Halid Majid el achicharrado – Roberto Arlt

Una misma historia puede comenzarse a narrar de diferentes modos, y la historia de Enriqueta Dogson y de Dais el Bint Abdalla no cabe sino narrarse de éste:

Enriqueta Dogson era una chiflada.

A la semana de irse a vivir a Tánger se lanzó a la calle vestida de mora estilizada y decorativa. Es decir, calzando chinelas rojas, pantalones amarillos, una especie de abullonada faldacorsé de color verde y el renegrido cabello suelto sobre los hombros, como los de una mujer desesperada. Su salida fue un éxito. Los perros le ladraban alarmados, y todos los granujillas de las fortificaciones del zoco la seguían en manifestación entusiasta. Los cordeleros, sastrecillos y tintoreros abandonaban estupefactos su trabajo para verla pasar.

El Capitán Silver, que embadurnaba telas de un modo abominable, hizo un retrato de Enriqueta Dogson en esta facha, y para agravar su crimen, situó tras ella dos forajidos ventrudos, cara de luna de betún y labios como rajas de sandía. Semejantes sujetos, vestidos al modo bizantino, podían ser eunucos, verdugos, o sabe Alá qué. Imposible establecer quién era más loco, si el pintor Silver o la millonaria disfrazada.

Enriqueta Dogson envió el retrato al bufete de su padre, en Nueva York. El viejo Dogson, un hombre razonable, se echó a reír a carcajadas al descubrir a su hija empastelada al modo islámico, y dirigiéndose al doctor Fancy le dijo:

-¿De dónde habrá sacado semejante disfraz esta muchacha? Le juro, mi querido doctor, que ni registrando con una linterna todos los países musulmanes descubriremos una sola mujer que se eche a cuestas tal traje. Es absurdo.

Dicho esto, el viejo Dogson meneó la cabeza estupefacto, al tiempo que risueñamente se decía que el disfraz de su hija podía provocar un conflicto internacional. Luego se encogió de hombros. Los hijos servían quizá para eso. Para divertirle a uno con las burradas que perpetraban.

El que no se encogió de hombros fue el anciano Faraj el Bint Abdalla.

Faraj el Bint Abdalla estaba amostazado.

En Tánger no se hacía otra cosa que mormurar el enamoramiento de su hijo Dais con esta extranjera fantasiosa.

Un amor con una musulmana es el ideal de todo europeo. Una intriga con un árabe, el más glorioso recuerdo que puede llevarse una muchacha occidental. Enriqueta Dogson era consecuente con este punto de vista. Se podían ver fotografías de ella en compañía de Dais el Bint Abdalla. En la orilla del Mediterráneo, sobre las murallas, recostada a lo largo de los antiguos cañones portugueses, con Dais el Bint Abdalla sentado melancólicamente a su lado. También aparecía Enriqueta en el palacio del ex sultán, con el joven Dais a su lado; a la entrada de la mezquita, con el joven Dais sentado a sus pies; en una grada del pórtico, en el zoco, con el joven Dais ofreciéndole un ramo de rosas; bajo un grupo de palmeras, más allá de la «Puerta del Castigo». Aquello era sencillamente delicioso.

Realmente, al viejo Faraj el Bint Abdalla no le faltaban razones para andar amostazado.

El joven Dais el Bint Abdalla se había ido enamorando. Secretamente pensaba renunciar a la religión musulmana, en cambiar la chilaba, las babuchas y el fez por un correcto traje europeo y un hongo discreto, y abandonar a su familia para ir en seguimiento de Enriqueta Dogson. Tales disparates pensaba muy secretamente y con temor oscuro, porque no había podido olvidar ciertos versículos del Corán que en su infancia le habían valido buenas tandas de palos en la planta de los pies, y el Corán estaba incrustado en su vida, y no dejaba de comprender que estaba acercando su vida a una peligrosa playa ignorada.

El viejo Faraj el Bint Abdalla le vigilaba con los ojos bien abiertos.

Sin pérdida de tiempo le escribió a su corresponsal en la isla de Java, en Bali, y un mes después recibió una respuesta afirmativa. Podía enviar su hijo a Java. Se haría cargo de él su amigo el usurero Hassan.

Cierto es que el Corán prohíbe terminantemente la usura; pero esto es con los musulmanes, y el astuto Hassan, en la isla de Java, ejercía la usura no con los musulmanes sino con los infieles, es decir, con los campesinos chinos y budistas. El Corán no prohíbe beneficiarse con la hacienda de los incrédulos.

El viejo Faraj, una vez recibida la respuesta de Java, llamó a su hijo Dais a la sala de abluciones de su casa, y sentado frente a él, mientras el joven permanecía respetuosamente de pie, le dijo:

-Sé que te has enamorado de una perra infiel. ¿Pretendes que la cólera de Alá ruede sobre nuestras cabezas? ¿Sabes tú lo que encierran los sesos de carnero de una mujer extranjera a tu raza y a tu religión? ¿De una mujer que se pasea semidesnuda entre los hombres, mostrándoles sus piernas y su rostro y bebiendo como una mula, no agua, sino licores?

Dais el Bint Abdalla permanecía silencioso, como cuadra a un buen hijo.

El viejo Faraj continuó:

-Te has enredado como un camello en tus propias cuerdas. ¿Has olvidado la dignidad que te debes a ti mismo y a tu familia y los peligros que encierra para un piadoso creyente el reiterado trato con una mujerzuela oriunda sabe Alá de qué familia? Prepara tu equipaje y apréstate a partir para Java. Irás a trabajar a la casa de mi amigo Hassan, el prestamista. Pero antes de salir, ve a la casa de Hacmet y dile que te haga conocer a su abuelo. Y que su abuelo te muestre su cuerpo desnudo.

Por primera vez Dais abrió la boca asombrado:

-¿Que su abuelo me muestre su cuerpo desnudo?

-Sí; que su abuelo se desnude frente a ti y te muestre su cuerpo. Vete ahora. Y no te olvides. Te haré apalear como a un esclavo si alguien me informa que te ve en compañía de esa maldición de Alá.

Dais se inclinó respetuosamente. Estaba perdido. No le quedaba otro recurso que matarse o partir para Java. Lo pensaría. ¡Ah! Y antes, visitar la casa de Hacmet y decirle que su padre le había dicho que le hiciera conocer a su abuelo. Pero a su abuelo desnudo. ¡Eso sí que era una ocurrencia!

El joven Dais retrocedió espantado cuando el viejo Halid Majid terminó de desnudarse, y abriendo una ventana se mostró a la claridad del sol.

El cuerpo del viejo estaba surcado de terribles cicatrices. Semejantes a un follaje de piel roja y brillante, se extendían irregularmente por todos sus miembros. Esas cicatrices y costurones abarcaban su rostro, sus labios, sus párpados, sus brazos. Era como si el cuerpo de aquel hombre hubiera pasado a través de un engranaje terrible que sin hacerle perder su forma humana le hubiese desgarrado con sus dientes. No había una pulgada de epidermis en aquel anciano que no estuviera señalada por la misteriosa tortura. Ésta le daba la apariencia de un monstruo chino. Una vez que el viejo creyó haber sido contemplado lo suficiente por el joven Dais, le dijo:

-Siéntate, hijo de Faraj, y escucha atentamente mi historia. Éstas son las desgracias que les ocurren a los musulmanes que se acercan a las mujeres que no son de su raza. Cuando me hayas escuchado, el camino del deber aparecerá recto y fácil ante tus ojos. ¿Me escuchas, hijo de Faraj?

-Sí, señor; te escucho.

-En nombre de Alá el Clemente, el Misericordioso: Hace ochenta años. Yo entonces tenía veinte años. Mi padre me envió a la ciudad de Singaragia, en la isla de Java. No sé si tú sabrás que su población se compone en su mayor parte de malasios infieles, de chinos hediondos y de budistas cuya indecencia llega a extremos que no puedes imaginarte. Era mi amo un hermano de mi padre. Aparte de traficar con nidos de golondrina, a los cuales son muy aficionados los chinos, se dedicaba al préstamo como a la compra de telas baticadas, que son unas telas sumamente floreadas por las que pierden la cabeza los javaneses más sensatos.

«Mi tío tenía su tienda al final de una calle en la que podían verse altas pértigas de cañas de bambú adornadas en su extremo de manojos de plumas de colores. Por esta calle pasaban hacia sus posesiones del campo los chinos principales, muy tiesos en sus literas doradas y conducidas por coolíes. También pasaban mujeres, con medio cuerpo desnudo y el rostro descubierto, conduciendo sobre la cabeza redondas bandejas de piñas y plátanos, que parecían ciempiés por los innúmeros rayos de palma que de ellos partían.

«Yo estaba asombrado de todo aquello que mis ojos veían, y nada igualaba a mi agrado como el poder pasearme por entre las bajas montañas, de las que bajaban como grandes escalones las terrazas de los arrozales. También acudía a las riñas de gallos, por las que enloquecen los javaneses, o me sentaba en unas piedras excavadas que ellos llaman las ‘Sillas de Shiva’, escuchando la música que hacía el viento al pasar por unas inmensas arpas de bambú que los nativos de esos parajes colocan en sus sembradíos para ahuyentar a los pájaros que destrozan sus cosechas.

«No vivía sino pasando de un asombro a otro. Solía también pasearme por el mercado, donde había infinita variedad de infieles, algunos con los dientes laqueados de negro, otros con la cabeza rapada, los dientes limados y las narices perforadas, así como chinos de túnicas floreadas, sacerdotes con mantos amarillos, cingaleses conduciendo vacas gibosas y campesinos seguidos de sus lagartos domesticados.

«Estando una mañana en el mercado, vi a una mujer que me llamó la atención. Era alta, majestuosa; su cuerpo estaba envuelto en una sola pieza de tela floreada y su cabeza adornada de una corona de flores. Iba descalza, como acostumbraban las mujeres de aquel país, y cuando me vio, arrimado a la tienda de un mercader de flores, me echó tal mirada, que mis huesos se echaron a temblar. Un mal genio me inspiró a seguirla. Eché a caminar tras de ella, hasta que entró en una casa en cuyo portal cosía prendas un sastrecillo. La desconocida, antes de entrar al portal, se volvió y me sonrió de tan arrebatadora manera, que súbitamente creí que el día se había convertido en noche y que mi vida quedaba caída a la misma entrada del portal.

«Al día siguiente volví al mercado, y a la misma hora llegó la desconocida, que se detuvo en el puesto de una mujer que mercaba legumbres. Yo, indeciso y tímido, permanecí a alguna distancia de ella, pero pronto la desconocida me descubrió y volvió a sonreírme. Yo iba a acercarme a ella, pero la vendedora de legumbres me hizo un gesto y comprendí que tenía algún mensaje que transmitirme. Cuando me acerqué a su puesto, me dijo que su compradora se llamaba Turey y que era esposa de Moana, el sastrecillo. Turey le había dicho que gustaba de mí, y que aquella noche, cuando los vigilantes golpean en los tambores de madera la hora primera, me acercara al portal donde podría hablarme, pues a esa hora el sastrecillo, fatigado por las labores del día, dormía profundamente.

«Ansiosamente esperé la noche, y llegó la noche, y después la hora primera. Cautelosamente me acerqué al portal, cuya puerta estaba entreabierta. Allí me aguardaba Turey. Me dijo que con riesgo de su reputación se atrevía a hablarme. Yo le agradaba mucho. Su marido, el sastrecillo Moana, pertenecía a la religión brahmánica, pero ella no sentía ninguna atracción hacia él.

«Desde aquella noche continuamos viéndonos siempre. Entrada la oscuridad, yo me deslizaba hacia el portal que ella dejaba entreabierto, y mientras el sastrecillo dormía, nosotros vivíamos nuestra felicidad.

«De esta manera transcurrieron algunos meses. Dicen los sabios que el placer sacia al hombre y encadena a la mujer. Una noche, mientras conversábamos en el portal, Turey me preguntó si yo me casaría con ella si su marido llegara a morir. Irreflexivamente le respondí que sí; pero luego, atacado por un escrúpulo que me produjo el recuerdo de una bárbara costumbre practicada en aquel país, le pregunté:

«-Pero, dime, en este país, ¿las viudas no están condenadas a la hoguera?

«-Sí -me respondió Turey-. Algunas mujeres practican aún esa costumbre; pero ella queda para las viudas que no quieren cambiar su religión; que las que abandonan el brahmanismo y se hacen musulmanas no marchan a la hoguera, aunque el deshonor caiga sobre ellas y su familia y parientes las repudien.

«Una esclava que se acercó a ella en aquel momento interrumpió nuestra conversación y yo tuve que marcharme.

«Volvimos a vernos otras veces, y Turey no recordó más la propuesta que me hizo aquella noche; pero una vez que llegué al portal, aunque lo encontré entreabierto, Turey no estaba. Pensando que me convenía aguardar, me senté allí, y Turey no tardó en aparecer.

«Escúchame -me dijo-. Es tanto lo que deseaba vivir a tu lado, que esta noche, he envenenado a mi marido. Él acaba de morir. Está allá arriba, en su cama. Nadie sospechará que lo he matado, porque el veneno que le he dado no mancha el cuerpo. Ahora nadie podrá impedirme estar a tu lado. De modo que cuando pasen algunos días, me casaré contigo y adoptaré tu religión.

«Escuchándola, mi corazón se aterrorizó secretamente. Jamás supuse que esa mujer fuera capaz de envenenar al inocente sastrecillo. Me dije, razonablemente, que bien pudiera ser que mi destino fuera morir también envenenado a manos de Turey si la casualidad ponía en su camino a otro hombre que le agradara más que yo. Sin poder detenerme, no le oculté mi repulsión por el crimen que había cometido. Le dije que aquélla era la última vez que nos veíamos, y que no se acercara nunca más a mí, porque si no la denunciaría a la justicia del Sultán por el delito cometido.

«Turey escuchó en silencio mis palabras, y yo sentí que sus ojos me atravesaban el corazón como dagas envenenadas. Sin saber por qué, en ese momento entró un miedo pánico en mi entendimiento. Sin poderme reportar, me aparté corriendo del portal. Parecíame que la misma sombra del sastrecillo recién asesinado me amenazaba de terrible muerte o me previniera de un suceso peor aún.

«Aquella noche, no pude conciliar el sueño. Pensaba que en cierto modo yo era el culpable del triste fin de Moana y que el día del Juicio Final me sería pedida cuenta de su tremenda suerte. Desvelado con tan siniestros pensamientos, vi llegar el amanecer, y cuando entré en la tienda de mi tío, éste me dijo:

«-¿No sabes la novedad? Anoche murió Moana, el sastrecillo. Su viuda ha manifestado el deseo de morir en la misma hoguera que carbonice el cuerpo de su marido. Realmente, estas mujeres bárbaras dan muestras a veces de una fidelidad que ni entre los mismos creyentes se encuentra para raro ejemplo.

«Si bien me espantó el fin del sastrecillo, más aún me asombró el propósito de Turey. ¿Qué se proponía al manifestar su voluntad de morir en la hoguera? ¿Hacerse perdonar por el dios de sus creencias el mortal pecado que había cometido?

«Aunque mozo irreflexivo, adivinaba que un destino grave había caído sobre mi cabeza. En pocas horas, con mi conducta licenciosa había provocado la muerte de un honesto cortador de prendas, y ahora el suicidio de su arrepentida viuda. Indudablemente que algún día el Ángel de la Muerte me pediría cuentas de semejantes desaguisados, y no terminaba de jurarme a mí mismo que jamás volvería a fijar los ojos en la mujer del prójimo, cuando inopinadamente apareció la esclava de Turey, quien, dirigiéndose a mí, me dijo:

«-Mi señora manda decirte que de acuerdo con las costumbres del país, su difunto marido será quemado en una hoguera, y que ella, como cuadra a una viuda honesta, se precipitará en la hoguera. Díjome también que te diga que le agradaría mucho verte en el cortejo de los que la despidan de esta vida.

«Yo me estremecí de horror frente al sacrificio casi inevitable. Sin embargo, para calmar mis remordimientos, me decía que Turey, llegado el momento, no se atrevería a arrojarse entre las llamas, y dejé que su esclava se retirara, después de prometerle que cumpliría con mi deber e iría a verla morir.

«Por la tarde, lívido como el mismo muerto a quien llevaban a quemar a una hoguera que se encendería en el bosque, me incorporé al cortejo funesto.

«Rodeada de los malditos sacerdotes brahmanes y de viejas desgreñadas, que más parecían fieras carniceras que seres humanos, marchaba Turey con el rostro rayado de sangrientos arañazos y los ojos hinchados por interminable llanto. Yo la miraba sin acertar a comprender cómo era posible que amando tanto la vida y el placer diera su vida por un ser que cuando estuvo vivo ella mató. A su lado, como protegiéndola de aquellas que podían persuadirla de que no llevara a cabo tan bárbaro propósito como el de quemarse viva, marchaban los parientes del sastrecillo, y todos la cumplimentaban por su conducta y fidelidad a las costumbres del país.

«Llegados al bosque, los que formábamos el cortejo hicimos un círculo en torno de un monte de leña donde se abrasaría el muerto y se suicidaría su viuda. Yo no abandonaba la esperanza de que llegado el extremo momento Turey se negaría a arrojarse entre las llamas. A todo esto, los sacerdotes colocaron el cadáver del sastrecillo sobre los maderos regados de aceite y un monje encendió la pira. Una rápida llamarada envolvió el montecillo de madera. Turey, separándose del cortejo, echó a caminar en torno de la hoguera para buscar el lugar más bajo y entrar en ella. Se acercó a mí. Yo iba a recibir su postrer saludo… ¡Horror!… De pronto me sentí agarrado por los ganchos de sus manos y arrastrado con infernal violencia al centro del brasero. Rodamos encima de las brasas. Yo profería terribles gritos, tratando de librarme del mortal abrazo de ese monstruo, cuya venganza era manifiesta ahora. Las llamaradas lamían mi cuerpo y mi túnica ardía rápidamente. De pronto, los brazos de la horrible mujer que me mantenían pegado al fuego se aflojaron; con mis vestiduras incendiadas, achicharrado vivo, me arrojé fuera de la hoguera y caí desvanecido sobre la hierba del prado.

«¿Con qué palabras contarte mis terribles sufrimientos? ¡Oh, hijo de Faraj! Me sumergieron en un barril de aceite, donde durante muchos días y muchas noches creí que los sufrimientos terminarían por hacerme perder la razón. Mi tío, mis amigos, nadie creía que resistiría las graves quemaduras que me desfiguraban el cuerpo. Sin embargo, poco a poco fui reponiéndome, y aunque el fuego de la hoguera me había transformado en un monstruo, no pude menos de darle las gracias a Alá por haberme inferido tan clemente castigo.

«Ahora ya lo sabes, hijo del amigo de mi hijo. No busques amor de mujer fuera de tu raza, de tu ciudad natal y de tu religión.»

Y ésta, aunque ingenua, fue la causa por la que Enriqueta Dogson, de la mañana a la noche, dejó de ver para siempre al joven Dais el Bint Abdalla, que, sin despedirse de ella, se embarcó para Java en busca del olvido de una pasión insensata.

Extraordinaria historia de dos tuertos – Roberto Arlt

Dudo que tuerto alguno pueda contar otra maravillosa historia semejante a la que nos ocurrió a mí y a Hortensio Lafre, tuerto también como yo. Y ahora tomáos el trabajo de leerme.

Tenía yo pocos años de edad cuando perdí mi ojo derecho en un accidente de caza que le aconteció a mi padre, y la ruina sobrevenida a éste poco tiempo después, por ser más aficionado a los deportes cinegéticos que al cuidado de su molino y campos, nos arrastró a todos hasta ese refugio de fracasados que es el Barrio Latino de París. Después de numerosas peripecias que no son del caso, a la edad de dieciocho años conseguí un empleo de cobrador de una compañía de mutualidad, y en este trabajo me ganaba penosamente la vida, durante los comienzos del año 1914, cuando a fines del mes de enero trabé conocimiento con un venerable caballero que estaba asociado a la compañía. Este buen señor usaba barba en punta como un artista, y su melena de cabello entrecano y ondulado, así como su mirada bondadosa, le concedían la apariencia que podría tener el padre del género humano si acertaba a hacerse invisible. Se llamaba monsieur Lambet.

Monsieur Lambet vivía en una discreta casa con jardincillo en el arrabal de Mont Parnasse, y la segunda vez que le fui a cobrar la cuota de su seguro, como no tuviera nada que hacer, me acompañó por las calles y se interesó evidentemente en las condiciones en que vivía yo y mi madre y mi hermana. Cuando le manifesté que nuestra condición económica era sumamente precaria, no se asombró, y sí recuerdo que me dijo con tono de voz sumamente patético:

-Mi querido joven: si vos usarais un ojo de vidrio os sería mucho más fácil conseguir un puesto honorable.

-¿De dónde sacar el importe de un ojo de vidrio, monsieur Lambet? ¿De dónde?

Monsieur Lambet guardó un prudente silencio y continuó caminando en silencio a mi lado. Luego me dijo:

-Evidentemente, no se trata de menospreciar vuestra persona, pero un joven tuerto no es, en manera alguna, atrayente.

-Vaya si lo sé -repuse yo, suspirando tristemente.

Monsieur Lambet prosiguió:

-Ha progresado tanto la industria de los ojos de vidrio, que hoy se hacen tan perfectos, que hay personas que afirman que los ojos de vidrio son más tiernos y expresivos que los ojos naturales. Yo no me atrevería a jurar eso, pero evidentemente un hombre tuerto con su ojo de vidrio es mucho más atrayente que sin él.

-Monsieur Lambet: creo que yo jamás reuniré el dinero que cuesta un ojo de vidrio.

Pero monsieur Lambet era un hombre de sentimientos nobles. Me tomó de un brazo, me apretó y me dijo:

-Querido joven: vos me recordáis, precisamente, el rostro de un hijo mío muerto hace muchos años. Permitidme seros útil. Monsieur Tricot, honrado comerciante amigo mío, trafica en anteojos, lentes, vidrios de aumento y ojos artificiales. Yo os recomendaré a él, y estoy seguro que accederá a colocaros un ojo de vidrio en condiciones que no os serán onerosas.

Deshaciéndome en muestras de gratitud le di repetidas gracias a monsieur Lambet, quien me estrechó contra su pecho y dijo que estaba encantado de poder serme útil en tal insignificancia, y debió serlo, porque cuando al día siguiente me presenté en la tienda de monsieur Tricot, monsieur Tricot, un caballero alto, grueso, de atravesada mirada y espesa barba negra, me recibió aparatosamente, me hizo entrar a su trastienda y dio principio al trabajo de probarme diferentes ojos de vidrio, hasta que finalmente descubrió un hermoso ejemplar que parecía hermano gemelo del mío, natural, a punto, que al observarme en un espejo no pude menos de lanzar un grito de admiración. Me había transformado en otro hombre gracias a la bondadosa generosidad de monsieur Lambet.

Cuando lo interrogué a monsieur Tricot respecto al precio del ojo de vidrio, me respondió:

-Vete a darle las gracias a tu benefactor, y no te preocupes. Lo que des aquí en la tierra, lo recibirás centuplicado en el cielo. Lo que debes hacer, truene o llueva, es quitarte este ojo todas las noches y ponerlo en remojo en un vaso de agua como si fuera una dentadura. Mediante ese procedimiento, sus colores se mantendrán siempre frescos y puros y no darás a la gente una mala impresión, porque los ojos de vidrio se empañan mucho con la humedad.

Nuevamente le di las gracias a monsieur Tricot, prometiéndole seguir escrupulosamente sus consejos, y poco menos que bailando por las calles llegué a Mont Parnasse, donde al ver a monsieur Lambet me precipité hacia él. Monsieur Lambet, como si yo fuera su mismo hijo resucitado, me tomó por los brazos, me miró y me dijo:

-Vive Dios que eres mi hijo, mi propio hijo resucitado, y no te dejo marchar. De aquí en adelante vivirás en mi casa.

No hubo forma de persuadirle para que dejara de cumplir su deseo, y tuve que complacerle y marcharme de mi casa a vivir en la suya. No dejé de ser lo suficiente ingrato para desconfiar de las atenciones de mi protector; pero a los pocos días de vivir bajo su techo, comprendí que me había equivocado groseramente. Monsieur Lambet era el más simpático y bueno de los hombres. Lo único que exigía de mí era que durmiera en su casa y almorzara y cenara con él. Luego me dejaba salir a vagabundear, no sin dejar de decir siempre que se despedía de mí:

-Gracias, muchacho. Me has dado el placer de pasar una hora con mi hijo.

Mi excelente familia se alteró con este cambio, en razón de mi juventud e inexperiencia, pero terminaron convenciéndose de que monsieur Lambet era un viejo maniático cuyo trato nos beneficiaba. Y así era. Un mes después de este cambio, monsieur Lambet, alegremente, me informó que por favor de monsieur Tricot había obtenido para mí una plaza de vendedor de anteojos y ojos de vidrio en la zona alemana de Hamburgo. Recibiría sueldo y un tanto por ciento sobre los beneficios de las ventas. Yo me manifesté algo reacio a abandonar mi puesto de cobrador, pero tanto insistió monsieur Lambet en que mi posición económica cambiaría fundamentalmente, que resolví contra mi agrado hacer la prueba. No creía en el éxito de los ojos de vidrio. Para que mis gastos fueran menores, monsieur Lambet me recomendó al Hotel de «Las Tres Grullas», cuyo propietario, un sonriente y gordo hamburgués, me recibió como si fuera su hijo. ¡Evidentemente, el mundo estaba repleto de buena gente!

Mi primera salida por Hamburgo fue un éxito. Vendí lentes y ojos artificiales como para reparar a un ejército de tuertos.

Desde entonces Hamburgo fue mi base de operaciones…, pero una noche que dormía en «Las Tres Grullas» me ocurrió un suceso tan extraño, que aún hoy es motivo de maravilla entre los que tienen la paciencia de escuchar mi relato.

Había llegado tarde al hotel porque me entretuve en el puerto, conversando con algunos comerciantes que querían estudiar en París las posibilidades de colocar ciertos artículos de fantasía.

Serían las dos de la madrugada, y trataba inútilmente de conciliar el sueño, cuando la puerta de mi habitación se abrió tan cautelosamente, que, sobreponiéndome al instintivo temor que causa la presencia de un extraño en nuestra alcoba, resolví espiarlo. En caso que pasara algo, sabría defenderme.

Como es natural, esperaba que el desconocido se dirigiera al ropero, en cuyo interior estaba colgado mi traje; pero con mi único ojo entreabierto, a la grisácea claridad que se filtraba por un postigo entreabierto, reconocí al dueño de «Las Tres Grullas», que se dirigía a la mesa.

¿Sabéis lo que hizo allí? Tomó la copa de agua donde se encontraba sumergido mi ojo de vidrio, y con ella se retiró tan cautelosamente como había venido.

Yo quedé atónito. ¿Qué quería hacer el hombre con mi ojo de vidrio? ¿Pretendería robármelo?

El suceso me resultaba tan extraordinario, que una hora después no había conseguido dormirme, y en el mismo momento que en el reloj daban las tres de la madrugada, la puerta de la habitación volvió a chirriar, y el infiel hospedero, de puntillas, tan cauteloso como había entrado, con el vaso de agua en la mano, se aproximó a la mesa y dejó allí la copa.

En el interior del vaso de agua se encontraba mi ojo de vidrio.

¿Qué misterio encerraba ese ritual?

Pero no tuve tiempo de meditar mayormente sobre el misterio de mi ojo de vidrio, porque a las cinco de la mañana salía el rápido de París, y a pesar de que mi noche había sido extraordinaria, aquel amanecer no lo iba a ser menos, por efecto de una de aquellas casualidades de apariencia sobrenatural y que en la realidad de la vida son tan frecuentes e inagotablemente asombrosas.

Me despedí del dueño de «Las Tres Grullas» como si no me hubiera ocurrido nada, pero «in mente» estaba resuelto a aclarar aquel suceso, cuando otro hecho vino a complicar mi desorden mental.

No había terminado de ocupar mi asiento en mi coche de segunda, cuando frente a mí se detuvo Hortensio Lafre, un camarada de mi infancia.

Desde que mi familia había abandonado el pueblo no nos habíamos visto. En cuanto cambiamos una mirada, nos reconocimos, y después de abrazarnos efusivamente nos quedamos contemplándonos con ese gusto asombrado con que volvemos a encontrarnos con los testigos de nuestros primeros juegos; y de pronto, ambos nos lanzamos a quemarropa:

-Tú tienes un ojo de vidrio.

-Sí. Y tú también.

-Sí.

-¿Y qué haces por aquí?

-Vendo cristales, anteojos, ojos de vidrio.

Yo me quedé examinándolo, turulato.

-¡Cómo! ¿Tienes la misma profesión?

-¡Tú también vendes ojos de vidrio!

-Sí.

-¡Cristo! Esto sí que es raro.

Ahora le tocaba a Hortensio asombrarse. Súbitamente inspirado, le dije:

-¿Cómo te metiste en esto?

Hortensio comenzó a narrarme su historia:

Acosado por la necesidad se había dedicado a vender novelas por entregas, cuando un día, al llegar al barrio de Saint-Denis, se encontró con un honorable anciano que le cobró simpatía porque Hortensio se parecía prodigiosamente a su hijo muerto.

-¡Satanás! ¡Esa es mi historia! Continúa.

El viejo bondadoso, lamentándose de que Hortensio fuera tuerto, lo recomendó a lo de monsieur Tricot, quien no sólo le regaló un ojo de vidrio, sino que le proporcionó una ventajosa colocación para venderlos en el extranjero.

-Lo mismo me ha ocurrido a mí, Hortensio. Exactamente lo mismo.

-No.

-Así como lo oyes. Dime: tu protector ¿no es un anciano con facha de pintor, pelo entrecano, barba en punta?

-Sí.

-Pues es él, monsieur Lambet.

-Yo lo conozco bajo el nombre de Gervasio Turlot.

-Pues el viejo, se llame Turlot o Lambet, debe ser un peligrosísimo bribón: en nuestra aventura hay demasiado misterio.

-¿Qué te parece si vemos al comisario de Saint-Denis? Yo lo conozco porque le he vendido a su mujer varias novelas por entregas.

-Perfectamente.

En cuanto llegamos a París nos dirigimos a la comisaría de Saint Denis, y Hortensio se hizo anunciar al comisario. Una vez en su presencia, yo me senté en el escritorio y comencé a narrarle las etapas de mi aventura. El comisario nos escuchaba asombradísimo. Finalmente requirió la presencia de un perito en ojos de vidrio, y cuando el hombre llegó, le entregamos nuestros ojos artificiales. Éste comenzó a manipular en los globos de vidrio hasta que éstos se abrieron en sus manos. En el interior de un ojo de vidrio (el mío), en un espacio hueco y circular, encontró un rollo de papel de seda, escrito con letra casi microscópica. Era un pedido a monsieur Lambet de la dirección de un oficial que había sido exonerado del ejército por deudas. En el ojo de vidrio correspondiente a mi amigo Hortensio había, en cambio, una orden a monsieur Turlot, para que asesinara al «agente 23», culpable de proporcionar datos falsos.

No quedaba duda. Monsieur Lambet, alias Turlot, era el eslabón terminal de una activa cadena de espías y nosotros, dos inocentes tuertos, sus mensajeros insospechables. Como aún no había estallado la guerra, monsieur Lambet, mi benefactor, fue detenido y condenado a treinta años de presidio. En cuanto al dueño de «Las Tres Grullas», continúa en Hamburgo, y posiblemente sirva ahora a otra pandilla de espías. Pero yo ya no creo en la bondad de los protectores desconocidos.

El jorobadito – Roberto Arlt

Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado.

Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto.

Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad.

Se han echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero una brigada de personas bien nacidas.

No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor.

Pero estaba escrito que de un deforme debían provenirme tantas dificultades. Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me he aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y delicioso pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento, en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos, hospedado en una perrera, perseguido por traíllas de chicos feroces que me clavarían agujas en la giba… Es terrible…, sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados, protervos…, de manera que al estrangularlo a Rigoletto me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel que yo me veía obligado a decirle todos los días:

-Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho nada?…

-¿Qué se le importa?

-No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia…

-Como me embrome mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y luego le prendo fuego.

Después de pronunciar estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los dientes como un demonio de teatro. Y yo le decía:

-Te voy a retorcer el pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias, Rigoletto. Te conviene…

Predicar en el desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir mis órdenes y en poner en todo momento en evidencia su temperamento sardónico y feroz. Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe. Él continuaba observando una conducta impura. Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho, es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes minucias a los periodistas. Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora abocado a mi reputación menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy un demente, afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón de mis actos se descubren las características de un cínico perverso.

Ciertamente, que mi actitud en la casa de la señora X, en compañía del jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto en el almanaque de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra de honor.

Pero de este extremo al otro, en el que me colocan mis irreductibles enemigos, media una igual distancia de mentira e incomprensión. Mis detractores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos actos en los que he intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente la prueba de cuán excelentes son las condiciones de mi carácter y qué comprensivo y tierno al fin y al cabo.

Por otra parte, si hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse debería llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré que dichos padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de sensibilidad, tan agudizada que cuando me encontraba frente a alguien he creído percibir hasta el matiz del color que tenían sus pensamientos, y lo más grave es que no me he equivocado nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y el verde del amor, como a través de la cresta de una nube los rayos de luna más o menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa acuosa. Y personas hubo que me han dicho:

-¿Recuerda cuando usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal cosa? No se equivocaba.

He caminado así, entre hombres y mujeres, percibiendo los furores que encrespaban sus instintos y los deseos que envaraban sus intenciones, sorprendiendo siempre en las laterales luces de la pupila, en el temblor de los vértices de los labios y en el erizamiento casi invisible de la piel de los párpados, lo que anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más solo que entonces, que cuando ellos y ellas eran transparentes para mí. De este modo, involuntariamente, fui descubriendo todo el sedimento de bajeza humana que encubren los actos aparentemente más leves, y hombres que eran buenos y perfectos para sus prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo llamó sepulcros encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad convirtiéndome en un sujeto taciturno e irónico. Pero me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual quiero aproximarme y es la relación del origen de mis desgracias. Mis dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame corcovado.

En la casa de la señora X yo «hacía el novio» de una de las niñas. Es curioso. Fui atraído, insensiblemente, a la intimidad de esa familia por una hábil conducta de la señora X, que procedió con un determinado exquisito tacto y que consiste en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro alcance, y como quien no quiere, un frasco de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría con un sediento. Oponiéndose en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en que nuestras relaciones hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que escandalizaron a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que adoptan este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios, de manera que el incauto -si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez- observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos de lo que permitía la conveniencia social.

Y ahora volvamos al jorobadito para deslindar responsabilidades. La primera vez que se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello de manera que hasta los viandantes que pasaban por la calle podían escucharle:

-¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han metido? En lugar de recibirme jovencitos con orinales, me atiende una vieja desdentada y hedionda. ¿Y ésta es la casa en la cual usted vive?

Y observando las puertas recién pintadas, exclamó enfáticamente:

-¡Pero esto no parece una casa de familia sino una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir? ¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí?

¿Reparan ustedes en la catadura del insolente que se había posesionado de mi vida?

Lo cual es grave, señores, muy grave.

Estudiando el asunto recuerdo que conocí al contrahecho en un café; lo recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una mesa, meditando, con la nariz metida en mi taza de café, cuando, al levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, observábame con toda atención, sentado del modo más indecoroso del mundo, pues había puesto la silla al revés y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta. Como hacía calor se había quitado el saco, y así descaradamente en cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones sobre los jugadores de billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros se ponían a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba, alternaba la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos importante de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste marcara le importara mucho más que la señalada en el gigantesco reloj colgado de un muro del establecimiento.

Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además de la consabida corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda, de modo que por el cráneo parecía un mulo y por el semblante un caballo.

Me quedé un instante contemplando al jorobadito con la curiosidad de quien mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste, sin ofenderse, me dijo:

-Caballero, ¿será tan amable usted que me permita sus fósforos?

Sonriendo, le alcancé mi caja; el contrahecho encendió su cigarro medio consumido y después de observarme largamente, dijo:

-¡Qué buen mozo es usted! Seguramente que no deben faltarle novias.

La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y muy amablemente le contesté que sí, que tenía una muy hermosa novia, aunque no estaba muy seguro de ser querido por ella, a lo cual el desconocido, a quien bauticé en mi fuero interno con el nombre de Rigoletto, me contestó después de escuchar con sentenciosa atención mis palabras:

-No sé por qué se me ocurre que usted es de la estofa con que se fabrican excelentes cornudos.

Y antes que tuviera tiempo de sobreponerme a la estupefacción que me produjo su extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó:

-Pues yo nunca he tenido novia, créalo, caballero… le digo la verdad…

-No lo dudo- repliqué sonriendo ofensivamente-, no lo dudo…

-De lo que me alegro, caballero, porque no me agradaría tener un incidente con usted…

Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de perder era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura de jumento, dijo:

-Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos…; esta corbata es inarrugable y me cuesta ocho pesos…; ¿ve estos botines?, treinta y dos pesos, caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán? ¡No, señor! ¿No es cierto?

-¡Claro que sí!

Guiñó arduamente los ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo simultáneamente:

-Qué agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no le parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden sentarse impunemente a la mesa de un café y entablar una amable conversación con un desconocido como lo hago yo? No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme?

-No sé…

-Porque mi semblante respira la santa honradez.

Satisfechísimo de su conclusión, el bufoncillo se restregó las manos con satánico donaire, y echando complacidas miradas en redor prosiguió:

-Soy más bueno que el pan francés y más arbitrario que una preñada de cinco meses. Basta mirarme para comprender de inmediato que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto en tanto sobre el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los hombres en pago de sus penurias, y aunque no creo en la santísima Virgen, la bondad fluye de mis palabras como la piel del Himeto.

Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó:

-Yo podría ser abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy. En mi familia fui profesional del betún.

-¿Del betún?

-Sí, lustrador de botas…, lo cual me honra, porque yo solo he escalado la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido profesional? ¿Acaso no se dice «técnico de calzado» el último remendón de portal, y «experto en cabellos y sus derivados» el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio profesional?…

Indudablemente, era aquél el pillete más divertido que había encontrado en mi vida.

-¿Y ahora qué hace usted?

-Levanto quinielas entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted será mi cliente. Pida informes…

-No hace falta…

-¿Quiere fumar usted, caballero?

-¡Cómo no!

Después que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto apoyó el corto brazo en mi mesa y dijo:

-Yo soy enemigo de contraer amistades nuevas porque la gente generalmente carece de tacto y educación, pero usted me convence…. me parece una persona muy de bien y quiero ser su amigo -dicho lo cual, y ustedes no lo creerán, el corcovado abandonó su silla y se instaló en mi mesa.

Ahora no dudarán ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado de su especie, y ello me divirtió a punto tal que no pude menos de pasar el brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas amistosas en la giba. Quedose el contrahecho mirándome gravemente un instante; luego lo pensó mejor, y sonriendo, agregó:

-¡Que le aproveche, caballero, porque a mí no me ha dado ninguna suerte!

Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma fuerza de enamoramiento que a mí me hacía pensar en ella durante todo el día, como en una imagen sobrenatural. Por momentos la sentía implantada en mi existencia semejante a un peñasco en el centro de un río. Y esta sensación de ser la corriente dividida en dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento del peñasco, resumía mi deleite de enamoramiento y anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que corre en nosotros se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como la corriente no puede destruir la roca, terminamos anhelando el peñasco que aja nuestro movimiento y permanece inmutable.

Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar en qué consistía el dominio que ejercía sobre mí, éste se traducía como la presión de una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me sentía ridículo, inferior sin saber precisar en qué podía consistir cualquiera de ambas cosas. De más está decir que nunca me atreví a besarla, porque se me ocurría que ella podía considerar un ultraje mi caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela entregada a las caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que esa imaginación pervertida era la consecuencia de mi conducta imbécil para con ella. En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones que obra a veces la alquimia de las pasiones, comencé a odiarla rabiosamente a la madre, responsabilizándola también, ignoro por qué, de aquella situación absurda en que me encontraba. Si yo estaba de novio en aquella casa debíase a las arterias de la maldita vieja, y llegó a producirse en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya oído hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no el amor a ella, sino el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre silenciosa, pesando a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente de que me casara o no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la madre como a una mala injuria inolvidable o a una humillación atroz. Me olvidaba de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme en estudiar el rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento de la red muscular, terroso, inmóvil por momentos como si estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros, vivos e insolentes.

Las mejillas estaban surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando aquel rostro estaba inmóvil y grave, con los ojos desviados de los míos, por ejemplo, detenidos en el plafón de la sala, emanaba de esa figura envuelta en ropas negras tal implacable voluntad, que el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía era sólo afirmarla.

Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa mujer me aborrecía, porque la intimidad, a la cual ella «involuntariamente» me había arrastrado, no aseguraba en su interior las ilusiones que un día se había hecho respecto a mí. Y a medida que el odio crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces, la señora X era más amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre precaria, tenía conmigo esas atenciones que las mujeres que han sido un poco sensuales gastan con sus hijos varones, y como una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi responsabilidad una fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e insolentes me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando mis intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía insoportable, estallaba casi en estas indirectas:

-Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo ¿qué les voy a contestar? Que pronto.-O si no:- Sería conveniente, no le parece a usted, que la «nena» fuera preparando su ajuar.

Cuando la señora X pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente para descubrir si en un parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio facial se revelaba mi intención de no cumplir con el compromiso, al cual ella me había arrastrado con su conducta habilísima. Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa desagradable, fingía estar segura de mi «decencia de caballero», mas el esfuerzo que tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia de tranquilidad, ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua, violencia que imprimía a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación de cabeza sobre el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios resecos por ese instinto animal que la impulsaba a desear matarme o hacerme víctima de una venganza atroz.

Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía articular con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio sentido de la palabra. Y aunque aparentemente resulte ridículo que dos personas se odien en la divergencia de un pensamiento, no lo es, porque en el subconsciente de cada hombre y de cada mujer donde se almacena el rencor, cuando no es posible otro escape, el odio se descarga como por una válvula psíquica en la oposición de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente cuando yo hablaba de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al extremo de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política conservadora. Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía empequeñecido y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el día era noche, me contestara:

-Efectivamente, no me fijé que el sol hace rato que se ha puesto.

Sintetizando, ella deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría de darme con las puertas en las narices y de resarcirse de todas las dudas en que la había mantenido sumergida mi noviazgo eterno.

En tanto la malla de la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo. Me sentía amarrado por invisibles cordeles. Día tras día la señora X agregaba un nudo más a su tejido, y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando las tablas del ataúd que me iban a sumergir en la nada. Sabía que en la casa, lo poco bueno que persistía en mí iba a naufragar si yo aceptaba la situación que traía aparejada el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad a medida que pasan los días se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida. Hace mucho tiempo que he comprendido que no he nacido para semejante esclavitud. Admito que es más probable que mi destino me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril, en medio del campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo de hule, donde duerme un muñeco que al decir de la gente «debe enorgullecerme de ser padre».

Yo no he podido concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento de verguenza y de lástima cuando un buen señor se entusiasma frente a mí con el pretexto de que su esposa lo ha hecho «padre de familia». Hasta muchas veces me he dicho que esa gente que así procede son simuladores de alegría o unos perfectos estúpidos. Porque en vez de felicitarnos del nacimiento de una criatura debíamos llorar de haber provocado la aparición en este mundo de un mísero y débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá incontables horas de dolor y escasísimos minutos de alegría.

Y mientras la «deliciosa criatura» con la cabeza tiesa junto a mi hombro soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos en la triangular verdura de un ciprés cercano, pensaba con qué hoja cortante desgarrar la tela de la red, cuyas células a medida que crecía se hacían más pequeñas y densas. Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente agudo para desgarrar definitivamente la malla, hasta que conocí al corcovado.

En esas circunstancias se me ocurrió la «idea» -idea que fue pequeñita al principio como la raíz de una hierba, pero que en el transcurso de los días se bifurcó en mi cerebro, dilatándose, afianzando sus fibromas entre las células más remotas- y aunque no se me ocultaba que era ésa una «idea» extraña, fui familiarizándome con su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba acostumbrado a ella y no faltaba sino llevarla a la práctica. Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover un escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría inferirle a mi novia, sumamente curiosa, la cual consistía:

Bajo la apariencia de una conmiseración elevada a su más pura violencia y expresión, el primer beso que ella aún no me había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado que jamás había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre.

Familiarizado, como les cuento, con mi «idea», si a algo tan magnífico se puede llamar idea, me dirigí al café en busca de Rigoletto.

Después que se hubo sentado a mi lado, le dije:

-Querido amigo: muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha besado ni lo besará. ¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero dudo que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero que para que se dé cuenta de mi cariño le diré que nunca la he besado. Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba de su amor hacia mí… y esa prueba consistirá en que lo bese a usted. ¿Está conforme?

Respingó el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó:

-¿Y quién me indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar?

-¿Cómo, mal rato?

-¡Naturalmente! ¿O usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa de su novia y como quien presenta un monstruo, le dirá: «Querida, te presento al dromedario».

-¡Yo no la tuteo a mi novia!

-Para el caso es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo, caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas gracias! Gracias por su buena intención, como le decía la liebre al cazador. Además, que usted me dijo que nunca la había besado a su novia.

-Y eso, ¿qué tiene que ver?

-¡Claro! ¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me besen? Puede no gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere obligarme? ¿O es que usted se cree que porque soy corcovado no tengo sentimientos humanos?

La resistencia de Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije:

-Pero ¿no se da cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas, el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense, infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a usted un recuerdo espléndido. Podrá decir por todas partes que ha conocido a la criatura más adorable de la tierra. ¿No se da cuenta? Su primer beso habrá sido para usted.

-¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado?

Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la «idea», le respondí:

-Y a vos, Rigoletto, ¿qué se te importa?

-¡No me llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que me ponga sobrenombres.

-Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente que he conocido?

Amainó el jorobadito y ya dijo:

-¿Y si me ultrajara de palabra o de hecho?

-¡No seas ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar? ¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés entonces la comedia de la dignidad?

-¡Rotundamente protesto, caballero!

-Protestá todo lo que quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad ¿no? Les chupás la sangre a todos los clientes del café que tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente no se encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa y calibre. ¿Con qué derecho, entonces, pretendés que te indemnicen si a vos te indemniza mi tontería de llevarte a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué más indemnización querés que el beso que ella, santamente, te dará, insensible a tu cara, el mapa de la desverguenza!

-¡No me ultraje!

-Bueno, Rigoletto, ¿aceptás o no aceptás?

-¿Y si ella se niega a dármelo o quedo desairado?…

-Te daré veinte pesos.

-¿Y cuándo vamos a ir?

-Mañana. Cortáte el pelo, limpiáte las uñas…

-Bueno…, présteme cinco pesos…

-Tomá diez.

A las nueve de la noche salí con Rigoletto en dirección a la casa de mi novia. El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba una corbata plastrón de color violeta.

La noche se presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas en las bocacalles, y en el confín, tristemente iluminado por oscilantes lunas eléctricas, se veían deslizarse vertiginosas cordilleras de nubes. Yo estaba malhumorado, triste. Tan apresuradamente caminaba que el cojo casi corría tras de mí, y a momentos tomándome del borde del saco, me decía con tono lastimero:

-¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted?

Y de tal manera crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto lo hubiera arrojado de un puntapié al medio de la calzada.

¡Y cómo soplaba el viento! No se veía alma viviente por las calles, y una claridad espectral caída del segundo cielo que contenían las combadas nubes, hacía más nítidos los contornos de las fachadas y sus cresterías funerarias. No había quedado un trozo de papel por los suelos. Parecía que la ciudad había sido borrada por una tropa de espectros. Y a pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un bosque.

El viento doblaba violentamente la copa de los árboles, pero el maldito corcovado me perseguía en mi carrera, como si no quisiera perderme, semejante a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo que para concretarse se hubiera revestido con la figura abominable del giboso.

Y yo estaba triste. Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes. Comprendía que le iba a inferir un atroz ultraje a la fría calculadora; comprendía que ese acto me separaría para siempre de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida que cruzaba las aceras desiertas:

-Si Rigoletto fuera mi hermano, no hubiera procedido lo mismo.

Y comprendía que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda la vida lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento, por su falta de amor que le hiciera tolerable los días colmados por los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía que la mujer que me hubiera querido debía primero haberlo amado a él. De pronto me detuve ante un zaguán iluminado:

-Aquí es.

Mi corazón latía fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y, empinado sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba el moño de la corbata, me dijo:

-¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado…!

Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada.

Aunque sonreía, su mirada me escudriñaba con la misma serenidad con que me examinó la primera vez cuando le dije: «¿me permite una palabra, señorita?», y esta contradicción entre la sonrisa de su carne (pues es la carne la que hace ese movimiento delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa de su inteligencia discerniéndome mediante los ojos, era la que siempre me causaba la extraña impresión.

Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho, se detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada.

-Elsa, le voy a presentar a mi amigo Rigoletto.

-¡No me ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto!

-¡A ver si te callás!

Elsa detuvo la sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en trance de convertirme en un desconocido para ella. Señalándole una butaca dorada le dije al contrahecho:

-Sentáte allí y no te muevas.

Quedóse el giboso con los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de paja sobre las rodillas y con su carota atezada parecía un ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta al absurdo personaje.

Me sentí súbitamente calmado.

-Elsa -le dije-, Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante canalla que nos escucha. Óigame: yo dudo… no sé por qué…, pero dudo de que usted me quiera. Es triste eso…, créalo… Demuéstreme, deme una prueba de que me quiere, y seré toda la vida su esclavo.

Naturalmente, yo no estaba seguro de lo que quería expresar «toda la vida», pero tanto me agradó la frase que insistí:

-Sí, su esclavo para toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor de mi aliento.

Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento, ¿saben ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha militar con el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero.

Me volví al cojo y después de conminarle silencio, me expliqué:

-Vea, Elsa, y la única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto.

Los ojos de la doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló un instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy lentamente:

-¡Retírese!

-¡Pero!…

-¡Retírese, por favor…; váyase!…

Yo me inclino a creer que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo…, pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto, que hasta entonces había guardado silencio, se levantó exclamando:

-¡No le permito esa insolencia, señorita…, no le permito que lo trate así a mi noble amigo! Usted no tiene corazón para la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco, es indigna de ser la novia de mi amigo!

Más tarde mucha gente creyó que lo que ocurrió fue una comedia preparada. Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir, es que al escuchar los despropósitos del contrahecho me desplomé en un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso, con el semblante congestionado, tieso en el centro de la sala, con su bracito extendido, vociferaba:

-¡Por qué usted le dijo a mi amigo que un beso no se pide…, se da! ¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume de señorita como usted? ¿No le da a usted verguenza?

Descompuesto de risa, sólo atiné a decir:

-¡Calláte, Rigoletto; calláte!…

El corcovado se volvió enfático:

-¡Permítame, caballero…; no necesito que me dé lecciones de urbanidad!

Y volviéndose a Elsa, que roja de vergüenza había retrocedido hasta la puerta de la sala, le dijo:

-¡Señorita… la conmino a que me dé un beso!

El límite de resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse aparecieron en la sala su padre y su madre, la última con una servilleta en la mano. ¿Ustedes creen que el cojo se amilanó? Nada de eso. Colocado en medio de la sala, gritó estentóreamente:

-¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento de una alta misión filantrópica!… ¡No se acerquen!

Y antes de que ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la ventana, el corcovado desenfundó un revólver, encañonándolos.

Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así inmovilizados por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto parecíame de lo más extraordinaria y pintoresca.

Éste, dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó:

-¡Yo he venido a cumplir una alta misión filantrópica! Y es necesario que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a la humanidad mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme un té con coñac. ¡Es una vergüenza cómo ustedes atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora, que para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té!

¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba en mis cabales.

-Lo haré meter preso…

-Usted ignora las más elementales reglas de cortesía -insistía el corcovado-. Ustedes están obligados a atenderme como a un caballero. El hecho de ser jorobado no los autoriza a despreciarme. Yo he venido para cumplir una alta misión filantrópica. La novia de mi amigo está obligada a darme un beso. Y no lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que debo aceptarlo como una reparación que me debe la sociedad, y no me niego a recibirlo.

Indudablemente… si allí había un loco, era Rigoletto, no les quede la menor duda, señores. Continuó él:

-Caballero… yo soy…

Un vigilante tras otro entraron en la sala. No recuerdo nada más. Dicen los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es posible.

¿Y ahora se dan cuenta por qué el hijo del diablo, el maldito jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué yo he terminado estrangulándole?

El hombre del turbante verde – Roberto Arlt

A ningún hombre que hubiera viajado durante cierto tiempo por tierras del Islam podían quedarle dudas de que aquel desconocido que caminaba por el tortuoso callejón arrastrando sus babuchas amarillas era piadoso creyente. El turbante verde de los sacrificios adornaba la cabeza del forastero, indicando que su poseedor hacía muy poco tiempo había visitado la Ciudad Santa. Anillos de cobre y de plata, con grabados signos astrológicos destinados a defenderle de los malos espíritus y de aojamientos, cargaban sus dedos.

Abdalá el Susi, que así se llama nuestro peregrino del turbante verde, terminó por detenerse bajo el alero de cedro labrado de un fortificado palacio, junto a una reja de barras de hierro anudadas en los cruces, tras la cual brillaba una celosía de madera laqueada de rojo. Junto a esta reja podía verse un cartelón, redactado simultáneamente en árabe y en francés:

Se entregarán 10.000 francos a toda persona que suministre datos que permitan detener a los contrabandistas de ametralladoras o explosivos.

EL ALTO COMISIONADO

No bien el piadoso Abdalá terminó de leer esta especie de bando, cuando al final de la calle resonaron los gritos de un pequeño vendedor de periódicos italiano:

-¡La renuncia de Djamil! ¡Mardan Bey, primer ministro! ¡La renuncia de Djamil! ¡Mardan Bey, primer ministro!

Abdalá el Susi movió, consternado, la cabeza. Pronto comenzaría el terror. Pronto chocarían nuevamente extremistas y moderados. Alejose lentamente del cartelón, pegado junto a la celosía roja, diciéndose:

«No sería mal negocio pescar los diez mil francos». Evidentemente, alguien estaba sembrando la campaña siria de ametralladoras livianas, que el diablo sabía de dónde brotaban. Un consulado de Damasco no era ajeno a esta infiltración. Por su parte, él, Adbalá el Susi, no creía absolutamente en nada, ni en la peregrinación a La Meca, ni en los anillos astrológicos ni en el turbante verde. Las luchas de nacionalistas y moderados le resultaban una estupidez. No tenía finalidad cambiar de amo: Llegado el momento, todos golpeaban a la cabeza con la misma frialdad. Lo importante era vivir y vivir sin hacer nada, bajo ese hermoso cielo africano. Con diez mil francos podían hacerse muchas cosas…

Nuevamente volvió la cabeza con disimulo. Nadie le seguía y ello le regocijó, porque su conciencia no estaba sumamente tranquila.

Su conciencia no se encontraba sumamente tranquila porque él había vivido en las más diversas regiones de África. Claro está que él no podía confesar desde el alto de un alminar cuáles eran los motivos que le indujeron hacía tres años a refugiarse en plena selva congolesa, donde muchos meses vivió penosamente, alimentándose con carne de elefante. Tampoco podía decir qué era lo que buscaba en los alrededores de Dahomey, donde se le vio atracarse como un miserable de horribles gusanos fritos o indigestarse de langosta seca en las puertas mismas de Fez, o pasearse como un cadí prevaricador por las calles de Túnez en un automóvil flamante.

Su existencia había sido variada y culposa. ¡Hasta llegó a ser miembro de una banda de ladrones de elefantes!

Ahora el decente turbante verde que adornaba su cabeza, la escrupulosamente limpia chilaba que con hacendosos pliegues revestía su flaco cuerpo, la renegrida barba que le caía sobre el pecho indicaban que Abdalá el Susi era un musulmán devoto, que no solo había cumplido con su peregrinación a La Meca, sino que también era muy probable que disfrutara de ciertas rentas.

Y efectivamente, las rentas de que Abdalá el Susi disfrutaba eran el producto de un robo de alhajas cometido en El Cairo, en perjuicio de una gorda y estúpida turista americana. Estas alhajas habían sido vendidas a un judío del ghetto de Tetuán; su propietaria no las encontraría jamás, mientras que él, Abdalá el Susi, con el producto de aquel robo podría aún vivir tres meses, sin necesidad de cometer ningún acto de violencia o astucia.

De pronto el tortuoso callejón se abrió como el tubo de un embudo en una plazuela, entoldado por el follaje de una vid. En el centro de este zoco se veía una fuente; el suelo, de puntiaguda piedra, estaba cubierto de sombras movedizas, y más allá, bajo un inmenso toldo amarillo, junto a un muro encalado, se abría la arcada de un café musulmán.

Sillas esterilladas invitaban a reposar. Siempre con paso grave llegó Abdalá el Susi hasta el toldo amarillo, y con respetable talante se instaló en un sillón, cruzándose de piernas. Encendió un cigarrillo y golpeó las manos. Un mofletudo muchacho con bombachas anaranjadas y un fez rojo, se detuvo frente a él; el Susi pidió café y luego comenzó a meditar.

Un imbécil, por ejemplo, se presentaría ahora mismo en la Alta Comisaría de Dimisch esh Sham para solicitar autorización al Alto Comisionado para descubrir a los contrabandistas, y los porteros y los covachuelistas de la Alta Comisaría, simultáneamente, en sus casas, en el café, en el mercado, dirían:

-Por fin se ha presentado un musulmán prudente que va a intentar descubrir a los contrabandistas de ametralladoras.

Y este musulmán prudente, como es lógico, antes de descubrir nada, moriría cualquier noche con el cuerpo hecho una criba de tiros y puñaladas. No, no, no. Abdalá el Susi no cometería ninguna de estas tonterías. Primero descubriría a los contrabandistas si podía y luego vería al Alto Comisionado.

El Susi echó la mano al bolsillo interno de su chilaba y extrajo un periódico de la mañana.

«Es evidente -decía el articulista- que los contrabandistas se valen de un nuevo medio para sacar fuera de las murallas de la ciudad las ametralladoras y los proyectiles.

«Hasta ahora, inútilmente han sido registrados los automóviles, los ejes de los carros, las más mínimas cargas que transportaban los bueyes, los camellos, los mulos y los campesinos. Todo aquel que sale fuera de las puertas de Dimisch esh Sham llevando el más insignificante paquete en sus manos está seguro de ser registrado. Todas las viviendas cuyas ventanas se abrían sobre las murallas habían sido desalojadas, las casas clausuradas y las ventanas tapiadas. Sin embargo, de la ciudad continúan saliendo respetables cargas de proyectiles para ametralladoras no solo livianas, sino pesadas, que se distribuyen entre los bandidos de la campiña.»

Por supuesto, «los bandidos» eran los líderes nacionalistas extremistas, que luchaban activamente, organizando a los campesinos para la próxima revuelta.

Un gandul se detuvo en la boca del zoco junto mismo al arco de la fuente y comenzó a gritar:

-¡La renuncia de Djamil! ¿Mardan Bey, primer ministro!

Abdalá el Susi, parsimoniosamente, volvió a doblar el periódico en ocho dobleces y se lo guardó entre el pecho y la chilaba. Su mirada, cargada de melancólica dulzura, volvió a posarse, complacida, sobre el arco encalado que se abría sobre una callejuela techada y tan estrecha que parecía un túnel enfardado de sombras azules.

De pronto, en lo alto de un alminar revestido de azulejos amarillos y negros, se vio recortarse la silueta de un hombre. El hombre del alminar, apoyándose en el antepecho sobre el vacío, gritó:

-Dios es grande. Yo atestiguo que no hay más que un Dios. Yo atestiguo que Mahoma es el Profeta. Venid a la oración. Dios es grande y único.

Precipitadamente, Abdalá el Susi abandonó su cómodo sillón de esterilla y, cayendo sobre sus rodillas en las ásperas piedras, se inclinó en dirección hacia La Meca, con los brazos extendidos delante de su cabeza, mientras pensaba:

-Me disfrazaré de Taleb.

Algunos días después de estas pacientes meditaciones podíamos encontrar a Abdalá el Susi sentado sobre una esterilla a la sombra del arco de ladrillo que forma la puerta de Sab el Estha. Frente a él, en una pequeña mesa laqueada de rojo, se veían algunos coranes forrados de pieles teñidas de diferentes colores, y a otro costado algunos pliegos de pergamino auténtico, con pequeñas bolsas de cuero rojo encima.

-Llevad un versículo del Corán, que os libra de enfermedades, falsos testimonios, aojamiento, muerte de ganado…

De tanto en tanto un campesino se acerca a Abdalá el Susi, y Abdalá el Susi escribe en un pergamino, con gruesos caracteres, un versículo del Corán, lo introduce en la bolsa de cuero rojo y se lo entrega al campesino que deja caer algunos cobres sobre la mesa.

-No te apartes nunca de él -le dice el Susi-. Tu ganado se multiplicará.

Mientras habla, el Susi no pierde de vista ni una sola de las personas que entran o salen por la puerta de Bab el Estha.

Yuntas de bueyes y rebaños de carneros pasan frente a sus ojos, vendedores con los pellejos de cabra repletos de aceite, campesinas con pilastras de carbón amarradas por juncos a los sobacos, barberos que se dedican a sangrar. Al lado mismo de Abdalá el Susi se instala un freidor de buñuelos que, de tanto en tanto, frente a la asombrada mirada de los queseros y floristas, arroja por los aires todos los buñuelos que contiene una sartén y luego los recoge sin perder uno. El mismo Abdalá el Susi está asombrado de no recibir una salpicadura de la nauseabunda grasa que utiliza el tunecino.

Con las piernas cruzadas sobre su esterilla, grave el talante y pensativa la mirada, Abdalá el Susi ve llegar los camellos agobiados bajo tremendas cargas con grandes manchones de alquitrán en su piel, para defenderlos de la sarna; pasan los cadíes de las tribus, en visita de ceremonial al Alto Comisionado, revestidos por magníficos albornoces escarlatas.

Pero si es fácil la entrada por la puerta, la salida es difícil. Todo aquel que lleva un bulto, un paquete o una carga es revisado implacablemente por los soldados de capa azul. Inútiles son las protestas de los campesinos, de los turistas. Para registrar a las mujeres de éstos, en una garita tras la puerta de ladrillo hay dos empleadas de policía.

Un día, irónicamente, un soldado le dice a otro:

-Los contrabandistas van desnudos.

Y ambos se ríen de la guasada.

El que no se rió fue Abdalá el Susi.

Con la frente grave bajo su turbante verde, el ex ladrón de elefantes medita envuelto en las nubes de polvo que levanta el ganado al entrar.

Conoce a todos los bribones de los alrededores. Ha identificado al entregador de una banda de asaltantes. Ha reconocido a un estafador inglés que se pasea jactanciosamente con un bastón de bambú y un casco de corcho. Pero él no está allí para ocuparse de bagatelas.

La frase de los dos soldados de capa azul continúa girando en su cerebro: «Los contrabandistas van desnudos»: Claro que es una burla. Pero una burla que no carece de sentido común. Al único hombre a quien los soldados jamás registran, jamás miran, es al mendigo miserable, que con algunos harapos sobre sus riñones, mostrando los huesos bajo la piel amarillenta o llagada, pasa extendiendo su mano. El único hombre a quien los soldados no registran es al hombre desnudo. Al mendigo de los aduares, que con el belfo colgante, la mirada extraviada, sentado junto al suelo, pasa frente a todos, con la pobreza de su repulsiva desnudez a la vista de todos. Pero Abdalá el Susi no deja descansar su pensamiento.

Repite: «Los contrabandistas van desnudos». Porque es evidente que un hombre desnudo no puede ocultar una ametralladora, a menos que haya encontrado un procedimiento para tornar invisible la ametralladora, y este procedimiento no existe.

Pasan las yuntas de bueyes y los rebaños de moruecos, y las cabras saltarinas, y las carboneras del valle, y los campesinos de la vega, y los cadíes envueltos en sus magníficos albornoces escarlatas, con los bordes revestidos de una trencilla de oro, cantan los muecines a la hora eterna el pregón de la oración, y hace bailar el buñuelero sus buñuelos en la sartén, y Abdalá el Ladrón está allí, sentado sobre su polvorienta esterilla amarilla, repitiéndose por milésima vez.

-¿Cómo puede un hombre desnudo pasar de contrabando una ametralladora sin que se le descubra?

De pronto, el hombre del turbante verde levanta la vista. Es la tercera vez que, frente a sus ojos, pasa ese mendigo, desnudo casi, montado en un borriquillo que apenas se puede mantener en pie. El mendigo tiene la cabeza arrollada en un trapo, y los restos de un pantalón, y el pecho desnudo.

Siempre que este andrajoso entra por la mañana, sale por la tarde, acompañado de algún otro mendigo, tan haraposo como él, tan desnudo como él.

-Estos son los hombres que pueden llevar las ametralladoras de contrabando -le dice Abdalá al teniente francés, que, detenido frente a él, escucha su hipótesis.

-Verás -asegura Abdalá-. Esta tarde, antes de que cierren las puertas de la ciudad, ellos saldrán, los dos desnudos, montados en su borriquito con una ametralladora de contrabando. Y no te extrañes, teniente, si es una ametralladora pesada.

El teniente Levil se aleja de la puerta de Bab el Estha, sonriendo escépticamente. Pero no faltará a su palabra. Esta tarde, con algunos hombres, estará allí para hacerle el juego a ese endiablado sujeto del turbante verde.

Efectivamente, a la caída del sol, el pordiosero que entró semidesnudo a la ciudad montado en un borriquillo, viene acompañado de otro mendigo, también semidesnudo, montado en un borriquillo.

Los dos vagabundos llevan sus pies arrastrando junto al suelo, el cuerpo inclinando sobre el cuello de sus borriquillos sarnosos, un harapo caído sobre la espalda.

El teniente Levil se acerca a Abdalá el Ladrón y le dice:

-Allí están tus hombres.

Entonces, Abdalá el Susi se incorpora de un salto, se acerca a uno de los dos pordioseros y de un puñetazo trata de derribarlo del borrico. El viejo que recibe el puñetazo de Abdalá no se cae del borrico, se inclina a un costado, y permanece allí inerte, mientras que el otro trata de escapar, pero es sujetado por los hombres del teniente Levil.

Entonces Abdalá el Susi le dice al teniente:

-Mira. Han atado a un muerto al borrico. Dentro del pecho del muerto viene oculta una ametralladora.

Y corriendo un andrajo muestra un largo corte en el pecho del cadáver robado.

El cazador de orquídeas – Roberto Arlt

Djamil entró en mi camarote y me dijo: Señor, ya están apareciendo las primeras montañas.

Abandoné precipitadamente mi encierro y fui a apoyarme de codos en la borda. Las aguas estaban bravías y azules mientras que en el confín la línea de montañas de Madagascar parecía comunicarle al agua la frialdad de su sombra. Poco me imaginaba que dos días después me iba a encontrar en Tananarivo con mi primo Guillermo Emilio, y que desde ese encuentro me naciera la repugnancia que me estremece cada vez que oigo hablar de las orquídeas.

Efectivamente, dudo que en el reino vegetal exista un monstruo más hermoso y repelente que esta flor histérica, y tan caprichosa, que la veréis bajo la forma de un andrajo gris permanecer muerta durante meses y meses en el fondo de una caja, hasta que un día, bruscamente, se despierta, se despereza y comienza a reflorecer, coloreándose las tintas más vivas.

Yo ignoraba todas estas particularidades de la flor, hasta que tropecé con Guillermo Emilio, precisamente en Madagascar.

Creo haber dicho que Guillermo Emilio era cazador de orquídeas. Durante mucho tiempo se dedicó a esta cacería en el sur del Brasil; pero luego, habiendo la justicia pedido su extradición por no sé qué delito de estafa, de un gran salto compuesto de numerosos y misteriosos zigzags se trasladó a Colombia. En Colombia formó parte de una expedición inglesa que en el espacio de pocos meses cazó dos mil ejemplares de orquídeas en las boscosas montañas de Nueva Granada. La expedición estaba costosamente equipada, y cuando los ingleses llegaron a Bogotá, de los dos mil ejemplares les quedaban vivos únicamente dos. El resto, malignamente, se había marchitado, y el financiador de la empresa, un lustrabotas enriquecido, enloqueció de furor.

Completamente empobrecido, y además mal mirado por la policía, Guillermo Emilio emigró a México, donde pretende que él fue el primero que descubrió la especie que conocemos bajo el nombre de «orquídea del azafrán». No sé qué incidentes tuvo con un nativo -los mexicanos son gente violenta-, que Guillermo Emilio desapareció de México con la misma presteza que anteriormente salió de Río Grande, después de Natal, luego de Bogotá y, finalmente, de Tampico. Algunos maldicientes susurraban que el primo Guillermo Emilio combinaba el robo con la caza, y yo no diré que sí ni que no, porque bien claro lo dicen las Sagradas Escrituras: «No juzguéis si no quieres ser juzgado».

Era él un hombre alto como un poste, de piernas largas, brazos largos, cara larga y fina y mucha alegría que gastar. Se le encontraba casi siempre vestido con un traje caqui, polainas y casco de explorador y un cuaderno bajo el brazo. En este cuaderno estaban pegados varios recortes de periódicos de provincia, donde se le veía junto a una planta de orquídeas acompañado de un grupo de indígenas sonrientes. Tal publicidad le permitió robar en muchas partes.

Este es el genio que yo me encontré una mañana de agosto en Tananarivo cuando semejante a un babieca abría los ojos como platos frente al disparatado palacio que ocupó la ex reina indígena Ranavalo. Este palacio lo construyó un francés aventurero que recaló en Madagascar huyendo de sus crueles deudores, y de quien me contaron extraordinarias anécdotas; pero dejémoslas para otro día.

Estaba, como digo, de pie, abriendo los ojos frente al palacio y rodeado de un grupo de cobrizas chiquillas con motas trenzadas y desparramadas, como los flecos de una alfombra, sobre su frente de chocolate. Por momentos miraba el palacio de la pobre Ranavalo, y si le volvía la espalda tropezaba con una multitud de robustos malgaches, que con la cabeza cargada de cestos de cañas pasaban hacia el mercado transportando sus plátanos. También pasaban rechinantes carros arrastrados por pequeños cebúes despojados de su rabo por una infección que permite salvar al buey sacrificando su cola. Yo conocía un chiste muy divertido respecto al buey y su cola, pero ahora no lo recuerdo. Adelante.

Mis proyectos eran variados. Uno consistía en marcharme a los arrozales de Ambohidratrimo, otro -y éste me seducía muy particularmente- en cruzar oblicuamente la isla partiendo de Tananarivo para el puerto de Majunga, y embarcarme allí para el archipiélago de las Comores. Ninguno de estos proyectos estaba determinado por la necesidad de los negocios, sino por el placer. De pronto escuché una gritería y vi a un viejo con casco de corcho que salió maldiciendo y riéndose a la puerta de su almacén, y al tiempo que maldecía y se reía, amenazaba con el puño la copa de un cocotero. Entonces, fijándome en donde señalaba el viejo, vi un mono con un gran cigarro encendido que se lo había robado. En el almacén ladero, un chino, con un blusón azul que le llegaba a los talones y una gran coleta, miraba al mono, que fumaba haciéndole amenazadoras señales.

-¡Tony! ¡Tú aquí, Tony!

¿Quién diablos me llamaba?

Me volví, y allí, para mi desgracia, estaba el primo Guillermo, con su traje caqui y el cuaderno debajo del brazo. Mientras cambiábamos las primeras preguntas yo pensaba en echarle escrupuloso candado a mi cartera. Sin embargo, me dejé persuadir, y Guillermo, tomándome de un brazo, exclamó en voz alta, tan alta, que creo que la pudo escuchar el chino del «fondak» frontero:

-Nunca entres al restaurante de un chino. Será un misterio para ti lo que te dé de comer.

Terminó mi primo de pronunciar estas palabras, se corrió una cortinilla de abalorios, y corpulento, con una barba despejada sobre su pecho y un turbante del razonable diámetro de una piedra de molino, apareció Taman. Arrastrando sus amarillas babuchas por el piso de madera, se aproximó a nuestra mesa, y Guillermo Emilio le dijo:

-Honorable Taman: te presentaré a un primo mío, perteneciente a una muy noble familia de América.

Taman me saludó al modo oriental; luego estrechó calurosamente mi mano y yo pensé si no había caído en una emboscada. Luego un chico tuerto, con una lamentable chilaba colgando de sus hombros y un fez rojo, depositó tres vasos de café sobre la mesa y el primo Guillermo me lo presentó:

-Es sabio y virtuoso como el ojo de Alá.

El pequeño tuerto me saludó lo mismo que su amo, y el primo Guillermo continuó:

-A ti puedo confiarme -miró en derredor cautelosamente-. Este prodigioso niño llamado Agib, ha descubierto la orquídea negra. Dice que de pétalo a pétalo la flor mide cerca de cuarenta centimetros.

-¿Y dónde descubrió ese prodigio?

-A ti puedo confiártelo. Es en el oeste del lago Itasy, sobre una falda del Tananarivo.

-¿Y por qué no la cazó él?

El tuerto, a quien su tío Taman encontraba sabio y virtuoso como el ojo de Alá, me respondió:

-Te diré, señor. He oído decir en ese paraje que en el tronco mismo de la orquídea se oculta una venenosísima serpiente negra…

– El primo Guillermo masculló:

-¡Supersticiones! ¿No sabes acaso, que el perfume de las orquídeas ahuyenta a las serpientes?

-¿Y qué piensas hacer tú? -intervine yo, que a mi pesar comenzaba a sentirme interesado en la aventura.

-Contrataré a dos indígenas. Cargaremos el tronco en una angarilla y traeremos la orquídea aquí.

Taman, el dueño del tabuco, que bebía su café silenciosamente, remató el diálogo con estas palabras, al tiempo que acariciaba la nuca de su sobrino:

-Este precioso niño no se equivoca nunca. Le aconseja un djim.

Finalmente, después de muchas conferencias, tratos y disputas, como se acostumbra en Oriente, Taman le alquiló al primo Guillermo Emilio su sobrino con las siguientes condiciones, de cuya puntual enumeración fui testigo:

TAMAN. – Convenimos tú y yo en que no le pegarás al niño con el puño ni con un bastón.

GUILLERMO. – Únicamente le pegaré cuando haga falta.

TAMAN. – Pero ni con el puño ni con el bastón.

GUILLERMo. – Pero sí podré utilizar una vara flexible.

TAMAN. – Sí; podrás. Le darás, además, de comer suficientemente.

GUILLERMO. – Sí.

TAMAN. – Le dejarás dormir donde quiera, sin forzar su voluntad.

GUILLERMO. – Sí; menos cuando esté de guardia.

TAMAN. – No serás con él cruel ni autoritario.

GUILLERMO. (impaciente). – ¡No pretenderás que le trate como si fuera mi esposa preferida!

TAMAN. – Bueno, bueno; te recomiendo a la alegría de mi vida, al hijo de mi hermana y a la preferencia de mis ojos.

Finalmente, una semana después, guiados por el tuerto Agib, salimos de Tananarivo en dirección al Norte. Dos malgaches, de pelo tan rizado que le formaba en torno de la cabeza una corona de flecos de alfombra, nos acompañaban como cargueros.

Primero cruzamos los arrabales y las aldeas vecinas, donde encontramos por todas partes, frente a sus cabañas de bambú y rafia, verdaderas colectividades de poltrones malgaches jugando al karatva, un juego muy parecido al nuestro que se conoce bajo el nombre de las damas, con la diferencia que ellos, en vez de tener trazado su tablero en una tabla, lo han pintado en un tronco de árbol.

Después dejamos detrás una larga caravana de cargadores de carbón, semidesnudos, andrajosos, algunos ya completamente ciegos, otros con larga barba blanca caída sobre el pecho desnudo rayado de costillas. Algunos se ayudaban para caminar con un báculo, y entre ellos venían jovencitas, y todos, sin distinción de edad, cargaban hasta cinco cestas redondas, puestas una encima de la otra, sobre la cabeza.

Cantaban una canción tristísima, y aunque el sol se extendía sobre los próximos mambúes, aquella caravana de espectros negruzcos me sobrecogió, y la consideré de mal augurio para nuestra aventura.

Al caer la tarde alcanzamos los primeros bosques de ravenalas, plantas de bananos de hasta treinta metros de altura, con anchas hojas abiertas como abanicos. Indescriptibles gritos de monos acompañaban nuestra marcha. Nunca me imaginé que los monos pudieran conectar tan variadísimas sinfonías de chillidos, rugidos, lamentaciones, gritos, ronquidos, rebuznos y aullidos como los que estas bestias peludas, negruzcas, rojas y amarillentas componían desde sus alturas.

El «Ojo de Alá», como irreverentemente llamaba Taman a su sobrino Agib, se había humanizado. De tanto en tanto volvía la cabeza y le dirigía una sonrisa de señorita tímida a mi primo, que, implacable como un beduino, seguía adelante sin mirar a derecha ni izquierda, a no ser para lanzar una de esas malas palabras que hasta a las bestias de la selva las obligan a enmudecer. ¡Pobre Guillermo Emilio! ¡Si sabía él para qué se apresuraba!…

Al día siguiente ya cruzamos un bosque de ébanos; luego descendimos a un valle y al cruzar un río cenagoso un cocodrilo, que tenía la misma cabeza conformada que una corneta, atrapó por una pantorrilla a un carguero y se lo llevó aguas adentro, y pudimos ver cuando otro cocodrilo, precipitándose sobre él, le llevó un brazo. El agua se tiñó de rojo, y nosotros nos alejamos consternados. Quedaba ahora un solo cargador malgache, con cara de gato de cobre, y cuyas motas las mantenía constantemente peinadas en trencitas, que le caían sobre la frente como los flecos de una gualdrapa.

El tercer día de nuestra expedición subimos a la altura de unos montes, cuya planicie parecía de cristalización vidriada, piedra negra, resbaladiza como canto de botella. Abajo se veía el mar de la selva, y allá, muy lejos, el confín aguanoso del océano Índico. A pesar de que estábamos en verano, arriba hacía frío. Después de caminar trabajosamente durante dos horas por esta planicie cristalina oscura, pelada de toda vegetación, comenzamos el descenso hacia un valle arborescente, verde como si estuviera recortado en grandes paños de terciopelo verde cotorra. Un gran pájaro azul cruzó delante de nosotros chillando ásperamente, y comenzamos a bajar, pero pronto nos envolvió una nube de estaño; mascábamos agua, y cuando quisimos acordar, casi sin tiempo para refugiarnos debajo de un peñasco, estalló una tempestad terrible.

Verticales centellas conectaban el cielo y la tierra, torbellinos de agua rodaban en el espacio sus trombas de lluvia, y los truenos y la noche nos mantenían acurrucados bajo una roca. De pronto, aquel monstruoso techo de tinieblas se resquebrajó, y nuevamente apareció el cielo azul, con un sol centelleante de alegría. Eran las dos de la tarde. Nos desnudamos y pusimos a secar nuestra ropa al sol, y por primera vez desde la salida de Tananarivo oímos, el rugido corto, parecido al ladrido de un perro afónico. Era una pareja de panteras que andaba cazando cerca de nosotros. Cenamos varios puñados de arroz hervido en agua con un poco de aceite y bebimos abundantes cuencos de cacao.

Luego nos echamos a dormir. Al día siguiente alcanzaríamos el paraje donde florecía la orquídea negra.

Aborrezco los detalles superfluos. Aquel viernes, a las diez de la mañana estábamos a un paso de la orquídea negra. Ismaíl nos había guiado hasta un pequeño sendero rayado de troncos podridos de ravanalas y acacias. Este sendero estaba cerrado al fondo por un murallón de roca, pero cubierto también de una alfombra de musgo, y allí, al fondo, derribado sobre el roquedal, se veía un tronco podrido, tan deshecho, que no podía precisarse a qué especie vegetal pertenecía. Y de este tronco arrancaba un tallo, y al extremo de este tallo…, ¡jamás he visto nada tan maravilloso, ni aun pintado!

Era una estrella de picos fruncidos, tallada en un tejido de terciopelo negro bordeado de un festón de oro. Del centro de este cáliz lánguido, inmenso como una sombrilla de geisha, surgía un bastón de plata espolvoreado de carbón y rosa.

Todos lanzamos un grito de admiración. Guillermo Emilio se aproximó, estudió el tronco, lo removió con una palanca muy fácilmente, sacó del bolsillo un puñado de monedas de plata, las repartió entre Agib y el carguero malgache y les dijo:

-Retírenla cuidadosamente. Si llegamos a Tananarivo con la flor completa, les daré el doble.

Armados de hachas y palancas Agib y el malgache comenzaron a separar el tronco de su base musgosa. Guillermo y yo dimos principio a la construcción de una angarilla de bambú provista de su correspondiente techo.

-Este ejemplar nos reportará veinte mil dólares, por lo menos -cuchicheaba Guillermo, mientras ataba las cañas.

Nunca escuché un grito de terror semejante. Salté hacia la orquídea, y allí, arriba del murallón, vi al niño musulmán con la cara cruzada por un látigo de aceite negro; de pronto este látigo de aceite negro cruzó el espacio, y ya no le vimos más. Un doble hilo de sangre corría por la mejilla de Agib.

Fue inútil cuanto hicimos. Cubierto de sudor sanguinolento, estremeciéndose continuamente, pocos minutos después moría Agib. Tenía razón. Una serpiente negra se ocultaba bajo el tronco de la orquídea.

Yo mentiría si dijera que la muerte del Ojo de Alá, como le llamábamos un poco burlonamente, nos importó. Estábamos envenenados de codicia.

Veinte mil dólares danzaban ahora en nuestra mente. El mismo malgache había salido de su apatía oriental, y dos horas después, no sin matar previamente una araña venenosa, gorda como un sapo, cargamos en la angarilla el tronco de la orquídea.

Y con esta preciosa carga, una semana después entrábamos al tabuco de Taman.

-Déjame a mí; yo le hablaré -dijo el primo Guillermo Emilio.

Recuerdo que Taman salió a nuestro encuentro sumamente pálido. Tenía ya noticia de la muerte del hijo de su hermana.

Pero me llamó la atención que no se dignó dirigir una sola mirada a la preciosa flor, cuyos festones de terciopelo y oro llenaban la mísera habitación revestida de tapices baratos y alfombras, mezquinas, de un monstruoso prestigio de sueño chino. Nos miramos todos en silencio: luego Taman dijo:

-¿Dónde han dejado al hijo de mi hermana?

Creo que el primo Guillermo empleó cinco mil palabras para explicarle a Taman el final del Ojo de Alá. Mesándose la barba, lo cual es signo peligroso en un musulmán robusto, Taman escuchaba a Guillermo, y cuanto más profundo era el silencio de Taman, más impaciente y voluble era la cháchara de Guillermo. Y de pronto Taman, cuya exquisita educación no hacía esperar esta reacción de su parte, agarró un garrote, y levantándolo sobre la cabeza de Guillermo, dijo:

-¡Perro maldito! ¡Cómete esa orquídea!

-¡Taman -suplicó el primo Guillermo-, Taman, entiéndeme: ni tú, ni yo, ni él tuvo la culpa! En cuanto a comerme esa orquídea, no digas disparates. ¿Te comerías veinte mil dólares?

-¿Cómete esa orquídea, he dicho!

-Entendámonos, Taman: tu querido sobrino…

-¡Vas a comerte esa orquídea, perro!

El tono que esta vez empleó Taman para amenazar fue terrorífico. Que el primo Guillermo se percató de ello lo demuestra el hecho que sin ningún pudor se arrodilló delante de Taman, y tomándole la chilaba, le dijo:

-Escúchame, honorable hermano mío…

Una sombra de ferocidad cruzo el rostro de Taman. Guillermo Emilio vio esa sombra, y con infinita melancolía se dirigió a la angarilla donde la orquídea negra dejaba caer su picudo cáliz de terciopelo y oro.

-Taman, piensa…

-¡Come! -ladró Taman.

Entonces por primera y probablemente por última vez en mi vida he visto a un hombre comerse veinte mil dólares. El primo Guillermo desgarró la orquídea de su tronco, y con la misma desesperación de quien devora sus propias entrañas comenzó a morder y tragarse el suntuoso tejido de la flor.

Cuando Guillermo terminó de comerse el último pedacito de terciopelo y oro, Taman salió del tabuco en silencio, y Guillermo se desmayó.

Estuvo dos meses enfermo del estómago, y cuando creyeron que se había curado una peste curiosísima, manchas negras con borde bronceado, le comenzó a cubrir la piel en todas partes del cuerpo, y aunque varios médicos sospechan que es una afección nerviosa, ninguna autoridad sanitaria le permite al primo Guillermo abandonar la isla donde «se comió su fortuna».

Ejercicio de artillería – Roberto Arlt

Esta historia debía llamarse no «Ejercicio de artillería», sino «Historia de Muza y los siete tenientes españoles», y yo, personalmente, la escuché en el mismo zoco de Larache, junto a la puerta de Ksaba, del lado donde terminan las encaladas arcadas que ocupan los mercaderes de Garb; y contaba esta historia un «zelje» que venía de Ouazan, mucho más abajo de Fez, donde ya pueden cazarse los corpulentos elefantes; y aunque, como digo, dicho «zelje» era de Ouazan, parecía muy interiorizado de los sucesos de Larache.

Este «zelje», es decir, este poeta ambulante, era un barbianazo manco, manco en hazañas de guerras, decía él; yo supongo que manco porque por ladrón le habrían cortado la mano en algún mercado. Se ataviaba con una chilaba gris, tan andrajosa, que hasta llegaba a inspirarles piedad a las miserables campesinas del aduar de Mhas Has. Le cubría la cabeza un rojo turbante (vaya a saber Alá dónde robado), y debía tener un hambre de siete mil diablos, porque cuando me vio aparecer con mis zapatos de suela de caucho y el aparato fotográfico colgando de la mano, me hizo una reverencia como jamás la habría recibido el Alto Comisionado de España en el protectorado; y en un español magníficamente estropeado, me propuso, en las barbas de todos aquellos truhanes que, sentados en cuclillas, le miraban hablar:

-Gran señor: ninguno de estos andrajosos merece escucharme. Dame una moneda de plata y te contaré una historia digna de tus educadas orejas, que no son estas orejas de asnos.

Y con su brazo mutilado señalaba las orejas sucias de los campesinos Yo esperaba que todos los tomates podridos que allí fermentaban por el suelo se estrellarían contra la cabeza del «zelje» de Ouazan; pero los andrajosos, que formaban un círculo en torno de él, se limitaron a reírse con gruesas carcajadas y a injuriarle alegremente en su lengua nativa; y entonces yo, sentándome en el mismo ruedo que formaban los hombres de la tribu de El-Tulat, le arrojé una moneda de plata, y el manco insigne descalzo y hediondo a leche agria, comenzó su relato, que yo pondré en asequible castellano.

En Larache, un camino asfaltado separa el cementerio judío del cementerio musulmán. El cementerio judío parece una cantera de tallados mármoles, y todos los días de la semana podréis encontrar allí mujeres desesperadas y hombres barbudos con la cabeza cubierta de ceniza, que lloran la cólera de Jehová sobre sus muertos.

El cementerio musulmán es alegre, en cambio, como un carmen; los naranjos crecen entre sus tumbas, y mujeres embozadas hasta los ojos, escoltadas por gigantescas negras, van a sentarse en un canto de la sepultura de sus muertos y mueven las manos mientras, compungidas, lloran a moco tendido.

El teniente Herminio Benegas venía a pasearse allí. Un inexperto observador hubiera supuesto que el teniente Benegas, al mirar el cementerio de la izquierda, quería conquistar a alguna bonita judía, o que, al mirar el cementerio de la derecha, pretendía enamorar a alguna musulmana emboscada en el misterio blanco de su manto. Pero no era así.

El teniente Herminio Benegas no estaba para pensar en judías ni en musulmanas. El teniente Benegas pensaba en Muza; en Muza, el usurero.

¡Pensaba en sus deudas!

Muza, el usurero, vivía en una finca que hay a la misma entrada de la puerta de Ksaba. Muza, el usurero, para contrarrestar el maravilloso tufo a queso podrido y a residuos que flotaba en el aire, tenía junto a la muralla dentada un jardín extendido apretado de limones, con «parterres» tupidos de claveles y rosales, que cinco esclavos del aduar de Mhas Has cuidaban diligentemente, mientras Muza, plácido como un santón, se mesaba la barba y miraba venir a sus clientes. Atendía a los desesperados entre capullos de rosas. Él no tenía escrúpulos en trabajar con corredores judíos. Muza se había especializado con los oficiales de la guarnición española. Cierto que a los oficiales les estaba terminantemente prohibido contraer deudas con prestamistas musulmanes, pues podían complicarse las cosas… Pero el teniente Herminio Benegas, una noche, contempló la verdosa muralla, almenada y triste, las campesinas dormidas junto a sus montones de leña seca, y, naturalmente, maldiciendo su destino, enfundado en un chilaba para cubrir las apariencias, fue y levantó el pesado aldabón de bronce que colgaba de la baja, sólida y claveteada puerta de la finca de Muza.

Siempre era a esa hora, cuando el cielo toma un matiz verdoso, que llegaban los clientes de Muza.

Tan advertido estaba su gigantesco portero -un eunuco tunecino negro y corpulento como un elefante-, que sin hablar, inclinándose humildemente, hacía pasar a la futura víctima de Muza hasta el jardín. El prestamista, bajo un arco lobulado con muescas de oro y filetes de lapislázuli, se levantaba, y besándose la punta de los dedos, acogía a su visitante con la más exquisita de las atenciones musulmanas. Haciendo sentar a su visitante en muelles cojines, le agasajaba, le acariciaba y le decía:

-Honras mi casa. Que Alá te cubra de prosperidad a ti y a tu noble familia. Hoy es un gran día para mí. ¿Cuánto necesitas? No te preocupes. Soy feliz al servirte.

Cuando Herminio Benegas respondió: «Cinco mil pesetas», Muza se lanzó a reír.

-¿Y por ese montoncito de leña seca te preocupas? Yo creía que era un incendio. ¡Nada más que cinco mil pesetas!… ¡Tú, un oficial español!… ¡Juro, por las barbas del Califa, que te llevarás diez mil pesetas de mi casa!… ¿No sabes que el Profeta ha dicho que las manos de los impíos están cerradas para la generosidad? Quiero que tu día de hoy sea hermoso y dulce. ¡Alí, Alí; tráele café a este hermoso oficial español!

Ciertamente que Benegas se llevó diez mil pesetas…, y firmó un recibo por quince mil.

-Tú no te preocupes -le había dicho Muza-. Seré contigo más bondadoso que tu padre y que tu madre, a quienes no tengo el honor de conocer.

Benegas volvió una vez, y luego otra y otra.

Un día, Muza se levantó adusto de sus cojines. Era la primera vez que Benegas veía de pie al prestamista. Muza era alto como una torre. Las barbas, que le llegaban hasta el ombligo, le daban el aspecto de un Goliath. El prestamista, tomándose con la mano un haz de estas barbas, dijo, al tiempo que se las retorcía con colérica frialdad:

-¿Qué te has creído? ¿Que yo asalto a los traficantes, como ese bandido de Raisuli? Te he tratado bondadosamente, como si fuera tu padre y tu madre. Y tú, ¿qué me has dado? ¡Papeles, papeles con tu firma!… ¡Me pagas, o iré a ver a tu coronel!…

Benegas pensó que podía embutir todas las balas de su revólver en la barriga de aquel monstruo, pero también pensó que podían fusilarlo. Y apretando los dientes, vencido, pidió:

-Dame tres días de plazo…, cuatro…

Muza se dejó caer sobre los cojines y respondió:

-Hasta el domingo estaré en mi finca de Guedina. El lunes, si no me has pagado, veré a tu coronel.

Y no terminó de pronunciar estas palabras, cuando frío, negro y exquisitamente homicida, el teniente vio aparecer a su lado al eunuco tunecino, que le acompañó hasta la puerta de calle, arqueando profundas zalemas.

El teniente Ruiz estaba quitándose las botas cuando Benegas entró a su cuarto. Ruiz se quedó con las manos olvidadas en los cordones de la bota al mirar el contraído semblante de Benegas:

-¿Qué te ha dicho Muza?

-El lunes verá al coronel.

Ruiz comenzó a quitarse las botas, y dijo:

-Mañana saldremos para los bosques de Rahel

-¿Rahel?

-Sí; hay que terminar los ejercicios de tiro en la parcela de Guedina.

Benegas se recostó en su cama. Estaba perdido si el prestamista veía al coronel. Y Muza no era hombre de andarse con bromas. Había metido en cintura a más de un bravucón de Larache. Se decía que una de sus hijas estaba en el harén del Califa.

¿Qué hacer?

Ruiz ya se había dormido. Benegas apagó la luz.

Por la ventana enrejada entraba una claridad festiva, reticulada. ¿Qué hacer? Benegas se levantó y abrió despacio la puerta. Allá, en el fondo del patio, se veía el escritorio del coronel, iluminado. Benegas se decidió. Cruzó el patio y se detuvo frente al cuerpo de edificio que ocupaba el coronel. Un centinela se cuadró frente a él. Benegas trepó unas escaleras y golpeó con los nudillos en una puerta.

Una voz ronca respondió:

-Adelante.

Benegas entró. Recostado en un sofá, con la chaqueta desprendida, el coronel Oyarzún parecía estudiar con la mirada las cotas de un mapa verde que estaba allí frente a sus ojos. Era un hombre pequeño, canijo, rechupado. Lo miró al teniente, y comprendió que el hombre iba en busca de auxilio: Entonces se incorporó y, ya sentado en el sofá, dijo:

-Pase teniente -le señaló una silla-. Siéntese.

Benegas obedeció. Tomó una silla y se sentó frente al coronel. Pero el coronel no parecía tener mucha voluntad de hablar. Callado, miraba tristemente el suelo. Y sin saber por qué, Benegas sintió lástima por aquel hombre flaco y canijo. ¿Sería verdad lo que se murmuraba: que el coronel se había aficionado al haschich? Cierto es que allí el haschich andaba en muchas manos…

-¿Qué le pasa?

Benegas comenzó a contar al coronel la historia de su enredo financiero con Muza. Por un instante pensó en contarle una mentira al coronel: que Muza le había pedido los planos de las baterías que defendían el valle Lukus; pero, rápidamente, comprendió que el coronel podía adivinar su mentira o tratar de aprovecharla. Mejor era decir la absoluta verdad.

El coronel, sentado en la orilla del sofá, le escuchaba, levantando de tanto en tanto sus grandes ojos pardos. Cuando Benegas terminó su relato, el coronel se puso de pie resueltamente. Tenía todo el aspecto de un mico triste. Benegas, rígidamente cuadrado, esperó su sentencia. El coronel encendió un cigarrillo, miró melancólicamente el mapa de las cotas, y dijo:

-Hay siete tenientes en este cuerpo en la misma situación que usted. ¡Esto es intolerable! Mañana salimos a cumplir ejercicios de batería en los bosques de Rahel. Guedina está atrás. No me causaría mucha gracia que cayera algún proyectil, por equivocación, sobre la finca de Muza…, aunque, en verdad, mucho no se perdería. Buenas noches, teniente.

Benegas, tieso, saludó. Había comprendido.

La parcela de Guedina se extendía por el valle, y allí, en su centro, se veía el castillete con sus torrecillas de piedra, perteneciente a Muza, el prestamista. Más allá se extendían las colinas pizarrosas, empenachadas de borbotones de verdura rojiza y verde, y allá lejos, en una loma, el lienzo de cielo estaba cortado por la línea azulenca de los bosques de Rahel.

Muza, sentado en el tondo de su parque, bajo las ramas de un naranjo con Aischa a su lado, probaba unas cortezas de limón confitado, que Aischa, soportando en un plato, le ofrecía, sonriendo, de rodillas.

Fue un silbo de pirotecnia; Muza miró, sorprendido, en rededor, cuando un obús estalló sobre la cresta del bosque.

Aischa, temblorosa, apretó contra él su juventud; pero Muza, espantado, se puso de pie, y no había terminado de hacerlo cuando un estampido más próximo levantó del suelo una columna de fuego y de tierra; y Aischa, desmayada de terror, cayó sobre el césped. Muza la miró un instante sin verla y echó a correr hacia adentro del parque.

Su terror no conocía límites porque era un hombre pacífico. Sabía que varias baterías estaban haciendo ejercicio de tiro más allá de la cortina azulenca del bosque de Rahel; pero de allí a…

Esta vez el impacto fue decisivo. El obús alcanzó el vértice de la torre de piedra, y la torre de piedra de su hermosa finca se levantó por los aires como si la hubiera arrancado una tromba por los cimientos; luego se desmoronó en una lluvia de cascotes, y un grupo de criadas, de mujeres sin velo, de esclavos, salió del pórtico principal chillando y arrastrando las criaturas consigo. Las mujeres entraron en el ala derecha del parque.

Otro estampido hizo temblar el suelo. Los muros de piedra del antiguo castillo, que había pertenecido al cheik de Rahel, se resquebrajaron; una teoría de columnitas, aventada al espacio por la explosión, fue a derramar sus tallos de mármol en un estanque; nuevamente una cortina de proyectiles barrió el suelo y los pocos lienzos de muralla que quedaban en pie bajo el sol de la tarde temblaron y cayeron.

Muza se dejó caer al suelo y comenzó a llorar. Comprendía. Los siete tenientes del cuerpo de artillería, los siete hombres que él había beneficiado con sus préstamos, bombardeaban deliberadamente su hermosa finca. No vacilaron en matarle a él, a sus nueve esposas, a sus diecisiete criados. Como en una pesadilla lo veía al maldito teniente Benegas, rodeado de sus soldados, incitándolos a concluir la obra destructora con un asalto a la bayoneta.

Las lágrimas corrían por el barbudo semblante del gigantesco Muza. Pero el fuego de las baterías parecía enconado rabiosamente sobre las ruinas; algunos proyectiles habían roto los caños del estanque; a cada explosión las piedras volaban entre espesas nubes de humo negro y polvo; por sobre el césped se podían ver los muebles destrozados por la explosión, los cojines despanzurrados. Cada proyectil arrancaba de la tierra surtidores de cascajos.

Muza, escondido ahora tras un árbol, miraba aterrorizado esta completa destrucción de sus bienes.

Evidentemente, los tenientes de artillería eran gente terrible.

Nuevamente le pareció al prestamista ver al teniente Benegas rodeado de soldados adustos, dispuestos a escarbarle en el vientre con la punta de sus bayonetas. Y el terror creció tanto en él, que de pronto se puso a gritar como un endemoniado, y ya no le bastó gritar, sino que con peligro de su propia vida corrió hacia las ruinas de la finca. Las mujeres del bosque le gritaban que se detuviera, que le iban a herir los cascos de los proyectiles que otra vez podían caer; pero Muza, sordo, desesperado, quería acogerse a sus bienes despedazados, y espoloneado por el furor que hacía girar el paisaje ante sus ojos como una atorbellinada pesadilla de piedra y de sol, dando grandes saltos se introdujo entre las ruinas; su cuerpo chocó pesadamente contra una muralla, la muralla osciló y los cuadrados bloques de granito se desmoronaron sobre su cabeza. Muza, el prestamista, dejó para siempre de facilitar dinero a los cristianos.

Veinticuatro horas después el coronel presentó un sumario al Alto Comisionado, y el Alto Comisionado se excusó ante el Califa:

-Ocurrió que durante la marcha el retículo de un telémetro se corrió en su visor a consecuencia de un golpe, lo que determinó un error de cálculo en el «reglage» del tiro. Era de felicitarse que la desgracia de Guedina no hubiera provocado más muertes que la de Muza, víctima no de los proyectiles, sino de su propia imprudencia.

El Califa, infinitamente comprensivo, sonrió levemente. Luego dijo:

-Me alegro de que el asunto no tenga mayor trascendencia, porque Muza no pertenecía a la comunidad marroquí, sino argelina.

Acuérdate de Azerbaijan – Roberto Arlt

Los dos mahometanos se detuvieron para dejar paso a la procesión budista. Con un paraguas abierto sobre su cabeza delante de un palanquín dorado, marchaba un devoto.

Atrás, oscilante, avanzaba el cortejo de elefantes superando con sus budas dorados cargados en el lomo, la verde copa de las palmeras. El socio de Azerbaijan, el prudente Mahomet, dijo, mirando a un gendarme tamil detenido frente a una dama de Colombo, cuyo cochecito de bambú arrastraba un criado descalzo.

-Que el Profeta confunda el entendimiento de estos infieles.

-Para ellos el eterno pavimento de brasas del infierno -murmuró Azerbaijan con disgusto, pues una multitud de túnicas amarillentas llenaba la calle de tierra.

Esta multitud mostraba la cabeza afeitada y casi todos se refrescaban moviendo grandes abanicos de redondez dentada. Azerbaijan con ojos de entendido, observaba los tipos humanos y descubría que en aquel rincón de Ceilán estaban representadas muchas de las razas del sur de la India.

Se veían brahmanes con turbantes chatos como la torta de una vaca; músicos con tamboriles revestidos de pieles de serpiente y trompetas en forma de cuerno de elefante; chicos descalzos, de vientre hidrópico y desnudo; sacerdotes budistas con la cabeza afeitada; parias cubiertos de polvo como lagartos y más desnudos que monos; jefes candianos, tripudos, con grandes fajas recamadas en oro y sombreros descomunales como fuentones de plata.

Se reconocían los pescadores de perlas por sus ojos teñidos de sangre y la descomunal grandeza del pecho. Había también allí algunos ladrones chinos, moviendo los ojos como ratones, y varios estafadores ingleses, que con las manos en los bolsillos miraban irónicamente desfilar la procesión, sacudiendo en el aire la ceniza de sus cigarrillos.

-Vámonos -dijo Azerbaijan.

Y Mahomet, encogiéndose de hombros, siguió a su cofrade.

-¿Tienes el dinero? -preguntó Mahomet.

Azerbaijan asintió, sonriendo. El dinero, en buenas rupias indostanas, estaba liado contra las carnes de su pecho. Azerbaijan y Mahomet habían vendido el fumadero de opio a un traficante chino. Azerbaijan y Mahomet eran nativos de Tánger, pero el azar de los negocios los había arrastrado hasta Colombo, donde, siguiendo el ejemplo de la comunidad musulmana, se dedicaron a combinar el ejercicio de la usura con la explotación de campos de arroz y fumaderos de opio.

Claro está que no podían jurar sobre el Corán que el dinero con que iniciaron sus negocios había sido honradamente adquirido. Hacía algunos años, los dos compinches, entre las nieves del Himalaya, aturdieron a palos a un espía prófugo de la policía inglesa. Inútil que, intentando defenderse, el fugitivo tomara por la chilaba a Mahomet, al adivinar sus ladrones propósitos. Más rápido, Azerbaijan le hundió, con un golpe de báculo, el casco de corcho hasta las orejas; y después de aligerarle de sus libras huyeron a monte traviesa. Y así vinieron a recalar a Ceilán.

Ahora Azerbaijan y Mahomet tomaron por un polvoriento camino torcido entre palmeras. A lo largo de cobertizos de bambú se veían hileras de viejas lavando azafrán; más allá, junto a un muro gris de piedras y de adobes, tres ancianos de turbante trabajaban frente a un telar. Una malaya hacía girar su rueda. Los hombres levantaron la vista cuando los dos mahometanos pasaron, y la mujer murmuró un conjuro para protegerse del mal de ojo.

Junto a la silla del Buda me espera un pescador de perlas -dijo, de pronto, Mahomet.

-¿Qué te quiere?

-Es forastero. Dice que tiene una perla…

-Robada…

-Probablemente…

-Debíamos verla.

La silla del Buda, un tronco quemado por un rayo tan caprichosamente, que en carbón había quedado esculpida la figura del solitario como si estuviera sobre un copo, estaba en una curva que describía el camino entrando al bosque.

Ahora los dos socios caminaban a lo largo de una playa frente al océano centelleante, aplanado por la caliente pesadez del sol. Algunas velas escarlatas se doblaban sobre la llanura de agua; los peces voladores trazaban vertiginosas curvas; la ciudad había quedado atrás; entraron en el camino que conducía a los arrozales.

-¿Qué pedirá el ladrón por la perla?

Mahomet, cuya cara redonda y lustrosa reflejaba la paz, dijo, extendiendo el brazo:

-Allí está.

Azerbaijan volvió la cabeza. No podía distinguir bajo qué árbol del bosque oscuro se ocultaba el ladrón de la perla. De pronto, sintió un golpe tremendo bajo el corazón; vio a Mahomet enorme como una estatua, que esgrimía un cuchillo gigantesco, y comprendió que estaba muerto. Cayó cara al polvo. Como en sueños, muy lejos, sintió que Mahomet, con mano impaciente, le desgarraba la faja del pecho, y todo se hizo oscuridad en sus ojos cuando el mercader se apoderó del bulto de rupias indostanas.

Lentamente, una bandeja de sangre se fue formando en el polvo. Mahomet se alejó internándose por el camino que conducía hacia la silla del Buda Este hecho ocurrió a comienzos del año 1915.

A comienzos del año 1930, quince años después de la muerte de Azerbaijan, un joven aproximadamente de dieciocho años de edad, instaló su puesto de barberillo frente mismo al Bazar de los Sederos, que en Tánger es como la Bolsa de la seda. Durante los primeros tiempos, el joven rapaba y afeitaba junto a la fontana donde van todas las mujeres del bajo pueblo a buscar agua y a murmurar de sus amas.

El Bazar de los Sederos es un lugar importante, y la mejor forma de representarle es como un patio de resquebrajadas baldosas rojas, en torno de cuyas aristas los arcos festonean de arabescos unas recovas oscuras. Bajo estas recovas se abren profundos nichos, donde relucen rollos de las más floreadas telas que pueda codiciar la imaginación de una mujer negra.

La principal tienda del Bazar de los Sederos pertenecía al asesino Mahomet. Naturalmente, nadie sabía que Mahomet había asesinado, hacía quince años, a su socio Azerbaijan en los alrededores de Colombo. Además, éste fue el primer y último crimen que cometió Mahomet, porque desde aquel día el traficante cumplía escrupulosamente con todos los deberes del creyente. No faltaba a una sola oración en la mezquita, y nunca dejaba de llevar la mano a su bolso para beneficiar con una caridad al ciego, al huérfano o al enfermo. De este modo, la vida de Mahomet florecía como su misma barba, que, cuando se olvidaba de afeitarla, relucía negra como el azabache en torno de sus mejillas sonrosadas y pulidas. Para esparcimiento de sus sentidos, mantenía un harén con eunuco y varias esclavas.

De manera que, como dejo contado, fue frente a este bazar donde instaló su puesto de barberillo el joven extranjero que apareció en Tánger. Aunque musulmán, el barberillo no era nativo de África, sino de Ceilán; su pronunciación lo delataba, y Mahomet no pudo menos que estremecerse cuando supo que el barberillo venía del archipiélago; pero se tranquilizó cuando su criado le dijo que el menestral era nativo de Puloli, la punta opuesta de Colombo.

Durante algún tiempo el jovencito cingalés rapó barbas en medio de la calle; luego, mediante algunas monedas de plata, echó al conserje del Bazar de los Sederos, y un día se le vio instalar su sillón frente mismo a la tienda de Mahomet, y poner en hilera, sobre una mesita de cerezo, sus cortantes navajas. Los comerciantes encontraban cómodo, en la hora de la siesta, sentarse en el sillón y dejarse rapar por el hombre de la isla.

Cuando no tenía nada que hacer, canturreaba.

Siempre la misma canción: «El Rasd ad-Dill».

Aquel «si» bemol con que el barberillo arrancaba palabra «ja» inicial de la canción le crispaba los nervios al pulcro Mahomet. Y el menestral canturreaba:

Ja…si-hibu l hemmi di in-nel
hemma…

A veces el sedero se encontraba con la mirada del barberillo fija en él, y entonces experimentaba una especie de ansiedad extraña, un género de incomodidad, que le hacía mover la cabeza como si el cuello de su abotonado chaleco bordado en oro le ajustara demasiado en torno del pescuezo; pero Mahomet se vengaba de esta molestia no recurriendo jamás a los servicios del barberillo.

A pesar de esto, el hombre de la isla le saludaba respetuosamente, como si el sedero fuera su padre o el protector de su hermana y su madre. Mahomet, orondo, gordo, con las mejillas lustrosas, recibía el saludo del mozo de las navajas con ostensible tiesura y dignidad. Pero el joven como si esa actitud no fuera con él, arrancaba en el irritante «si» bemol:

Ja…si-hibu l hemmi li in-nel
hemma…

Al mismo tiempo de cantar la irritante cancioncilla, asentaba una de sus navajas en una negra lonja de cuero.

Insensiblemente, todos los comerciantes del patio se acostumbraron a utilizar los servicios del cingalés, menos Mahomet, que soñando una noche que se estaba haciendo afeitar por el barberillo de Puloli, se despertó sudoroso de terror.

Sin embargo, aquello era estúpido. Mahomet era un honesto comerciante. Nadie tenía que reprocharle nada, salvo, naturalmente, el asesinato de Azerbaijan, aunque no existía sobre la tierra una sola persona que en aquel momento se acordara del hombre muerto cerca de la silla del Buda.

Un gendarme se detuvo frente a Mahomet.

-Mi cadí quiere hablar contigo.

-¿El cadí?

-Parece que un traficante, envidioso de tu prosperidad, te acusa de estar en tratos con contrabandistas de seda.

-Vete, que ya iré a ver a mi juez.

Quedó solo el comerciante frente a sus rollos de seda, e involuntariamente sus dedos, en horqueta, se tomaron la mejilla. Estaba barbudo, no podía presentarse así ante el cadí; una falta de respeto semejante no lo inclinaría al juez hacia la equidad ni a la benevolencia. Tampoco tenía tiempo de ir hacia la finca del Marshan.

Y, precisamente allí, de brazos cruzados frente a su sillón, estaba el mancebillo cingalés canturreando como de costumbre, en el irritante «si» bemol:

Ja…sa-hibu l hemmi li in-nel
hemma…

Hizo una seña al barberillo, y éste se acercó al opulento mercader:

-Trae tu sillón. Tendrás el alto honor de cortarme la barba.

Respetuoso, se inclinó el hombre de Ceilán. Luego, diligentemente, entró su sillón a la tienda del asesino de Azerbaijan. Mahomet se apoltronó, el barberillo le puso una toalla en torno del cuello que le caía sobre el pecho como un babero, y, después de humedecer la brocha, comenzó en enjabonar las mejillas del sedero. La brocha, cargada de espuma, iba y venía por el rostro del comerciante y se arremolinaba en torno de las extensiones de barba dura.

Mahomet, con la nuca apoyada en el respaldar de la silla, miraba por entre los párpados cerrados al barberillo, al tiempo que hilvanaba las razones que expondría ante el cadí.

El hombre de Ceilán se inclinó y tomó una navaja. Una navaja pesada, de filo ancho, que comenzaba a repasar pulcramente sobre una lonja de cuero…

-A ver si te apuras -rezongó Mahomet.

El barberillo le dio a la navaja dos últimos toques sobre la palma de su mano, se inclinó sobre Mahomet, suspendió la navaja sobre la garganta del sedero y le susurró con voz sumamente dulce:

-¿Te acuerdas de Azerbaijan?

Mahomet desencajó los ojos en el espanto de su situación sin atreverse a moverse.

-Está escrito que Alá pierde a los que quiere perder, hermano. Está escrito. ¿Te acuerdas del noble Azerbaijan? Le dejaste por muerto junto a la silla del Buda, pero vivió el tiempo suficiente para hacerle jurar a mi madre que yo, su hijo, lo vengaría. Me ha sido fácil encontrarte. Mi madre sabía que tú vendrías a Tánger a deslumbrar a los creyentes con tu fortuna robada.

Gruesas gotas de sudor crecían en la frente de Mahomet. Su boca entreabierta dejaba ver el fondo de la garganta, y no se atrevía a moverse. Sabía que el barberillo estaba allí trabajando en el Bazar de los Sederos hacía dos años con el exclusivo fin de tomarse venganza cortándole el pescuezo.

-Puedes rezar «la oración del miedo» -susurró el hombre de Ceilán-. Quizá el Misericordioso te la tenga en cuenta.

A pocos pasos del sedero sus camaradas, agrupados en torno de un vendedor de té, reían una historia de mujeres negras. Y ellos no sospechaban que él estaba entre las manos de un hombre que, dentro de algunos instantes, lo degollaría como a un cordero, profundamente; y ya sentía el filo de la navaja penetrar en su carne, y quería gritar y no podía. Grandes nubes rojas circulaban frente a sus ojos; el hombre de Ceilán le parecía un gigante inclinado sobre él entre bloques de montañas escarlatas. Dentro de su cuerpo una tensión misteriosa le asfixiaba, retorciéndole fibra por fibra; de su enemigo ahora solo distinguía la doble hilera brillante de los blancos dientes; y, de pronto, al sentir el frío acero rozando su piel un dolor atroz como si fuera un dolor de muelas en el corazón, le paralizó la respiración. Y súbitamente, el corpachón encogido se relajó sobre el respaldar del sillón, y la cabeza se deslizó hacia un costado.

El mancebo retrocedió. Un hilo de sangre escapaba de la boca del sedero. Y el mancebo comprendió que Mahomet se había muerto de miedo.

Accidentado paseo a Moka – Roberto Arlt

Cuando el «Caballo Verde» salió del puerto de Santa Isabel, el noble anciano, apoyado de codos en la pasarela del paquete, cargado de negros hediondos y pirámides de bananas, me dijo al mismo tiempo que miraba entristecido cómo la isla de Fernando Poo empequeñecía a la distancia:

-¡Cómo ha cambiado todo esto! ¡Cuánto! Y de qué modo!

Clavé los ojos en el rostro del noble anciano, que en su juventud había sido un conspicuo bandido, y moví también la cabeza, como si participara de sus sentimientos. El viejo continuó:

-Fue allá por el año 80. Entonces no existía el puerto que usted ha visto ni la catedral con sus dos torres de cemento, ni el hospital, ni la Escuela de Artes e Industrias, ni alumbrado eléctrico en la calle de Sacramento, ni negros en bicicleta. No. Nada de eso existía.

Fijé la mirada en el lomo de una ballena que se sumergía y luego lanzaba un surtidor de agua al espacio, pero el viejo bandido no vio a la ballena. Su mirada estaba detenida en el pasado. Emocionado, prosiguió:

-Cuando llegué a Fernando Poo, la aduana era una valla de bambú y la Casa de Gobierno una choza al pie de la colina. Algunos indígenas descalzos, embutidos en fracs donde habían zurcido charreteras de oro y sombreros de copa, desempeñaban funciones burocráticas con un puñal en el cinto y un paraguas en la mano En el mismo paraje donde se levanta hoy la catedral de Santa Isabel conocí al rey de los bupíes, un granuja pintado de ocre amarillo que se pavoneaba, semidesnudo, por el islote, cubierto con un sombrero de mujer y diez collares de vértebras de serpiente colgando del cuello. Cuando comía en presencia de forasteros, una de sus mujeres, de rodillas frente a él, soportaba en sus manos el plato de madera, en el cual él y yo hundíamos los dedos para recoger puñados de arroz, que antes de comer apelmazábamos en una bola, porque ésa era la costumbre.

El noble anciano movió la cabeza.

-¡Cuánto, cuánto ha cambiado todo esto! África ya no es África. África ha muerto, mi querido joven.

No respondí palabra, aunque me halagó el epíteto de joven. La costa de la isla se alejaba; las cimas cobrizas del cráter de San Agustín y el pico de Rosa Gándara superponían sus moles triangulares en el horizonte; la bola de fuego del sol naufragaba en un mar ígneo de vellones escarlatas.

Súbitamente la inmensidad atlántica pareció inflamarse en rojo de piedra, el rojo subió por los flancos del «Caballo Verde», bajó a los puentes; los negros parecían diablos hacinados en una caldera, las pirámides de plátanos irradiaban una atmósfera bermeja y la isla de Fernando Poo, ennegrecida en un juego de contraluces, en este fondo de fuego, quedó reteñida de violeta. Mágicamente sus valles aparecieron cargados de brumas violetas, sus montes tallados en bloques de terciopelo violeta, y de pronto, por el rostro del noble anciano, rodaron dos lágrimas, a las que el reflejo del Atlántico rojo dio apariencias de lágrimas de sangre. Luego, bruscamente, se hizo la noche. El tantán de los negros resonó a bordo del «Caballo Verde»; una luna perlática fosforeció en la inmensidad entre enormes estrellas rebosantes de temblorosas luces, y el noble anciano que en su juventud había sido un conspicuo bandido dijo, mientras vertía sobre el hielo de su copa el oro de un whisky viejo:

-Esta tarde me acordé de mi primer viaje al valle de Moka. Yo tenía dieciocho años. Todo ocurrió en la primavera del año 80. Mi choza de ramas y techo de hojas de palma se levantaba en la isla de Leben. Allí me dedicaba a vivir desnudo en las caletas. Una mañana, como de costumbre, mi criado Alí me despertó con sus palabras rituales:

«-Que tu día sea bendecido…

«Alí era un chiquillo de quince años, que yo encontré vagabundeando, muerto de hambre en las orillas del Río de Oro. Cuando tropecé con él andaba descalzo, su turbante era un trapo indecente y su chilaba hubiese avergonzado a un mendigo del Zoco. A cambio de esta pobreza de bienes terrenales, Alí era valiente como un tigre y docto como un ulema, pues hablaba holandés y un montón de dialectos africanos. Contra la seca carne de su pecho guardaba un puñal.

«Adecenté a Alí dentro de la posibilidad de mis recursos, y me lo llevé a la isla de Leben, en la de Fernando Poo.

«Ahora estaba frente a mí, más perezoso y adormilado que nunca, rezongando con la boca abierta por un bostezo:

«-Que tu día sea bendecido. Allí están los hombres que te conducirán a Moka.

«Hacía varios días le había manifestado a Alí que quería visitar el valle de Moka. El valle de Moka, antes que lo estropearan los blancos, era un paraíso de helechos, en cuyo centro una fuente de agua hirviente dejaba escapar vapores venenosos que mataban a los pájaros que cometían la imprudencia de entrar en la atmósfera de sus emanaciones de óxido de carbono. Los negros bupíes decían que el diablo vivía en el valle de Moka.

«En cierto modo, mi aventura era descabellada, porque el calor arreciaba cada día más. Lluvias constantes sucedían a soles de fuego, pero yo estaba dispuesto a toda costa a entrenarme en la vida salvaje de los bosques tropicales, pues tenía el proyecto de asaltar el próximo invierno un importante banco de Calcuta y de huir a través de la selva; mas, precisamente, para huir a través de la selva había que conocer la selva, estar familiarizado con sus peligros, con sus hombres, con su misterio.

«Tal es la razón por la que yo me veía en marcha ahora, a través de un bosque tupido, en compañía de un pillete mahometano y cuatro salvajes auténticos. Estos tenían el rostro rayado de cicatrices horizontales. Marchaban en fila india, completamente desnudos, mostrando vientres enormes en cuerpos flaquísimos, con collares de vértebras de serpiente en torno del cuello, para librarse del mal de ojo de los genios malignos de la selva. Sobre sus cabezas motudas cargaban las bolsas de arroz, cacao y café que necesitábamos para sobrevivir en medio de la selva. También llevábamos algunas botellas de pólvora para los jefes salvajes que encontráramos en el camino. Yo iba armado con una magnífica carabina, revólver y puñal. Mi proyecto era meter a los indígenas en el valle de Moka y obligarlos a cruzar el valle en dirección contraria a la que habían venido, aprendizaje que tenía que ser rico en experiencias para mí y Alí, a quien pensaba convertir en un eficiente ayudante de bandido.

«Durante los primeros días de viaje, quiero decir, las primeras horas, el paisaje me extasió violentamente. Mis hombres, unos con yataganes prehistóricos, otros con hachas de extraña procedencia, se abrían paso entre la cortina vegetal que filtraba en verde la luz solar. Había momentos que parecíamos buzos en el fondo del mar, tan perfecta era la atmósfera verde en la cual nos movíamos constantemente. Nuestra pequeña caravana era acompañada por los arrullos de las palomas silvestres, las voces atroces de los papagayos, los ronquidos de los filicoti, los chillidos de los monos, que se desgañitaban, huyendo rápidamente por las ramas más altas.

«Alí, contra su costumbre de irme pisando los talones y de adularme conscientemente en cuanto sospechaba que pudiera agradarme, caminaba ahora junto a los bupíes, que tal es el nombre de los salvajes de Poo, melancólicamente agobiado.

«Atribuí su silencio a que estaba fatigado, como yo también comenzaba a estarlo de caminar continuamente sobre una crujiente alfombra de hojas secas o podridas, cuyos vahos penetraban por las narices hasta martillear su neuralgia en las sienes. A veces levantaba la cabeza; allá arriba, muy alto, se veía la cúpula de los árboles cuyo nombre ignoraba, pero cuyo tronco áspero o lustroso, de hojas gruesas o transparentes soportaba desde sus ramas en arco innumerables bejucos, manchados de estrellas escarlatas o de cálices blancos.

«De pronto Alí me hizo una señal. Me acerqué a él y dijo:

«-Estos perros enemigos del Profeta saben que estoy enfermo.

«Lo miré, sorprendido, a él y a los cargueros.

«Efectivamente, los bupíes debían sospechar la naturaleza de la enfermedad de Alí, porque hablaban vivamente entre ellos. Llevé mi mano a la frente de Alí. Quemaba de fiebre. Le tomé el pulso. Su corazón parecía querer saltar del pecho.

«-Hagamos alto -dije-. Di a los hombres que busquen hojas de palma, que nos quedaremos aquí hasta mañana.

«Alí habló con los indígenas; éstos dejaron sus cargas en el suelo y se apartaron para recoger hojas de palma con que techar la choza que tenían que fabricar.

«Alí se dejó caer en el suelo y entrecerró los ojos. Así permaneció durante una hora. Lejos se escuchaban los voces de los cargueros bupíes. Alí, con la cabeza apoyada en el tronco, dormitaba. De pronto se puso de pie, arrojó un grito, echó a correr, golpeó de cara en un árbol y cayó. Por momentos un estremecimiento sacudía su cuerpo. Me incliné sobre él para examinarlo, y entonces, allí en su brazo amarillento, vi una ligera mancha escarlata que extendía sus arabescos.

«Me retiré estremecido.

«No quedaba duda. Alí estaba bajo la acción del primer ataque de la enfermedad del sueño.

«Como si mi descubrimiento hubiera aterrorizado a la naturaleza que me rodeaba, un silencio imponente pesaba en el bosque. Las voces de los bupíes no se escuchaban ya.

«Aturdido por la sorpresa, me senté en el tronco de un árbol derribado por el rayo. ¿No estaría yo también infectado? No podía ignorar las consecuencias de esta terrible enfermedad tan contagiosa como incurable. En el Congo, más de una vez me había encontrado con negros encadenados por el pescuezo a recios árboles para que no pudieran deambular a través de los poblados propagando su peste. Allá, en el fondo de la maleza, una tarde, no lejos del Río de Oro, descubrí un alucinante grupo de negras y negros en distintas etapas de la enfermedad. Algunos durmiendo, con la piel pegada a los huesos, otros con los párpados tan inflamados que apenas podían mantenerlos abiertos. Algunos, semiincorporados como espectros de ceniza, pedían limosna desde su lecho de hojas secas. Otros, completamente inmóviles, pegados al suelo, con las piernas encogidas, parecían momificados en su extremísima demacración. Nubes de mosquitos se cernían sobre sus cuerpos de muertos vivos.

«¿Qué hacer?

«Si yo abandonaba a Alí en el bosque, lo devorarían las fieras, las hormigas gigantes, los buitres. Si lo llevaba conmigo, me infectaba, si ya no lo estaba. ¿Qué hacer? Alí estaba perdido, y yo también, quizá, estaba perdido. De los bupíes no se escuchaba una sola voz. Nos habían abandonado, aterrorizados por la enfermedad cuya peligrosidad conocían.

«Tomé mi revólver, me acerqué a Alí y le encañoné cuidadosamente la cabeza. Sonó un estampido. Alí no sufriría más.

«Ahora lo que yo tenía que hacer era volver a Leben. Hacía siete horas que habíamos salido del islote; la noche estaría próxima. Pasaría la noche en la selva, y al día siguiente regresaría por el camino que habían abierto las hachas y yataganes de los bupíes.

«Dando un rodeo en torno del cadáver de Alí, me acerqué al lugar donde los indigenas habían abandonado las bolsas de provisiones; preparé un poco de cacao, y deshecho por la fatiga, pensando torpemente que yo podía estar también enfermo de la enfermedad del sueño, apoyé la cabeza en una bolsa, y bajo la oscuridad del ramaje me quedé dormido.

«Un grito espantoso me despertó en la noche.

«Me puse de pie en la oscuridad. Estaba rodeado de ramas de árboles sobre las que se movían lentejuelas fosforescentes. Eran las pupilas de los pájaros que reflejaban en su fondo la luz de la luna, invisibles desde el lugar donde yo vigilaba.

«Me estremecí en mi mojadura de rocío. Ni un grito ni una voz en el bosque, donde tan espantoso aullido había estallado. Por momentos se oía el crujido que provocaba una ardilla al deslizarse sobre las hojas secas, o el roce de un reptil al deslizarse.

«Me tomé el pulso. El corazón marchaba perfectamente.

«El bosque permanecía en un silencio total, un silencio como el que provoca la presencia de un ser vivo entre las bestias. Sin embargo, nada denunciaba al hombre ni al salvaje, como no ser este silencio festoneado en reflejos amarillos.

«Sin embargo, un grito terrible, allí cerca, había venido a despertarme. ¿Quién era el que había gritado?

«La noche debía estar avanzada, porque arriba, entre las ramas de los árboles, las grandes estrellas próximas parecían flotar en un estanque de agua. Cautelosamente me senté en el suelo y me puse a esperar la llegada del día. Pensé que me sobraba razón cuando pensaba que para fugarse a través de la selva había que estar entrenado. No nos habíamos apartado nada más que unas horas de la orilla del agua, y ya se presentaban dificultades insuperables.

«Otra vez me quedé dormido. Cuando desperté, el sol estaba alto. De pronto me llamó la atención un grupo de monos chillando en la copa de un árbol, señalándose los unos a los otros, como seres humanos, algo que yo no podía ver desde el lugar en que me encontraba. Recordé el grito de la noche y trepé a un árbol para escudriñar.

«Desde la rama más alta, donde ya me había encaramado, sólo se distinguía una especie de plazoleta o claro en el bosque. Nada más. Sin embargo, los monos chillaban y se mostraban algo que yo no podía ver. Bajé del árbol y comencé a cortar entre los bejucos de la cortina vegetal un camino hacia el claro misterioso. Trabajaba alegremente, a pesar de la terrible temperatura que hacía, porque pensaba que esa disposición para el trabajo indicaba que todavía yo no estaba infectado por la enfermedad del sueño.

«Finalmente llegué a la plazoleta.

«Allí, en un claro, a ras del suelo, se veía la cabeza de una negra dormida o muerta, puesto que estaba con los ojos cerrados. Parecía aquella una cabeza cortada dejada expresamente en el suelo. A unos metros de la cabeza, separada del brazo, se veía la mano derecha de la negra. Había sido cortada de un hachazo.

«El cuerpo de la negra estaba enterrado en el suelo hasta el mentón.

«Comprendí.

«El castigo que los bupíes infligían a las mujeres que cometían el delito de adulterio o que abandonaban el bosque para vivir con un extranjero. Me incliné sobre la negra. Ofrecía un espectáculo extraño esa cabeza con los ojos cerrados a ras del suelo. Levanté un párpado de la cabeza. La negra estaba viva.

«Miré en derredor. La tribu que la castigó allí, a poca distancia, había dejado olvidada una paleta de madera. Corrí a la pala y comencé a quitar la tierra del hoyo en el que la negra viva estaba enterrada. El sudor corría a grandes chorros por mi cuello. Yo descargaba y descargaba paletadas de tierra, y la negra no abría sus ojos. Le toqué la frente. Se consumía de fiebre. Finalmente, evitando herirle el cuerpo, abrí el hoyo y conseguí retirar a la negra aun viva de su sepultura. Los negros que la mutilaron le habían envuelto el muñón en hierbas, a fin de evitar la hemorragia y prolongar así su agonía. Cargué a la negra sobre mi espalda. Era una muchacha joven y bonita. La llevé hasta mi campamento, a la orilla de la fuente, y le eché un poco de agua entre los labios.

«Yo no era un sentimental; estaba acostumbrado a considerar al negro al mismo nivel que a la bestia, pero esta negra de cara romboidal, joven y ya martirizada, despertó mi piedad. Tres días después que la retiré de su sepultura abrió los ojos. Me miró, sonrió, y luego volvió a cerrarlos. Finalmente reaccionó, y por uno de aquellos milagros casi incomprensibles, su brazo mutilado se cicatrizó.

«Yo trabajaba alegremente para salvar la vida de Bokapi. Trabajaba alegremente como un esclavo porque esa constante disposición para trabajar me indicaba que yo no estaba infectado por la enfermedad del sueño. Creo que fue la primera vez en mi vida que trabajé. Había que buscar agua, preparar el arroz, ahuyentar de la cabaña toda clase de bicharracos: langostas, gorgojos, hormigas, grillos, caballos del diablo. Un día recuerdo que maté una araña negra y peluda, grande como un cangrejo. Oscilando sobre sus patas de camello se aproximaba a Bokapi, que dormía.

«Finalmente Bokapi me contó el origen de sus desventuras. Su pecado consistía en haberse ido a vivir con un mestizo.

«La cosa ocurrió así:

«Entonces cada tres meses, llegaba un buque al puerto de Santa Isabel. La llegada del buque se festejaba con una fiesta fantástica. En la costa de la selva, entre las cañas de azúcar y los plátanos, se formaban danzones de negros. Corrían latas de aguardiente tenebroso, fuego vivo que trocaba el danzón en una orgía de la cual también participaban los blancos. En una de estas fiestas conoció ella al mestizo Juan, lo amó y se fue a vivir con él en las proximidades de la empalizada de bambú.

«El mestizo la amaba cuanto puede amar un mestizo y no le pegaba nunca, ni por la noche ni por el día. Pero a pesar de estas virtudes, el mestizo se enfermó. Inútilmente lo atendió el marinero que era el jefe de la aduana, y después el hechicero del poblado más próximo. El mestizo murió como Dios manda, y Bokapi se quedó sola.

«La tribu en el bosque no se había olvidado de su deserción. Una tarde que Bokapi corrió hasta el bosque a buscar una gallina, recibió un golpe en la cabeza. Cuando despertó estaba tendida en el suelo. La habían despojado de sus ropas; algunos bupíes armados de bambú aguardaban el momento de su suplicio. Primero un hechicero viejo, envuelto en innumerables vueltas de vértebras de serpiente y con la cabeza adornada de cuernos de antílope, le había lanzado torrente de imprecaciones; después, un grupo de viejas la flageló con látigos de bejucos hasta que Bokapi se desmayó. Cuando recobró el conocimiento estaba oprimida por un corsé frío que la paralizaba toda entera. Se reconoció enterrada viva, con la cabeza a ras del suelo y un brazo fuera, sobre la tierra. Silenciosamente danzaban en torno de ella sombras lujuriosas; de pronto las sombras se detuvieron; el hechicero levantó el hacha y la dejó caer.

«El tremendo grito que me había despertado fue lanzado por Bokapi al sentir la mano cortada.

«Conocí entonces la naturaleza negra.

«Si Bokapi había amado al mestizo, a mí me adoraba. Cuando pudo caminar y valerse, cuanta atención le sugería su imaginación para demostrarme su amor y gratitud la ponía en práctica. Si yo entraba en la choza, ella se ponía de rodillas y besaba el suelo que pisaba. Luego corría a ofrecerme licor de plátano, que sabía preparar, o solomillos de rata gigante, que se ingeniaba para atrapar. Cuando yo dormía, ella, de pie a mi lado, movía constantemente unas hojas de palma para renovar el aire en torno de mi rostro. Yo pensaba ahora que no me dedicaría a ser bandido ni intentaría robar el banco de mi proyecto. Viviría para siempre con Bokapi en la isla de Leben, y Bokapi trabajaría para mí, y yo no haría nada más que bañarme en las caletas y dormir en los arenales.

«Finalmente abandonamos la selva.

«El camino que algunas semanas antes habían abierto sus salvajes hermanos estaba borrado. Sin embargo, Bokapi se orientaba en la selva con naturalidad asombrosa. Tres días demoramos en llegar a los acantilados, y cuando estábamos por salir de la floresta entre cuyos claros se distinguían los cocoteros de los arenales, ocurrió lo imprevisto.

«Bokapi y yo caminábamos tranquilamente, cuando, de pronto, ella me apretó el brazo, deteniéndome.

«A cinco metros de nosotros, desenvolviendo sus pesados aros amarillos, irritada, nos miraba una boa. Su cabeza triangular se dirigía a nosotros con la lengua bífida ondulando de furor fuera de la escamosa boca.

«Me paralizó un frío mortal. No podíamos escapar. Íbamos a perecer los dos. Bokapi lo comprendió, se despidió de mí con una mirada y rápidamente se lanzó a la boa.

«¡Quién pudiera contar la inútil lucha de la negra con la boa! Yo vi cómo Bokapi, con su único brazo libre, intentó tomar la garganta de la boa; vi cómo los anillos de la terrible serpiente prensaban sus piernas y su pecho; vi cómo Bokapi clavó los dientes en el lomo de la boa con tan furiosa mordedura, que súbitamente la boa duplicó su presión. Y Bokapi ya no se movió.

«Entonces, a la vista de la playa, entré al bosque y me puse a llorar como una criatura. La selva era terrible.»

Los cazadores de marfil – Roberto Arlt

La barcaza a nueve nudos por hora, iba aguas abajo por el río Congo. A un lado del mástil, el pequeño. Inmóvil junto al timón, el grandote. Los dos hombres meditaban. De ellos se podía decir: por mitad comerciantes y por mitad bandidos, según se ofrecieran las circunstancias. Peter, de minúscula estatura, desafiaba al sol africano, que no había podido disolver su firme palidez. Anderson, a su lado, resultaba gigantesco, cabezudo y violento. Difícil era resolver cuál de los dos era más peligroso. Trafican a todo lo largo del río Congo. Su última aventura había consistido en matar a palos y cuchilladas a treinta nativos cargados de colmillos de marfil. En cierto modo iban huidos, ambos pensaban que de ser uno solo el propietario del cargamento de marfil, podría vivir dichosamente los años que le restaban de vida.

Mientras la línea de los bosques acercaba o apartaba sus verdes murallas en la llanura de agua, y la barcaza, resoplando, avanzaba hacia el cabo de Dongo-Dongo, Peter pensaba cómo podría asesinar a su socio y Anderson de qué modo mataría a Peter.

Por su importancia, el cargamento de marfil solicitaba un asesinato.

En África, los hombres siempre han muerto a otros hombres para apoderarse del marfil. No hay una sola bola que ruede en ninguno de los paños verdes de los billares del mundo que, secretamente, no esté manchada de sangre. De sangre de negro, de sangre de bestia y de sangre de blanco…

El marfil solicita la sangre. Peter lo sabía y Anderson también. De modo que un crimen más no tenía importancia.

Se acercaban a la orilla o se alejaban, y el gigante de Anderson se decía que ahora que cerrara la noche…

Ahora que cerrara la noche… Pero ¿quién cuidaría la caldera de la barcaza y del timón si él asesinaba a Peter? Peter, además de maquinista, conocía palmo a palmo las revueltas del río.

Además, hasta que no dejaran atrás el cabo de Dongo-Dongo, el río era peligroso. Para Anderson, estrangular a Peter era una operación sencilla. Lo estrangularía y lo arrojaría a las aguas, los peces voraces o los perezosos cocodrilos darían cuenta de él.

Cierto es que Peter tenía un hijo, y Anderson hubiera preferido que Peter no tuviera un hijo, porque nunca es agradable dejar a un chico huérfano. No, a esto no llegaba la dureza de Anderson. Pero ¿qué podía hacer el buenazo de Anderson? ¿No estrangular a Peter?

No, eso no podía ser… Su benevolencia no llegaba a tales extremos. Lo estrangularía a Peter y se lamentaría profundamente por el huérfano. Además, en todas las ciudades se encuentran establecimientos filantrópicos, y cualquiera de ellos se hará cargo del huérfano. No era cosa de perder un cargamento de marfil por exceso de buen corazón. Le retorcería el pescuezo a Peter como a un pollo, y se interesaría por el huérfano. Eso. ¡Se interesaría por el huérfano y le daría una oportunidad!…

Anderson se sintió reconfortado por haber resuelto el problema equitativamente. Peter debiera estarle agradecido de su prudencia. Ahora podía asesinarlo con la conciencia tranquila y todos quedarían contentos.

Mientras que Anderson, con una mano apoyada en la barra del timón, pensaba estas cosas, Peter daba vueltas en su magín al factible modo de librarse de Anderson, ¿una puñalada, un tiro o un garrotazo?

Un garrotazo era casi imposible. Tendría que acercarse a Anderson, y éste, desde hacía varios días dormía con un ojo abierto y otro cerrado, y siempre -¡la casualidad de las casualidades!- que Peter tomaba el cuchillo, Anderson empezaba a revisar el tallado de un garrote que estaba a su alcance, o el tambor de su revólver. Cualquier crimen era preferible a repartir el cargamento de marfil. Si él asesinaba a Anderson, su hijo podría estudiar en la universidad, en fin, vivir una vida un poco más humana y limpia de la que cochinamente no se había podido librar hasta ahora.

Pero había que liquidar aquel asunto antes de llegar a las primeras factorías de Dongo-Dongo. El cauce del río se ensanchaba, la selva aparecía allá, muy lejos, sobre la anchurosa sábana de agua amarilla, y Peter, sentado tristemente frente a la caldera, en la que ardían gruesos troncos, pensaba que si su hijo fuera a la universidad, él podría envejecer honorablemente y calzar abrigadas pantuflas durante el invierno.

Pero el maldito Anderson, como si sospechara de la naturaleza de sus pensamientos, sesgadamente sentado junto al timón, sin perderle de vista, hacía varios días que Anderson, casualmente, tomaba posiciones que hacían prácticamente imposible toda tentativa de asesinato.

De pronto, Anderson dijo, grave:

-¡Picaron!…

Peter se aproximó apresuradamente… las cuerdas de los anzuelos estaban tensas. Tendrían pescado para la noche.

Anderson se inclinó sobre un espinel y Peter sobre otro. En los extremos de las cuerdas, un pez de oro y un pez de plata saltaban fuera de las aguas y volvían a sumergirse. Anderson comenzó a recoger los anzuelos. Peter volvió la cabeza. Anderson seguía divertido con los saltos del pez de oro, y Peter descargó su brazo como un resorte. Se vieron en el aire los dos pies del hombre, y Anderson lanzó un grito ronco. Ahora nadaba vigorosamente tras la barcaza. Pero ésta se alejaba rápidamente en el mar de herbajos que la rodeaban.

Los aullidos de Anderson sonaban cada vez más distantes, ahora comprendía Peter el significado de nueve nudos por hora. Anderson nadaba rápidamente pero su relieve fuera de las aguas se tornaba cada vez más pequeño.

Peter, manteniendo inmóvil la barra del timón con un pie, cruzado de brazos miró al lejano nadador. Nadie podía salvarle. Había caído en la parte más estrecha del río, en la llanura de herbajos, que eran nidales de cocodrilos. Más adelante estaban los remolinos; detrás las cascadas. El cargamento de marfil le pertenecía. Ya nadie podría disputárselo. Su hijo iría a la universidad, y cuando él fuera anciano usaría tiernas pantuflas. En cuanto a Anderson, diría que el hombre había muerto a consecuencia de una fiebre maligna, y todos se darían por muy satisfechos.

Tres años después, Peter vivía en Montaña Negra, al sur de Neuquén. Había llegado el verano. Caía la tarde y el cazador de marfil, de pie frente a su casa de madera de alerce.

Estaba satisfecho ahora, porque en el pasado había cometido un crimen, y ese crimen había permanecido impune, y de consiguiente él y su hijo vivían sin penas. Sobre todo su hijo. El chico andaba jugando por el monte entre recientemente derribados troncos de robles. Lo había hecho venir de Santiago a pasar sus vacaciones, porque Peter, siempre prudente, quiso que su chico se ligara a los hijos de los ganaderos de la zona, y en vez de enviarlo a estudiar a Buenos Aires, que quedaba tan lejos, le hacía ir hasta Chile cruzando los lagos. Ahora el niño estaba con él, y Peter sentía que el cielo derramaba bendiciones sobre su cabeza. Recordando al corpulento Anderson, cuyos huesos se podrirían en el fondo del río Congo, pensó:

«Si Anderson viera al nene, y a este cuadro, y a esta buena casa de alerce, y a las ovejas que andan en el monte, se pondría contento y palmeándome en las espaldas me diría:

«-Eres un hombre prudente, Peter, siempre lo he dicho.»

¡Cosa curiosa! El cazador de marfil recordaba al muerto a cada una de sus satisfacciones, y hasta le ocurría, muchas veces, dejarse llevar por su pensamiento y discutir con él, como si el muerto estuviera vivo, y semejante conducta no aminoraba los remordimientos de Peter, por la sencilla razón de que un forajido como Peter no podía experimentar ningún género de remordimiento; pero situaba al muerto, con respecto a él en un plano de indulgencia misteriosa. Era como si le pidiera consentimiento al asesinado para ser feliz, y Anderson, magnánimamente, le permitía ser feliz.

Peter echó algunas bocanadas de humo y miró las montañas azules que enrojecían, y nuevamente volvió a sentirse contento de tener un hijo, una propiedad y de no estar en presidio.

Un caballo se detuvo frente a la distante tranquera y Peter palideció. Palidecía ansiosamente siempre que un desconocido se detenía frente a su campo. «No hay motivo», se decía él; pero el caso era que su rostro se cubría de una palidez mortal.

El desconocido montaba un recio potro, y una barba espesa le circunvalaba el rostro. Después de abrir la tranquera, sin desmontar, avanzó al galope por el camino. Peter se apoyó, trémulo, en el muro de tablas de su vivienda en cuanto pudo reconocerlo. El muerto había resucitado. Allí, en persona, estaba Anderson.

-Aquí estoy -dijo el otro, desmontando-, yo: Anderson. -Y su mano ancha cayó sobre la espalda de su verdugo.

-¡Tú!… -acertó a murmurar el otro.

El hijo de Peter apareció por un camino junto a la casa sombreada de grandes árboles. El niño iba descalzo, un cinturón con cartuchera le sostenía el pantaloncito y traía un arco con flechas entre las manos. Anderson miró al pequeño, y dijo:

-De modo que éste es tu mocito hijo Andresillo. Bien, bien con Andresillo.

El niño miró al barbudo y se coló en la casa. Peter, desencajado, continuaba mirando a su ex socio. ¿De modo que no había muerto? Como si el otro viera lúcidamente lo que pasaba en su cerebro, replicó sagazmente:

-No, no he muerto, Peter. ¿Has visto? No he muerto. Y bien pude haberme muerto. ¡Vaya si pude!…

-¿Cómo llegaste hasta aquí? -murmuró Peter.

-¡Ah, es tan largo de contar todo esto! ¡Tan largo!…

-¿Vienes a buscar tu parte?

Anderson lo soslayó cruelmente. Luego:

-Sí, por supuesto. -Y nuevamente su mano cayó sobre el hombro del cazador de marfil, y una congoja tremenda entró en los sentidos de Peter, y sus ojos se nublaron. Anderson continuó: -Pero ¡qué alegría verte! no hay nada que hacer, Peter. Yo siempre lo he dicho. Eres un hombre prudente. ¿De manera que te has comprado estos montes… y esta finca? Bien. Bien. Y el pobre Anderson pudriéndose en el fondo del río Congo, ¿eh? El pobre Anderson haciendo bulto en el estómago de algún cocodrilo, ¿eh?…

Miró nuevamente todo lo que había en derredor suyo, y continuó, socarrón:

-¿De manera que te das la vida de un príncipe? Engordas, ¿eh? ¿Y no te acordabas nunca de mí? Dime, Peter: ¿nunca te has acordado de mí?…

-¡Cállate! -murmuró Peter.

-Yo siempre te recordaba -prosiguió Anderson-. Me decía: «¿Dónde estará mi buen amigo? ¿Qué será de sus negocios? ¿Qué intereses le producirá su capitalcito?». Pensaba en ti -súbitamente ese tono cambió-, y se me revolvía el estómago -nuevamente retomó el otro tono-. Se me revolvía el estómago al acordarme de toda el agua que tragué en aquel anchuroso río. Porque, ¡vaya si es ancho ese río!

Copiosas gotas de sudor rodaban por el rostro de Peter. Su mirada iba ansiosamente hacia el interior de la casa. ¿Por qué había enviado a la cocinera hasta el puesto de Coiue?

Anderson continuó:

-Te prevengo que he salvado la vida, digamos cómo…, ¡milagrosamente! Me encontró una lancha de negros en Dongo-Dongo abrazado a un tronco. Te juro, Peter, que llorarías de lástima si vieras cómo me desgarraron las piernas los dentudos peces. Estuve enfermo. Gravemente enfermo. Otro hombre te hubiera delatado a la justicia. Yo me callé. Me dije: «No quiero que Peter tenga dificultades con los hombres de la ley». ¿He procedido mal o bien? Contéstame.

El cazador de marfil tuvo la sensación de que su corazón se había convertido en un trozo de manteca, derritiéndose junto a un encendido brasero. Anderson continuó arrimando su enorme estatura a él.

-Contéstame, Peter: ¿he procedido bien o mal?

Peter sentía su aliento en las narices. La mano de Anderson se levantó, tomándole del cuello lo introdujo en el comedor. Una estufa ocupaba el centro de la habitación de muros adornados con cabezas de ciervos y jabalíes, y por el vidrio de la ventana entraba un rayo rojo de sol. Peter miró ansiosamente en derredor. Su escopeta estaba allí sobre la cama.

Anderson adivinó el sentido de su mirada, y sin soltarle del alzacuello lo arrimó al tubo de la estufa:

-De manera que no te niegas ningún placer, ¿eh? ¿Hasta escopeta tienes, y cabezas de ciervos y de jabalíes? Bien. Bien. Y todo ello adquirido con el dinero del pobre Anderson, ¿eh?

Lentamente desenfundó un cuchillo. Un cuchillo de hoja ancha. Peter sintió que se desvanecía en las negruras de la muerte, y echándose a los pies de Anderson, le dijo:

-Te daré toda mi fortuna. Te daré un cheque, Anderson. La mitad de este campo. La mitad de mis ovejas. Aquí las tierras se están valorizando día a día, Anderson. Podemos trabajar juntos. Te haré abrir una cuenta corriente en el banco de Bariloche, Anderson.

La mirada del gigante pesaba como una losa sobre el cazador de marfil.

-Tengo quince mil pesos en el banco, Anderson. Te daré la mitad. Seremos socios.

Anderson pareció pensarlo y enfundó el cuchillo. Peter, amarillo como un cuerno de marfil, se enderezó, lentamente sobre el suelo. Gruesas gotas de sudor rodaban hasta sus cejas. Anderson, sin perderle de vista, dijo:

-Fírmame un cheque por diez mil pesos… No: por catorce mil pesos . . .

-Anderson, escucha. Conténtate con diez mil. Quédate aquí. Trabajemos juntos a medias. Las tierras se valorizan cada día más. Te juro que se valorizan.

Anderson, en silencio, tomó una silla y se sentó junto a la mesa. Peter, frente a él, comenzó a charlar. Y habló, convulsivamente hasta entrada la noche. Andresillo, de brazos cruzados sobre la mesa, dormía profundamente, mientras el gigante de gruesas cejas, arrimado a la mesa, con los brazos cruzados, escuchaba impasible.

Cerca del amanecer, Peter despertó bruscamente, cosa desacostumbrada en él. Puso la mano debajo de la almohada. Allí estaba su revólver. ¿De modo que en cuanto saliera el sol, Anderson se marcharía con el cheque de doce mil pesos en su bolsillo y él tendría que empezar de nuevo? Si su hijo no estuviera en la casa, no vacilaría en asesinar a Anderson. Se estremeció. Anderson acababa de carraspear en el otro cuarto. Evidentemente, estaba despierto. Peter, tratando de impedir que crujiera su cama, retiró el revólver de debajo de la almohada, y pensó:

«Si entra a este cuarto, lo tumbo de un tiro.»

Peter apretó el cabo del revólver bajo las sábanas:

«Si se dejara convencer y se quedara aquí podría envenenarlo.» Súbitamente Peter se estremeció. Anderson desde el otro cuarto, le hablaba:

-Estás despierto, Peter, ¿eh? Y pensando de qué modo matarme, ¿eh?

Un desaliento infinito entró en la conciencia del cazador de marfil. ¿Qué hacer? ¿Negar? ¿Fingirse dormido?…

Anderson insistió:

-¿Te haces el dormido, eh, Peter? ¿Tienes miedo?…

Peter contestó débilmente:

-Estoy enfermo, Anderson. Estoy enfermo de verdad -crujió la cama-. No te levantes, Anderson. No te levantes que tengo el revólver en la mano. Estoy enfermo.

Anderson, en la obscuridad de su cuarto, apretó los dientes. Aquél era el momento y no otro. Elástico como un gato, el gigante se desprendió de la cama. En una mano sostenía una almohada y en la otra el cuchillo ancho. Peter oyó el crujido del lecho; quiso hablar, pero una arcada tremenda le impidió pronunciar una sola palabra y recibió en el rostro el golpe de la almohada, y quedó tendido sobre su cama bajo el peso del gigante que le hurgaba en el vientre con la hoja del cuchillo. Dos veces aproximó la hoja del cuchillo a su piel y le tocó y no le hirió.

Peter quería gritar, pero la almohada le asfixiaba, y de pronto, en las tremenas tinieblas, comprendió que el gigante había cambiado de opinión. El filo del ancho cuchillo se apoyó en su garganta. Y ahora un gran dolor lo sumergía en la breve desesperación de la que no se vuelve.

Terminado que hubo, Anderson volvió a su cuarto, encendió la lámpara y comenzó a vestirse. Cobraría el cheque y se marcharía nuevamente al Congo. Estaba satisfecho, porque además de cumplir con su deseo no había dejado en la indigencia al niño de Peter. Sentado ahora en la misma habitación donde estaba el muerto, prendiéndose los cordones de los zapatos, se decía que Andresillo quedaría a cubierto. ¿Y si él lo reclamara a la justicia desde el África? ¡Imposible! El niño le reconocería siempre como el hombre que estuvo con su padre la noche que él lo asesinó. Lástima, en cierto modo, porque el tal Andresillo parecía una criatura despabilada.

Precisamente allí en lo alto de la escalera, sin que Anderson pudiera verlo, estaba Andresillo. El niño, gravemente, miró el charco de sangre que había en la cabecera del lecho de su padre, y luego observó al asesino prendiéndose lentamente los cordones de los zapatos. Andresillo inspeccionó nuevamente con la mirada el cuadro y comenzó a bajar lentamente la escalera. La criatura, descalza, se deslizaba como un gato. A un costado de la cama del muerto, colgado del muro, había un mazo. Andresillo, siempre cauteloso, reteniendo la respiración, obedeciendo a la fuerza extraña que le impedía llorar, recogió el mazo, se arrimó al asesino, que le daba las espaldas, levantó el mazo, y con toda la fuerza que cabía en sus bracitos, lo descargó sobre la nuca del cazador de marfil. El asesino se desplomó, herido de muerte, como un toro al que derriba el matarife. Y sólo entonces estalló el llanto del niño, asustado en el silencio opaco de la noche…

Los bandidos de Uad-Djuari – Roberto Arlt

Era siempre el mismo y no otro.

Cada vez que Arsenia y yo pasábamos por la plaza de Nejjarine, sentado bajo una linterna de bronce, calado al modo morisco que adorna a la fuentecilla del «fondak», veíamos a un niño musulmán de ocho o nueve años de edad, quien al divisarnos, se llevaba la mano al corazón y muy gentilísimamente nos saludaba:

-La paz.

Excuso decir que la plaza de Nejjarine no era tal plaza, sino un hediondísimo muladar, pavimentado con pavoroso canto rodado. En los corrales linderos trajinaban a todas horas campesinas de las cabilas lejanas, acomodando cargas de leña o de cereales en el lomo de sus burros prodigiosamente pequeños. Pero este rincón, a pesar de su extraordinaria suciedad, con su arco lobulado y un chorrito de agua escapando de la fuente bajo el farolón morisco, tenía tal fuerza poética, que muchas veces Arsenia y yo nos preguntábamos si al otro lado del groseramente tapiado arco no se encontraría el paraíso de Mahoma.

Y digo que teníamos tal impresión, porque Arsenia Spoil, estudiante de arquitectura, también estaba de acuerdo en que la belleza de aquel rincón estaba determinada por el farolón de bronce. Arsenia y yo nos habíamos conocido en el hotel Continental, donde nos alojábamos. Esta era la razón por la cual salíamos todas las tardes juntos. Sin embargo, muchos honorables devotos de Mahoma creían que éramos novios en viaje de bodas, y, naturalmente, sus ofertas iban siempre dirigidas a mí. Lo más notable del caso es que yo no estaba enamorado de Arsenia ni Arsenia pensaba en enredarse conmigo. Sin embargo, los que nos veían se decían:

-¡Qué felices parecen! ¡Cuánto deben quererse!

No estábamos enamorados. Tampoco sospechábamos que podíamos estarlo algún día. Hablábamos con entusiasmo y grandes gestos porque Fez nos entusiasmaba, porque en cada callejuela de la milenaria ciudad africana encontrábamos ardientes motivos de ensueño.

-La paz…

Era el maldito niño musulmán que nos saludaba correctamente. El pequeño, después de saludarnos, se sentó muy gravemente a la orilla de la fontana y se puso a mirar, con el gesto pudoroso de una niña, sus sandalias amarillas de piel de cabra que le colgaban de la punta de los pies desnudos. Se tocaba con un pequeño fez rojo, muy elegantemente ladeado a un costado de la cabeza, y una chilabita que era la mar de graciosa.

«¡Maldito sea el niño y su gracia!» me decía yo.

El dichoso pequeñito, cada vez que nos veía, se llevaba la mano al corazón y nos saludaba ritualmente.

-La paz…

Arsenia estaba encantada con el chiquillo.

-¡Vea usted qué gracioso! -me decía-. ¡Qué bonito! ¡Qué educado!

Yo escuchaba esos elogios con el aire displicente del que de ninguna manera participa de ellos. El dichoso niño jamás se nos acercó como otros niños a ofrecernos ni guitarras de caparazón de tortuga (tortuga sintética fabricada en Alemania), ni carteras moriscas, bordadas a máquina en Cataluña, ni puñales con leyendas coránicas repujadas en las Vascongadas, ni servicios de fumar estampados en París. El niño, como un caballero, en cuanto nos veía se llevaba las manos a los labios, a la frente y al corazón, y de allí no pasaba.

Yo, que sin razón alguna me jactaba de conocer a los orientales mejor que Arsenia, le decía:

-El niño ése debe ser un granujilla de la peor especie. Me resulta cien veces más hipócrita que esos otros truhanes que le cargosean a uno ofreciéndole «recuerdos» apócrifos.

-No hable así de ese inocente -me respondía Arsenia, malhumorada. Y con gran fastidio de mi parte, le enviaba un beso al niño en la punta de sus dedos. Y el inocente nos seguía por la callejuela con la larga mirada de sus ojos aterciopelados.

-¿Dónde vivirá ese muchachito? -me preguntaba Arsenia.

-Supongo que en cualquier caverna…

-¿Por qué no le llama?…

-En fin…, si usted quiere…

-Sí… Llámelo…

¿Qué otro remedio me quedaba? Esa mañana, en cuanto llegamos al triángulo de Nejjarine, llamamos al niño. A nuestras preguntas respondió que se llamaba Abbul y que se ganaba la vida guiando a los turistas.

-¿A dónde guías tú a los turistas? -dijo Arsenia.

-A la Casa de la Gran Serpiente.

-¡La Casa de la Gran Serpiente! ¿Qué es eso?

-Pues, escúchame, señor, y verás -dijo el niño-. Mi padre, que es un excelente hombre de la cabila de Anyera, tiene una serpiente de once varas de largo metida en un pozo cubierto con una tapa de vidrio. Todos los días, a las diez de la mañana, la serpiente devora un cabrito vivo. Siempre hay forasteros y turistas que tienen curiosidad de ver cómo la Gran Serpiente se traga un cabrito vivo, y qué es lo que hace el cabrito en el fondo del pozo cuando ve que la Gran Serpiente se le acerca con la boca abierta…

Yo miré a mi amiga como diciéndole: «¿No le decía yo que este niño es un canallita de solemnidad?». Pero Arsenia ni se dignó mirarme… Inclinada sobre el niño que se miraba púdicamente la punta de las amarillas sandalias, dijo:

-¡Qué horrible! ¡Eso debe ser terrible!…

El pequeño Abbul se sonrió como una tímida colegiala, y respondió:

-La serpiente abre una boca espantosa y el cabrito llora en un rincón… Siempre la boca del pozo está rodeada de turistas…

-Es horrible -insistió Arsenia. Y acordándose de mirarme, dijo: -¿Qué le parece si fuéramos?

-Vamos.

-Tú nos acompañas -le dije al niñito modosito como una colegiala. Y los tres nos pusimos en marcha, mientras que Arsenia, un poco histéricamente, se creía obligada a decirme:

-Yo creo que no voy a soportar eso: Creo que me voy a desmayar. Pero ¿será cierto, Abbul, que la serpiente tiene once varas de largo?

El niñito musulmán aseveró gravemente:

-Once varas. Puede tragarse a una oveja gorda, reventarlo a un caballo, dejarlo triste a un elefante.

-La policía no debiera permitir eso -dijo Arsenia. Y agregó estremeciéndose: -¿Queda muy lejos de aquí?

-iOh no señora! -dijo el pequeño Abbul-. Cruzando el Uad-Djuari, en el camino de Fez a Taza.

-Si tomáramos un automóvil…

-No -replicó el niño-. En quince minutos de camino estaremos allí.

Entramos en un túnel que era una callejuela, cuyo torcido rumbo, techado de arcos de ladrillos, estaba poblado de misteriosas figuras. Dejamos atrás la ensangrentada puerta de Bab Merod, en cuyas saeteras se exponían las cabezas de los ajusticiados. Nos detuvimos a beber unos refrescos en una choza de juncos a la entrada del cementerio de Bab Fetoh. Bajo un gigantesco árbol, de espesas hojas verdes, grupos de mujeres embozadas charlaban animadamente y bebían té verde que un esclavo negro preparaba allí a la orilla del socavón, en una cocinilla de bronce cargada sobre su espalda.

El niñito musulmán caminaba delante de nosotros, y Arsenia y yo, sumergidos en nuestros pensamientos, que giraban encantados alrededor del paisaje, nos alejamos insensiblemente de las murallas de la ciudad.

Poco después nos cruzamos con varios tuaregs arrebujados en el lomo de sus camellos, y de pronto nos encontramos frente a un puentecillo rústico, de troncos verdes que cruzaba el Uad-Djuari, río de las Perlas. La lonja de plata viva se perdía en la oscuridad ramosa de un bosquecillo próximo.

-¿Queda muy lejos?

-No -respondió el niño-; queda allí junto al molino de aceite.

Habíamos entrado en un camino completamente bloqueado de retorcidos olivos que, súbitamente, se trocó en un sendero áspero y salvaje. Arsenia tenía las mejillas ligeramente encendidas. El maldito niño caminaba ahora dando largas zancadas. De pronto, los cascos de un caballo resonaron a nuestras espaldas; nos volvimos y pudimos ver un grupo de moros que parecía brotar del olivar. No me quedó duda. Eran bandidos. Quise echar la mano al cinto, pero uno de aquellos vigorosos desalmados precipitó su caballo sobre mí; su mano derecha esgrimía un garrote; sentí el cálido aliento del potro en mi cuello, y si no me hubiera encogido a tiempo, creo que ese demonio me hubiera roto la cabeza de un estacazo. Levanté los brazos, y uno de los bandidos me despojó de mi revólver. Entonces el jefe del grupo me dijo que podía bajar los brazos.

El mocito musulmán, recatado y vergonzoso como una niña, había desaparecido.

Arsenia y yo nos mirábamos estupefactos. Comprendimos. Habíamos caído en una trampa. Estábamos secuestrados… ¡Secuestrados a las puertas de Fez… ¡Qué horror! Acongojados emprendimos la marcha rodeados de aquella gavilla de ladrones, con renegrida barba encrespada en el mentón y cimitarra de dorada empuñadura al cinto.

¡Secuestrados a las mismas puertas de Fez! Parecía mentira.

Abría la marcha un bandido de larga lanza apoyada en el estribo de su potro. Por momentos, los beduinos se confidenciaban, acercando las cabezas protegidas por albornoces listados de brillantes colores. Yo había tomado del brazo a Arsenia, por cuyas mejillas encendidas rodaban lágrimas de terror. Pero no pensaba en ella. Pensaba en mí; pensaba que mi familia no pagaría ni un céntimo de rescate por mi persona. Luego me reproché mi egoísmo y me puse a pensar en la situación de Arsenia. Era quizás aún más desesperante que la mía en aquel país en que aún se compraban esclavas…

Finalmente, cruzando el boscoso aceitunal, llegamos a una choza cuya sólida puerta abrió un esclavo semidesnudo. Arsenia y yo entramos. El interior de nuestra prisión, en contraste con el miserable aspecto exterior, estaba decentemente aderezado. Finas esteras adornaban los muros. Sobre las alfombras del suelo estaban desparramados algunos almohadones, y en una pequeña mesa escarlata había una cajetilla de cigarrillos turcos.

Arsenia se dejó caer sobre un almohadón y comenzó a llorar silenciosamente. Yo me senté a su lado y traté de consolarla.

-Querida Arsenia, no llore. Esta gente se limitará a pedir un rescate. Nada más. El que puede perder la cabeza en esta aventura soy yo, porque mi familia no pagará un céntimo, porque no lo tiene… Usted quédese tranquila… No tema…

Arsenia encontró fuerzas para sonreír entre sus lágrimas, y dijo:

-¡Nunca, Alberto, nunca! Yo no lo abandonaré. Usted tenía razón. Ese niño…

-¡No me hable del niño, por favor!

Súbitamente se abrió la puerta y apareció el jefe de los bandidos. Con gran sorpresa de nuestra parte, este bribón era un francés de pequeña estatura, calvo como un farmacéutico y con gafas cabalgando sobre una nariz sumamente respingada. Se detuvo en medio de la habitación y dijo:

-Señorita, caballero: tanto gusto.

Nos pusimos de pie. El jefe de los bandidos prosiguió en correcto francés:

-Señorita, caballero: entre las numerosas personas acomodadas que visitan Marruecos existe un ochenta por ciento que dice: «Lástima enorme que la civilización, la gendarmería, los jefes políticos, el protectorado y el ferrocarril hayan hecho desaparecer a los bandidos. Lástima enorme no vivir en la época en que uno se encontraba con una terrorífica aventura a la vuelta de cada zoco». Pues bien: yo y estos honrados creyentes que los han secuestrado a ustedes nos hemos dedicado a explotar la emoción del secuestro. Detenemos violentamente, como si fuéramos bandidos auténticos, a las personas que por su idiosincrasia nos parecen inclinadas a las ideas románticas, y luego las ponemos en libertad sin exigirles absolutamente nada a cambio de esa libertad que por un dramático momento creen haber perdido. Si los «secuestrados» gustan remunerarnos por el trabajo que nos hemos tomado para emocionarles y proporcionarles una aventura que podrán gustosamente narrar en su hogar, nosotros recibimos agradecidos lo que quieran regalarnos. Si no quieren remunerarnos, les deseamos igualmente feliz viaje y ponemos a su disposición el automóvil que para los turistas tiene la casa.

Y abriendo la puerta nos mostró un modernísimo «limousine» detenido a la puerta de la choza.

-¿De modo que ustedes no son bandidos? ¿De modo que podemos irnos?

-Así es, caballero… -El jefe de los bandidos echó la mano a su reloj, y agregó: -Van a ser las doce y media. A la una se almuerza en el hotel Continental…

¿Qué otra cosa podía hacer? Eché mano a mi bolsillo.

-¿Cuánto le debemos? -repliqué entre hosco y contento, pues no soñaba en salir tan fácilmente del paso.

Monsieur Lanterne, que así se llamaba el jefe de los bandidos, sonriose amablemente y dijo:

-Doscientos francos… Una bagatela en moneda americana. Va incluido el viaje de vuelta en automóvil.

Al otro día, cuando pasamos con Arsenia por la plazuela de Nejjarine, sentado bajo el farolón de bronce de la fuente estaba el maldito y pudoroso niño del «fondak». Al vernos, bajó los ojos como una tímida colegiala, y como si no hubiera sucedido nada, dijo, llevándose la mano al corazón:

-La Paz…