cuando volvió en sí le dijo:

-Tú eres mía y yo soy tuyo, y ningún hombre del mundo puede separarnos.

Envió a su otra novia un caballero diciéndole que regresase a su reino, pues estaba ya casado, y no tardaron en celebrar su boda, perdonando al león, porque había dicho la verdad.

La hija de la Virgen María – Hermanos Grimm

A la entrada de un extenso bosque vivía un leñador con su mujer y un solo hijo, que era una niña de tres años de edad; pero eran tan pobres que no podían mantenerla, pues carecían del pan de cada día. Una mañana fue el leñador muy triste a trabajar y cuando estaba partiendo la leña, se le presentó de repente una señora muy alta y hermosa que llevaba en la cabeza una corona de brillantes estrellas, y dirigiéndole la palabra le dijo:

-Soy la señora de este país; tú eres pobre y miserable; tráeme a tu hija, la llevaré conmigo, seré su madre y tendré cuidado de ella.

El leñador obedeció; fue a buscar a su hija y se la entregó a la señora, que se la llevó a su palacio.

La niña era allí muy feliz: comía bizcochos, bebía buena leche, sus vestidos eran de oro y todos procuraban complacerla.

Cuando cumplió los catorce años, la llamó un día la señora, y le dijo:

-Querida hija mía, tengo que hacer un viaje muy largo; te entrego estas llaves de las trece puertas de palacio. Puedes abrir las doce y ver las maravillas que contienen, pero te está prohibido tocar a la decimotercera que se abre con esta llave pequeña; guárdate bien de abrirla, pues te sobrevendrían grandes desgracias.

La joven prometió obedecer, y en cuanto partió la señora comenzó a visitar las habitaciones; cada día abría una diferente hasta que hubo acabado de ver las doce; en cada una se hallaba el sitial de un rey, adornado con tanto gusto y magnificencia que nunca había visto cosa semejante. Se llenaba de regocijo, y los pajes que la acompañaban se regocijaban también como ella. No le quedaba ya más que la puerta prohibida, y tenía grandes deseos de saber lo que estaba oculto dentro, por lo que le dijo a los pajes que la acompañaban:

-No quiero abrirla toda, mas quisiera entreabrirla un poco para que pudiéramos ver a través de la rendija.

-¡Ah, no! -dijeron los pajes-, sería una gran falta, lo ha prohibido la señora y podría sucederte alguna desgracia.

La joven no contestó, pero el deseo y la curiosidad continuaban hablando en su corazón y atormentándola sin dejarle descanso. Apenas se marcharon los pases, dijo para sí:

-Ahora estoy sola, y nadie puede verme.

Tomó la llave, la puso en el agujero de la cerradura y le dio vuelta en cuanto la hubo colocado. La puerta se abrió y apareció, en medio de rayos del más vivo resplandor, la estatua de un rey magníficamente ataviada; la luz que de ella se desprendía la tocó ligeramente en la punta de un dedo y se volvió de color de oro. Entonces tuvo miedo, cerró la puerta muy ligera y echó a correr, pero continuó teniendo miedo a pesar de cuanto hacía y su corazón latía constantemente sin recobrar su calma habitual; y el color de oro que quedó en su dedo no se quitaba a pesar de que lo lavó muchas veces.

Al cabo de algunos días volvió la señora de su viaje, llamó a la joven y la pidió las llaves de palacio; cuando se las entregaba la dijo:

-¿Has abierto la puerta decimatercera?

-No -contestó.

La señora puso la mano en su corazón, vio que latía con mucha violencia y comprendió que había violado su mandato y abierto la puerta prohibida. Sin embargo le dijo otra vez:

-¿De veras no lo has hecho?

-No -contestó la niña por segunda vez.

La señora miró el dedo, que se había dorado al tocarlo la luz; no dudó ya de que la niña era culpable y le dijo por tercera vez:

-¿No lo has hecho?

-No -contestó la niña por tercera vez.

La señora le dijo entonces:

-No me has obedecido y has mentido, no mereces estar conmigo en mi palacio.

La joven cayó en un profundo sueño y cuando despertó estaba acostada en el suelo, en medio de un lugar desierto.

Quiso llamar, pero no podía articular una sola palabra; se levantó y quiso huir, mas por cualquiera parte que lo hiciera, se veía detenida por un espeso bosque que no podía atravesar. En el círculo en que se hallaba encerrada encontró un árbol viejo con el tronco hueco que eligió para servirle de habitación. Allí dormía por la noche, y cuando llovía o nevaba, encontraba allí abrigo. Su alimento consistía en hojas y yerbas, las que buscaba tan lejos como podía llegar.

Durante el otoño reunía una gran cantidad de hojas secas, las llevaba al hueco y en cuanto llegaba el tiempo de la nieve y el frío, iba a ocultarse en él. Se gastaron al fin sus vestidos y se la cayeron a pedazos, teniendo que cubrirse también con hojas. Cuando el sol volvía a calentar, salía, se colocaba al pie del árbol y sus largos cabellos la cubrían como un manto por todas partes. Permaneció largo tiempo en aquel estado, experimentando todas las miserias y todos los sufrimientos imaginables.

Un día de primavera cazaba el rey del país en aquel bosque y perseguía a un corzo; el animal se refugió en la espesura que rodeaba al viejo árbol hueco; el príncipe bajó del caballo, separó las ramas y se abrió paso con la espada. Cuando hubo conseguido atravesar, vio sentada debajo del árbol a una joven maravillosamente hermosa, a la que cubrían enteramente sus cabellos de oro desde la cabeza hasta los pies. La miró con asombro y le dijo:

-¿Cómo has venido a este desierto?

Pero ella no le contestó, pues le era imposible despegar los labios. El rey añadió, sin embargo:

-¿Quieres venir conmigo a mi palacio?

Le contestó afirmativamente con la cabeza. El rey la tomó en los brazos; la subió en su caballo y se la llevó a su morada, donde le dio vestidos y todo lo demás que necesitaba, pues aun cuando no podía hablar, era tan bella y graciosa que se apasionó y se casó con ella.

Había trascurrido un año poco más o menos, cuando la reina dio a luz un hijo; por la noche, estando sola en su cama, se la apareció su antigua señora, y la dijo así:

-Si quieres contar al fin la verdad, y confesar que abriste la puerta prohibida, te abriré la boca y te volveré la palabra, pero si te obstinas e insistes en el pecado e insistes en mentir, me llevaré conmigo tu hijo recién nacido.

Entonces pudo hablar la reina, pero dijo solamente:

-No, no he abierto la puerta prohibida.

La señora la quitó de los brazos su hijo recién nacido y desapareció con él. A la mañana siguiente, como no encontraban el niño, se esparció el rumor entre la servidumbre de palacio de que la reina era ogra y le había matado. Todo lo oía y no podía contestar, pero el rey la amaba con demasiada ternura para creer lo que se decía de ella. Trascurrido un año, la reina tuvo otro hijo; la señora se la apareció de nuevo por la noche y le dijo.

-Si quieres confesar al fin que has abierto la puerta prohibida te volveré a tu hijo, y te desataré la lengua, pero si te obstinas en tu pecado y continúas mintiendo, me llevaré también a este otro hijo.

La reina contestó lo mismo que la vez primera:

-No, no he abierto la puerta prohibida.

La señora cogió a su hijo en los brazos y se lo llevó a su morada. Por la mañana, cuando se hizo público que el niño había desaparecido también, se dijo en alta voz habérselo comido la reina y los consejeros del rey pidieron que se la procesase; pero la amaba con tanta ternura que les negó el permiso, y mandó que no volviesen a hablar más de este asunto bajo pena de la vida.

Al año tercero la reina dio a luz una hermosa niña, y la señora se presentó también a ella durante la noche, y la dijo:

-Sígueme.

Le cogió la mano, la condujo a su palacio y le enseñó a sus dos primeros hijos, que la conocieron y jugaron con ella, y como la madre se alegraba mucho de verlos, le dijo la señora:

-Si quieres confesar ahora que has abierto la puerta prohibida, te volveré a tus dos hermosos hijos.

La reina contestó por tercera vez:

-No, no he abierto la puerta prohibida.

La señora la volvió a su cama, y le tomó su tercera hija. A la mañana siguiente, viendo que no la encontraban, decían todos los de palacio a una voz:

-La reina es ogra, hay que condenarla a muerte.

El rey tuvo en esta ocasión que seguir el parecer de sus consejeros; la reina compareció delante de un tribunal y como no podía hablar ni defenderse, fue condenada a morir en una hoguera. Estaba ya dispuesta la pira, atada ella al palo, y la llama comenzaba a rodearla, cuando el arrepentimiento tocó a su corazón.

-Si pudiera -pensó entre sí- confesar antes de morir que he abierto la puerta…

Y exclamó:

-Sí, señora, soy culpable.

Apenas se le había ocurrido este pensamiento, cuando comenzó a llover y se le apareció la señora, llevando a sus lados los dos niños que le habían nacido primero y en sus brazos la niña que acababa de dar a luz, y dijo a la reina con un acento lleno de bondad:

-Todo el que se arrepiente y confiesa su pecado es perdonado.

Le entregó sus hijos, le desató la lengua y la hizo feliz por el resto de su vida.

La chusma – Hermanos Grimm

Había una vez un gallito que le dijo a la gallinita:

-Las nueces están maduras. Vayamos juntos a la montaña y démonos un buen festín antes de que la ardilla se las lleve todas.

-Sí -dijo la gallinita-, vamos a darnos ese gusto.

Se fueron los dos juntos y, como el día era claro, se quedaron hasta por la tarde. Yo no sé muy bien si fue por lo mucho que habían comido o porque se volvieron muy arrogantes, pero el caso es que no quisieron regresar a casa andando y el gallito tuvo que construir un pequeño coche con cáscaras de nuez. Cuando estuvo terminado, la gallinita se montó y le dijo al gallito:

-Anda, ya puedes engancharte al tiro.

-¡No! -dijo el gallito-. ¡Vaya, lo que me faltaba! ¡Prefiero irme a casa andando antes que dejarme enganchar al tiro! ¡Eso no era lo acordado! Yo lo que quiero es hacer de cochero y sentarme en el pescante, pero tirar yo… ¡Eso sí que no lo haré!

Mientras así discutían, llegó un pato graznando:

-¡Eh, ustedes, ladrones! ¡Quién los ha mandado venir a mi montaña de las nueces? ¡Lo van a pagar caro!

Dicho esto, se abalanzó sobre el gallito. Pero el gallito tampoco perdió el tiempo y arremetió contra el pato y luego le clavó el espolón con tanta fuerza que éste le suplicó clemencia y, como castigo, accedió a dejarse enganchar al tiro del coche. El gallito se sentó en el pescante e hizo de cochero, y partieron al galope.

-¡Pato, corre todo lo que puedas!

Cuando habían recorrido un trecho del camino se encontraron a dos caminantes: un alfiler y una aguja de coser. Los dos caminantes les echaron el alto y les dijeron que pronto sería completamente de noche, por lo que ya no podrían dar ni un paso más, que, además, el camino estaba muy sucio y que si podían montarse un rato; habían estado a la puerta de la taberna del sastre y tomando cerveza se les había hecho demasiado tarde. El gallito, como era gente flaca que no ocupaba mucho sitio, los dejó montar, pero tuvieron que prometerle que no lo pisarían.

A última hora de la tarde llegaron a una posada y, como no querían seguir viajando de noche y el pato, además, ya no andaba muy bien y se iba cayendo de un lado a otro, entraron en ella. El posadero al principio puso muchos reparos y dijo que su casa ya estaba llena, pero probablemente también pensó que aquellos viajeros no eran gente distinguida. Al fin, sin embargo, cedió cuando le dijeron con buenas palabras que le darían el huevo que la gallinita había puesto por el camino y también podría quedarse con el pato, que todos los días ponía uno.

Entonces se hicieron servir a cuerpo de rey y se dieron la buena vida.

Por la mañana temprano, cuando apenas empezaba a clarear y en la casa aún dormían todos, el gallito despertó a la gallinita, recogió el huevo, lo cascó de un picotazo y ambos se lo comieron; la cáscara, en cambio, la tiraron al fogón. Después se dirigieron a la aguja de coser, que todavía estaba durmiendo, la agarraron de la cabeza y la metieron en el cojín del sillón del posadero; el alfiler, por su parte, lo metieron en la toalla. Después, sin más ni más, se marcharon volando sobre los campos. El pato, que había querido dormir al raso y se había quedado en el patio, los oyó salir zumbando, se despabiló y encontró un arroyo y se marchó nadando arroyo abajo mucho más deprisa que cuando tiraba del coche. Un par de horas después el posadero se levantó de la cama, se lavó y cuando fue a secarse con la toalla se desgarró la cara con el alfiler. Luego se dirigió a la cocina y quiso encenderse una pipa, pero cuando llegó al fogón las cáscaras del huevo le saltaron a los ojos.

-Esta mañana todo acierta a ciarme en la cabeza -dijo, y se sentó enojado en su sillón-. ¡Ay, ay, ay!

La aguja de coserle había acertado en un sitio aún peor, y no precisamente en la cabeza. Entonces se puso muy furioso y sospechó de los huéspedes que habían llegado tan tarde la noche anterior, pero cuando fue a buscarlos vio que se habían marchado. Así juró que no volvería a admitir en su casita chusma como aquélla, que corre mucho, no paga nada y encima lo agradece con malas pasadas.

La Cenicienta – Hermanos Grimm

Un hombre rico tenía a su mujer muy enferma, y cuando vio que se acercaba su fin, llamó a su hija única y le dijo:

-Querida hija, sé piadosa y buena, Dios te protegerá desde el cielo y yo no me apartaré de tu lado y te bendeciré.

Poco después cerró los ojos y espiró. La niña iba todos los días a llorar al sepulcro de su madre y continuó siendo siempre piadosa y buena. Llegó el invierno y la nieve cubrió el sepulcro con su blanco manto, llegó la primavera y el sol doró las flores del campo y el padre de la niña se casó de nuevo.

La esposa trajo dos niñas que tenían un rostro muy hermoso, pero un corazón muy duro y cruel; entonces comenzaron muy malos tiempos para la pobre huérfana.

-No queremos que esté ese pedazo de ganso sentada a nuestro lado, que gane el pan que coma, váyase a la cocina con la criada.

Le quitaron sus vestidos buenos, le pusieron una basquiña remendada y vieja y le dieron unos zuecos.

-¡Qué sucia está la orgullosa princesa! -decían riéndose, y la mandaron ir a la cocina: tenía que trabajar allí desde por la mañana hasta la noche, levantarse temprano, traer agua, encender lumbre, coser y lavar; sus hermanas le hacían además todo el daño posible, se burlaban de ella y le vertían la comida en la lumbre, de manera que tenía que bajarse a recogerla. Por la noche, cuando estaba cansada de tanto trabajar, no podía acostarse, pues no tenía cama, y la pasaba recostada al lado del fuego, y como siempre estaba llena de polvo y ceniza, le llamaban la Cenicienta.

Sucedió que su padre fue en una ocasión a una feria y preguntó a sus hijastras lo que querían que les trajese.

-Un bonito vestido -dijo la una.

-Una buena sortija, -añadió la segunda.

-Y tú, Cenicienta, ¿qué quieres? -le dijo.

-Padre, tráeme la primera rama que encuentres en el camino.

Compró a sus dos hijastras hermosos vestidos y sortijas adornadas de perlas y piedras preciosas, y a su regreso, al pasar por un bosque cubierto de verdor, tropezó con su sombrero en una rama de zarza, y la cortó. Cuando volvió a su casa dio a sus hijastras lo que le habían pedido y la rama a la Cenicienta, la cual se lo agradeció; corrió al sepulcro de su madre, plantó la rama en él y lloró tanto que, regada por sus lágrimas, no tardó la rama en crecer y convertirse en un hermoso árbol. La Cenicienta iba tres veces todos los días a ver el árbol, lloraba y oraba y siempre iba a descansar en él un pajarillo, y cuando sentía algún deseo, en el acto le concedía el pajarillo lo que deseaba.

Celebró por entonces el rey unas grandes fiestas, que debían durar tres días, e invitó a ellas a todas las jóvenes del país para que su hijo eligiera la que más le agradase por esposa. Cuando supieron las dos hermanastras que debían asistir a aquellas fiestas, llamaron a la Cenicienta y la dijeron.

-Péinanos, límpianos los zapatos y ponles bien las hebillas, pues vamos a una boda al palacio del Rey.

La Cenicienta las escuchó llorando, pues las hubiera acompañado con mucho gusto al baile, y suplicó a su madrastra que se lo permitiese.

-Cenicienta -le dijo-: estás llena de polvo y ceniza y ¿quieres ir a una boda? ¿No tienes vestidos ni zapatos y quieres bailar?

Pero como insistiese en sus súplicas, le dijo por último:

-Se ha caído un plato de lentejas en la ceniza, si las recoges antes de dos horas, vendrás con nosotras:

-La joven salió al jardín por la puerta trasera y dijo:

-Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, vengan todos y ayúdenme a recoger.

Las buenas en el puchero,
las malas en el caldero.

Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, y después dos tórtolas y por último comenzaron a revolotear alrededor del hogar todos los pájaros del cielo, que acabaron por bajarse a la ceniza, y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los restantes pájaros comenzaron también a decir pi, pi, y pusieron todos los granos buenos en el plato. Aun no había trascurrido una hora, y ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó entonces la niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a la boda, pero ésta le dijo:

-No, Cenicienta, no tienes vestido y no sabes bailar, se reirían de nosotras.

Mas viendo que lloraba, añadió:

-Si puedes recoger de entre la ceniza dos platos llenos de lentejas en una hora, irás con nosotras.

Creyendo en su interior que no podría hacerlo, vertió los dos platos de lentejas en la ceniza y se marchó, pero la joven salió entonces al jardín por la puerta trasera y volvió a decir:

-Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, vengan todos y ayúdenme a recoger.

Las buenas en el puchero,
las malas en el caldero.

Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, después dos tórtolas, y por último comenzaron a revolotear alredor del hogar todos los pájaros del cielo que acabaron por bajarse a la ceniza y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los demás pájaros comenzaron a decir también pi, pi, y pusieron todas las lentejas buenas en el plato, y aun no había trascurrido media hora, cuando ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó la niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a la boda, pero ésta le dijo:

-Todo es inútil, no puedes venir, porque no tienes vestido y no sabes bailar; se reirían de nosotras.

Le volvió entonces la espalda y se marchó con sus orgullosas hijas.

En cuanto quedó sola en casa, fue la Cenicienta al sepulcro de su madre, debajo del árbol, y comenzó a decir:

Arbolito pequeño,
dame un vestido;
que sea, de oro y plata,
muy bien tejido.

El pájaro le dio entonces un vestido de oro y plata y unos zapatos bordados de plata y seda; en seguida se puso el vestido y se marchó a la boda; sus hermanas y madrastra no la conocieron, creyendo que sería alguna princesa extranjera, pues les pareció muy hermosa con su vestido de oro, y ni aun se acordaban de la Cenicienta, creyendo que estaría mondando lentejas sentada en el hogar. Salió a su encuentro el hijo del Rey, la tomó de la mano y bailó con ella, no permitiéndole bailar con nadie, pues no la soltó de la mano, y si se acercaba algún otro a invitarla, le decía:

-Es mi pareja.

Bailó hasta el amanecer y entonces decidió marcharse; el príncipe le dijo:

-Iré contigo y te acompañaré -pues deseaba saber quién era aquella joven, pero ella se despidió y saltó al palomar.

Entonces aguardó el hijo del Rey a que fuera su padre y le dijo que la doncella extranjera había saltado al palomar. El anciano creyó que debía ser la Cenicienta; trajeron una piqueta y un martillo para derribar el palomar, pero no había nadie dentro, y cuando llegaron a la casa de la Cenicienta, la encontraron sentada en el hogar con sus sucios vestidos y un turbio candil ardía en la chimenea, pues la Cenicienta había entrado y salido muy ligera en el palomar y corrido hacia el sepulcro de su madre, donde se quitó los hermosos vestidos que se llevó el pájaro y después se fue a sentar con su basquiña gris a la cocina.

Al día siguiente, cuando llegó la hora en que iba a principiar la fiesta y se marcharon sus padres y hermanas, corrió la Cenicienta junto al arbolito y dijo:

Arbolito pequeño,
dame un vestido;
que sea, de oro y plata,
muy bien tejido.

Entonces el pájaro le dio un vestido mucho más hermoso que el del día anterior y cuando se presentó en la boda con aquel traje, dejó a todos admirados de su extraordinaria belleza; el príncipe que la estaba aguardando le cogió la mano y bailó toda la noche con ella; cuando iba algún otro a invitarla, decía:

-Es mi pareja.

Al amanecer manifestó deseos de marcharse, pero el hijo del Rey la siguió para ver la casa en que entraba, más de pronto se metió en el jardín de detrás de la casa. Había en él un hermoso árbol muy grande, del cuál colgaban hermosas peras; la Cenicienta trepó hasta sus ramas y el príncipe no pudo saber por dónde había ido, pero aguardó hasta que vino su padre y le dijo:

-La doncella extranjera se me ha escapado; me parece que ha saltado el peral. El padre creyó que debía ser la Cenicienta; mandó traer una hacha y derribó el árbol, pero no había nadie en él, y cuando llegaron a la casa, estaba la Cenicienta sentada en el hogar, como la noche anterior, pues había saltado por el otro lado el árbol y fue corriendo al sepulcro de su madre, donde dejó al pájaro sus hermosos vestidos y tomó su basquiña gris.

Al día siguiente, cuando se marcharon sus padres y hermanas, fue también la Cenicienta al sepulcro de su madre y dijo al arbolito:

Arbolito pequeño,
dame un vestido;
que sea, de oro y plata,
muy bien tejido.

Entonces el pájaro le dio un vestido que era mucho más hermoso y magnífico que ninguno de los anteriores, y los zapatos eran todos de oro, y cuando se presentó en la boda con aquel vestido, nadie tenía palabras para expresar su asombro. El príncipe bailó toda la noche con ella y cuando se acercaba alguno a invitarla, le decía:

-Es mi pareja.

Al amanecer se empeñó en marcharse la Cenicienta, y el príncipe en acompañarla, mas se escapó con tal ligereza que no pudo seguirla, pero el hijo del Rey había mandado untar toda la escalera de pega y se quedó pegado en ella el zapato izquierdo de la joven; lo levantó el príncipe y vio que era muy pequeño, bonito y todo de oro. Al día siguiente fue a ver al padre de la Cenicienta y le dijo:

-He decidido que sea mi esposa a la que venga bien este zapato de oro.

Alegráronse mucho las dos hermanas porque tenían los pies muy bonitos; la mayor entró con el zapato en su cuarto para probárselo, su madre estaba a su lado, pero no se lo podía meter, porque sus dedos eran demasiado largos y el zapato muy pequeño. Al verlo le dijo su madre, alargándole un cuchillo:

-Córtate los dedos, pues cuando seas reina no irás nunca a pie.

La joven se cortó los dedos; metió el zapato en el pie, ocultó su dolor y salió a reunirse con el hijo del rey, que la subió a su caballo como si fuera su novia, y se marchó con ella, pero tenía que pasar por el lado del sepulcro de la primera mujer de su padrastro, en cuyo árbol había dos palomas, que comenzaron a decir.

No sigas más adelante,
detente a ver un instante,
que el zapato es muy pequeño
y esa novia no es su dueño.

Se detuvo, le miró los pies y vio correr la sangre; volvió su caballo, condujo a su casa a la novia fingida y dijo que no era la que había pedido, que se probase el zapato la otra hermana. Entró ésta en su cuarto y se le metió bien por delante, pero el talón era demasiado grueso; entonces su madre le alargó un cuchillo y le dijo:

-Córtate un pedazo del talón, pues cuando seas reina, no irás nunca a pie.

La joven se cortó un pedazo de talón, metió un pie en el zapato, y ocultando el dolor, salió a ver al hijo del rey, que la subió en su caballo como si fuera su novia y se marchó con ella; cuando pasaron delante del árbol había dos palomas que comenzaron a decir:

No sigas más adelante,
detente a ver un instante,
que el zapato es muy pequeño
y esa novia no es su dueño.

Se detuvo, le miró los pies, y vio correr la sangre, volvió su caballo y condujo a su casa a la novia fingida:

-Tampoco es esta la que busco -dijo-. ¿Tienen otra hija?

-No -contestó el marido- de mi primera mujer tuve una pobre chica, a la que llamamos la Cenicienta, porque está siempre en la cocina, pero esa no puede ser la novia que buscas.

El hijo del rey insistió en verla, pero la madre le replicó:

-No, no, está demasiado sucia para atreverme a enseñarla.

Se empeñó sin embargo en que saliera y hubo que llamar a la Cenicienta. Se lavó primero la cara y las manos, y salió después a presencia del príncipe que le alargó el zapato de oro; se sentó en su banco, sacó de su pie el pesado zueco y se puso el zapato que le venía perfectamente, y cuando se levantó y le vio el príncipe la cara, reconoció a la hermosa doncella que había bailado con él, y dijo:

-Esta es mi verdadera novia.

La madrastra y las dos hermanas se pusieron pálidas de ira, pero él subió a la Cenicienta en su caballo y se marchó con ella, y cuando pasaban por delante del árbol, dijeron las dos palomas blancas.

Sigue, príncipe, sigue adelante
sin parar un solo instante,
pues ya encontraste el dueño
del zapatito pequeño.

Después de decir esto, echaron a volar y se pusieron en los hombros de la Cenicienta, una en el derecho y otra en el izquierdo.

Cuando se verificó la boda, fueron las falsas hermanas a acompañarla y tomar parte en su felicidad, y al dirigirse los novios a la iglesia, iba la mayor a la derecha y la menor a la izquierda, y las palomas que llevaba la Cenicienta en sus hombros picaron a la mayor en el ojo derecho y a la menor en el izquierdo, de modo que picaron a cada una un ojo; a su regreso se puso la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, y las palomas picaron a cada una en el otro ojo, quedando ciegas toda su vida por su falsedad y envidia.

La brizna de paja, la brasa y la judía verde se van de viaje – Hermanos Grimm

Éranse una brizna de paja, una brasa y una judía verde que se unieron y quisieron hacer juntas un gran viaje. Ya habían recorrido muchas tierras cuando llegaron a un arroyo que no tenía puente y no podían cruzarlo. Al fin, la brizna de paja encontró la solución: se tendería sobre el arroyo entre las dos orillas y las otras pasarían por encima de ella, primero la brasa y luego la judía verde. La brasa empezó a cruzar despacio y a sus anchas; la judía verde la siguió a pasitos cortos. Pero cuando la brasa llegó a la mitad de la brizna de paja, ésta empezó a arder y se quemó. La brasa cayó al agua, hizo pssshhh… y se murió. A la brizna de paja, partida en dos trozos, se la llevó la corriente. La judía verde, que iba algo más atrás, se escurrió también y cayó, aunque pudo valerse un poco nadando. Al final, sin embargo, tuvo que tragar tanta agua que reventó y, en aquel estado, fue arrastrada hasta la orilla. Por suerte había allí sentado un sastre, que descansaba de su peregrinaje. Como tenía a mano aguja e hilo, la cosió y la dejó de nuevo entera. Desde entonces todas las judías verdes tienen una hebra.

Según otro relato, la primera que pasó sobre la brizna de paja fue la judía verde, que llegó sin dificultad al otro lado y observó cómo la brasa se iba acercando a ella desde la orilla opuesta. En mitad del agua quema a la brizna de paja, se cayó e hizo ¡psssssssssssshhhh…Al verlo, la judía verde se rió tanto que reventó. El sastre de la orilla la cosió y la dejó de nuevo entera, pero en ese momento sólo tenía hilo negro y por eso todas las judías verdes tienen una hebra negra.

La alondra cantarina y saltarina – Hermanos Grimm

Érase una vez un hombre que tenía proyectado un gran viaje, y al despedirse les preguntó a sus tres hijas qué querían que les trajera.

La mayor quiso perlas, la segunda diamantes, pero la tercera dijo:

-Querido padre, yo quiero una alondra cantarina y saltarina.

-Sí, si la puedo conseguir la tendrás -dijo el padre, y besó a las tres y se marchó.

Cuando le llegó el momento de regresar de nuevo a casa tenía las perlas y los diamantes para las dos mayores, pero la alondra cantarina y saltarina para la más pequeña la había buscado en vano por todas partes, y eso le daba mucha pena, pues en realidad era su hija favorita.

Su camino le llevó entonces por un bosque, y en mitad de él había un magnífico palacio, y cerca del palacio había un árbol, y arriba del todo, en la copa del árbol, vio una alondra que cantaba y saltaba.

-¡Vaya, me vienes que ni pintada! -exclamó.

Se puso muy contento y llamó a su criado y le mandó que se subiera al árbol y atrapara al animalito. Pero en cuanto éste se acercó al árbol saltó de él un león y se sacudió y pegó tal rugido que temblaron todas las hojas de los árboles.

-¡Al que pretenda robarme mi alondra cantarina y saltarina me lo como!

Entonces dijo el hombre:

-No sabía que el pájaro te pertenecía. ¿No me lo podrías vender?

-¡No! -dijo el león-. No hay nada que te pueda salvar, a no ser que me prometas darme lo primero que te encuentres al llegar a casa. Si lo haces, te perdonaré la vida y además te daré el pájaro para tu hija.

El hombre, sin embargo, no quería y dijo:

-Podría ser mi hija pequeña, que es la que más me quiere y siempre sale corriendo a mi encuentro cuando vuelvo a casa.

Pero al criado le entró miedo y dijo:

-¡También podría ser un gato o un perro!

El hombre entonces se dejó convencer, cogió con el corazón muy triste la alondra cantarina y saltarina y le prometió al león que le daría lo primero con lo que se encontrara en casa.

Y cuando entró en su casa lo primero que se encontró no fue sino a su hija menor y más querida, que vino corriendo y le besó y le abrazó, y cuando vio que había traído una alondra cantarina y saltarina se alegró todavía más.

El padre, sin embargo, no pudo alegrarse, sino que se echó a llorar y dijo:

-¡Ay, qué dolor, mi querida niña! ¡El pequeño pájaro bien caro lo he comprado, pues por él he tenido que prometer que te daría a un león salvaje, y cuando te tenga te hará pedazos y te comerá!

Y entonces le contó todo lo que había ocurrido y le suplicó que no fuera, pasara lo que pasara. Pero ella le consoló y le dijo:

-Queridísimo padre, si lo has prometido tienes que cumplir tu palabra; iré y ya apaciguaré yo al león para poder volver sana y salva a casa contigo.

A la mañana siguiente hizo que le indicaran el camino y se internó confiada en el bosque. El león, sin embargo, era un príncipe encantado y durante el día era un león y con él toda su gente se convertía en león, pero por la noche todos recuperaban su figura habitual.

Cuando ella llegó la trató con muchísima amabilidad y se celebró la boda, y por la noche él era un hombre muy guapo, y a partir de entonces velaron por la noche y durmieron durante el día y vivieron felices juntos durante una larga temporada.

Una vez llegó él y dijo:

-Mañana hay una fiesta en casa de tu padre porque se casa tu hermana la mayor; si te apetece ir te llevarán mis leones.

Ella dijo que sí, que le gustaría volver a ver a su padre, y se fue allí y los leones la acompañaron.

Cuando llegó hubo una gran alegría, pues todos creían que había muerto hacía ya mucho tiempo despedazada por el león.

Ella, sin embargo, les contó lo bien que le iba y se quedó con ellos mientras duró la boda; luego regresó de nuevo al bosque.

Cuando la segunda hija se casó y a ella la invitaron de nuevo a la boda, le dijo al león:

-Esta vez no quiero estar sola; tienes que venirte conmigo.

El león, sin embargo, no quiso y le dijo que eso era demasiado peligroso para él, pues si le daba allí el rayo de alguna luz se transformaría en una paloma y tendría que volar durante siete años con las palomas. Pero ella no le dejó en paz y le dijo que ya cuidaría de él y le protegería de cualquier luz.

Así que se fueron los dos juntos y se llevaron también a su pequeño hijo. Ella, sin embargo, hizo que levantaran allí, alrededor de un salón, un muro tan fuerte y tan grueso que no penetrara ningún rayo, y allí tendría que quedarse él cuando encendieran las luces de la boda. Pero la puerta estaba hecha de madera fresca y saltó y se abrió en ella una pequeña grieta de la que nadie se dio cuenta.

Entonces se celebró la boda con gran boato, pero cuando la comitiva salió de la iglesia y pasó con muchísimas antorchas y velas al lado del salón, un rayo muy, muy fino cayó sobre el príncipe, y en el mismo momento en que le rozó se transformó, y cuando ella entró a buscarle no le vio; allí lo único que había era una paloma que le dijo:

-Siete años tengo que volar ahora por el mundo, pero cada siete pasos dejaré caer una roja gota de sangre y una pluma blanca que te señalarán el camino, y si me sigues podrás salvarme.

La paloma entonces salió volando por la puerta y ella la siguió, y cada siete pasos caía una gotita de sangre roja y una plumita blanca y le señalaban el camino. Así, anduvo por el ancho mundo sin parar y sin mirar atrás y sin descansar, y ya casi habían pasado los siete años; entonces se alegró mucho y pensó que ya estaban salvados, pero aún le faltaba mucho para eso.

Una vez, según iba andando, ya no cayó ninguna plumita ni ninguna gotita roja de sangre, y cuando abrió bien los ojos la paloma había desaparecido. Y como pensó que ahí los hombres no podían ayudarla, se subió al sol y le dijo:

-Tú brillas sobre todas las cumbres y todas las quebradas, ¿no has visto volar una blanca palomita?

-No -le contestó el sol-, no he visto ninguna, pero te regalo una cajita; ábrela cuando estés en un gran apuro.

Le dio las gracias al sol y siguió adelante hasta que se hizo de noche y salió la luna; entonces le preguntó:

-Tú brillas toda la noche sobre todos los campos y bosques, ¿no has visto volar ninguna paloma blanca?

-No -dijo la luna-, no he visto ninguna, pero te regalo un huevo; cáscalo cuando estés en un gran apuro.

Le dio las gracias a la luna y siguió adelante hasta que sopló el viento nocturno, y entonces le preguntó:

-Tú soplas por todos los árboles y por debajo de todas las hojitas, ¿no has visto volar ninguna paloma blanca?

-No -dijo el viento nocturno-, no he visto ninguna, pero les preguntaré a los otros tres vientos, quizás ellos la hayan visto.

El viento del este y el viento del oeste vinieron y dijeron que ellos no habían visto nada, pero el viento del sur dijo:

-La blanca paloma la he visto yo. Se ha ido volando al mar Rojo y allí se ha convertido de nuevo en un león, pues ya han pasado los siete años, y allí está luchando contra un dragón, pero el dragón es una princesa encantada.

Entonces el viento nocturno le dijo a ella:

-Te voy a dar un consejo: vete al mar Rojo; en la orilla derecha hay grandes cañas, cuéntalas y córtate para ti la undécima y golpea con ella al dragón; así el león podrá vencerlo y ambos recuperarán también su figura humana. Luego mira a tu alrededor y verás en la orilla del mar Rojo al pájaro grifo; móntate en su lomo con tu amado y el pájaro cruzará el mar y los llevará hasta casa. Aquí tienes también una nuez; cuando estés en mitad del mar déjala caer e inmediatamente se abrirá y crecerá sobre las aguas un gran nogal en el que el grifo descansará; si no pudiera descansar no sería lo suficientemente fuerte para llevarlos al otro lado y si se te olvida dejar caer la nuez los arrojará al mar.

Ella entonces fue y se lo encontró todo tal como el viento nocturno había dicho, y cortó la undécima caña y golpeó con ella al dragón e inmediatamente el león le venció y ambos recuperaron su cuerpo humano. Y cuando la princesa, que antes era un dragón, se vio libre, el hombre la cogió en brazos, se montó en el pájaro grifo y se la llevó de allí con él. Así que la pobre, que había andado tanto, se quedó allí abandonada de nuevo, pero dijo:

-Seguiré andando mientras el viento sople y el gallo cante hasta que le encuentre.

Y siguió andando y recorrió largos, largos caminos, hasta que finalmente llegó al palacio en el que ambos vivían juntos; allí oyó que pronto se iba a celebrar una fiesta en la que los dos iban a casarse. Pero ella dijo:

-¡Dios me ayudará aún!

Y cogió la cajita que le había dado el sol y dentro había un vestido tan reluciente como el propio sol. Lo sacó y se lo puso, y subió al palacio y todos se la quedaron mirando, hasta la propia novia; y le gustó tanto el vestido que pensó que podría ser su traje de novia y le preguntó si no se lo podría vender.

-No lo vendo ni por dinero ni por bienes -contestó-, pero sí por carne y por sangre.

La novia le preguntó qué quería decir con eso y ella entonces contestó:

-Déjame pasar una noche en la cámara donde duerme el novio.

La novia no quería, pero al mismo tiempo deseaba tener el vestido, así que finalmente accedió, pero el ayuda de cámara tuvo que darle de beber al príncipe un somnífero.

Cuando era ya de noche y el príncipe estaba durmiendo la condujeron a la cámara y entonces se sentó junto a la cama y dijo:

-Te he estado siguiendo siete años, he estado con el sol, la luna y los vientos preguntando por ti y te he ayudado a vencer al dragón, ¿es que vas a olvidarte de mí por completo?

Pero el príncipe estaba tan profundamente dormido que solamente le pareció como si el viento zumbara fuera entre los abetos.

Cuando amaneció la volvieron a sacar de allí y tuvo que entregar el vestido dorado; y como eso tampoco le había servido de nada, se puso muy triste, salió a un prado, se sentó y se echó a llorar.

Y mientras estaba allí sentada se acordó del huevo que le había dado la luna y lo cascó. ¡Oh! ¡De él salió una gallina clueca con doce pollitos enteramente de oro que se pusieron a corretear a su alrededor piando y luego se metieron de nuevo bajo las alas de su madre, que no se podía ver cosa más hermosa en el mundo entero! Ella entonces se puso de pie y los hizo corretear por el prado delante de ella hasta que la novia miró por la ventana y al ver a los animalitos le gustaron tanto que bajó inmediatamente y le preguntó si no se los podría vender.

-No los vendo ni por dinero ni por bienes, pero sí por carne y por sangre. Déjame dormir otra noche en la cámara donde duerme el novio.

La novia dijo que sí y quiso engañarla como la noche anterior, pero cuando el príncipe se fue a la cama le preguntó a su ayuda de cámara qué habían sido los murmullos y los susurros de la noche anterior.

Entonces el ayuda de cámara se lo contó todo: que le había tenido que dar de beber un somnífero porque una pobre muchacha había dormido en secreto en la cámara y que esa noche le tenía que dar a beber otro. El príncipe dijo:

-Vierte la bebida al lado de la cama.

Y por la noche la llevaron otra vez dentro y cuando empezó a contar de nuevo su aciago destino él reconoció enseguida por su voz que era su querida esposa, y saltó de la cama y dijo:

-Ahora sí que estoy salvado de verdad. Estaba como en un sueño, pues la princesa extranjera me había hechizado para que te olvidara, pero Dios me ha ayudado en el momento oportuno.

Entonces los dos salieron a escondidas del palacio en mitad de la noche, pues temían al padre de la princesa, que era un mago.

Y se montaron en el pájaro grifo y éste los llevó sobre el mar Rojo, y cuando estaban en medio de él ella dejó caer la nuez. Inmediatamente creció un gran nogal y el pájaro descansó en él, y luego los llevó hasta su casa, donde encontraron a su hijo, que se había hecho grande y hermoso, y a partir de entonces vivieron felices hasta el fin de sus días.

La abeja reina – Hermanos Grimm

Zafia y disipada era la vida en la que cayeron dos príncipes que habían partido en busca de aventuras, y así no podían volver de ninguna manera a su casa. El benjamín, el bobo, salió en busca de sus hermanos. Cuando los encontró se burlaron de que él, con su simpleza, quisiera abrirse camino en el mundo cuando ellos dos, siendo mucho más listos, no eran capaces de salir adelante.

Se pusieron a andar juntos y llegaron a un hormiguero. Los dos mayores quisieron revolverlo para ver cómo las pequeñas hormigas correteaban asustadas de un lado a otro llevando consigo sus huevos, pero él bobo dijo:

-Dejen en paz a los animales. No consiento que los molesten.

Luego siguieron adelante y llegaron a un lago en el que nadaban muchos, muchos patos. Los dos hermanos mayores quisieron cazar un par de ellos y asarlos, pero el bobo dijo de nuevo:

-Dejen en paz a los animales. No consiento que los maten.

Finalmente llegaron a una colmena. Dentro había tanta miel que rebosaba tronco abajo. Los dos quisieron prender fuego bajo el árbol para que las abejas se asfixiaran y ellos pudieran quitarles la miel. El bobo, sin embargo, los detuvo otra vez diciendo:

-Dejen en paz a los animales. No consiento que los quemen.

Los tres hermanos llegaron entonces a un palacio en cuyas caballerizas había un montón de caballos petrificados, pero no se veía a ningún ser humano. Recorrieron todas las salas hasta que al final llegaron ante una puerta que tenía tres cerrojos. En mitad de la puerta, sin embargo, había una mirilla y por ella se podía ver lo que había dentro del cuarto. Allí vieron a un hombrecillo gris sentado a una mesa y lo llamaron a voces, una vez…, dos veces…, pero no los oyó. Finalmente lo llamaron por tercera vez y entonces se levantó y salió. No dijo ni una palabra, pero los agarró y los condujo a una opípara mesa, y cuando hubieron comido llevó a cada uno de ellos a un dormitorio. A la mañana siguiente entró en el del mayor, le hizo señas con la mano y lo llevó a una mesa de piedra, sobre la cual estaban escritas las tres pruebas que había que superar para desencantar el palacio.

La primera era así: en el bosque, debajo del musgo, estaban las mil perlas de la princesa; había que buscarlas y antes de que se pusiera el sol no tenía que faltar ni una sola o, de lo contrario, quien hubiera emprendido la prueba se convertiría en una piedra. El príncipe fue allí y se pasó el día entero buscando, pero cuando el día tocó a su fin no había encontrado más que cien y quedó convertido en piedra. Al día siguiente emprendió la aventura el segundo hermano, pero, al igual que el mayor, se convirtió en piedra por no haber conseguido hallar más que doscientas.

Por fin le tocó el turno al bobo y se puso a buscar en el musgo, pero era tan difícil encontrar las perlas y se iba tan despacio que se sentó encima de una piedra y empezó a llorar. Y, según estaba allí sentado, el rey de las hormigas, al que él una vez había salvado, llegó con cinco mil hormigas que, al cabo de un rato, ya habían encontrado todas las perlas y las habían reunido en un montón.

La segunda prueba, en cambio, consistía en sacar del mar la llave de la alcoba de la princesa. Cuando el bobo llegó al mar se acercaron nadando los patos a los que él una vez había salvado; éstos se sumergieron y sacaron la llave del fondo.

La tercera prueba, sin embargo, era la más difícil: entre las tres durmientes hijas del rey había que escoger a la más joven y predilecta; pero eran exactamente iguales y en lo único que se diferenciaban era en que la mayor había tomado un terrón de azúcar, la segunda sirope y la menor una cucharada de miel, y había que acertar sólo por el aliento cuál de ellas había comido la miel. Entonces llegó la reina de las abejas que el bobo había salvado del fuego, tentó la boca de las tres y al final se posó en la boca que había tomado miel, y el príncipe reconoció así a la verdadera.

Entonces se deshizo el encantamiento, todo quedó liberado del sueño y los que eran de piedra recuperaron su forma humana. El bobo se casó con la más joven y predilecta de las princesas y cuando murió el padre de ella, se convirtió en rey. Por su parte, sus dos hermanos se casaron con las otras dos hermanas.

Juan erizo – Hermanos Grimm

Érase una vez un rico campesino que no tenía ningún hijo con su mujer. A menudo cuando iba con los demás campesinos a la ciudad éstos se burlaban de él y le preguntaban por qué no tenía hijos. Una vez se puso muy furioso y cuando llegó a su casa dijo:

-¡Yo quiero tener un hijo! ¡Aunque sea un erizo!

Su mujer entonces tuvo un hijo que era de mitad para arriba un erizo y de mitad para abajo un niño, y cuando vio a su hijo se asustó mucho y dijo:

-¿Lo ves? ¡Nos has echado encima una maldición!

Entonces dijo el marido:

-Ya no sirve de nada lamentarse, tenemos que bautizar al niño, pero no podemos darle ningún padrino.

La mujer dijo:

-Y tampoco podemos bautizarlo más que con el nombre de Juan-mi-erizo.

Cuando estuvo bautizado dijo el cura:

-A éste con sus púas no se le puede poner en una cama como es debido.

Así que le prepararon un poco de paja detrás de la estufa y acostaron allí a Juan-mi-erizo. Tampoco podía alimentarse del pecho de la madre, pues la hubiera pinchado con sus púas. Así, se pasó ocho años tumbado detrás de la estufa, y su padre estaba ya harto de él y deseando que se muriera; pero no se moría, y allí seguía acostado. Ocurrió entonces que en la ciudad había mercado y el campesino quiso ir. Entonces le preguntó a su mujer qué quería que le trajera.

-Un poco de carne y un par de panecillos que hacen falta en casa -dijo ella.

Después le preguntó a la criada y ésta le pidió un par de zapatillas y unas medias de rombos. Finalmente dijo también:

-¿Y tú qué quieres, Juan-mi-erizo?

-Padrecito -dijo-, tráeme una gaita, anda.

Cuando el campesino volvió a casa le dio a su mujer lo que le había traído: la carne y los panecillos; luego le dio a la criada las zapatillas y las medias de rombos, y finalmente se fue detrás de la estufa y le dio a Juan-mi-erizo la gaita.

Y cuando Juan-mi-erizo la tuvo dijo:

-Padrecito, anda, ve a la herrería y encarga que le pongan herraduras a mi gallo, que entonces me marcharé cabalgando en él y no volveré jamás.

El padre entonces se puso muy contento porque iba a librarse de él e hizo que herraran al gallo, y cuando estuvo listo Juan-mi-erizo se montó en él y se marchó, llevándose también cerdos y asnos, pues quería apacentarlos en el bosque. Una vez en él, sin embargo, el gallo tuvo que volar con él hasta un alto árbol, y allí se quedó, cuidando de los asnos y los cerdos, y allí estuvo muchos años, hasta que el rebaño se hizo grandísimo, y su padre no supo nada de él. Y mientras estaba en el árbol tocaba su gaita y hacía una música muy hermosa. Una vez pasó por allí un rey que se había perdido y oyó la música; entonces se quedó muy asombrado y envió a un criado a que mirara de dónde procedía la música. Este miró por todas partes, pero lo único que vio fue, arriba en el árbol, un pequeño animal que parecía un gallo con un erizo encima y que era el que tocaba la música. Entonces el rey le dijo al criado que le preguntara por qué estaba allí y si no sabría cuál era el camino para volver a su reino.

Juan-mi-erizo se bajó entonces del árbol y le dijo que le enseñaría el camino si el rey le prometía por escrito que le daría lo primero con lo que se encontrara en la corte real cuando llegara a casa. El rey pensó: «Eso puedes hacerlo tranquilamente, pues Juan-mi-erizo no entiende y puedes escribir lo que tú quieras.» El rey entonces cogió pluma y tinta y escribió cualquier cosa, y una vez hecho esto Juan-mi-erizo le enseñó el camino y llegó felizmente a casa. Pero a su hija, que le vio llegar desde lejos, le entró tanta alegría que salió corriendo a su encuentro y le besó.

Él se acordó de Juan-mi-erizo y le contó lo que le había sucedido y que le había tenido que prometer por escrito a un extraño animal que iba montado en un gallo y tocaba una bella música que le daría lo primero que se encontrara al llegar a casa, pero que como Juan-mi-erizo no sabía leer, lo que había escrito realmente era que no se lo daría. La princesa se alegró mucho y dijo que eso estaba muy bien, pues jamás se hubiera ido con él.

Juan-mi-erizo, por su parte, siguió apacentando los asnos y los cerdos y siempre estaba alegre subido al árbol y tocando su gaita. Y sucedió entonces que pasó por allí con sus criados y sus alfiles otro rey que se había perdido y no sabía volver a casa porque el bosque era muy grande. Entonces oyó también a lo lejos la bella música y le preguntó a su alfil qué sería aquello, que fuera a mirar de dónde procedía.

El alfil llegó debajo del árbol y vio arriba del todo al gallo con Juan-mi-erizo encima. El alfil le preguntó qué era lo que hacía allí arriba.

-Estoy apacentando mis asnos y mis cerdos. ¿Qué se les ofrece?

El alfil dijo que se habían perdido y no podrían regresar a su reino si él no les enseñaba el camino. Entonces Juan-mi-erizo se bajó con su gallo del árbol y le dijo al viejo rey que le enseñaría el camino si le daba lo primero que se encontrara en su casa delante del palacio real. El rey dijo que sí y le confirmó por escrito a Juan-mi-erizo que se lo daría. Una vez hecho esto Juan-mi-erizo se puso al frente montado en el gallo y le enseñó el camino, y el rey regresó felizmente a su reino. Cuando llegó a la corte hubo una gran alegría. Y el rey tenía una única hija que era muy bella y salió a su encuentro, se le abrazó al cuello y le besó y se alegró mucho de que su viejo padre hubiera vuelto. Le preguntó también que dónde había estado por el mundo tanto tiempo y él entonces le contó que se había perdido y a punto había estado de no volver jamás, pero que cuando pasaba por un gran bosque un ser medio erizo, medio hombre, que estaba montado en un gallo subido a un alto árbol y tocaba una bella música le había ayudado y le había enseñado el camino, y que él a cambio le había prometido que le daría lo primero que se encontrara en la corte real, y que lo primero había sido ella y lo sentía muchísimo.

Ella, sin embargo, le prometió entonces que, por amor a su viejo padre, se iría con él si iba por allí. Juan-mi-erizo, sin embargo, siguió cuidando sus cerdos, y los cerdos tuvieron más cerdos y éstos tuvieron otros y así sucesivamente, hasta que al final eran ya tantos que llenaban el bosque entero.

Entonces Juan-mi-erizo hizo que le dijeran a su padre que vaciaran y limpiaran todos los establos del pueblo, que iba a ir con una piara de cerdos tan grande que todo el que supiera hacer matanza tendría que ponerse a hacerla.

Cuando su padre lo oyó se quedó muy afligido, pues pensaba que Juan-mi-erizo se había muerto ya hacía mucho tiempo. Pero Juan-mi-erizo se montó en su gallo, condujo los cerdos hasta el pueblo y los hizo matar. ¡Uf, menuda carnicería! ¡Se podía oír hasta a dos horas de camino de distancia! Después dijo Juan-mi-erizo:

-Padrecito, haz que hierren de nuevo a mi gallo en la herrería y entonces me marcharé de aquí y no volveré en toda mi vida.

El padre entonces hizo que herraran al gallo y se alegró mucho de que Juan-mi-erizo no quisiera volver. Juan-mi-erizo se fue cabalgando al primer reino; allí el rey había dado orden de que si llegaba uno montado en un gallo y con una gaita, dispararan todos contra él y le golpearan y le dieran cuchilladas para que no llegara al palacio.

Cuando Juan-mi-erizo llegó se abalanzaron sobre él con las bayonetas, pero él espoleó a su gallo, pasó volando sobre la puerta del palacio y se posó en la ventana del rey y le dijo que le diera lo que le había prometido o de lo contrario les quitaría la vida a él y a su hija.

El rey entonces le dijo a su hija con buenas palabras que tenía que marcharse con él si quería salvar su vida y la suya propia. Ella se vistió de blanco, y su padre le dio un coche con seis caballos y unos magníficos criados, dinero y enseres. Ella se montó en el coche y Juan-mi-erizo se sentó con su gallo a su lado; luego se despidieron y se marcharon de allí, y el rey pensó que no volvería a verlos.

Pero no sucedió lo que él pensaba, pues cuando estaban ya a un trecho de camino de la ciudad Juan-mi-erizo la desnudó y la pinchó con su piel de erizo hasta que estuvo completamente llena de sangre.

-Éste es el pago a la falsedad de ustedes. Vete, que no te quiero -le dijo, y la echó de allí a su casa, y ya estaba ultrajada para toda su vida.

Juan-mi-erizo, por su parte, siguió cabalgando en su gallo con su gaita hacia el segundo reino, a cuyo rey le había enseñado también el camino. Éste, sin embargo, había dispuesto que si llegaba alguien como Juan-mi-erizo le presentaran armas y le dejaran franco el paso, lanzaran vivas y le llevaran al palacio real. Cuando la princesa le vio se asustó, pues realmente tenía un aspecto extrañísimo, pero pensó que no quedaba más remedio, pues se lo había prometido a su padre. El rey entonces le dio la bienvenida a Juan-mi-erizo y éste tuvo que acompañarle a la mesa real, y ella se sentó a su lado, y comieron y bebieron. Cuando se hizo de noche y se iban a ir a dormir a ella le dieron mucho miedo sus púas, pero él le dijo que no temiera, que no sufriría ningún daño, y al viejo rey le dijo que apostara cuatro hombres en la puerta de la alcoba y que encendieran un gran fuego, y que cuando él entrara en la alcoba y fuera a acostarse en la cama se desprendería de su piel de erizo y la dejaría a los pies de la cama; entonces los hombres tendrían que acudir rápidamente y echarla al fuego y quedarse allí hasta que el fuego la hubiera consumido.

Cuando la campana dio las once entró en la alcoba y se quitó la piel de erizo y la dejó a los pies de la cama; entonces entraron los hombres y la cogieron rápidamente y la echaron al fuego, y cuando el fuego la consumió él quedó salvado, echado allí en la cama como una persona normal y corriente, aunque negro como el carbón, igual que si se hubiera quemado. El rey envió allí a su médico y le limpió con buenas pomadas y le untó con bálsamo, y entonces se volvió blanco y quedó convertido en un joven y hermoso señor.

Cuando la princesa lo vio se alegró mucho, y se levantaron muy contentos y comieron y bebieron y se celebró la boda, y el viejo rey le otorgó su reino a Juan-mi-erizo.

Cuando habían pasado ya unos cuantos años se fue de viaje con su esposa a la casa de su padre y le dijo que era su hijo; el padre, sin embargo, le contestó que no tenía ninguno, que solamente había tenido uno una vez, pero que había nacido con púas como un erizo y se había marchado por esos mundos. Él entonces se dio a conocer y el anciano padre se alegró mucho y se fue con él a su reino.