El salto – León Tolstoi

Un navío regresaba al puerto después de dar la vuelta al mundo; el tiempo era bueno y todos los pasajeros estaban en el puente. Entre las personas, un mono, con sus gestos y sus saltos, era la diversión de todos. Aquel mono, viendo que era objeto de las miradas generales, cada vez hacía más gestos, daba más saltos y se burlaba de las personas, imitándolas.

De pronto saltó sobre un muchacho de doce años, hijo del capitán del barco, le quitó el sombrero, se lo puso en la cabeza y gateó por el mástil. Todo el mundo reía; pero el niño, con la cabeza al aire, no sabía qué hacer: si imitarlos o llorar.

El mono tomó asiento en la cofa, y con los dientes y las uñas empezó a romper el sombrero. Se hubiera dicho que su objeto era provocar la cólera del niño al ver los signos que le hacía mientras le mostraba la prenda.

El jovenzuelo lo amenazaba, lo injuriaba; pero el mono seguía su obra.

Los marineros reían. De pronto el muchacho se puso rojo de cólera; luego, despojándose de alguna ropa, se lanzó tras el mono. De un salto estuvo a su lado; pero el animal, más ágil y más diestro, se le escapó.

-¡No te irás! -gritó el muchacho, trepando por donde él. El mono lo hacía subir, subir… pero el niño no renunciaba a la lucha. En la cima del mástil, el mono, sosteniéndose de una cuerda con una mano, con la otra colgó el sombrero en la más elevada cofa y desde allí se echó a reír mostrando los dientes.

Del mástil donde estaba colgado el sombrero había más de dos metros; por lo tanto, no podía cogerlo sin grandísimo peligro. Todo el mundo reía viendo la lucha del pequeño contra el animal; pero al ver que el niño dejaba la cuerda y se ponía sobre la cofa, los marineros quedaron paralizados por el espanto. Un falso movimiento y caería al puente. Aun cuando cogiera el sombrero no conseguiría bajar.

Todos esperaban ansiosamente el resultado de aquello. De repente alguien lanzó un grito de espanto. El niño miró abajo y vaciló. En aquel momento el capitán del barco, el padre del niño, salió de su camarote llevando en la mano una escopeta para matar gaviotas. Vio a su hijo en el mástil y apuntándole inmediatamente, exclamó:

-¡Al agua!… ¡Al agua o te mato!…

El niño vacilaba sin comprender.

-¡Salta o te mato!… ¡Uno, dos!…

Y en el momento en que el capitán gritaba:

-¡Tres!… -el niño se dejó caer hacia el mar.

Como una bala penetró su cuerpo en el agua; mas apenas lo habían cubierto las olas, cuando veinte bravos marineros lo seguían.

En el espacio de cuarenta segundos, que parecieron un siglo a los espectadores, el cuerpo del muchacho apareció en la superficie. Lo transportaron al barco y algunos minutos después empezó a echar agua por la boca y respiró.

Cuando su padre lo vio salvado, exhaló un grito, como si algo lo hubiese tenido ahogado, y escapó a su camarote.

El primer destilador – León Tolstoi

Un pobre mujik (un campesino ruso) se fue al campo a labrar, sin haber almorzado. Llevó un pedazo de pan. Después de haber preparado su arado, escondió su mendrugo debajo de un matorral, y lo cubrió todo con su caftán.

El caballo se había cansado; el mujik tenía hambre. Desenganchó su caballo y lo dejó pacer; luego se acercó para comer. Levanta el caftán; el mendrugo había desaparecido. Busca por todos lados, vuelve y revuelve el caftán, lo sacude: no aparece el mendrugo.

«¡Qué raro es esto! -pensaba-. ¡No he visto pasar a nadie, y, sin embargo, alguien me ha llevado el mendrugo!»

El mujik quedó sorprendido.

Y era un diablillo que, mientras labraba el mujik le había robado la comida. Luego se escondió detrás del matorral, para escuchar al mujik y ver cómo se enfadaba y nombraba al demonio.

El mujik distaba de estar contento.

-¡Bah! -dijo-. No me moriré de hambre. El que me haya quitado la comida la necesitaba, sin duda: ¡que le haga buen provecho!

El mujik se fue al pozo, bebió agua, descansó un momento, y volvió a enganchar el caballo, tomó el arado y se puso de nuevo a trabajar.

El diablillo se enfureció mucho al ver que no había logrado hacer pecar al mujik. Fue a pedir al diablo jefe que lo aconsejase. Le refirió cómo había tomado el pan al mujik, y cómo este, en vez de enfadarse, había dicho: «¡Buen provecho!»

El diablo en jefe se enojó.

-Ya que el mujik -le dijo- se ha burlado de ti en esta ocasión, es que tú mismo has dejado de cumplir tu deber. No has sabido hacerlo bien. Si dejamos que los mujiks y las babás se nos suban a las barbas, esto va a ser intolerable… No puede esto concluir de este modo. Vete, vuelve a casa de ése, y gánate el mendrugo, si quieres comértelo. Si antes de tres años no has vencido a ese mujik, te daré un baño de agua bendita.

Se estremeció el diablillo.

Volvió rápidamente a la tierra, reflexionó largo tiempo sobre el modo de reparar su falta. Pensaba y pensaba el diablillo; y, por fin, dio con lo que buscaba.

Se transformó en un buen hombre y se puso al servicio del mujik. En previsión de que vería seco el verano, aconsejó a su dueño que sembrara el trigo en terrenos pantanosos.

El mujik siguió el consejo de su criado y sembró el trigo en tierras pantanosas.

El trigo de los demás mujiks fue quemado por el sol: el del pobre mujik creció lozano y fresco; tuvo para comer hasta la otra cosecha, y le quedó aún mucho pan.

Aquel verano, el criado convenció al mujik de que sembrara el trigo en las alturas; y precisamente hubo muchas lluvias.

El trigo de los demás se inundó, se pudrieron los tallos, y no sacaron espigas. En cambio, el mujik recogió en las alturas un trigo magnífico. Y tuvo tanto trigo sobrante, que no sabía qué hacer con él.

Entonces, el criado le enseñó a hacer vodka, se puso a beberla y dio a beber a los demás.

Entonces, el diablillo se fue a encontrar al diablo jefe, diciéndole que había ganado el mendrugo. El diablo jefe quiso ver si era verdad.

Se fue a casa del mujik y vio que éste, habiendo invitado a las personas principales, les daba vodka a todas. La esposa misma servía la bebida; pero, al pasar cerca de la mesa, se enganchó con el ángulo, y derramó un vaso.

El mujik se enfadó; riñó a su mujer.

-¡Cuidado con esa tonta de mil demonios! -dijo-. ¿Acaso te figuras que esto es agua de lejía, para derramarla de este modo?

El diablillo tocó con el codo al diablo, su jefe.

-Fíjate bien -le dijo-. Ahora veremos cómo le duele el mendrugo.

Después de haber reñido a su mujer, el mujik quiso servir él mismo, y que brindaran todos. Llegó un pobre mujik que nadie esperaba. Viendo que los demás bebían vodka, habría querido también beber un poco para animarse. Allí estaba el pobre mujik tragando saliva. El dueño se negó a hacerlo beber: iba murmurando:

-¿Se figuran que he hecho bastante vodka para dar a cuántos vengan?

También esto gustó al diablo jefe. Y el diablillo, enorgulleciéndose:

-Aguarda, aguarda un poco -le dijo-. No es esto todo.

Los mujiks ricos, y con ellos el dueño, después de haber bebido la vodka, se adulaban unos a otros, se prodigaban mutuas alabanzas, y sus palabras eran melosas.

El diablo jefe iba escuchando, y felicitaba al diablillo:

-Si esta bebida los hace ser hipócritas -le dijo- y se engañan unos a otros, están en nuestro poder.

-Aguarda aún lo que falta -le dijo el diablillo-. Déjalos que beban sólo otra copita. Ahora están como zorros que menean la cola delante de los demás, y procuran engañarse: mas luego los verás feroces como lobos.

Los mujiks bebieron otra copa.

Y empezaron a gritar y a hablar groseramente. En vez de palabras melosas, se injuriaban unos a otros; se enfurecieron, se pelearon y se rompieron las narices; y habiéndose el dueño de casa metido en la pelea, recogió su parte de porrazos.

El diablo jefe miraba y se ponía contento.

-¡Esto marcha perfectamente! -dijo.

Y el diablillo repuso:

-Aguarda todavía lo que va a suceder. Deja que beban otra copita más. Ahora están como lobos furiosos; cuando hayan bebido otra copa, estarán como cerdos.

Cada uno de los mujiks bebió otra copita. Todos estaban atontados. Gruñían, gritaban sin saber lo que decían, y no se escuchaban unos a otros. Se fueron cada cual por su lado, unos solos, otros de dos en dos o de tres en tres: todos fueron a caerse al suelo en su calle.

El dueño de la casa, que había salido para acompañar a sus huéspedes, cayó en un charco, se ensució completamente, y se quedó allí tendido como un cerdo que gruñe.

Y esto acabó de alegrar al diablo jefe.

-¡Vaya! -dijo-. Has inventado una hermosa bebida. Te has ganado tu mendrugo. Dime ahora cómo has fabricado este brebaje. Juraría que lo has compuesto de sangre de zorro, y así los mujiks se han vuelto traidores como los zorros; luego sangre de lobo, que les hiciera ser crueles como lobos, y por fin, sangre de cerdo, que los ha convertido en cerdos.

-No -dijo el diablillo-. No lo he hecho así. Me he limitado a hacer que cosechara demasiado trigo. En el mismo estaba la sangre de esas bestias; pero esta sangre no podía obrar mientras el trigo le diese apenas lo necesario. Y entonces era cuando no le dolía su último mendrugo y cuando empezó a pensar cómo lo hacía para utilizar el sobrante, entonces le enseñé a beber vodka. Y cuando empezó a destilar, para su gusto el don de Dios en vodka, la sangre del zorro, la del lobo y la del cerdo han salido; y ahora, le bastará que beba vodka para ser al punto como esas bestias.

El diablo jefe felicitó al diablillo, le dio su mendrugo y le hizo ascender un grado.

El poder de la infancia – León Tolstoi

-¡Que lo maten! ¡Que lo fusilen! ¡Que fusilen inmediatamente a ese canalla…! ¡Que lo maten! ¡Que corten el cuello a ese criminal! ¡Que lo maten, que lo maten…! -gritaba una multitud de hombres y mujeres, que conducía, maniatado, a un hombre alto y erguido. Éste avanzaba con paso firme y con la cabeza alta. Su hermoso rostro viril expresaba desprecio e ira hacia la gente que lo rodeaba.

Era uno de los que, durante la guerra civil, luchaban del lado de las autoridades. Acababan de prenderlo y lo iban a ejecutar.

«¡Qué le hemos de hacer! El poder no ha de estar siempre en nuestras manos. Ahora lo tienen ellos. Si ha llegado la hora de morir, moriremos. Por lo visto, tiene que ser así», pensaba el hombre; y, encogiéndose de hombros, sonreía, fríamente, en respuesta a los gritos de la multitud.

-Es un guardia. Esta misma mañana ha tirado contra nosotros -exclamó alguien.

Pero la muchedumbre no se detenía. Al llegar a una calle en que estaban aún los cadáveres de los que el ejército había matado la víspera, la gente fue invadida por una furia salvaje.

-¿Qué esperamos? Hay que matar a ese infame aquí mismo. ¿Para qué llevarlo más lejos?

El cautivo se limitó a fruncir el ceño y a levantar aún más la cabeza. Parecía odiar a la muchedumbre más de lo que ésta lo odiaba a él.

-¡Hay que matarlos a todos! ¡A los espías, a los reyes, a los sacerdotes y a esos canallas! Hay que acabar con ellos, en seguida, en seguida… -gritaban las mujeres.

Pero los cabecillas decidieron llevar al reo a la plaza.

Ya estaban cerca, cuando de pronto, en un momento de calma, se oyó una vocecita infantil, entre las últimas filas de la multitud.

-¡Papá! ¡Papá! -gritaba un chiquillo de seis años, llorando a lágrima viva, mientras se abría paso, para llegar hasta el cautivo-. Papá ¿qué te hacen? ¡Espera, espera! Llévame contigo, llévame…

Los clamores de la multitud se apaciguaron por el lado en que venía el chiquillo. Todos se apartaron de él, como ante una fuerza, dejándolo acercarse a su padre.

-¡Qué simpático es! -comentó una mujer.

-¿A quién buscas? -preguntó otra, inclinándose hacia el chiquillo.

-¡Papá! ¡Déjenme que vaya con papá! -lloriqueó el pequeño.

-¿Cuántos años tienes, niño?

-¿Qué van a hacer con papá?

-Vuelve a tu casa, niño, vuelve con tu madre -dijo un hombre.

El reo oía ya la voz del niño, así como las respuestas de la gente. Su cara se tornó aún más taciturna.

-¡No tiene madre! -exclamó, al oír las palabras del hombre.

El niño se fue abriendo paso hasta que logró llegar junto a su padre; y se abrazó a él.

La gente seguía gritando lo mismo que antes: «¡Que lo maten! ¡Que lo ahorquen! ¡Que fusilen a ese canalla!»

-¿Por qué has salido de casa? -preguntó el padre.

-¿Dónde te llevan?

-¿Sabes lo que vas a hacer?

-¿Qué?

-¿Sabes quién es Catalina?

-¿La vecina? ¡Claro!

-Bueno, pues…, ve a su casa y quédate ahí… hasta que yo… hasta que yo vuelva.

-¡No; no iré sin ti! -exclamó el niño, echándose a llorar.

-¿Por qué?

-Te van a matar.

-No. ¡Nada de eso! No me van a hacer nada malo.

Despidiéndose del niño, el reo se acercó al hombre que dirigía a la multitud.

-Escuche; máteme como quiera y donde le plazca; pero no lo haga delante de él -exclamó, indicando al niño-. Desáteme por un momento y cójame del brazo para que pueda decirle que estamos paseando, que es usted mi amigo. Así se marchará. Después…, después podrá matarme como se le antoje.

El cabecilla accedió. Entonces, el reo cogió al niño en brazos y le dijo:

-Sé bueno y ve a casa de Catalina.

-¿Y qué vas a hacer tú?

-Ya ves, estoy paseando con este amigo; vamos a dar una vuelta; luego iré a casa. Anda, vete, sé bueno.

El chiquillo se quedó mirando fijamente a su padre, inclinó la cabeza a un lado, luego al otro, y reflexionó.

-Vete; ahora mismo iré yo también.

-¿De veras?

El pequeño obedeció. Una mujer lo sacó fuera de la multitud.

-Ahora estoy dispuesto; puede matarme -exclamó el reo, en cuanto el niño hubo desaparecido.

Pero, en aquel momento, sucedió algo incomprensible e inesperado. Un mismo sentimiento invadió a todos los que momentos antes se mostraron crueles, despiadados y llenos de odio.

-¿Saben lo que les digo? Deberían soltarlo -propuso una mujer.

-Es verdad. Es verdad -asintió alguien.

-¡Suéltenlo! ¡Suéltenlo! -rugió la multitud.

Entonces, el hombre orgulloso y despiadado que aborreciera a la muchedumbre hacía un instante, se echó a llorar; y, cubriéndose el rostro con las manos, pasó entre la gente, sin que nadie lo detuviera.

El padre Sergio – León Tolstoi

I

Alrededor del año 1840, en Petersburgo, tuvo lugar un suceso que sorprendió a cuantos de él tuvieron noticias: un oficial de coraceros del regimiento imperial, guapo joven de aristocrática familia en quien todo el mundo veía al futuro ayudante de campo del emperador Nicolás I y a quien todos auguraban una brillantísima carrera, un mes antes de su enlace matrimonial con una hermosa dama tenida en mucha estima por la emperatriz, solicitó ser relevado de sus funciones, rompió su compromiso de matrimonio, cedió sus propiedades, no muy extensas, a una hermana suya, y se retiró a un monasterio, decidido a hacerse monje. El suceso pareció insólito e inexplicable a las personas que desconocían las causas internas que lo provocaron; para el joven aristócrata, Stepán Kasatski, su modo de proceder fue tan natural, que ni siquiera cabía en su imaginación el que hubiera podido obrar de manera distinta.

Stepán Kasatski tenía doce años cuando murió su padre, coronel de la Guardia, retirado, quien dispuso en su testamento que si él faltaba no se retuviera al hijo en su casa, sino que se le hiciera ingresar en el Cuerpo de cadetes. Por doloroso que a la madre le resultara separarse de su hijo, no se atrevió a infringir la voluntad de su difunto esposo, y Stepán entró en el cuerpo indicado. La viuda, empero, decidió trasladarse a Petersburgo junto con su hija Várvara a fin de vivir en la misma ciudad que su hijo y poder tenerlo consigo los días de fiesta.

El muchacho se distinguió por sus brillantes dotes y por su enorme amor propio. Fue el primero en ciencias, sobre todo en matemáticas, por las que sentía notoria preferencia, en instrucción militar y equitación. A pesar de su excesiva estatura, era un joven apuesto y ágil. También por su conducta habría sido un cadete modelo de haber dominado sus arrebatos de ira. No bebía, no llevaba una vida licenciosa y era muy sincero. Lo único que le impedía ser ejemplarmente irreprochable eran sus estallidos de cólera, durante los cuales perdía el dominio de sí mismo y se convertía en una fiera. Un día estuvo a punto de echar por la ventana a un cadete a quien se le había ocurrido burlarse de su colección de minerales. Otra vez por poco se hunde irremisiblemente: arrojó un plato lleno de chuletas a un oficial veedor de la Escuela, y, según dicen, lo abofeteó por haberse retractado éste de sus palabras y haber mentido insolentemente. Sin duda lo habrían degradado si el director no hubiera echado tierra al asunto y no hubiera despedido al veedor.

A los dieciocho años lo destinaron al aristocrático regimiento de la Guardia. El emperador Nikolái Pávlovich había conocido a Stepán Kasatski en la Escuela de cadetes, y después, en el regimiento, siguió haciéndolo objeto de su distinción, por lo cual se pronosticaba que Kasatski sería el ayudante de campo del soberano. Kasatski lo esperaba con toda el alma y no sólo por amor propio, sino ante todo porque desde sus años de cadete quería profundamente, con auténtica pasión, a Nikolái Pávlovich. Cada vez que el emperador visitaba la Escuela -lo cual ocurría con frecuencia-, entraba con paso marcial, alto, vistiendo uniforme militar, abombado el pecho, curva la nariz sobre el bigote, cuidadosamente recortadas las patillas, y saludaba con potente voz a los cadetes, Kasatski sentía la exaltación del enamorado, como la experimentó más tarde al encontrar el objeto de su amor. Pero el entusiasmo que sentía por Nikolái Pávlovich era aún más fuerte: habría querido mostrarle que su fidelidad no tenía límites, habría querido sacrificar algo por él incluso su vida. Nikolái Pávlovich sabía que despertaba semejante fervor y lo estimulaba concientemente. Participaba en los juegos de los cadetes, alternaba con ellos, los trataba ora con infantil sencillez, ora amistosamente o con solemne majestuosidad. Después del último incidente de Kasatski con el oficial, Nikolái Pávlovich nada dijo al cadete, pero cuando éste se le quiso acercar, lo apartó con un gesto teatral y, frunciendo el seño, lo amenazó con el dedo. Al marcharse dijo:

-No olvides que lo sé todo, pero algunas cosas no quiero saberlas. Sin embargo están aquí.

Y señaló el corazón.

Cuando los cadetes terminaron la Escuela y se presentaron ante el emperador, Nikolái Pávlovich ya no hizo alusión al incidente y dijo, como siempre, que todos ellos podían dirigírsele en persona, que debían servirle fielmente, a él y a la patria, y que siempre seguiría siendo para ellos su mejor amigo. Todos se sintieron emocionados, y Kasatski lloró y se juró entregarse en cuerpo y alma al servicio del adorado zar.

Cuando se incorporó al regimiento, su madre se trasladó a Moscú, acompañada de su hija, y luego a la aldea. Kasatski cedió a su hermana la mitad de su herencia. Con la parte que le quedó estaba en condiciones de hacerle frente a las necesidades que imponía servir en un regimiento de tanto rango como el suyo.

Aparentemente, Kasatski era como cualquier otro oficial del regimiento de la Guardia dispuesto a hacer una brillante carrera; pero en su interior se verificaba un complicado y duro trabajo que dio comienzo, por lo visto, en su propia infancia y tomó formas muy diversas, aunque la esencia era siempre la misma: alcanzar la perfección y el éxito en todas las ocupaciones que requerían su concurso hasta ganarse el aplauso y la admiración de las gentes. Cuando se trató del estudio y de las ciencias, trabajó de firme hasta que lo encomiaron y lo presentaron como ejemplo a los demás. Alcanzando un objetivo, se lanzaba a la consecución de otro. Obteniendo el primer puesto en el estudio, y hallándose todavía en la Escuela de cadetes, creyó notar que hablaba el francés con poca soltura y trabajó hasta dominar este idioma tan perfectamente como el ruso. Más tarde se aficionó al ajedrez, y antes de salir de la Escuela logró jugar magistralmente.

Aparte del objetivo fundamental de su vida, que consistía en servir al zar y a la patria, Kasatski siempre se proponía alcanzar algún otro fin. Por insignificante que éste fuera, se entregaba plenamente a su consecución y hasta haberlo conseguido no vivía para otra cosa. Pero, una vez ganada esta meta, un nuevo fin surgía en su conciencia ocupando el lugar del anterior. Este afán de distinguirse y lograrlo entregándose a la consecución de algún objetivo, llenaban por entero su vida. Cuando ingresó en el regimiento se propuso ser un modelo de perfección en el cumplimiento de sus obligaciones, y al poco tiempo llegó a ser un oficial ejemplar pese a sus arranques de cólera, defecto que también en el regimiento lo llevó a realizar actos reprobables y perjudiciales para el buen éxito de su carrera. Más tarde, conversando con personas de la alta sociedad, entendió que su formación general cojeaba en algunos aspectos, y decidió acabar con ello, lo que logró estudiando tenazmente. Se propuso luego llegar a una posición brillante en la alta sociedad, aprendió a bailar de forma insuperable y al poco tiempo lo invitaban a todos los bailes aristocráticos y a algunas veladas. Sin embargo, no se sintió satisfecho. Estaba acostumbrado a ser el primero en todo y en ese terreno se hallaba muy lejos de haberlo logrado.

Entonces, y me figuro que ello es así siempre y en todas partes, la alta sociedad constaba de cuatro clases de gentes, a saber: 1) de cortesanos ricos; 2) de gente no rica, pero nacida y educada en los medios cortesanos; 3) de gente rica que imita a los cortesanos, y 4) de gente ni rica ni cortesana que pretende ser uno y lo otro. Kasatski no pertenecía a los primeros círculos. En los dos últimos, era acogido con los brazos abiertos. Al introducirse en la alta sociedad, decidió también entrar en relaciones con una mujer distinguida y lo logró pronto, con no poca sorpresa para sí mismo. Pero no tardó en darse cuenta de que los círculos que él frecuentaba eran de orden inferior a otros, más encumbrados. Comprendió asimismo que en estos últimos él era un extraño, a pesar de que no se le negaba la entrada. Lo trataban con deferencia, pero dándole a entender que él no pertenecía a los suyos. Kasatski quiso sentirse en dichos círculos como en su propio medio. Necesitaba para ello ser ayudante de campo del emperador -lo esperaba -o casarse con una dama de aquel mundo. Decidió hacerlo así. Eligió a una hermosa joven de la corte imperial. No solo pertenecía a los círculos que Kasatski deseaba escalar, sino, además, estaba tan bien situada que buscaban su amistad incluso las personas de mayor rango e influencia. Era la condesa Korotkova. Kasatski puso en ella sus ojos pensando en su carrera, pero también movido por la extraordinaria belleza de la joven, y pronto se enamoró de ella. Al principio la condesa Korotkova lo trataba con mucha frialdad. De pronto se produjo un cambio, se hizo muy cariñosa y su madre empezó a invitar con frecuencia a su casa al joven oficial.

Kasatski pidió la mano de la condesa y su petición fue atendida. Se quedó sorprendido de la facilidad con que había alcanzado semejante dicha, y de algo raro que notó en el trato de la madre y de la hija. Pero estaba enamorado y ciego. A ello se debió que no se enterara de lo que sabía casi todo el mundo en la ciudad, y era que su novia se había convertido en la amante de Nikolái Pávlovich hacía un año.

II

Dos semanas antes del día señalado para la boda, Kasatski se hallaba en la casa de campo de su prometida, en Tsárskoe Seló. Era un caluroso día de mayo. Los dos enamorados se paseaban por el jardín y se sentaron en un banco de una avenida sombreada por los tilos. Meri llevaba un vestido blanco de muselina que daba especial realce a su belleza. Parecía la encarnación de la inocencia y del amor. Sentada en el banco, ya bajaba la cabeza, ya contemplaba al apuesto galán que le hablaba con extremada ternura y solicitud, temiendo ofender y mancillar con sus palabras y hasta con sus gestos la angelical pureza de su novia. Kasatski pertenecía a aquellas personas de mediados de siglo, tan distintas de las de hoy, que admitían como bueno para sí el relajamiento de las relaciones sexuales sin que sintieran por ello el menor remordimiento, pero exigían de la esposa una pureza absoluta, celestial. Casta y celestialmente puras veían a las jóvenes de su ambiente y las divinizaban. Mucho había de falso y perjudicial en este punto de vista respecto a la vida disoluta de los hombres, pero en lo tocante a la mujer la idea entonces predominante -tan distinta de la que impera hoy entre los jóvenes, que ven en cada muchacha una hembra que busca a su pareja- resultaba a mi juicio altamente beneficiosa. Al verse tratadas como ángeles, se esforzaban en tratar de serlo en mayor o menor grado. Ese era el concepto que de la mujer tenía Kasatski, y con esos ojos contemplaba él a su novia. Nunca se había sentido tan enamorado como el día a que nos referimos, y no experimentaba hacia su novia el más leve apetito sensual. Al contrario, la contemplaba embelesado como algo inaccesible.

Se levantó del banco y se quedó de pie frente a su amada, erguido en su alta estatura, apoyando ambas manos en el sable.

-Sólo ahora he llegado a saber cuán inmensa es la felicidad que el hombre es capaz de sentir. ¡Y es a usted, es a ti -dijo sonriendo tímidamente -a quien se lo debo!

Se hallaba en aquella fase en que el «tú» no se ha hecho todavía familiar, y al mirarla con limpia mirada, de la cabeza a los pies, le resulta difícil tratar de «tú» a un ángel semejante.

-Me he conocido a mí mismo gracias… a ti, he advertido que soy mejor de lo que creía.

-Lo sé hace mucho. Por esto precisamente le quiero.

Un ruiseñor dejó oír trinos en unas ramas próximas; susurró el verde follaje acariciado por un soplo de brisa.

Kasatski tomó la mano de la joven y la besó. Las lágrimas se le asomaron a los ojos. La condesa comprendió que su amado le agradecía lo que ella acababa de decirle: que lo quería. El joven oficial dio unos pasos, silencioso; se acercó luego al banco y se sentó.

-Sabe usted, sabes… es igual. Cuando me fijé en ti no me movía un impulso desinteresado, quería ligarme con la alta sociedad; pero luego, cuando te conocí mejor… ¡Qué mezquino me ha parecido todo eso en comparación con lo que tú eres! ¿No te enojarás por lo que te digo?

La joven no respondió a la pregunta, se limitó a rozar con su mano la de él.

-Has dicho… -se sintió cohibido, le parecía excesivamente osado lo que tenía a flor de labio-. Has dicho que me quieres; perdóname, lo creo; pero ¿no hay algo, además de esto, que te inquieta y turba? ¿Qué es?

«Ahora o nunca -pensó ella-. De todos modos lo sabrá. Pero ahora ya no lo pierdo. ¡Sería horrible que me dejara!»

Contempló con ojos de enamorada su figura grande, noble y poderosa. Ahora lo quería más que a Nikolái, y a ningún precio lo cambiaría por éste, si no se tratara de un emperador.

-Escúcheme. No puedo ocultar la verdad. He de decírselo todo. ¿Pregunta usted qué me inquieta? Pues, el haber amado.

Ella puso la mano en la del joven con gesto suplicante.

Él callaba.

-¿Desea usted saber a quién? A él, al soberano.

-A él todos lo queremos. Me imagino que sería cuando usted estaba en el colegio.

-No, después. Fue una locura. Luego pasó. Pero he de decirle…

-Bueno, ¿y qué?

-Es que no fue sólo un juego.

La condesa se cubrió la cara con las manos.

-¿Qué dice usted? ¿Qué le entregó a él?

Ella callaba.

Kasatski se levantó de un salto y, pálido como la muerte, temblorosos los pómulos, se quedó de pie ante ella. Recordó entonces que Nikolái Pávlovich, habiéndolo encontrado en la avenida Nevski, lo felicitó cariñosamente.

-¡Dios mío, qué he hecho, Stepán!

-¡No me toque, déjeme! ¡Oh, qué crueldad!

Kasatski le volvió la espalda y entró en la casa. Allí encontró a la madre.

-¿Qué ocurre, príncipe? Yo… -se calló al ver el rostro del joven, rojo de ira.

-Usted lo sabía y quería aprovecharse de mí para cubrirlos. ¡Si no fuera usted una mujer! -exclamó levantando su enorme puño; dio media vuelta y se fue corriendo.

Si el amante de su prometida hubiera sido un simple particular, lo habría muerto; pero se trataba del adorado zar.

Al día siguiente solicitó un permiso y pidió que lo relevaran de sus funciones. Pretextó una enfermedad, para no tener que visitar a nadie, y se marchó a su aldea.

Pasó allí el verano, poniendo en orden sus asuntos. Cuando el estío tocó a su fin, Kasatski no regresó a Petersburgo, sino que se fue a un monasterio y se hizo monje.

Su madre le escribió desaconsejándole que diera un paso tan decisivo, pero él le contestó diciéndole que la llamada de Dios era superior a todas las demás consideraciones, y que él la sentía. Únicamente su hermana, tan orgullosa y ambiciosa como él, lo comprendió.

Comprendió que su hermano se hacía monje para llegar a mayores alturas que quienes pretendían demostrarle que estaban más encumbrados que él. No se equivocaba. Haciéndose monje, Kasatski hacía patente su desprecio por cuanto parecía tan importante a los demás, y así lo había considerado él mismo mientras estuvo en el regimiento. Se situaba en una nueva cima tan elevada, que desde ella podía mirar de arriba abajo a las personas a quienes antes envidiaba. Pero no era éste el único sentimiento que lo movía, como se figuraba su hermana, Várienka. Existía en él otro sentimiento auténticamente religioso que ésta desconocía, sentimiento que, entretejido con el orgullo y con su afán de ser el primero en todo, movía a dar un paso de tanta trascendencia. El desengaño que acababa de sufrir con Meri (la prometida), a la cual había idealizado como ángel purísimo, y la ofensa sentida, resultaron tan profundos que se desesperó, ¿y adónde podía conducirle la desesperación? A Dios, a su fe infantil, que nunca había perdido.

III

Kasatski entró en el monasterio el día de la Intercesión.

El abad era un varón de noble familia y docto escritor, venerable por su rango como sucesor de los monjes de Valaquia, cuyas reglas les obligan a obedecer incondicionalmente al director espiritual y maestro que eligen. El abad era discípulo del venerable padre Ambrosio, de perdurable fama, discípulo a su vez de Macari, y éste, del venerable padre Leonid, quien lo fue de Paisi Velichkovski. A aquel abad se subordinó, como a padre espiritual suyo, Kasatski.

En el monasterio, además del sentimiento que experimentaba al tener conciencia de su superioridad sobre los demás, hallaba Kasatski íntimo gozo esforzándose por alcanzar el grado máximo de perfección en su vida monacal, tanto exterior como interiormente, del mismo modo que en todas sus demás empresas. Así como en el regimiento no sólo era un oficial impecable que hacía más de lo que se exigía y ampliaba el marco de su perfeccionamiento, en el monasterio se esforzaba también por ser perfecto: trabajaba siempre, era un religioso sobrio, humilde, limpio en el hacer y en el pensar, obediente. Esta última cualidad o grado de perfección era la que más lo ayudaba a encontrar llevadera la vida. No importaba que muchas de las reglas que debía observar en aquel monasterio, sumamente concurrido, no le gustaran y lo escandalizaran; todo se reducía a la nada por medio de la obediencia. «No es cosa mía razonar; mi obligación es obedecer, velando las sagradas reliquias, cantando en el coro o llevando las cuentas del servicio de hostería.» La obediencia a su venerable padre espiritual eliminaba la posibilidad de dudas en todos los terrenos. Sin esta obediencia, se habría sentido abrumado por la duración y la monotonía de los oficios religiosos, por el trajín de los visitantes y por otras particularidades de la hermandad monacal, pero gracias a esta virtud no sólo lo soportaba todo con alegría, sino que encontraba en ello gran apoyo y consuelo. «No sé por qué hace falta escuchar varias veces al día unas mismas preces, pero sé que es necesario, encuentro alegría en ello.» Su venerable padre espiritual le dijo que del mismo modo que se necesita alimento material para la conservación de la vida, hace falta el espiritual -el rezo en la iglesia-, a fin de sostener la vida del espíritu. Kasatski lo creía así, y realmente los oficios religiosos, aunque a veces le costara trabajo levantarse por la mañana, le proporcionaban indudable sosiego y alegría. Lo llenaba de contento el tener conciencia de su propia humildad y de saber indudablemente todos los actos que realizaba por indicación del padre espiritual. El interés de la vida estribaba no sólo en subordinar cada vez más plenamente la propia voluntad, en alcanzar una humildad cada día mayor, sino en todas las virtudes cristianas que al principio le parecieron fácilmente asequibles. Cedió sus bienes a su hermana y no lo sentía. No era perezoso. No le resultaba difícil humillarse ante los inferiores; antes bien, le proporcionaba un íntimo gozo. Incluso le era fácil vencer el pecado de concupiscencia, tanto de la gula como de la lujuria. Su padre espiritual lo puso en guardia sobre todo contra este pecado, y Kasatski se alegraba de estar limpio de él.

Sólo lo torturaba el recuerdo de la novia. No se trataba del mero recuerdo, sino de la viva representación de lo que habría podido ocurrir. A pesar suyo, se le venía a la memoria una favorita del soberano, más tarde casada y convertida en una magnífica esposa y madre de familia. Su marido ocupaba un alto cargo, tenía influencia y honores, amén de una buena y arrepentida esposa.

Cuando se hallaba en buena disposición de ánimo, estos pensamientos no lo conturbaban. Si entonces lo recordaba se sentía contento de haberse librado de aquellas tentaciones. Pero había momentos en que de pronto todo cuanto constituía la razón de su vida se esfumaba y él dejaba de verlo aún sin dejar de creer en ello. Entonces era incapaz de evocar en su interior esa razón de su vivir y se apoderaban de él los recuerdos y -horrible es decirlo -se arrepentía de haber abrazado la vida monacal.

En esta situación lo único que podía salvarlo era la obediencia, el trabajo y los rezos en el transcurso de toda la jornada. Rezaba como siempre, se prosternaba, incluso rezaba más que otros días, pero lo que rezaba era el cuerpo sin alma. Eso duraba un día, a veces dos, y luego pasaba. Pero ese día o esos dos días eran terribles. Kasatski sentía que no se encontraba bajo su propio poder ni bajo el de Dios, sino bajo algún poder extraño. Lo único que podía hacer y realmente hacía era lo que le aconsejaba su venerable padre espiritual para contenerse: no emprender nada y esperar. En realidad, durante esos días, Kasatski no vivía según su voluntad propia, sino según la de su padre espiritual, y en esta situación hallaba un particular sosiego.

Así vivió Kasatski siete años en aquel monasterio. A finales del tercer año, fue tonsurado y ordenado sacerdote con el nombre de Sergio. La ordenación constituyó un importante acontecimiento en la vida interior de Sergio, quien si antes experimentaba gran consuelo y elevación espiritual cuando comulgaba, después que tuvo ocasión de oficiar él mismo, el acto del ofertorio lo sumía en un estado de excelsa beatitud. Luego, este sentimiento fue debilitándose, y, cuando tuvo que celebrar la misa en un estado de depresión espiritual, comprendió que aquel estado de éxtasis acabaría por desaparecer. En efecto, este sentimiento se hizo más débil, pero quedó como una costumbre.

Al séptimo año, la vida del monasterio lo aburría. Todo cuanto podía aprender allí lo había aprendido. Todo cuanto era necesario alcanzar lo había alcanzado. Allí no le quedaba nada que hacer.

El estado de letargo en que se encontraba se hacía cada día más sensible. En el transcurso de estos años murió su madre y se casó Meri. Ambas noticias lo dejaron indiferente. Toda su atención, todos sus intereses, se hallaban concentrados en su vida interior.

En el cuarto año de su monacato, el obispo tuvo para él muchas palabras de encomio, y su venerable padre espiritual le dijo que no debería de negarse a admitir algún cargo elevado si se lo ofrecían. Entonces se encendió en él la ambición monástica, ese estado de ánimo que tanto le había disgustado en los monjes. Lo destinaron a un monasterio cercano a la capital. Quería renunciar a ese destino, pero su padre espiritual le ordenó aceptarlo. Sergio así lo hizo. Se despidió de su superior y se trasladó al otro monasterio.

El paso a la abadía de la capital fue un notable acontecimiento en la vida del padre Sergio. Se encontró allí con tentaciones de todo género y para vencerlas tuvo que poner en juego todas sus fuerzas.

En el anterior monasterio la seducción de la mujer lo atormentaba poco. En cambio aquí, esta tentación alcanzó una fuerza terrible, llegando incluso a adquirir forma determinada. Una señora conocida por su poca recomendable conducta empezó a mostrarse obsequiosa con Sergio. Habló con él y le rogó que la visitara. Sergio se negó rotundamente, pero quedó horrorizado ante la inequívoca fuerza de su deseo. Se asustó tanto, que se lo contó por carta a su padre espiritual, pero esto le pareció poco. Llamó a un joven novicio y, venciendo la enorme vergüenza que lo embargaba, le confesó su debilidad y le rogó que lo vigilara, y que no lo dejara ir a ningún sitio, excepción hecha de los oficios divinos y de los actos de penitencia.

Constituía además gran motivo de escándalo para Sergio el hecho de que el abad de ese monasterio, hombre de mundo, muy listo, que estaba haciendo una brillante carrera eclesiástica, le era sumamente antipático. Por más que luchara consigo mismo, Sergio no podía vencer esa antipatía. Se sometía, pero en el fondo de su alma no cesaba de censurarlo. Y este mal sentimiento estalló.

Fue en el segundo año de su estancia en el nuevo monasterio. He aquí lo que sucedió. Con motivo de las fiestas de Intercesión, se celebraban las vísperas en la iglesia mayor. El templo estaba muy concurrido. Oficiaba el propio abad. El padre Sergio se había entregado al rezo en su lugar habitual, pero estaba torturado por la lucha que en él solía desencadenarse durante los oficios religiosos, especialmente en la iglesia mayor, cuando no oficiaba. Se debía esta lucha a la irritación que le producían los señores y, especialmente, las damas que allí acudían. Sergio se esforzaba por no verlos, por no advertir lo que pasaba en torno suyo. No quería ver cómo un militar acompañaba a unas damas abriéndose paso entre la gente, ni cómo otros se hacían señas mirando a los monjes, a menudo a él mismo y a otro monje conocido por su distinguido porte y hermosas facciones. Era como si pusiera anteojeras a su atención a fin de obligarse a no ver más que la llama de los cirios junto al iconostasio, las imágenes sagradas y los sacerdotes que oficiaban; a no oír nada excepto las palabras del rezo, cantadas o recitadas, y a no experimentar ningún sentimiento que no fuera el de abandono de sí mismo en el cumplimiento del deber, como lo experimentaba siempre al oír las oraciones tantas veces oídas y repetir anticipadamente sus palabras.

Estaba, pues, de pie, inclinándose profundamente, persignándose cuando el ritual lo prescribía, luchando consigo mismo, entregándose al frío raciocinio o ahogando conscientemente en su interior sentimientos e ideas, cuando se le acercó el tesorero de su abadía, el padre Nikodim, otro gran motivo de escándalo para el padre Sergio, que lo tachaba, a pesar suyo, de adulador servil del abad. El padre Nikodim saludó a Sergio con una profunda reverencia y le dijo que el abad lo llamaba. Sergio recogió el manteo, se puso el bonete y avanzó con sumo cuidado entre la multitud que llenaba el templo.

Lise, regardez à droite, c´est lui1 -se oyó que decía una voz de mujer.

Où, où? It n´est pas tellement beau.2

El padre Sergio sabía que hablaban de él. Oyó lo que decían y, como siempre que se sentía tentado, repitió: «y no permitas que caigamos en la tentación». Bajó la cabeza y la mirada, dejó atrás el ambón, cedió el paso a los canocarcas que vestidos con sus albas llegaban en ese momento delante del iconostasio, y entró en el altar por la puerta del lado norte. Como de costumbre, hizo una reverencia inclinándose hasta la cintura ante el icono. Luego, sin pronunciar palabra, levantó la cabeza en dirección al abad, cuya figura había visto con el rabillo del ojo junto a otra vestida de gala. El abad, de pie junto a la pared, puestas las vestiduras sagradas, se frotaba los galones de la casulla apoyando sus cortos y rollizos brazos sobre su prominente abdomen. Se sonreía hablando con un militar que vestía uniforme de general y llevaba varias condecoraciones y charreteras, de las que enseguida se dio cuenta el padre Sergio, con su mirada experta en estas cuestiones. El general pertenecía al séquito del emperador y había sido comandante del regimiento en que Sergio había prestado sus servicios. Ahora, por lo visto, era una persona muy influyente, y el padre Sergio advirtió en seguida que el abad lo sabía y se alegraba, razón por la cual tenía radiante la roja y gorda cara. El padre Sergio se sintió herido y amargado, y esa sensación fue todavía mayor cuando oyó de labios del abad que éste lo había llamado porque el general tenía mucha curiosidad por ver, como él mismo decía, a su antiguo compañero de servicio militar.

-Estoy muy contento de verlo a usted en figura de ángel -le dijo el general alargándole la mano-. Espero que no haya olvidado usted a un antiguo camarada.

El rostro del abad, encarnado y sonriente en el marco de sus canas, como aprobando las palabras del general; la cara acicalada y satisfecha de éste, el olor a vino que de su boca se desprendía y el olor a tabaco de sus patillas, acabaron con la ecuanimidad del padre Sergio, quien se inclinó una vez más ante el abad y dijo:

-Reverendo padre, ¿ha tenido a bien llamarme? -tanto la expresión de su cara como su actitud añadían: ¿para que?

El abad dijo:

-Le he llamado para que se entreviste con el general.

-Reverendo padre, me aparté del mundo para librarme de las tentaciones -replicó palideciendo y con los labios temblorosos-. ¿Por qué me somete usted a ellas aquí, durante las horas del rezo y en el templo de Dios?

-Vete, vete -le dijo el abad, irritado y frunciendo el seño.

Al otro día el padre Sergio pidió perdón al abad y a los demás hermanos por su orgullo, pero después de haber pasado la noche rezando, creyó que debía abandonar la abadía. Escribió en este sentido a su padre espiritual, suplicándole que le permitiera volver a su lado. Le dijo que se sentía débil e incapaz de luchar contra las tentaciones, solo, sin su ayuda. Y se arrepentía de su pecado de orgullo. El siguiente correo le trajo la respuesta. Su padre espiritual le decía que todo el mal estaba en su orgullo. El arranque de cólera que había sufrido -proseguía el padre espiritual- se debía a que al humillarse y renunciar a los honores no había obrado por amor de Dios, sino por orgullo, como diciendo, fíjense en mí, no necesito nada. Por este motivo no pudo soportar el acto del abad: «ya ven, he renunciado a todo por amor a Dios y ahora me muestran como si fuera un animal raro».

«Si hubieras despreciado la gloria por amor a Dios, lo habrías soportado. Aún no has ahogado en ti el orgullo mundano. He pensado en ti, hijo mío, Sergio, he rezado, y he aquí lo que Dios me dicta: vive como hasta ahora y sométete. Acabo de enterarme de que ha muerto en santidad el anacoreta Hilarión, después de vivir dieciocho años en su celda. El abad del monasterio de Tambino me ha preguntado si sé de algún hermano que quiera vivir allí. En esto me llega tu carta. Preséntate al padre Paisi, en el monasterio de Tambino, y pídele que te deje ocupar la celda vacía. Por mi parte ya le escribiré. No es que puedas tú sustituir a Hilarión, pero necesitas la soledad para vencer tu orgullo. Que Dios te bendiga.»

Sergio obedeció a su padre espiritual. Enseñó la carta al abad y, obtenido el permiso correspondiente, se dirigió hacia la celda solitaria de Tambino, después de haber hecho entrega de todos sus bártulos a la abadía.

El superior de la comunidad de Tambino, excelente persona, procedente de una familia de mercaderes, acogió, tranquilo y sencillo, al padre Sergio y lo instaló en la celda de Hilarión, poniendo a su servicio un hermano lego, si bien luego lo dejó solo, atendiendo al ruego del propio Sergio. La celda era una cueva abierta en la montaña. Allí mismo, en la parte posterior, se había enterrado a Hilarión. En la parte anterior había un nicho con un jergón de paja para dormir, una mesita y una estantería para las imágenes sagradas y los libros. Junto a la puerta exterior, que se cerraba, había una tablita en la que una vez al día un monje del monasterio dejaba el alimento.

Y el padre Sergio se hizo ermitaño.

IV

En el sexto año de vida anacorética, durante las fiestas de carnaval, un grupo de alegres personas ricas de la ciudad próxima, hombres y mujeres, después de hartarse de hojuelas y vino, decidieron dar un paseo en troika. Formaban el grupo dos abogados, un rico propietario, un oficial y cuatro mujeres. Una de ellas era la esposa del oficial; la otra, lo era del terrateniente; la tercera era una solterona hermana de este último y la cuarta una mujer divorciada, hermosa y rica, que alteraba el sosiego de la ciudad con sus extravagancias.

El tiempo era espléndido, el hielo del camino parecía bruñido como un entarimado. Recorrieron unas diez verstas, y luego se detuvieron para decidir hacia dónde irían, si más lejos o volverían a la ciudad.

-¿Adónde lleva este camino? -preguntó Makovkina, la bella mujer divorciada.

-A Tambino, que está de aquí a doce verstas -respondió uno de los abogados que le hacía la corte.

-¿Y luego?

-Luego a L., por el monasterio.

-¿Allí donde vive ese que llaman padre Sergio?

-Sí.

-¿Kasatski? ¿Ese ermitaño tan guapo?

-El mismo.

-¡Mesdames! ¡Señores! Vamos a visitar a Kasatski. En Tambino descansaremos y tomaremos algo.

-Pero no nos dará tiempo para volver a dormir en casa.

-No importa, pasaremos la noche en la celda de Kasatski.

-Sitio no faltará. En el monasterio hay una hostería que no es mala. Estuve allí cuando me encargué de la defensa de Majin.

-No, yo pasaré la noche con Kasatski.

-Eso es imposible. Ni siquiera usted, con todo su poder, lo conseguirá.

-¿Imposible? ¿Quiere apostar algo?

-Venga. Si usted pasa la noche con Kasatski, estoy dispuesto a todo lo que usted quiera.

A discretion.

-¡Y usted, también!

-De acuerdo. Adelante.

Ofrecieron vino a los cocheros. El grupo de amigos se sirvió empanadillas, vino y caramelos que sacaron de una caja. Las damas se arrebujaron bien con sus blancos abrigos de piel de perro. Los cocheros discutieron acerca de quién iría delante, hasta que uno de ellos, con gallardo movimiento, hizo restallar el látigo y lanzó un grito. Cantaron los cascabeles y se oyó el chirrido de los trineos al deslizarse sobre la nieve helada. Apenas se notaba ninguna sacudida, el trineo se inclinaba ligeramente hacia los costados, el caballo lateral galopaba acompasada y alegremente, atada la cola sobre la adornada retranca; el camino, llano y liso, corría veloz hacia atrás; el cochero agitaba airosamente las riendas; el abogado y el oficial, sentados uno frente a otro, estaban bromeando con Makovkina, la cual, arrebujada en su abrigo, permanecía inmóvil y pensaba: «Siempre lo mismo y siempre repugnante: caras rojas y lucientes oliendo a vino y a tabaco, las mismas palabras, los mismos pensamientos y siempre dando vueltas alrededor de la misma porquería. Todos están contentos y convencidos de que ha de ser así y que pueden seguir viviendo de esta manera hasta el fin de sus días. Yo no puedo. Estoy harta. Necesitaría algo que lo desbaratara y trastornara todo. Que nos ocurriera lo que a ésos, creo que de Saratov, que fueron de paseo y se helaron. ¿Qué harían mis amigos? ¿Cómo se comportarían? Qué duda cabe, como unos cobardes. Cada uno pensaría únicamente en sí mismo. Yo misma me comportaría villanamente. Pero yo por lo menos soy hermosa. Lo saben. ¿Y ese monje? ¿Es posible que ya no comprenda tales cosas? No puede ser. Esto es lo único que todos comprenden. Como el otoño pasado aquel cadete. ¡Y qué estúpido era…!»

-Iván Nikoláievich! -exclamó.

-¿Qué manda, mi señora?

-¿Cuántos años tendrá?

-¿Quién?

-Kasatski.

-Me parece que unos cuarenta.

-¿Y recibe a todo el mundo?

-Sí, pero no siempre.

-Tápame los pies. Así no. ¡Qué poca maña se da! Todavía más, más; así. Y no tiene por qué apretarme las piernas.

Así llegaron hasta el bosque en que se encontraba la celda. Makovkina bajó y mandó alejarse a los demás. Intentaron disuadirla. Pero ella se enojó y les dijo que se fueran. Entonces los trineos se pusieron en camino, y ella, envuelta en su blanco abrigo de pieles, echó a andar por el sendero. El abogado bajó del trineo y se quedó mirándola.

V

El padre Sergio llevaba más de cinco años viviendo en su celda, en su ermita solitaria. Tenía cuarenta y nueve. Su vida era dura. No por el trabajo del ayuno y de las preces; éstos no eran verdaderos trabajos, sino por la lucha interior que tenía que sostener, contra lo que había esperado. Dos eran los motivos de su lucha: la duda y las tentaciones de la carne. Los dos enemigos atacaban siempre al unísono. A él le parecía que eran dos, pero en realidad se trataba de uno solo. Tan pronto quedaba deshecha la duda, caía asimismo aniquilada la lujuria. Pero él creía que eran dos diablos distintos y luchaba separadamente con ellos.

«¡Dios mío, Dios mío! -pensaba-, ¿por qué me niegas la fe? Sí, contra la lujuria lucharon san Antonio y otros, pero creían. Tenían fe, y yo a veces paso minutos, horas y días sin fe. ¿Para qué ha de existir el mundo, con todos sus encantos, si es pecaminoso y hay que renunciar a él? ¿Por qué has creado tú la tentación? ¿La tentación? ¿Pero no será también una tentación el que quiera yo apartarme de las alegrías de la vida y aspire a alcanzar algo donde quizá no haya nada? -Conforme lo pensaba, se sentía horrorizado-. ¡Miserable, miserable! ¿Y pretendes ser santo?» Se reprendía a sí mismo. Se puso a orar. Pero no bien dio comienzo a los rezos, se vio tal cual era cuando vivía en el monasterio: con el bonete, el manteo y su majestuoso aspecto. Movió la cabeza. «No, no soy así. Esto es una falacia. Pero engaño a los otros. No puedo engañarme a mí mismo ni engañar a Dios.» Dobló los bordes de los hábitos y contempló sus descarnadas pierna, enfundadas en los calzones. Se sonrió.

Luego soltó los bordes de sus hábitos y empezó a leer el libro de las oraciones, a santiguarse y a inclinarse. «¿Es posible que este lecho sea mi tumba?» Leyó. Y fue como si un diablo le musitara al oído: «El lecho solitario ya es una tumba. Es una farsa». Vio con imaginación los hombros de una viuda que en otro tiempo fue su amiga. Sacudió de su mente tales pensamientos y prosiguió la lectura. Leídas las reglas, tomó los Evangelios, los abrió al azar y dio en un pasaje, que repetía a menudo y sabía de memoria: «Señor, ayúdame a vencer mí incredulidad». Apartó de sí las dudas que lo asaltaban. Como si se tratara de un objeto en equilibrio inestable, volvió a colocar su fe sobre el inseguro soporte y se alejó cautelosamente para no derribarla con algún movimiento descuidado. Volvieron a su sitio las anteojeras y el padre Sergio se tranquilizó. Repitió la oración de su infancia: «No me abandones, Señor, no me abandones». Se sintió aliviado, invadido por un sentimiento de alegría y ternura. Luego se santiguó y se acostó en su esterilla, sobre un estrecho banco, utilizando como almohada sus hábitos de verano. Se quedó dormido. Entre sueños creyó oír repiqueteos de cascabeles. No sabía si era algo real o soñado. Un golpe en la puerta lo despierta. Se levanta sin dar crédito a sus oídos. Pero el golpe se repite. No cabía duda, habían golpeado muy cerca, en su propia puerta, y se había oído una voz de mujer.

«¡Dios mío! ¿Será verdad lo que he leído en las vidas de los santos, que el diablo se presenta en forma de mujer…? Sí, es una voz de mujer, ¡una voz dulce, tímida y grata! ¡Fu! -y escupió al lanzar esta exclamación-. No es así, ha sido todo una alucinación mía.» Se acercó a un rincón y se dejó caer de rodillas frente al icono. Aquel movimiento regular y habitual yo por sí mismo le proporcionaba consuelo y satisfacción. Le cayeron los cabellos sobre el rostro y apretó la frente sobre el húmedo y frío suelo, donde se formaban breves hileras de polvillo de nieve arrastrado por el viento que soplaba por debajo de la puerta.

Recitó un salmo contra las tentaciones, el que recomendó para tales casos el venerable Pimen. Levantó sin la menor dificultad el magro y ágil cuerpo sobre sus fuertes piernas nervudas y se dispuso a proseguir la lectura de los salmos, pero en vez de leer aguzaba involuntariamente el oído. Deseaba oír algo más. El silencio era absoluto. En un rincón las gotas de agua que se desprendían de la bóveda resonaban como antes al caer en la tinaja. Fuera, la oscuridad era total. La niebla apagaba el brillo de la nieve. Silencio, nada más que silencio. De pronto se oyó un rumor junto a la ventana y una voz inconfundible, aquella dulce y tímida voz, una voz que sólo podía pertenecer a una mujer atractiva, dijo:

-Por Dios, ábrame…

Le pareció que la sangre se le agolpaba en el corazón. Ni siquiera pudo suspirar. «Que Dios resucite y me ampare…»

-No soy el diablo… -no cabía duda de que se sonreían los labios que pronunciaban aquellas palabras-. No soy el diablo, sino una pobre pecadora que se ha extraviado, en el sentido recto de la palabra, no en el otro. -Se echó a reír-. Estoy helada y pido asilo…

El padre Sergio acercó el rostro al cristal del ventanuco. Sólo se veía los destellos del candil reflejado en el vidrio. Se puso las manos a ambos lados de la cara y miró. Niebla, oscuridad, un árbol. ¿Y a la derecha? Allí estaba ella. Sí, era una mujer envuelta en un abrigo de blancas pieles, tocada con un gorro. Su carita linda, bondadosa y asustada, se inclinaba mirándolo, a dos pulgadas de la suya propia. Sus ojos se encontraron y se reconocieron. No es que se hubieran visto antes, pero en la mirada que cambiaron se dieron cuenta (sobre todo él) de que se reconocían y se comprendían. Después se esta mirada, no cabía ya duda ninguna de que se trataba del diablo y no de una mujer sencilla, buena, dulce y tímida.

-¿Quién es usted? ¿Qué quiere? -preguntó él.

-¡Ábrame ya! -dijo ella con caprichoso requerimiento-. Estoy helada. Le digo que me he extraviado.

-Soy un monje, un ermitaño.

-Bueno, pero abra. ¿Quiere usted que me quede yerta al pie de la ventana mientras usted reza?

-Pero cómo usted…

-No me lo voy a comer, no tema. Por Dios, déjeme entrar. No resisto el frío más tiempo.

Empezó a tener miedo y pronunció estas últimas palabras casi sollozando.

Él se apartó de la ventana y dirigió su mirada al icono en que estaba Jesucristo con la corona de espinas. «Señor, ayúdame. Señor, no me abandones», murmuró persignándose e inclinándose profundamente, hasta la cintura. Se acercó a la puerta, que daba a una especie de minúsculo zaguán, y la abrió. Allí buscó a tientas el gancho que cerraba la puerta exterior. Fuera se oyeron pasos. La mujer se apartaba de la ventana y se dirigía a la puerta. «¡Ay!», exclamó de pronto. Había metido un pie en el charco que se formaba delante del umbral. Al padre Sergio le temblaban las manos y no podía levantar el gancho.

-¿Qué espera? Déjeme entrar. Estoy empapada, aterida. Usted sólo piensa en la salvación de su alma y deja que me hiele.

El padre Sergio tiró de la puerta hacia sí, levantó el gancho y, sin calcular el impulso, empujó la puerta hacia fuera, dando un golpe a la mujer.

-¡Oh, perdone! -exclamó, volviendo de improvisto a la expresión y al tono que tan familiares le eran en otros tiempos, al alternar con damas.

Ella se sonrió al oír ese «perdone», pensando: «No es tan terrible como suponía».

-No ha sido nada, no ha sido nada. Usted me ha de perdonar a mí -dijo pasando por delante del padre Sergio-. No me habría atrevido nunca a molestarle. Pero me encontraba en una situación muy apurada.

-Entre usted -musitó él cediéndole el paso.

Notó un fuerte olor de finos perfumes, como no sentía hacía muchos años. La mujer cruzó el pequeño zaguán y penetró en el recinto anterior de la cueva; él la siguió, después de haber cerrado la puerta sin poner el gancho.

«Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, perdone a este pobre pecador; Señor, ten compasión de este pobre pecador», repetía sin cesar en su interior y, además, moviendo involuntariamente los labios.

-Acomódese -dijo.

Ella permaneció de pie, en medio de la estancia, mirándolo con una sonrisa burlona en los ojos. De su ropa se desprendían gotas de agua.

-Perdóneme que haya quebrantado su soledad. Pero ya ve usted en qué situación me encuentro. Todo se debe a que salimos de la ciudad a dar un paseo en trineo y yo aposté que volvería sola a pie desde Voroviovka, pero me equivoqué de camino, y si no hubiera dado con su ermita… -empezó a decir, mintiendo descaradamente.

Pero se sintió tan confusa al fijarse en el rostro del padre Sergio, que no pudo seguir la patraña y se calló. Se lo había imaginado distinto. No era tan guapo como se había figurado, pero le parecía magnífico. El aspecto del padre Sergio con sus cabellos entrecanos y ensortijados, lo mismo que el pelo de la barba, su nariz de línea correcta y aquellos ojos ardientes como brasas cuando miraban de frente, la impresionaron profundamente.

Él comprendió que la mujer mentía.

-Bueno, no se preocupe -dijo mirándola y bajando nuevamente los ojos-. Yo pasaré ahí y usted descanse.

Descolgó el candil, encendió una vela y, haciendo ante la mujer una profunda reverencia, pasó al cuartucho que había al otro lado de un tabique de madera. Arrastró algún objeto hacia la puerta. Al oírlo, se dijo la mujer, sonriendo: «Probablemente asegura la puerta para que yo no pueda entrar». Se quitó el abrigo de blancas pieles, el gorro, al que se le habían pegado algunos cabellos, y el pañuelito de punto que llevaba debajo del gorro. No estaba empapada, y si lo dijo cuando estaba junto a la ventana, fue sólo como pretexto para que la dejara entrar. Pero frente al umbral había metido en un charco el pie izquierdo, hasta la pantorrilla, y tenía lleno de agua el zapato y la bota de goma que llevaba encima. Se sentó en el camastro del padre Sergio -una tabla cubierta únicamente con una estera -y empezó a descalzarse. Aquella pequeña celda le pareció encantadora. Mediría unos ocho pies de ancho por unos diez u once de largo. Estaba limpia como un cristal. No había en ella más que el camastro donde la mujer se hallaba sentada, y encima un estante con libros. En un rincón había un atril. En la puerta, colgado de unos clavos, un abrigo y una sotana. Sobre el atril, la imagen de Jesucristo con la corona de espinas, y un candil. Se notaba un olor raro de aceite, a sudor y a tierra. Pero todo le parecía agradable. Incluso el olor.

Los pies mojados, sobre todo el izquierdo, le dolían, y se puso a descalzarse apresuradamente sin dejar de sonreír, contenta no tanto de haber logrado lo que se proponía, sino de haber visto que había conturbado al padre Sergio, a ese hombre magnífico, sorprendente, raro y atractivo. «No ha correspondido… ¡Qué más da!», se dijo para sí.

-¡Padre Sergio! ¡Padre Sergio! Es así cómo le llaman, ¿verdad?

-¿Qué quiere usted? -le respondió una voz tranquila.

-Por favor, perdóneme que haya roto su soledad. Pero créame, no he podido evitarlo. Me habría puesto enferma. No sé lo que me va a pasar. Estoy empapada. Tengo los pies hechos un témpano.

-Perdóneme -respondió la voz sosegada-, nada puedo hacer por usted.

-Por nada del mundo lo habría incomodado. Sólo me quedaré hasta el amanecer.

El padre Sergio no respondió, y la mujer oyó un leve balbuceo. «Por lo visto reza», se dijo.

-No entrará usted aquí, ¿verdad? -preguntó sonriéndose-. He de quitarme la ropa para secarla.

El padre Sergio no respondió y continuó rezando sus oraciones al otro lado del tabique con la misma voz reposada.

«Este sí es un verdadero hombre», pensó ella tirando con dificultad de la bota mojada. Por más que tiraba, no podía quitársela y esto le hizo gracia. Se rió muy bajito, pero sabía que él oía su risa y que esta risa influía en él tal como ella deseaba. Se rió más fuerte, y aquella risa alegre, natural y bondadosa influyó realmente sobre el padre Sergio tal como ella había deseado.

«A un hombre como éste se le puede amar. ¡Qué ojos los suyos! ¡Y qué rostro más abierto, más noble y más apasionado!, por muchas que sean las oraciones que rece -pensó ella-. Las mujeres no nos engañamos. Tan pronto acercó su rostro al cristal y me vio, lo comprendí y lo supe. Lo leí en el brillo de sus ojos. Me amó, me deseó. Sí, me deseó», decía sacando, por fin, zapato y bota y quitándose luego las medias. Para quitarse aquellas largas medias prendidas en elásticos, tenía que levantarse la falda. Sintió vergüenza y dijo:

-No entre.

Pero del otro lado del tabique no llegó respuesta alguna. Seguía oyéndose el acompasado murmullo, al que se añadió el ruido de unos movimientos. «Se inclina hasta poner la frente en el suelo, no hay duda -pensó ella-; pero de nada le servirá -musitó-. Piensa en mí. Como pienso yo en él. Piensa en estas piernas mías», dijo quitándose las medias mojadas y recogiendo las desnudas piernas sobre el camastro. Permaneció sentada unos momentos, abrazándose las rodillas en actitud pensativa. «¡Cuánta soledad, cuánto silencio! Nadie sabría nunca…» Abrió la estufa y puso las medias a secar. Después, pisando levemente el suelo con sus pies descalzos, volvió al camastro, donde se sentó otra vez con las piernas recogidas. Al otro lado del tabique no se oía ni el más leve ruido. Makovkina consultó el diminuto reloj que le pendía del cuello. Eran las dos de la madrugada. «Mis amigos han de venir a buscarme a eso de las tres.» Tenía a su disposición una hora escasa.

«¿He de permanecer todo este tiempo aquí sola? ¡Qué tontería! No quiero. Ahora mismo lo llamo.»

-¡Padre Sergio! ¡Padre Sergio! ¡Sergio Dmitrich, príncipe Kasatski!

Nada se oyó al otro lado del tabique.

-Óigame, no sea usted cruel. No lo llamaría si no lo necesitara. Estoy enferma. No sé lo que me pasa -exclamó con voz quejumbrosa-. ¡Ay, ay! -gimió, dejándose caer sobre el camastro.

Y, cosa rara, se sentía realmente mal, creía desfallecer, le dolía todo el cuerpo, temblaba como si tuviera fiebre.

-Óigame, ayúdeme. No sé lo que me pasa. ¡Ay, Ay! -Se desabrochó el vestido, dejando los senos al aire, y extendió los brazos desnudos hasta los codos-. ¡Ay, ay!

El padre Sergio permanecía en su cuartucho rezando. Acabadas las oraciones vespertinas, se quedó de pie, inmóvil, fija la mirada en la punta de la nariz, componiendo una prudente oración y repitiendo con toda el alma: «Señor mío Jesucristo. Hijo de Dios, ten compasión de mí».

Pero lo oía todo. Oyó el roce de la seda cuando ella se quitó el vestido, oyó las pisadas de los desnudos pies por el suelo, la oyó frotarse las piernas. Se sintió débil y comprendió que podía caer en cualquier momento. Por esto no dejaba de orar. Experimentaba algo semejante a lo que debía experimentar el héroe legendario obligado a caminar sin volver los ojos a su alrededor. Sergio notaba, sentía que el peligro y la perdición estaban ahí, encima, en torno, y que sólo podía salvarse si no contemplaba a aquella mujer ni un instante. Pero de pronto se apoderó de él el deseo de verla. En aquel mismo momento dijo ella:

-Escúcheme, esto es inhumano. Puedo morirme.

«Sí, iré, como aquel padre que puso una mano sobre la mujer del pecado y la otra sobre una parrilla al rojo vivo. Pero no tengo parrilla.» Miró a su alrededor. Vio el candil. Puso el dedo en la llama y frunció el ceño, dispuesto a resistir. Por unos momentos le pareció que no sentía ningún dolor, pero de repente, sin tener aún conciencia de si lo que sentía era dolor y cuál era su intensidad, hizo una mueca y retiró la mano sacudiéndola. «No, no lo resisto.»

-¡Por Dios! ¡Oh, socórrame! ¡Me muero, oh!

«¿Debo, pues, condenarme? No puede ser.»

-Ahora la atenderé -dijo, y abrió la puerta de su cuartucho, pasó por delante de ella sin mirarla, entró en el pequeño zaguán donde cortaba la leña y buscó a tientas el tajo sobre el que hacía las astillas y el hacha que tenía apoyada al muro.

-Ahora mismo -repitió, y agarrando el hacha con la mano derecha puso un dedo de la izquierda sobre el tajo, levantó la herramienta y de un golpe se lo cortó, más abajo de la segunda articulación. El trozo de dedo cortado saltó más fácilmente que las astillas del mismo grosor, rodó por el tajo y cayó al suelo produciendo un sordo ruido.

Sergio oyó este ruido antes de percibir el dolor. Pero no había tenido tiempo aún de sorprenderse de que no le doliera, cuando sintió como una mordedura intensísima y notó que por el dedo cercenado le salía la tibia sangre. Envolvió rápidamente el dedo herido con el borde de su hábito y, apretándolo a la cadera, volvió sobre sus pasos. Se detuvo ante la mujer, y bajando la vista preguntó quedamente:

-¿Qué quiere usted?

Al ver aquel pálido rostro, con un leve temblor en la mejilla izquierda, la mujer se sintió de pronto avergonzada. Saltó del camastro, agarró el abrigo y se lo echó encima, envolviéndose en él.

-Me sentía mal… me he resfriado… yo… Padre Sergio… yo…

Sergio levantó los ojos, que le brillaban con dulce y alborozado resplandor, y dijo:

-Dulce hermana, ¿por qué has querido perder tu alma inmortal? Las tentaciones son propias del mundo, pero ¡ay de aquel que las provoca!… Reza para que Dios te perdone.

Ella lo escuchó y se le quedó mirando. De pronto notó el ruido de un líquido que caía gota a gota. Se fijó y vio que la sangre fluía de la mano de Sergio y bajaba por un costado de sus hábitos.

-¿Qué se ha hecho en la mano?

Recordó el ruido que acababa de oír, tomó el candil y penetró en el zaguán. En el suelo vio el dedo ensangrentado. Más pálida todavía que él, volvió a la reducida estancia y quiso decirle algo; pero el padre Sergio entró silenciosamente en el cuartucho del fondo y cerró la puerta.

-Perdóneme -dijo la mujer-. ¿Cómo podré alcanzar el perdón de mi pecado?

-Vete.

-Déjeme que le vende la herida.

-Vete de aquí.

Se vistió apresuradamente, sin decir palabra. Arrebujada en su abrigo, se sentó esperando la llegada de sus amigos. A lo lejos se oyeron unos cascabeles.

-Padre Sergio, perdóneme.

-Vete. Te perdonará Dios.

-Padre Sergio, cambiaré de vida. No me abandone.

-Vete.

-Perdóneme y concédame su bendición.

-En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo -se le oyó al otro lado del tabique-. Vete.

La mujer prorrumpió en sollozos y salió de la celda. El abogado iba a su encuentro y le dijo:

-He perdido la apuesta, ya lo veo, paciencia. ¿Dónde quiere usted sentarse?

-Me da lo mismo.

Subió al trineo y en todo el camino de regreso no dijo ni una palabra.

* * *

Un año más tarde ingresó en un convento, donde lleva una vida muy austera bajo la dirección del ermitaño Arsenio, quien de vez en cuando le escribe una carta.

VI

El padre Sergio vivió siete años más en su ermita. Al principio aceptaba muchas de las cosas que le llevaban: té, azúcar, pan blanco, leche, ropas, leña. Pero a medida que transcurría el tiempo imponía más rigor a sus costumbres, y fue renunciando a todo lo superfluo. Llegó, por fin, a no aceptar más que pan negro una vez a la semana. Todo cuanto le llevaban lo distribuía entre los pobres que acudían a verlo.

Se pasaba el tiempo rezando en la celda o conversando con quienes lo visitaban, cuyo número era cada día mayor. Únicamente salía de su celda para ir a la iglesia, unas tres veces al año, y para ir a buscar leña o agua, cuando lo necesitaba.

A los cinco años de vivir así tuvo lugar al suceso que pronto llegó a conocimiento de todo el mundo: la visita nocturna de Makovkina y el cambio radical que inmediatamente después sufrió la mujer y su ingreso en el convento. Desde entonces la fama del padre Sergio fue en aumento. Cada día era mayor el número de personas que lo visitaban. Pronto se instalaron junto a su celda otros monjes, construyeron una iglesia y una hostería. La fama del padre Sergio, agrandando como siempre en estos casos la importancia de los actos realizados, se fue extendiendo hasta lugares cada vez más lejanos. Empezaron a acudir a su retiro gentes de remotas comarcas, comenzaron a llevarle enfermos pidiéndole que los curara.

La primera curación se produjo en el octavo año de su vida retirada. Se trataba de un muchacho de catorce años. Su madre lo llevó ante el padre Sergio, a quien rogó pusiera sus manos sobre el niño. Al padre Sergio ni en sueños se le había ocurrido pensar que podía curar a los enfermos. Habría considerado semejante idea gran pecado de orgullo. Pero la madre de aquel niño le rogaba insistentemente, se arrastraba a sus pies preguntándole por qué no querían ayudar a su hijo habiendo curado a otros, le suplicaba fervorosamente por amor de Nuestro Señor Jesucristo. Cuando el padre Sergio decía que sólo Dios puede curar, la madre le replicaba que únicamente le pedía una cosa: que pusiera la mano sobre su hijo y rezara. El padre Sergio se negó y se retiró a su celda. Pero a la mañana siguiente (estaban en otoño y las noches eran ya frías), al ir a buscar agua, vio otra vez a aquella madre y a su hijo, el muchacho de catorce años, pálido, desmedrado, y oyó la misma súplica. El padre Sergio recordó la parábola del juez mentiroso, y aunque hasta entonces había estado plenamente convencido de que no debía acceder a lo que le rogaban, comenzó a tener sus dudas, por lo cual se puso a orar y rezó hasta que en su alma hubo nacido una resolución. Y fue ésta que él debía dar cumplimiento al deseo de la madre, pues era posible que la fe que tenía salvara a su hijo. En cuanto a sí mismo, se dijo que en este caso él no sería más que un mero e insignificante instrumento elegido por Dios.

Se acercó entonces a la madre, puso la mano sobre la cabeza del muchacho y empezó a rezar.

Madre e hijo se fueron; un mes más tarde éste se había curado. La fama de la santa fuerza curativa del venerable Sergio, como entonces empezaron a llamarle, corrió como reguero de pólvora por aquellos contornos, y no hubo semana, a partir de este acontecimiento, que no acudiesen enfermos a visitarle, a pie o a caballo. Como había accedido al ruego de unos, no podía negarse a satisfacer a los otros. Ponía la mano y oraba. Muchos se curaban y con ello la fama del padre Sergio no hizo más que acrecentarse.

Así transcurrieron nueve años de vida monacal y trece de vida en soledad. El aspecto del padre Sergio no podía ser más venerable: tenía la barba luenga y blanca, pero los cabellos, aunque ralos, se le conservaban negros y rizados.

VII

Desde hacía varias semanas una cuestión preocupaba seriamente al padre Sergio. ¿Obraba bien al aceptar la vida que llevaba, a la que había llegado no tanto por sí mismo como por los requerimientos del archimandrita y del abad? Comenzó después de la curación del niño de catorce años. Desde entonces, de mes en mes, de semana en semana, de día en día, notó el padre Sergio que se destruía su vida interior y que el lugar de ésta lo iba ocupando la vida exterior. Era como si le hubieran dado la vuelta sacando afuera lo de adentro.

El padre Sergio vio que se había transformado en un medio para atraer visitantes y personas que hacían donativos al monasterio. Por ello, las autoridades monacales lo rodeaban de las condiciones adecuadas a fin de que pudiera ser lo más útil posible. No lo dejaban hacer ningún trabajo físico. Lo surtían de cuanto pudiera necesitar y únicamente le exigían que no negara la bendición a quienes acudían a solicitársela. Para que ello le resultara más cómodo, fijaron días de visita. Dispusieron convenientemente un lugar de recepción para los hombres y otro aislado por una barandilla a fin de que no lo derribaran las entusiastas peregrinas que se le acercaban en alud. Desde allí podía bendecir a los reunidos. Le decían que la gente lo necesitaba, que no podía negarse a que lo vieran quienes deseaban verlo si quería ser fiel a la ley del amor divino, y que apartarse de esas gentes sería una crueldad. Cuando oía tales razones las aprobaba, pero a medida que se rendía a esa vida se daba cuenta de que los valores externos iban desplazando a los internos, que se secaba en él el hontanar del agua viva y que sus obras se dirigían cada día más hacia los hombres y cada día menos hacia Dios.

Cuando pronunciaba un sermón ante la gente e incluso cuando se limitaba a bendecirla, cuando rezaba impetrando la curación de los enfermos, cuando daba un consejo o alumbraba el camino de una vida, cuando escuchaba las palabras de gratitud de las personas a quienes había curado, según decían, o había ayudado con sus palabras, no podía evitar el sentirse contento. Tampoco podía despreocuparse de las consecuencias de sus actos ni de la influencia que sobre la gente tenían. Pensaba que era una llama ardiente, y cuanto más lo creía tanto más débil y apagada sentía la divina luz de la verdad que en él brillaba. «¿Qué parte va a Dios de lo que yo hago y cuál a los hombres?» Esta cuestión lo atormentaba constantemente, y nunca pudo darle una respuesta, o, mejor dicho, nunca se atrevió a dársela. En lo más recóndito de su alma se decía que el diablo había trocado su actividad para con Dios en actividad para los hombres. Lo sentía de este modo, porque así como antes le resultaba muy doloroso que lo arrancaran de su soledad, ahora ésta le resultaba penosa. Se sentía atraído por los visitantes, que lo fatigaban; pero en el fondo del alma su presencia lo alegraba, lo satisfacían las alabanzas de que era objeto.

Hubo un tiempo en que incluso decidió huir, esconderse. Llegó a pensar en todos los detalles del plan. Se hizo con una camisa y unos pantalones de mujik, un caftán y un gorro, diciendo que necesitaba éstas para dárselas a los mendigos. Pero se las guardaba y veía en su pensamiento de qué modo iba a vestirse; se cortaría el pelo y marcharía. Primero tomaría el tren, y cuando hubiese recorrido unas trescientas verstas bajaría y pediría limosna por las aldeas. Preguntó a un viejo soldado qué hacía, si le daban limosna y albergue. El soldado se lo explicó todo y el padre Sergio pensó que podría hacer lo mismo. Una noche llegó a vestirse, dispuesto a huir, pero no sabía qué era lo justo: quedarse o abandonar la ermita. Al principio vacilaba, luego la indecisión fue desapareciendo, se habituó a su nuevo estado y se sometió al diablo. Únicamente las ropas de mujik le recordaban sus ideas y sentimientos.

Cada día acudía más gente y cada vez era menor el tiempo de que disponía para su confortamiento espiritual y para los rezos. A veces, en momentos luminosos, pensaba que se había convertido en una especie de paraje en el que antes hubiera habido una fuente. «Había una fuentecita de agua viva que manaba de mí, a través de mí. Entonces vivía la verdadera vida. Pero cuando “ella” (recordaba siempre con entusiasmo aquella noche y a ella, a la que llamaban ahora madre Agna) quiso seducirlo, ella sorbió un poco de aquella agua pura. Desde entonces, empero, el agua no tiene tiempo de acumularse. Antes llegan los sedimentos, apretujándose. Lo han pisoteado todo. No queda más que barro.» Así razonaba en algunos raros momentos de clarividencia; pero su estado habitual era de cansancio y enternecimiento ante sí mismo por dicho cansancio.

* * *

Había llegado la primavera. En la víspera de Pentecostés el padre Sergio celebraba el oficio divino en su cueva, llena de gente. Cabrían unas veinte personas. Todas eran gente rica, señores y comerciantes. El padre Sergio abría las puertas a todo el mundo, pero el monje que velaba por él y otro de turno que diariamente enviaban a su retiro desde el monasterio, hacían la selección. La muchedumbre, unos ochenta peregrinos, entre los que predominaban las mujeres, se agolpaban en el exterior esperando la salida del ermitaño y su bendición. El padre Sergio decía la misa, y cuando iba a bendecir… la tumba de su antecesor se tambaleó, y habría caído de no haberlo sostenido un mercader que estaba a su espalda y el monje que hacía las veces de diácono.

-¿Qué le pasa? ¡Padrecito, padre Sergio! ¡Pobrecito! ¡Señor Todopoderoso! -prorrumpieron las mujeres-. Ha quedado pálido como la pared.

Pero el padre Sergio se recobró en seguida, y aunque se sentía muy débil, se desprendió de los brazos del mercader y del diácono y siguió cantando la misa. El padre Serapión, el diácono, los acólitos y la señora Sofía Ivánovna, que vivía siempre junto a la ermita y cuidaba del padre Sergio, empezaron a suplicarle que interrumpiera la ceremonia.

-No es nada, no es nada -musitó el padre Sergio, sonriendo casi imperceptiblemente por debajo de sus poblados bigotes-, no interrumpan el oficio.

«Así obran los santos», pensó.

-¡Es un santo! ¡Un ángel de Dios! -oyó que exclamaba a su espalda Sofía Ivánovna y también el mercader, que lo había sostenido.

No hizo caso de los ruegos que le dirigían y prosiguió celebrando el oficio divino. Apretujándose una vez más, se dirigieron a la pequeña iglesia inmediata y allí el padre Sergio acabó de celebrar las vísperas, si bien abreviándolas algo.

Inmediatamente después del oficio bendijo a los presentes y salió para sentarse en un banco que había bajo un olmo, a la entrada de la cueva. Quería descansar, respirar el aire fresco, pues lo necesitaba; pero tan pronto hubo salido, la gente se le echó encima pidiendo la bendición, consejo y ayuda. Había en aquella muchedumbre peregrinos que se pasan la vida recorriendo los lugares santos, yendo de un padre a otro padre y conmoviéndose ante cualquier objeto sagrado y ante todo padre venerable. Sergio conocía bien a este tipo tan corriente de peregrinos, el menos religioso, el más frío y el más convencional. Había asimismo peregrinos, ancianos misérrimos, muchos de ellos borrachines, que vagabundeaban de un monasterio a otro sin más objetivo que el de subsistir. No faltaban tampoco campesinos, hombres y mujeres, que acudían movidos por pretensiones egoístas de curación o en busca de consejo para resolver sus dudas acerca de cuestiones eminentemente prácticas, como el casamiento de una hija, el alquiler de una tienda, la compra de unas tierras; o que solicitaban la absolución de graves pecados, como el haber aplastado a un pequeñuelo mientras dormían o por haber tenido un hijo fuera del matrimonio. Todo esto le era conocido desde hacía mucho tiempo y no encerraba para él ningún interés. Le constaba que estas personas nada nuevo le dirían y esos rostros no despertarían en él ningún sentimiento religioso; pero no dejaba de satisfacerle ver a esa muchedumbre que tenía necesidad de él, de su bendición y de su palabra, tan estimada. Por todas estas razones aquella gente lo abrumaba y, al mismo tiempo, le resultaba agradable. El padre Serapión los quiso arrojar de allí diciendo que el padre Sergio estaba cansado, pero éste recordó las palabras del Evangelio: «Dejen que (los niños) vengan a mí», y conmovido consigo mismo por dicho recuerdo, dijo que no hicieran marchar a nadie.

Se levantó, se acercó a la barandilla junto a la cual se agrupaba el tropel de gente y comenzó a bendecirla y a responder a las preguntas que le hacían. El sonido de su voz era tan débil que él mismo se sorprendió. Sin embargo, pese a su buena voluntad, no pudo atender a todo el mundo. De nuevo se le enturbió la vista, vaciló y se agarró a la barandilla. Otra vez notó que le afluía la sangre a la cabeza. Primero se quedó pálido y luego, de pronto, se puso rojo.

-Realmente habrá que esperar hasta mañana, hoy no puedo -dijo, y después de bendecirlos a todos a la vez dirigió sus pasos hacia el banco.

El mercader volvió a agarrarlo por el brazo y lo ayudó a caminar y a sentarse.

-¡Padre! -clamaba la muchedumbre-. ¡Padre! ¡Padrecito! ¡No nos abandones! ¡Estamos perdidos sin ti!

Una vez hubo ayudado al padre Sergio a sentarse en el banco bajo el olmo, el mercader se arrogó funciones de policía y se puso a dispersar enérgicamente a la muchedumbre. Verdad es que hablaba en voz baja, de manera que el padre Sergio no pudiera oírlo, pero lo hacía en tono que no admitía réplica:

-Fuera, fuera. Los ha bendecido, ¿qué más quieren? ¡Hala, hala! Si no, les doy un trastazo. ¡Venga! ¡Eh, tú, vieja andrajosa! ¡Venga, en marcha! ¿Adónde te metes? Lo dicho: se acabó. Mañana Dios dirá, hoy no puede más, está desfallecido.

-¡Padrecito, déjeme que le vea la carita, sólo un instante! -decía la anciana.

-Te voy a dar yo buena carita, ¿dónde te metes?

El padre Sergio notó que el mercader obraba con mucho rigor y dijo con un hilito de voz al hermano lego que no echaran a nadie. Sabía que de todos modos no le harían caso y tenía enormes deseos de permanecer solo, y de descansar, pero envió al hermano lego a transmitir sus palabras a fin de impresionar más a la gente.

-Está muy bien, está bien. No los echo, procuro convencerlos -respondió el mercader-; serían capaces de acabar con él. No tienen compasión, sólo piensan en sí mismos. Lo dicho: no es posible. Vete. Mañana.

Y el mercader los arrojó a todos.

Aquel hombre puso tanto celo en su obra porque era amigo del orden y también de meterse con la gente y de imponerse a los demás, pero ante todo porque necesitaba al padre Sergio. Era viudo, y tenía una hija única, enferma, soltera, y acudió con ella a impetrar su curación al padre Sergio salvando una distancia de mil cuatrocientas verstas. Hacía dos años que su hija estaba enferma, y él había hecho cuanto había podido para curarla. Primero la tuvo en una clínica en la ciudad universitaria de la provincia, sin resultado alguno. La llevó luego a un mujik de Samara, que la alivió algo. Después hizo que la visitase un famoso doctor de Moscú, que le cobró mucho dinero. Pero todo fue inútil. Le dijeron que el padre Sergio curaba y a él acudía ahora. Cuando hubo echado a la gente, el mercader se le acercó e hincándose de rodillas le dijo en alta voz sin preámbulo alguno:

-Padre santo, bendice a mi hija enferma, cúrala de su doloroso mal. Me atrevo a humillarme a tus santos pies.

Juntó las manos suplicantes; hablaba y obraba como si verificara un acto neta y firmemente determinado por unas normas y por la costumbre, como si la curación de la hija tuviera que pedirse de aquella manera concreta y no de cualquier otro modo. Obró con tal seguridad en sí mismo, que incluso al padre Sergio le pareció que era precisamente así como debían hacerse y pedirse aquellas cosas. Sin embargo, lo mandó levantarse y explicar de qué se trataba. El mercader le contó que su hija, una doncella de veintidós años, hacía dos que estaba enferma, desde la repentina muerte de su madre. Entonces se asustó y se puso mala. Añadió que la había traído desde mil cuatrocientas verstas de distancia y que ahora esperaba en la hostería hasta que el padre Sergio le permitiera presentarse. «Durante el día está en su cuarto, tiene miedo a la luz, y únicamente puede salir cuando el sol se ha puesto.»

-¿Y qué, está muy débil? -inquirió el padre Sergio.

-No, débil no está, y es robusta, pero neurasténica , según dijo el doctor. Si el padre Sergio me permite que la traiga, lo haré volando. ¡Padre santo, devuelva la vida a mi corazón, devuélvame mi hija, salve con sus preces a mi hija enferma!

El mercader volvió a hincarse de rodillas con aparatoso movimiento y permaneció inmóvil, inclinando la cabeza sobre sus brazos cruzados. El padre Sergio lo mandó levantarse por segunda vez y, después de reflexionar en lo penosa que era su labor y en la conformidad de ánimo con que a pesar de todo la realizaba, suspiró profundamente, guardó unos instantes de silencio y dijo:

-Está bien, tráigala por la noche. Rezaré por ella; pero ahora me siento cansado. -Y cerró los ojos-. Mandaré recado.

El mercader se retiró, andando de puntillas sobre la arena, con lo cual sólo logró que las botas rechinaran con más fuerza. El padre Sergio se quedó solo.

Su vida estaba consagrada a los oficios divinos y a los visitantes, pero aquel día había sido particularmente fatigoso. Por la mañana sostuvo una larga conversación con un alto dignatario que había acudido a verlo. Luego recibió a una señora acompañada de su hijo, un joven profesor ateo, al que su madre trajo porque ella era muy creyente y gran admiradora del padre Sergio, al que rogó hablara con su hijo. La conversación fue muy pesada. Por lo visto el joven profesor no quería entrar en discusión con el monje y le daba la razón en todo, como si estuviera hablando con una persona débil. El padre Sergio, empero, vio que aquel joven no creía y que, a pesar de ello, se sentía bien, estaba tranquilo y no tenía complicaciones de conciencia. Ahora recordaba con disgusto todo aquello.

-Ha de comer algo, padrecito -le dijo el hermano lego.

El hermano entró en la choza, construida a unos diez pasos de la cueva, y el padre Sergio se quedó solo.

Estaba muy lejano el tiempo en que nadie le hacía compañía y él mismo cuidaba de la limpieza de su celda y se alimentaba exclusivamente de raíces y pan. Hacía ya mucho que, según le habían explicado, no tenía derecho alguno a olvidarse de su salud y le preparaban comidas nutritivas, aunque de ayuno. Se servía poco, pero mucho más que antes. A menudo comía con particular deleite y no como en otro tiempo, con repugnancia y conciencia del pecado. Así lo hizo ese día. Tomó papilla, bebió una taza de té y comió medio trozo de pan blanco.

El hermano lego se retiró y el padre Sergio se quedó completamente solo bajo el olmo.

Era una maravillosa noche de mayo. Los abedules, los álamos blancos, los olmos, los cerezos silvestres y las encinas acaban de revestirse de verdor. Los cerezos silvestres que crecían detrás del olmo estaban floridos, aún no había comenzado a caerles la flor. Los ruiseñores lanzaban al aire sus trinos, uno muy cerquita y otros dos o tres abajo, en los arbustos de las orillas del río. Más allá, a lo lejos, subían al cielo los cánticos de la gente que regresaba del trabajo al término de la jornada. El sol se había escondido detrás del bosque y esparcía sus rayos a través del follaje. Toda esa parte se hallaba envuelta en una luz verdosa. La otra, vista desde el olmo, era oscura. Los escarabajos volaban, chocaban entre sí y caían al suelo.

Terminada la cena, el padre Sergio se puso a rezar mentalmente: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten compasión de nosotros». Luego leyó un salmo, y de improviso, cuando había llegado a la mitad, un gorrión batió alas desde un arbusto y se posó en el suelo, donde, piando y a saltitos, se le fue acercando, hasta que al fin se asustó y emprendió el vuelo. Rezó una oración en la que se hablaba de la renuncia del mundo y se apresuró a terminarla pronto, a fin de enviar a buscar al mercader y a su hija enferma, que había despertado su interés. Para él sería una distracción, una cara nueva. Además, tanto ella como su padre lo tenían por santo, por un religioso suyas preces podían curar. Él lo negaba, pero en el fondo de su alma creía que era verdad.

A veces se preguntaba sorprendido cómo había podido ocurrir que él, Stepán Kasatski, hubiera llegado a ser un intercesor tan extraordinario entre los hombres y Dios, capaz de hacer verdaderos milagros. Pero no había duda de que era así. No podía cerrar los ojos a los milagros de que él mismo había sido testigo, desde que curó a aquel muchacho enfermo hasta que, gracias a sus oraciones, había devuelto la vista a una viejecita hacía poco tiempo. Por extraño que resultara, era así. La hija del mercader le interesaba, pues, por tratarse de una nueva criatura, porque en ello podía reafirmar su poder curativo y su gloria. «Vienen a verme desde mil verstas de distancia, escriben en los periódicos, se entera el emperador, llega a oídos de Europa, de la descreída Europa», pensaba. De repente sintió vergüenza de su vanidad y se puso a orar mentalmente. «Señor, Rey de los cielos, consuelo de los hombres, alma de la verdad, pon tus ojos en nosotros, límpianos de todo pecado y salva nuestras almas. Líbrame de la funesta gloria de este mundo, que me consume», repitió, aunque pensando también que muchas veces había elevado ese ruego al Señor y que hasta entonces sus preces habían resultado, en este sentido, totalmente vanas. Sus oraciones hacían milagros para los demás, pero Dios no lo escuchaba cuando le pedía que lo librara de esta mezquina pasión.

Recordó sus oraciones de los primeros tiempos de ermitaño, cuando suplicaba que se le concediera la gracia de la pureza, de la humildad y del amor, y recordó asimismo que entonces tenía la impresión de que Dios escuchaba sus ruegos; entonces estaba limpio de pecado y se cercenó el dedo. Levantó el muñón del dedo, cubierto en su punta por las arrugas de la piel fruncida, y lo besó. Le pareció que en aquel entonces también era humilde, pues se sentía siempre repulsivo a la naturaleza pecadora. Creyó que entonces poseía también amor, pues recordaba la ternura con que trató a un anciano, a un antiguo soldado borracho que había ido a pedirle dinero, y como la había recibido a ella. ¿Y ahora? Se preguntó si quería a alguien, a Sofía Ivánovna o al padre Serapión, si experimentaba algún sentimiento de amor hacia todas esas personas que acudían a verlo, hacia aquel joven ilustrado con quien estuvo conversando, pedante, atento sólo a poner de manifiesto su inteligencia y a demostrar que, por sus conocimientos, estaba al día. El amor de todos ellos le era agradable y necesario, pero él no correspondía con amor. No sentía amor, no era humilde, ni puro.

Le agradaba saber que la hija del mercader tenía veintidós años. Deseaba ver si era o no hermosa. Y al preguntar si era débil quería enterarse precisamente de si tenía o no encanto femenino.

«¿Es posible que haya caído tan bajo? -Pensó-. Señor, no me abandones, reconfórtame, Señor y Dios mío.» Juntó las manos y se puso a orar. Cantaron los ruiseñores. Un escarabajo se posó en su cabeza y se le deslizó por el pescuezo. Se lo quitó de encima. «¿Existirá realmente? ¿Y si estoy llamando a una casa cerrada por afuera…? El candado está en la puerta y yo podría verlo. Los ruiseñores, los escarabajos, la naturaleza, son este candado. Quizá tenga razón el joven.» Y se puso a rezar en voz alta y estuvo rezando largo rato hasta que le desaparecieron estos pensamientos y volvió a sentirse tranquilo y seguro. Tocó una campanilla y dijo al hermano lego, que se le acercó, que podía recibir a aquel mercader y a su hija.

El mercader acudió llevando del brazo a la hija, la acompañó hasta la celda y se retiró en seguida.

Era una muchacha muy blanca, pálida, rellenita, sumamente tímida, de rostro infantil con expresión amedrentada y de formas muy desarrolladas. El padre Sergio permaneció en el banco junto a la entrada de la cueva. Cuando bendijo a la muchacha, que se detuvo ante él al entrar en la celda, se horrorizó de sí mismo por el modo como le había mirado el cuerpo. La joven pasó y él sintió la mordedura de la carne. Al verle la cara comprendió que la muchacha era sensual y boba. Se levantó y entró en la celda. Ella se había sentado en un taburete, esperándolo.

Se levantó al verlo entrar.

-Quiero ir con papá -dijo.

-No temas -le respondió-. ¿Qué te duele?

-Me duele todo -añadió ella, y de pronto una sonrisa le iluminó el rostro.

-Te curarás -dijo él-. Reza.

-He rezado mucho y no me ha servido de nada -continuaba sonriendo-. Rece usted y ponga en mí su mano. Lo he visto en sueños.

-¿Cómo me ha visto?

-He visto que usted me ponía la mano sobre el pecho, así -le tomó una mano y se la apretó contra el seno-. Aquí.

Él le cedió la mano derecha.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó, temblando de los pies a la cabeza, sintiendo que estaba vencido y que el deseo lúbrico se había escapado de su dominio.

-María. ¿Por qué?

Ella le tomó la mano y se la besó repetidamente. Luego le pasó un brazo por la cintura y lo apretó contra sí.

-¿Qué haces? -dijo él-. María, eres Satanás.

-Bueno, supongo que no importa.

Lo abrazó y se sentó con él en la cama.

* * *

Al amanecer él salió.

«¿Es posible que esto haya ocurrido en realidad? Vendrá el padre. Ella se lo contará. Es el diablo. ¿Qué voy a hacer? Aquí está el hacha con que me corté el dedo.» Agarró el hacha y se dirigió a la cueva.

Se encontró con el hermano lego.

-¿Quiere usted que corte leña? Déme el hacha, haga el favor.

Se la dio. Entró en la celda. Ella estaba acostada, durmiendo. La miró horrorizado. Pasó al cuartucho del fondo, se puso la ropa de mujik, tomó unas tijeras, se cortó el cabello, y por el sendero bajó hacia el río, donde no había estado ni una vez durante los últimos cuatro años.

El camino seguía a lo largo del río. Anduvo hasta el mediodía. Entonces se metió en un campo de centeno y se echó a descansar. Al anochecer llegó a una aldea, pero no entró en ella, sino que se dirigió a un lugar escarpado de la orilla del río. Era de madrugada, una media hora antes de la salida del sol. Todo se veía gris y tenebroso. Soplaba del oeste el frío viento del amanecer. «Sí, hay que terminar. Dios no existe. ¿Cómo acabar? ¿Arrojándome al río? Sé nadar, no me ahogaré. ¿Ahorcándome? Sí, con el cinturón, de una rama.» Esto le pareció tan posible e inmediato, que se horrorizó. Quiso rezar, como solía hacerlo en los momentos de desesperación. Pero no tenía a quién dirigirse. Dios no existía. Se recostó apoyando la cabeza sobre la mano. De pronto sintió tal necesidad de dormir, que no pudo sostener por más tiempo la cabeza en esta posición. Dobló los brazos, se acostó y en seguida se quedó dormido. Pero fue sólo por unos instantes. Se despertó al momento y empezó a ver o a recordar como entre sueños.

Se ve en la aldea siendo un niño muy pequeño, en la casa de su madre. Llega un coche y de él bajan su tío Nikolái Serguéievich con su enorme barba negra en forma de pala, y Páshenka, una niña delgaducha de grandes ojos dulces y tímido rostro. Dejan a Páshenka con él y con otros niños, amigos suyos. Hay que jugar con la niña, pero resulta aburrida, es boba. Al fin, para burlarse de ella le piden que demuestre que sabe nadar. La niña se echa al suelo y allí bracea como si estuviera en el agua. Todos se ríen, se burlan. Ella se da cuenta, se pone roja como la grana. Da tanta lástima, que remuerde la conciencia. Nunca podrá olvidar su sonrisa torcida, bondadosa y resignada. Sergio recuerda cuando volvió a verla después de aquel día. Había transcurrido mucho tiempo. Era poco antes de hacerse monje. Se había casado con un propietario que había dilapidado los bienes que ella aportó al matrimonio, y le pegaba. Tenía entonces dos hijos, un niño y una niña. El primero murió pronto.

Sergio recordaba cuán desgraciada la había encontrado. Volvió a verla, ya viuda, estando él en el monasterio. Seguía siendo la misma. No podía decirse que fuera tonta, pero sí insulsa, insignificante e infeliz. Había acudido con su hija y el novio de ésta. Entonces ya eran pobres. Más tarde, oyó decir que vivía en cierta capital de distrito y que había quedado muy pobre. «¿A santo de qué pienso en ella? -se preguntaba Sergio, pero no podía dejar de pensar en Páshenka-. ¿Dónde estará? ¿Qué habrá sido de ella? ¿Seguirá siendo tan infeliz como era entonces, cuando mostraba sobre el santo suelo que sabía nadar? Pero ¿por qué he de pensar en ella? ¿Qué tontería es ésta? Hay que acabar de una vez.»

De nuevo tuvo miedo y volvió a pensar en Páshenka para salvarse de aquella espantosa idea.

Echado de este modo, permaneció largo rato pensando ya en su necesario fin, ya en Páshenka. Le parecía que ella sería su salvación. Finalmente se durmió. Vio en sueños a un ángel que se le acercó y le dijo: «Vete a ver a Páshenka y por ella sabrás qué has de hacer, dónde está tu pecado y dónde tu salvación.»

Se despertó y se dijo que Dios le había enviado aquella visión. Se alegró y decidió hacer lo que el ángel le había dicho. Sabía cuál era la ciudad en que vivía Páshenka. Distaba unas trescientas verstas. Y hacia allí encaminó sus pasos.

VIII

Hacía ya mucho tiempo que Páshenka era una mujer llamada Praskovia3 Mijáilovna, vieja, seca, arrugada, suegra de un funcionario llamado Mavrikiev, hombre fracasado y borracho. Vivían en la capital de distrito, donde su yerno había tenido el último empleo. Allí ella sostenía a toda su familia, a su hija, al propio yerno, enfermo y neurasténico, y a cinco nietos. Y los mantenía dando lecciones de música, a cincuenta kopeks la hora, a las hijas de los mercaderes. Algunos días tenía cuatro horas, a veces cinco, de suerte que ganaba aproximadamente unos sesenta rublos al mes. Gracias a esto vivían, mientras esperaban una colocación. Praskovia Mijáilovna escribió a todos sus parientes y conocidos pidiendo recomendaciones para obtenerla. También escribió en este sentido a Sergio, pero cuando llegó la carta él ya no estaba.

Era sábado, y Praskovia amasaba con sus propias manos la pasta para hacer ensaimadas con papas, que tan buenas salían al cocinero siervo de su papaíto. Quería agasajar a sus nietos al día siguiente, domingo.

Su hija Masha estaba atendiendo al pequeñuelo. Los mayores, un niño y una niña, estaban en la escuela. El yerno no había pegado ojo por la noche y acababa de dormirse. Praskovia Mijáilovna también había pasado gran parte de la noche sin dormir, procurando suavizar la cólera de su hija contra su marido.

Comprendía que el yerno era una criatura débil, que no podía hablar ni vivir de otro modo, y como veía que los reproches de su hija no servían de nada, procuraba atenuarlos y evitarlos para que su casa no se convirtiera en un infierno. Era una mujer que casi no podía soportar físicamente las malas relaciones entre las personas. Para ella estaba claro que así nada podía arreglarse y que la situación no hacía más que empeorar. Ni siquiera lo pensaba. Sencillamente, al ver a una persona airada sufría como la hacían sufrir un mal olor, un ruido molesto o como si le dieran golpes.

Estaba muy satisfecha por haber enseñado a Lukeria de qué modo se amasaba la pasta, cuando Misha, su nietecito de seis años, con su delantalito, sus piernas torcidas y sus zurcidas medias, entró corriendo en la cocina, asustado.

-Abuela, un viejo muy feo te llama.

Lukeria miró y dijo:

-Sí, debe ser un mendigo.

Praskovia Mijáilovna se sacudió los brazos, se secó las manos con el delantal y se disponía a entrar en una habitación para tomar el bolso y dar una limosna de cinco kopeks al desconocido, cuando recordó que no tenía piezas menores de diez y pensó que lo mejor sería darle un trozo de pan. Se acercó al armario, pero se avergonzó de su mezquindad y ordenó a Lukeria cortar un trozo de pan mientras ella misma iba a buscar la moneda de diez kopeks. «Este es tu castigo -se dijo-. Darás dos veces.»

Dio ambas cosas al caminante y, cuando lo hubo hecho, no se sintió orgullosa de su largueza, antes al contrario, se avergonzó y le pareció poco lo que había dado. Tan importante era el aspecto del mendigo.

A pesar de haber recorrido trescientas verstas pidiendo limosna en nombre de Jesucristo, a pesar de ir roto, de haber enflaquecido y de haber quedado muy curtido; a pesar de que llevaba al cabello cortado y su gorro era de mujik, lo mismo que las botas, a pesar de que se inclinó humilladamente, Sergio conservaba el aspecto majestuoso que tanto atraía a todo el mundo. Pero Praskovia Mijáilovna no lo reconoció. Ni podía reconocerlo, pues hacía ya casi treinta años que no lo veía.

-No se ofenda, padrecito, por mi pequeña limosna. ¿Desea usted comer algo, quizá?

Sergio tomó el pan y la moneda. Praskovia Mijáilovna se sorprendió de que aquel hombre se la quedara mirando en vez de irse.

-Páshenka, he venido a verte. Atiéndeme.

La miro con sus hermosos ojos negros, insistentes y suplicantes, a los que el aflorar de unas lágrimas puso singulares reflejos. Bajo el canoso pelo de los bigotes le temblaron lastimeramente los labios.

Praskovia Mijáilovna cruzó los brazos sobre su seco pecho, abrió la boca y clavó los ojos en el rostro del peregrino.

-¡No puede ser! ¡Stiopa! ¡Sergio! ¡Padre Sergio!

-Sí, el mismo -musitó Sergio quedamente-. Pero no soy Sergio, el padre Sergio, sino el gran pecador Stepán Kasatski, perdido sin remisión… Acógeme, ayúdeme.

-¡No es posible! ¿Cómo ha llegado usted a tanta renunciación? Entre.

Ella le tendió la mano, pero él la siguió sin tomársela.

¿Adónde lo haría pasar? El piso era pequeño. Al principio ocupaba una habitación diminuta, un cuartucho oscuro, pero luego incluso este cuarto lo cedió a la hija, a Masha, que en aquel momento estaba allí acunando al pequeñuelo.

-Siéntese aquí un momento -dijo a Sergio, señalándole el banco de la cocina.

Sergio se sentó y, con gesto que por lo visto ya le era habitual, se quitó la bolsa que llevaba a la espalda, sacándola primero por un hombro y luego por el otro.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Cuánta renunciación, padrecito! ¡Tanta fama, y de pronto así…!

Sergio no respondió, se sonrió con mansedumbre mientras ponía la bolsa al suelo.

-Masha, ¿sabes quién es?

Praskovia Mijáilovna explicó en voz baja a su hija quién era Sergio y juntas sacaron del cuartucho la ropa blanca de la cama y la cunita, dejándolo libre para el recién llegado.

Praskovia Mijáilovna lo acompañó al cuartucho.

-Descanse aquí. No lo tome a mal, pero he de irme.

-¿Adónde?

-Doy lecciones. Casi me da vergüenza decírselo, enseño música.

-La música es buena cosa. Pero he venido para tratar de un asunto. Praskovia Mijáilovna, ¿cuándo podré hablar con usted?

-Para mí será una gran alegría. ¿Al atardecer?

-Está bien, pero he de rogarle otra cosa aún: no diga a nadie quién soy. Sólo me he descubierto a usted. Nadie sabe qué ha sido de mí. No ha de saberlo nadie.

-¡Ay, ya se lo he dicho a mi hija!

-Bueno, pídale que lo calle.

Sergio se quitó las botas, se acostó y quedó dormido en seguida, después de una noche de insomnio y de una caminata de cuarenta verstas.

* * *

Cuando Praskovia Mijáilovna regresó, Sergio estaba sentado en el cuartucho, esperándola. No salió a comer y tomó un plato de sopa y papilla que le llevó Lukeria.

-¿Cómo has venido antes de lo que me dijiste? -preguntó Sergio-. ¿Podemos hablar ahora?

-¿A qué debo yo la felicidad de tener una visita semejante? He dejado una lección para otro día… Yo soñaba con ir a visitarlo, le escribí, y de pronto, ¡usted aquí! ¡Qué alegría!

-¡Páshenka! Te ruego que tomes como en confesión las palabras que ahora te voy a decir; que sean como palabras dichas ante Dios a la hora de la muerte. ¡Páshenka! No soy ningún santo, no soy ni siquiera un hombre sencillo como todos. Soy un pecador, un pecador sucio, asqueroso, descarriado, orgulloso; no sé si soy el peor de todos, pero si soy peor que los hombres más ruines.

Al principio, Páshenka lo miraba abriendo desmesuradamente los ojos; le creía. Pero cuando llegó a creerle del todo, puso una mano sobre la de él y dijo sonriendo piadosamente:

-Stepán, ¿no exageras un poco?

-No, Páshenka. Soy un lujurioso, un asesino, un blasfemo y un farsante.

-¡Dios mío! ¿Cómo es eso? -exclamó ella.

-Pero es necesario vivir. Y yo que creía saberlo todo, que enseñaba a los demás cómo hay que vivir, veo que no sé nada y vengo a pedirte consejo.

-No digas eso, Stepán. Te burlas. ¿Por qué siempre te ríes de mí?

-Está bien, me río, me río; pero dime, ¿cómo vives tú y cómo has vivido?

-¿Yo? He llevado una vida desastrosa, ruin, y ahora Dios me castiga. Muy bien empleado. Vivo de una manera tan estúpida, tan estúpida…

-¿Cómo te casaste? ¿Cómo viviste con tu marido?

-Todo fue detestable. Me enamoré de la manera más tonta. Mi padre estaba en contra de que me casara con aquel hombre. No quise escuchar a nadie, me casé. Y una vez casada, en vez de ayudar al marido, lo atormenté porque tenía celos y no fui capaz de librarme de ellos.

-Creo que bebía.

-Sí, pero yo no sabía sosegarme. Le echaba en cara ese defecto, y no era un defecto, sino una enfermedad. No podía contenerse y yo no quería dejarlo beber. Teníamos unas riñas espantosas.

Miraba a Kasatski con ojos que el recuerdo hacía hermosos y doloridos.

Kasatski se acordó de que, según le habían contado, el marido de Páshenka le pegaba. Y al contemplar ahora su cuello desmedrado y seco, con venas prominentes por debajo de las orejas y un moño de escasos cabellos semicanos y semirrubios, tenía la impresión de que estaba viendo cómo había ocurrido todo aquello.

-Luego me quedé sola, con dos hijos y sin recursos.

-Pero tenías una finca.

-La vendimos ya en vida de mi marido… y lo gastamos todo. Había que vivir y yo no sabía hacer nada, como ocurre a todas las señoritas. Pero yo era de las más incapaces e inútiles. Así fuimos consumiendo las pocas cosas que nos quedaban. Yo enseñaba a los hijos y al mismo tiempo aprendía algo. Entonces, cuando Mitia iba a la cuarta clase, se puso enfermo y Dios se la llevó. Masha se enamoró de Vania, mi yerno. Es buena persona, pero un desgraciado. Está enfermo.

-Mamita -exclamó su hija, interrumpiéndola-. Tome a Misha. No puedo hacerme pedazos.

Praskovia Mijáilovna se levantó y, calzada con sus gastados zapatos, salió con paso ligero para volver en seguida llevando en brazos a un pequeñuelo de dos años que se echaba hacia atrás agarrándole la pañoleta con ambas manos.

-¿Qué enfermedad tiene?

-Neurastenia, una enfermedad terrible. Consultamos. Nos dijeron que debíamos ir a otro lugar, pero hacía falta dinero. No pierdo la esperanza de que le pase. No tiene nada que le moleste especialmente. Pero…

-¡Lukeria! -se oyó que gritaba Vania con voz enojada y débil-. Siempre la mandan a alguna parte cuando la necesito. ¡Abuela!…

-¡Ya voy! -respondió Praskovia Mijáilovna, interrumpiéndose otra vez-. Todavía no ha comido. No puede comer con nosotros.

Salió y estuvo preparando algo. Por fin entró de nuevo, secándose las curtidas y sarmentosas manos.

-Ya ves cómo vivo. Todos nos quejamos, todos estamos descontentos, pero gracias a Dios los nietos son buenos y fuertes. Todavía se puede vivir. Pero no vale la pena hablar de mí.

-¿De qué viven?

-Yo gano alguna cosa. ¡Cuando pienso lo que me aburría la música y lo útil que me es ahora!

Se había sentado frente a la cómoda y tamborileaba con los sarmentosos dedos de su pequeña mano a modo de ejercicio.

-¿Cuánto te pagan por cada lección?

-Los hay que me pagan un rublo, otros cincuenta kopeks, y algunos treinta. Son todos muy buenos conmigo.

-Y qué, ¿progresan? -preguntó Kasatski, sonriendo levísimamente con los ojos.

Praskovia Mijáilovna, de momento, no creyó que él le hiciera en serio esta pregunta y lo miró interrogadora.

-También progresan. Hay una niña muy bien dotada, hija de un carnicero. Es una niña muy buena. Si yo fuera una mujer capaz, podría hallar una colocación para mi yerno aprovechando las relaciones de los padres de mis alumnos. Pero no he sabido hacerlo y ya ve en qué situación están ahora los míos.

-Sí, sí -dijo Kasatski inclinando la cabeza-. ¿Vas mucho a la iglesia, Páshenka? -interrogó.

-¡Ay, no me lo pregunte! Es tan difícil, me he abandonado tanto… Con los niños, ayuno y suelo ir; pero a veces paso meses enteros sin acercarme. Mando a los pequeños.

-¿Por qué no vas tú misma?

-A decir verdad -se sonrojó-, me da vergüenza ir rota a la iglesia, por mi hija y por mis nietecitos. No tengo vestido nuevo que ponerme. Además soy perezosa.

-¿Y en casa, rezas?

-Sí, rezo maquinalmente, pero ¿qué valor tiene ese rezo? Sé que no está bien hacerlo así, pero me falta el verdadero sentimiento. Uno no piensa más que en las pequeñeces de cada día…

-Sí, es cierto -musitó Kasatski, como si aprobara aquellas palabras.

-Ya voy, ya voy -exclamó ella respondiendo a una llamada del yerno, y salió de la habitación después de haberse ajustado la trenza en la cabeza.

Esta vez tardó en volver. Cuando regresó, Kasatski continuaba sentado en la misma posición, apoyados los codos sobre las rodillas y baja la cabeza; pero se había puesto ya la bolsa a la espalda.

Ella entró con un candil de hojalata, sin pantalla. Kasatski la miró con sus ojos magníficos y cansados y suspiró profundamente.

-No les he explicado quién es usted -comenzó a decir tímidamente-. Sólo les he dicho que es un peregrino de familia noble y que yo lo conocía. Vamos al comedor a tomar el té.

-No…

-Bueno, lo traeré aquí.

-No, no necesito nada. Que Dios no te deje de la mano, Páshenka. Me voy. Si tienes compasión de mí, no digas a nadie que me has visto. Por Dios redivivo te lo pido. Perdóname, por amor de Dios.

-Bendígame.

-Te bendecirá Dios. Perdóname, por amor de Jesucristo.

Quería irse, pero ella no lo dejó salir sin darle antes pan, unas rosquillas y mantequilla. Kasatski lo tomó y se fue.

La calle estaba oscura, y aún no había andado más de dos casas, cuando Páshenka lo perdió de vista y sólo pudo comprobar que Kasatski proseguía su camino al oír que el perro del arcipreste lo saludaba con sus ladridos.

«Ahora veo claro el significado de mi sueño. Páshenka es precisamente lo que yo tenía que ser y no fui. Yo vivía para los hombres con el pretexto de vivir para Dios. Ella vive para Dios imaginándose que vive para los hombres. Una buena palabra, un vaso de agua dado sin pensar en la recompensa, tiene más valor que todo cuanto he hecho yo para favorecer a la gente. Sin embargo, ¿no había un deseo sincero de servir a Dios?», se preguntaba, y la respuesta fue la siguiente:

«Sí, pero todo eso era impuro, se hallaba invadido por la enmarañada maleza de la fama mundana. No, no existe Dios para quien vive como vivía yo, pensando en alcanzar la gloria entre los hombres. Ahora lo buscaré.»

Y siguió, como antes de venir a casa de Páshenka, pidiendo de pueblo en pueblo un pedazo de pan y un albergue en nombre de Jesucristo, cruzándose con otros peregrinos, hombres y mujeres. A veces la dueña de alguna casa lo trataba con malos modos, o lo injuriaba algún mujik borracho, pero casi siempre le daban de comer y de beber y aun añadían algo para el camino. Su aspecto señorial le granjeaba la simpatía de algunas personas. Otras, en cambio, parecía que se alegraban de que un señor como él hubiera caído en la miseria. Pero su mansedumbre los vencía a todos.

Con frecuencia hallaba en las casas los libros del Evangelio y los leía en voz alta y entonces la gente lo escuchaba conmovida y se sorprendía de oírle como si les leyera algo nuevo y a la vez muy conocido.

Cuando podía ayudar a alguien con un consejo o con un saber, o cuando convencía a los que reñían para que hicieran las paces, no encontraba agradecimiento alguno, pues se iba antes de que pudieran manifestárselo. Y poco a poco Dios comenzó a hacérsele presente.

Un día iba de camino con dos ancianas y un antiguo soldado. Se encontraron con dos señores, un hombre y una mujer, que viajaban en coche tirado por un brioso animal, acompañados de otro varón y otra dama que montaban a caballo. Los que montaban a caballo eran el marido de la señora y la hija, mientras que en el coche iban la primera y un viajero que debía ser francés.

Al cruzarse con el pequeño grupo que iba a pie, estos señores lo hicieron parar. Querían mostrar a aquel señor, probablemente francés, les pèlerins4, gente que en vez de trabajar se pasa la vida caminando de un lugar a otro, siguiendo una tradición propia del pueblo ruso. Hablaban en francés, creyendo que no los entendían.

Demandez-leur -dijo en francés –s´ils sont bien sûrs de ce que leur pèlerinage est agréable à Dieu.5

Se lo preguntaron. Las viejecitas respondieron:

-Dios dirá. A Él vamos. ¿Lo merecemos?

Preguntaron al viejo soldado. Respondió que era solo y que no tenía dónde meterse.

Preguntaron a Kasatski quién era.

-Un esclavo del Señor.

Qu´est-ce qu´il dit? Il ne répond pas.6

Il dit qu´il est un serviteur de Dieu.

Cela doit être un fils de prêtre. Il a de la race. Avez-vous de la petite monnaie?

El francés tenía monedas y dio veinte kopeks a cada uno de los caminantes.

Mais dites-leur que ce n´est pas pour des cierges que je leur donne, mais pour qu´ils se régalent de thé; té, té, -dijo sonriéndose-; pour vous, mon vieux7 -añadió dándole a Kasatski unas palmaditas en el hombro con su mano enguantada.

-Que Jesucristo nos salve -respondió este último sin ponerse el gorro e inclinando su cabeza calva.

A Kasatski este encuentro le dio particular alegría, porque despreció la opinión de la gente e hizo lo más sencillo e insignificante: tomó humildemente los veinte kopeks y los dio a un compañero suyo, a un mendigo ciego. Cuanta menos importancia tenía la opinión de los hombres, tanto más intensamente dejaba sentir su presencia Dios.

Así vivió Kasatski ocho meses. Al noveno, lo detuvieron en una ciudad de provincias, en un albergue donde pasaba la noche con otros peregrinos. Como no tenía documentos, lo llevaron a la comisaría. Cuando le preguntaron en el interrogatorio qué había hecho de los documentos y quién era, respondió que no tenía documentos y que él era un esclavo del Señor. Lo consideraron vagabundo, lo juzgaron y lo desterraron a Siberia.

En Siberia se estableció en los terrenos yermos de un rico propietario y ahora vive allí. Trabaja el huerto de un señor, enseña a sus hijos y visita a los enfermos.

FIN

 

1. Elisa, mira a la derecha, es él.
2. ¿Dónde, dónde? Pues, no es tan hermoso
3. 
Praskovia es el nombre de pila; Páshenka, su diminutivo familiar.
4. Los peregrinos.
5. Pregúnteles si están firmemente convencidos de que su peregrinación es agradable a Dios.
6. ¿Qué ha dicho? No responde.
-Ha dicho que es un servidor de Dios.
-Debe ser el hijo de un sacerdote. Se le nota. ¿Tiene usted menudo?
7. Dígales que no se lo doy para velas, sino para que se agasajen con té… para ti, viejecito.

El origen del mal – León Tolstoi

En medio de un bosque vivía un ermitaño, sin temer a las fieras que allí moraban. Es más, por concesión divina o por tratarlas continuamente, el santo varón entendía el lenguaje de las fieras y hasta podía conversar con ellas.

En una ocasión en que el ermitaño descansaba debajo de un árbol, se cobijaron allí, para pasar la noche, un cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente. A falta de otra cosa para hacer y con el fin de pasar el rato, empezaron a discutir sobre el origen del mal.

-El mal procede del hambre -declaró el cuervo, que fue el primero en abordar el tema-. Cuando uno come hasta hartarse, se posa en una rama, grazna todo lo que le viene en gana y las cosas se le antojan de color de rosa. Pero, amigos, si durante días no se prueba bocado, cambia la situación y ya no parece tan divertida ni tan hermosa la naturaleza. ¡Qué desasosiego! ¡Qué intranquilidad siente uno! Es imposible tener un momento de descanso. Y si vislumbro un buen pedazo de carne, me abalanzo sobre él, ciegamente. Ni palos ni piedras, ni lobos enfurecidos serían capaces de hacerme soltar la presa. ¡Cuántos perecemos como víctimas del hambre! No cabe duda de que el hambre es el origen del mal.

El palomo se creyó obligado a intervenir, apenas el cuervo hubo cerrado el pico.

-Opino que el mal no proviene del hambre, sino del amor. Si viviéramos solos, sin hembras, sobrellevaríamos las penas. Más ¡ay!, vivimos en pareja y amamos tanto a nuestra compañera que no hallamos un minuto de sosiego, siempre pensando en ella «¿Habrá comido?», nos preguntamos. «¿Tendrá bastante abrigo?» Y cuando se aleja un poco de nuestro lado, nos sentimos como perdidos y nos tortura la idea de que un gavilán la haya despedazado o de que el hombre la haya hecho prisionera. Empezamos a buscarla por doquier, con loco afán; y, a veces, corremos hacia la muerte, pereciendo entre las garras de las aves de rapiña o en las mallas de una red. Y si la compañera desaparece, uno no come ni bebe; no hace más que buscarla y llorar. ¡Cuántos mueren así entre nosotros! Ya ven que todo el mal proviene del amor, y no del hambre.

-No; el mal no viene ni del hambre ni del amor -arguyó la serpiente-. El mal viene de la ira. Si viviésemos tranquilos, si no buscásemos pendencia, entonces todo iría bien. Pero, cuando algo se arregla de modo distinto a como quisiéramos, nos arrebatamos y todo nos ofusca. Sólo pensamos en una cosa: descargar nuestra ira en el primero que encontramos. Entonces, como locos, lanzamos silbidos y nos retorcemos, tratando de morder a alguien. En tales momentos, no se tiene piedad de nadie; mordería uno a su propio padre o a su propia madre; podríamos comernos a nosotros mismos; y el furor acaba por perdernos. Sin duda alguna, todo el mal viene de la ira.

El ciervo no fue de este parecer.

-No; no es de la ira ni del amor ni del hambre de donde procede el mal, sino del miedo. Si fuera posible no sentir miedo, todo marcharía bien. Nuestras patas son ligeras para la carrera y nuestro cuerpo vigoroso. Podemos defendernos de un animal pequeño, con nuestros cuernos, y la huida nos preserva de los grandes. Pero es imposible no sentir miedo. Apenas cruje una rama en el bosque o se mueve una hoja, temblamos de terror. El corazón palpita, como si fuera a salirse del pecho, y echamos a correr. Otras veces, una liebre que pasa, un pájaro que agita las alas o una ramita que cae, nos hace creer que nos persigue una fiera; y salimos disparados, tal vez hacia el lugar del peligro. A veces, para esquivar a un perro, vamos a dar con el cazador; otras, enloquecidos de pánico, corremos sin rumbo y caemos por un precipicio, donde nos espera la muerte. Dormimos preparados para echar a correr; siempre estamos alerta, siempre llenos de terror. No hay modo de disfrutar de un poco de tranquilidad. De ahí deduzco que el origen del mal está en el miedo.

Finalmente intervino el ermitaño y dijo lo siguiente:

-No es el hambre, el amor, la ira ni el miedo, la fuente de nuestros males, sino nuestra propia naturaleza. Ella es la que engendra el hambre, el amor, la ira y el miedo.

El ahijado – León Tolstoi

I

Un pobre mujik (un campesino ruso) tuvo un hijo. Se alegró mucho y fue a casa de un vecino suyo a pedirle que apadrinase al niño. Pero aquél se negó: no quería ser padrino de un niño pobre. El mujik fue a ver a otro vecino, que también se negó. El pobre campesino recorrió toda la aldea en busca de un padrino, pero nadie accedía a su petición. Entonces se dirigió a otra aldea. Allí se encontró con un transeúnte, que se detuvo y le preguntó:

-¿Adónde vas, mujik?

-El Señor me ha enviado un hijo para que cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi vejez y para que rece por mi alma cuando me haya muerto. Pero como soy pobre nadie de mi aldea quiere apadrinarlo, por eso voy a otro lugar en busca de un padrino.

El transeúnte le dijo:

-Yo seré el padrino de tu hijo.

El mujik se alegró mucho, dio las gracias al transeúnte y preguntó:

-¿Y quién será la madrina?

-La hija del comerciante -contestó el transeúnte-. Vete a la ciudad; en la plaza verás una tienda en una casa de piedra. Entra en esta casa y ruégale al comerciante que su hija sea la madrina de tu niño.

El campesino vaciló.

-¿Cómo podría dirigirme a este acaudalado comerciante? Me despediría.

-No te preocupes de eso. Haz lo que te digo. Mañana por la mañana iré a tu casa, estate preparado.

El campesino regresó a su casa; después se dirigió a la ciudad. El comerciante en persona le salió al encuentro.

-¿Qué deseas?

-Señor comerciante, Dios me ha enviado un hijo para que cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi vejez y para que rece por mi alma cuando me muera. Haz el favor de permitirle a tu hija que sea la madrina.

-¿Cuándo será el bautizo?

-Mañana por la mañana.

-Pues bien, vete con Dios. Mi hija irá mañana a la hora de la misa.

Al día siguiente llegaron los padrinos. En cuanto bautizaron al niño, el padrino se fue y no se supo quién era; desde entonces no lo volvieron a ver más.

II

El niño iba creciendo con gran alegría de sus padres. Era fuerte, trabajador, inteligente y pacífico. Cuando cumplió los diez años, sus padres lo mandaron a la escuela. En un año aprendió lo que otros aprenden en cinco. Y ya no le quedaba nada que aprender.

Cuando llegó la Semana Santa, el niño fue a felicitar las Pascuas de Resurrección a su madrina. Al regresar a su casa preguntó:

-Padrecitos, ¿dónde vive mi padrino? Quiero ir a felicitarlo también.

-No sabemos, hijo querido, dónde vive tu padrino. Esto nos causa profunda tristeza. No lo hemos vuelto a ver desde el día de tu bautizo, no sabemos dónde reside ni si está vivo.

-Padrecitos, déjenme ir a buscarlo -suplicó el niño. Y los padres accedieron.

III

El niño salió de su casa y se fue camino adelante. Anduvo medio día y se encontró con un transeúnte, que le preguntó:

-¿Adónde vas, muchacho?

-He felicitado las Pascuas a mi madrina. También deseaba felicitar a mi padrino, pero mis padres ignoran su paradero. No lo han vuelto a ver desde que me bautizaron ni saben si está vivo. Voy en busca de él.

Entonces el transeúnte dijo:

-Yo soy tu padrino.

El niño se alegró mucho y preguntó:

-¿Adónde vas ahora, padrino? Si te diriges a nuestra aldea, ven a mi casa.

-No tengo tiempo para ir a tu casa; tengo que hacer. Ven a verme tú mañana -le contestó el padrino.

-¿Cómo he de encontrarte?

-Camina de frente hacia el levante. Llegarás a un bosque y, en medio de él, verás una praderita. Siéntate a descansar en ella y observa lo que veas allí. Al salir del bosque encontrarás un jardín que rodea una casita con tejado de oro. Aquélla es mi casa. Acércate a la verja. Yo saldré a recibirte.

Diciendo esto, el padrino desapareció.

IV

El niño se puso en camino tal como se lo había ordenado su padrino. Anduvo, anduvo, atravesó un bosque y llegó a una praderita. Allí vio un pino en una de cuyas ramas pendía un tronco de roble atado con una cuerda. Debajo del tronco había una artesa llena de miel. El niño se puso a pensar qué significaba todo aquello. Entonces se oyeron chasquidos y apareció una osa seguida de cuatro oseznos. La osa olfateó y se dirigió hacia la artesa; introdujo el hocico en la miel y llamó a sus pequeños. Éstos se lanzaron hacia la artesa. El tronco osciló levemente, empujando a los oseznos. Al ver esto, la osa dio un empellón al tronco. Este osciló y volvió a golpear a los ositos, que lanzaron un gemido y salieron despedidos. La osa gruñó y, agarrando el tronco, lo arrojó lejos de sí. El tronco salió volando muy alto por los aires. Entonces, el mayor de los ositos corrió a la artesa; los demás quisieron seguir su ejemplo, pero aun no les había dado tiempo de llegar, cuando el tronco volvió a su posición normal, matando al osito. Gruñendo, la osa lanzó el tronco hacia arriba con todas sus fuerzas. El tronco llegó muy alto, por encima de la rama de la que estaba colgado, con lo que se aflojó la cuerda. Entonces la osa y los pequeños corrieron de nuevo a la artesa. Pero, a medida que el tronco volvía a su posición normal, iba adquiriendo más velocidad. Golpeó en la cabeza a la osa y la mató. Entonces, los oseznos salieron huyendo.

V

Muy sorprendido, el niño siguió su camino y llegó a un espacioso jardín, donde se alzaba la casa con tejado de oro. Junto a la verja se hallaba su padrino, sonriéndole. Ni en sueños había visto el niño la belleza y la alegría que reinaba en aquel jardín.

El padrino lo condujo a la casa, aún más regia que el jardín, y le enseñó sus magníficas y alegres habitaciones. Luego, llevándolo junto a una puerta sellada, le dijo:

-¿Ves esta puerta? No tiene candado, tan sólo está sellada. Podrías abrirla, pero no quiero que lo hagas. Instálate aquí, pasea y haz lo que quieras. Disfruta de todo esto, pero sólo te encargo una cosa: no traspases esta puerta. Y si lo hicieras, recuerda lo que viste en el bosque.

Diciendo esto, el padrino se marchó. El ahijado se sentía alegre y satisfecho. Habían transcurrido ya treinta años desde que estaba allí, pero él se imaginaba que sólo habían sido tres horas. Y entonces se acercó a la puerta sellada y pensó: «¿Por qué me habrá prohibido mi padrino entrar en esta habitación? Voy a ver lo que hay dentro de ella».

Empujó la puerta y entró. Pudo comprobar que aquella era la habitación mejor y más espaciosa de toda la casa. En el centro había un trono de oro. El ahijado recorrió la sala, se acercó al trono, subió las gradas y tomó asiento. Entonces vio que junto al trono había un cetro. Lo tomó en las manos y en el mismo instante se derrumbaron las cuatro paredes, dejando al descubierto al mundo entero. Ante él, divisó el mar y los buques navegando. A la derecha, vio unos pueblos desconocidos habitados por gente no cristiana. A la izquierda vivían cristianos, pero no eran rusos. Y, finalmente, detrás de él se veía el pueblo ruso.

-Voy a ver lo que ocurre en mi casa. ¿Habrá sido buena la cosecha? -se dijo mirando en dirección a las tierras de su padre. Empezó a contar las gavillas para saber si habían recogido mucho trigo, cuando vio avanzar un carro guiado por un mujik. Era el ladrón Vasili Kudriashov, que se dirigía al campo a robar las gavillas.

Irritado, el ahijado gritó:

-Padrecito, están robando el trigo.

El padre se despertó. «He soñado que están robando en nuestro campo, voy a verlo», pensó, y, montando un caballo, se dirigió a sus tierras.

Al llegar, descubrió a Vasili y llamó a los campesinos en su ayuda. Azotaron a Vasili y, maniatado, lo condujeron a la cárcel.

El ahijado miró a la ciudad donde residía su madrina. Ésta se había casado con un comerciante. Se hallaba durmiendo y, mientras, su marido se dirigía a casa de su amante. El ahijado le gritó a su madrina:

-¡Levántate, que tu marido está haciendo cosas malas!

La mujer se levantó, fue en busca de su esposo, lo avergonzó y lo echó de su lado.

Después, el ahijado miró a su casa. Su madre dormía sin darse cuenta de que se había introducido en la isba un ladrón, que estaba forzando un baúl. Entonces la madre se despertó y dio un grito. El malhechor se abalanzó sobre ella blandiendo un hacha.

Sin poderse contener, el ahijado lanzó el cetro y le dio en la sien al ladrón, matándolo en el acto.

VI

En aquel instante se volvieron a cerrar las paredes, quedando la sala como antes. Entonces se abrió la puerta y apareció el padrino. Se acercó a su ahijado, lo tomó de la mano y, bajándolo del trono le dijo:

-No has cumplido mi orden. Lo primero que has hecho mal fue abrir esta puerta; lo segundo subir al trono y lo tercero añadir mucho mal al mundo. Permaneciendo media hora más en el trono, hubieras echado a perder medio mundo.

El padrino sentó luego al ahijado en el trono y cogió el cetro. Otra vez se derrumbaron las paredes y se vio todo lo que ocurría por el mundo.

El padrino dijo:

-Mira lo que le has hecho a tu padre. Vasili ha estado un año en la cárcel, con lo que se ha exasperado aún más. Ves, ha dejado escapar dos caballos de tu padre y está incendiando su granja. Esto es lo que has conseguido.

Después, el padrino mandó a su ahijado que mirara en otra dirección.

-Ya hace un año que el marido de tu madrina ha abandonado a ésta. Su amante ha desaparecido y él se ha marchado por ahí con otras mujeres. Tu madrina se ha entregado a la bebida a causa de su pena -dijo el padrino, y le mandó al ahijado que mirase hacia su casa.

Entonces, éste vio a su madre que lloraba, arrepentida de sus pecados, diciendo:

-Mejor sería que me hubiese matado el bandido, no habría yo pecado tanto.

-He aquí lo que has hecho a tu madre.

Y el padrino le mandó al ahijado que mirase hacia abajo. Allí vio al bandido en el purgatorio.

Después, el padrino dijo:

-Este malhechor ha asesinado a nueve personas. Debía de haber redimido sus pecados, pero al matarlo, los has tomado sobre ti. Ahora eres tú quien debe dar cuenta de sus pecados. He aquí lo que te has buscado. La osa empujó por primera vez el tronco de roble y con ello sólo molestó a los oseznos, lo empujó por segunda vez y mató al mayor de ellos y, cuando lo hizo por tercera vez, halló la muerte. Lo mismo has hecho tú. Te doy treinta años de plazo. Vete por el mundo a redimir los pecados del bandido. Si los redimes, tendrás que ocupar su puesto.

El ahijado preguntó:

-¿Cómo puedo yo redimir sus pecados?

-Cuando hayas aniquilado tanto mal en el mundo como el que has hecho, entonces habrás redimido tus pecados y los de ese hombre.

-¿Y cómo aniquilar el mal? -volvió a inquirir el ahijado.

-Camina en línea recta, en dirección al levante hasta que llegues a un campo. Observa lo que hacen los hombres y enséñales lo que sepas. Luego sigue tu camino, observando lo que veas. Al cuarto día de marcha, llegarás a un bosque donde hay una ermita. En ella vive un ermitaño, cuéntale todo lo que hayas visto y él te enseñará lo que debes hacer. Cuando cumplas todo lo que te mande el ermitaño, habrás redimido tus pecados y los del bandido.

Diciendo esto, el padrino acompañó a su ahijado hasta la verja del jardín y le despidió.

VII

El ahijado se puso en camino, pensando: «¿Cómo destruiré el mal? ¿Qué debo hacer para aniquilarlo sin tomar sobre mí los pecados de los demás?». Meditó sobre esto, mas no pudo llegar a ninguna conclusión.

Anduvo mucho y llegó a un campo. El trigo estaba muy crecido y granado, a punto ya para segarlo. Una ternera había entrado en el sembrado y los campesinos, montados, la perseguían de un lado para otro. La ternera se disponía a saltar fuera del trigo pero, asustándose de los hombres, volvía a meterse en el campo. Y de nuevo la perseguían los aldeanos. Junto a la vereda, una mujer lloraba y decía:

-Van a agotar a mi ternera.

Entonces, el ahijado les dijo a los campesinos:

-¿Por qué obran así? Salgan todos fuera del trigo y que la mujer llame a la ternera.

Los campesinos obedecieron. La mujer se acercó al sembrado y se puso a llamar a la ternera. El animal irguió las orejas, permaneció un rato escuchando y salió corriendo hacia su ama. Todos se alegraron mucho.

El ahijado siguió su camino, pensando: «Ahora veo que el mal se multiplica con el mal. Cuanto más se le persigue, tanto más se difunde. Pero lo que no sé es cómo se podría destruir. La ternera ha obedecido a su ama, pero si no lo hubiera hecho, ¿cómo hacerla salir del trigo?».

Por más que meditó sobre esto, no llegó a ninguna conclusión y siguió camino adelante.

VIII

El ahijado anduvo mucho hasta que llegó a una aldea. En una isba, donde sólo había una mujer que estaba fregando, pidió permiso para pernoctar.

Se instaló en un banco y observó a la dueña de la isba. Había terminado de fregar el suelo y se puso a limpiar la mesa. La frotaba sin conseguir dejarla limpia, pues el paño que utilizaba estaba sucio.

El ahijado preguntó:

-¿Qué haces, mujer?

-¿No ves que estoy limpiando en víspera de las fiestas? Pero no hay manera de dejar limpia esta mesa, estoy completamente agotada.

-Debes aclarar antes el paño.

La mujer obedeció y no tardó en dejar limpia la mesa.

-Gracias por haberme enseñado -dijo.

A la mañana siguiente, el ahijado se despidió y emprendió de nuevo la marcha. Anduvo mucho hasta que llegó a un bosque. Allí vio a varios hombres que estaban curvando unos arcos. Al acercarse, se dio cuenta de que los hombres daban vueltas, pero los arcos no se curvaban. Se les movía el banco, pues no estaba fijado. Entonces, les dijo:

-¿Qué hacen, muchachos?

-Estamos curvando arcos. Los hemos remojado dos veces ya, nos hemos extenuado sin haber logrado curvarlos.

-Deben fijar el banco.

Los mujiks obedecieron y entonces se les dio bien el trabajo. El ahijado pernoctó con ellos y, después, siguió su camino. Anduvo durante todo el día y toda la noche. Al amanecer, llegó a un lugar donde se hallaban unos pastores. Se detuvo a descansar junto a ellos. Los pastores, que ya habían recogido el ganado, trataban de encender una hoguera. Encendieron unas ramas secas y, antes de que se hubieran prendido, echaron encima ramas húmedas, con lo cual apagaron el fuego. Varias veces trataron de encender la hoguera del mismo modo, sin conseguirlo.

Entonces les dijo el ahijado:

-No se apresuren tanto en echar las ramas húmedas, esperen primero a que se prendan bien las secas. Entonces podrán echar las húmedas, que también se prenderán.

Los pastores hicieron lo que les aconsejaba el ahijado y entonces se les prendió la hoguera. Después de permanecer un rato con ellos, el ahijado volvió a ponerse en camino. Iba pensando qué significaba lo que había visto, pero no llegó a entenderlo.

Después de caminar todo el día, llegó a otro bosque donde había una ermita. Se acercó y llamó a la puerta. Alguien preguntó desde dentro:

-¿Quién es?

-Un gran pecador que va a redimir los pecados de sus semejantes.

Salió el ermitaño y le hizo varias preguntas.

El ahijado le relató todo lo que le había ocurrido desde que se encontró con su padrino.

-He comprendido que no se puede aniquilar el mal por medio del mal, pero no llego a entender cómo debe destruirse.

Entonces le dijo el ermitaño.

-Dime lo que has visto en el camino.

El ahijado le relató todo lo que había visto hasta llegar allí.

El ermitaño le escuchó atentamente. Después entró en la ermita y salió trayendo un hacha.

-Vámonos -dijo.

Llegaron hasta un árbol y el ermitaño, mostrándoselo al ahijado, le ordenó:

-Tala este árbol.

Dando varios hachazos, el ahijado derribó el árbol.

-Pártelo en tres -dijo el ermitaño.

El ahijado cumplió la orden. Entonces, el ermitaño entró en la ermita y salió de nuevo trayendo fuego.

-Quema estos tres troncos.

El ahijado los prendió y los troncos ardieron hasta convertirse en tizones.

-Ahora planta estos tizones.

El ahijado hizo lo que le mandaban.

-¿Ves el río que corre al pie de esta montaña? Tienes que regar estos tizones, trayendo en la boca el agua. Riega el primero, el segundo y el tercero, lo mismo que le enseñaste a la mujer, a los artesanos y a los pastores lo que debían hacer. Cuando estos tizones crezcan y se conviertan en manzanos, sabrás cómo aniquilar el mal y redimirás los pecados.

X

El ahijado se fue hacia el río. Se llenó la boca de agua, regó un tizón, volvió al río y luego regó los otros dos. Sintiéndose cansado y hambriento, se dirigió a la ermita para pedir algún alimento al ermitaño, pero al entrar en ella, lo halló muerto. El ahijado encontró unos mendrugos de pan y se los comió; luego buscó una azada y fue a cavar una fosa para enterrar al viejo. De noche regaba los tizones y, durante el día cavaba la fosa. Cuando estuvo preparada la fosa y el ahijado se disponía a enterrar al ermitaño, llegaron las gentes de la ciudad, trayendo alimentos para el viejo.

Entonces se enteraron de que éste había muerto, dejando en su puesto al ahijado. Dieron sepultura al ermitaño, le dejaron pan al ahijado y, prometiendo traerle más, se fueron.

El ahijado se quedó a vivir en el puesto del viejo. Cumplía lo que aquél le había mandado. Regaba los tres tizones trayendo el agua en la boca y se alimentaba con las limosnas de la gente.

Así transcurrió un año. Corrieron rumores de que en el bosque vivía un santo varón que redimía sus pecados. Mucha gente visitaba al ahijado; también solían ir a verlo comerciantes ricos que le llevaban obsequios. El ahijado tomaba tan sólo lo que necesitaba y repartía lo demás entre los pobres.

Desde entonces, el ahijado dedicaba medio día a regar los tizones y la otra mitad, a recibir a la gente y descansar.

Pensaba que cuando le habían mandado vivir así, era ésta la manera de redimir los pecados y de destruir el mal.

Así transcurrió otro año; el ahijado no dejó de regar ni un solo día, pero los tizones no crecían.

Una vez oyó que cabalgaba un hombre entonando una canción. Salió a ver quién era. Montando un hermoso caballo con buena silla, se acercaba un hombre joven, fuerte y bien vestido.

El ahijado le detuvo y le preguntó quién era y adónde se dirigía.

-Soy un malhechor, asalto a la gente por los caminos; cuantas más personas mato, tanto más alegres son mis canciones.

El ahijado se horrorizó y pensó: «¿Cómo aniquilar el mal en semejante hombre? Me resulta fácil convencer a las personas que vienen a verme, pues se arrepienten por sí mismas. En cambio, este hombre se jacta del daño que hace».

Sin pronunciar ni una palabra más, el ahijado se apartó del bandido, mientras pensaba: «¿Qué hacer? Si este hombre se aficiona a venir por aquí, asustará a las gentes y éstas dejarán de visitarme. Con ello se verán perjudicadas y además, ¿de qué viviré yo?»

Entonces se dirigió al bandido, diciéndole:

-Las gentes que vienen aquí no se jactan del mal que han hecho, vienen a arrepentirse y a rezar por sus pecados. Arrepiéntete también, si temes a Dios. Pero si no quieres hacerlo, márchate y no vuelvas por aquí. No me turbes ni asustes a la gente. Si no obedeces, te castigará Dios.

El bandido se echó a reír.

-No temo a Dios ni te obedeceré. Tú no eres quién para mandarme. Te alimentas por medio de tus oraciones y yo por medio del robo. Todos tenemos que comer. Predica a las mujeres que vienen a verte; a mí no tienes que enseñarme nada. Por haberme hablado de Dios, mañana mataré a dos personas más. También te mataría a ti, pero no quiero mancharme las manos. No vuelvas a ponerte ante mi vista desde ahora en adelante.

XI

Un día, después de haber regado los tizones, el ahijado se hallaba descansando en la ermita. Miraba al sendero esperando ver aparecer a la gente. Pero aquel día nadie lo visitó. El ahijado permaneció solo hasta la noche. Se sintió invadido por la tristeza y meditó sobre su vida. Recordó que el bandido le había reprochado que sus oraciones le sirvieran de medio para sustentarse. «No vivo según me ha ordenado el ermitaño. Me ha impuesto una penitencia para redimir los pecados, en cambio yo obtengo beneficios de ella y hasta he llegado a hacerme célebre. Cuando estoy solo me aburro y si viene gente a visitarme, lo único que me alegra, es que difunden mi santidad. No es así como debo vivir. Aun no he redimido los antiguos pecados y ya he cometido otros nuevos. Me iré a otro lugar del bosque para que la gente no me encuentre. Iniciaré una vida nueva para redimir los antiguos pecados y no cometer otros nuevos». Entonces tomó un zurrón con mendrugos de pan y una azada para construirse una choza en un lugar solitario. Cuando iba camino adelante, vio al bandido que venía a su encuentro. Atemorizado, quiso huir, pero el bandido lo alcanzó y le preguntó:

-¿Adónde vas?

El ahijado le contó que deseaba ocultarse de la gente, estableciéndose en un lugar solitario.

El malhechor se sorprendió:

-¿Con qué te vas a sustentar si deja de visitarte la gente?

El ahijado ni siquiera había pensado en esto.

-Me alimentaré con lo que Dios me mande -le respondió.

El bandido prosiguió su camino.

«No le he dicho nada acerca de su vida. Tal vez se arrepienta ahora. Hoy parece estar de mejor talante. No me ha amenazado con matarme» -pensó y le gritó:

-Debías arrepentirte. No podrás huir de Dios.

El malhechor volvió grupas, sacó un puñal y lo blandió. El ahijado huyó bosque adentro. El bandido no le persiguió, sólo le dijo:

-Viejo, te he perdonado dos veces. No te presentes ante mí por tercera vez, pues te mataré.

Al decir esto, desapareció.

Por la noche, el ahijado fue a regar los tizones y vio que uno de ellos había retoñado.

XII

El ahijado vivió solitario, sin ver a nadie. Se le acabaron los mendrugos. «Ahora comeré raíces», pensó.

En cuanto se puso a buscar raíces, vio una bolsita con mendrugos de pan colgada de una rama. Cogió la bolsa y se alimentó con aquellos mendrugos. Cuando se le terminaron, halló otra bolsa con pan en la misma rama. Allí vivía el ahijado. Sólo tenía un motivo de sufrimiento: su temor al bandido. En cuanto lo oía cabalgar, se escondía, pensando: «Me matará sin darme tiempo de redimir los pecados».

De este modo transcurrieron diez años. El manzano crecía y los otros dos tizones seguían en el mismo estado.

Un día, después de regar el manzano y los tizones, el ahijado se sentó a descansar. «He pecado temiendo morir. Si Dios lo dispone así, redimiré los pecados por medio de la muerte», pensó, y al punto oyó que venía el malhechor lanzando invectivas. «Lo bueno y lo malo sólo me puede venir de Dios», se dijo el ahijado, y fue al encuentro del bandido. Éste no venía solo: en su caballo traía a un hombre amordazado y maniatado. El ahijado detuvo al malhechor:

-¿Adónde llevas a este hombre?

-Al bosque. Es el hijo de un comerciante. No quiere revelarme dónde guarda su padre el dinero. Lo azotaré hasta que me lo diga.

Diciendo esto, el bandido se disponía a seguir adelante. Pero el ahijado se lo impidió, asiendo las bridas del caballo.

-¡Suelta a este hombre!

El malhechor se irritó e hizo ademán de pegar al ahijado.

-¿Quieres correr la misma suerte que él? Ya te he dicho que te voy a matar. ¡Suelta el caballo!

Pero el ahijado permaneció impávido.

-No me impones, sólo temo a Dios. Deja en paz a este hombre.

El bandido se entristeció. Sacó un puñal y, cortando las cuerdas, dejó en libertad al hijo del comerciante.

-Márchense los dos y no se vuelvan a poner ante mi vista -dijo.

El hijo del comerciante saltó del caballo y echó a correr.

El bandido iba ya a reemprender la marcha, pero el ahijado lo retuvo y le aconsejó que cambiara de manera de vivir.

El malhechor lo escuchó en silencio, alejándose sin proferir palabra. A la mañana siguiente, el ahijado vio que había retoñado el segundo tizón.

XIII

Transcurrieron otros diez años. El ahijado no deseaba nada. No temía a nadie y en su corazón reinaba la alegría. «¡Qué bienestar tan grande concede Dios a los hombres! En vano se atormentan. Podrían vivir felices», se decía. Y recordó todo el mal de la humanidad. Y se compadeció de los hombres. «Hago mal en vivir así; es necesario ir a decir a los hombres lo que sé» -pensó.

Y entonces oyó que venía el bandido. Lo dejó pasar de largo. «No merece la pena de hablar con él, ni siquiera me entenderá». Pero después cambió de parecer. Alcanzó al bandido, que cabalgaba triste, mirando hacia el suelo. Lo contempló y se apiadó de él.

-Hermano querido, ¡compadécete de tu alma! No olvides que llevas en ti el soplo divino. Sufres, atormentas a tus semejantes y has de padecer aún más. ¡Dios te quiere tanto! No te pierdas, hermano. ¡Cambia tu vida! -exclamó el ahijado asiendo por una rodilla al malhechor.

Éste frunció el ceño y, volviéndose, dijo:

-¡Déjame!

El ahijado sujetó con más fuerza al bandido y se deshizo en lágrimas.

-Viejo, me has vencido. He luchado contra ti durante veinte años, pero has podido conmigo. Haz de mí lo que desees. Ya no tengo poder sobre ti. La primera vez que has tratado de convencerme tan sólo lograste irritarme. He meditado sobre tus palabras cuando supe que te habías apartado de la gente y que nada necesitabas de los hombres. Desde entonces, yo te ponía los mendrugos en la rama del árbol.

El ahijado recordó en aquel momento que la mujer sólo logró limpiar la mesa una vez que hubo aclarado el paño. Cuando él dejó de preocuparse de sí mismo, purificó su corazón y comenzó a purificar los de sus semejantes.

-Mi corazón se conmovió al ver que no temías a la muerte -prosiguió el bandido.

El ahijado recordó entonces que los artesanos sólo pudieron curvar los arcos cuando fijaron el banco. Cuando él dejó de temer a la muerte afianzó su vida en Dios y venció un corazón invencible.

-Mi corazón se dulcificó solamente cuando te compadeciste de mí y te echaste a llorar.

Invadido por la alegría, el ahijado llevó al bandido al lugar donde estaban plantados los tizones. También el tercero se había convertido en un manzano. Entonces recordó el ahijado que los pastores sólo consiguieron prender las ramas mojadas cuando el fuego estuvo bien encendido. Cuando se inflamó su corazón, se dulcificó el del malhechor.

Fue inmensa la alegría del ahijado cuando comprendió que había redimido los pecados que pesaban sobre él.

Después de relatar su vida al bandido, el ahijado murió. El malhechor le dio sepultura y, redimido, comenzó a vivir según le había dicho el ahijado, enseñando a las gentes.

Dios ve la verdad pero no la dice cuando quiere – León Tolstoi

En la ciudad de Vladimir vivía un joven comerciante, llamado Aksenov. Tenía tres tiendas y una casa. Era un hombre apuesto, de cabellos rizados. Tenía un carácter muy alegre y se le consideraba como el primer cantor de la ciudad. En sus años mozos había bebido mucho, y cuando se emborrachaba, solía alborotar. Pero desde que se había casado, no bebía casi nunca y era muy raro verlo borracho.

Un día, Aksenov iba a ir a una fiesta de Nijni. Al despedirse de su mujer, ésta le dijo:

-Ivan Dimitrievich: no vayas. He tenido un mal sueño relacionado contigo.

-¿Es que temes que me vaya de juerga? -replicó Aksenov, echándose a reír.

-No sé lo que temo. Pero he tenido un mal sueño. Soñé que venías de la ciudad; y, en cuanto te quitaste el gorro, vi que tenías el pelo blanco.

-Eso significa abundancia. Si logro hacer un buen negocio, te traeré buenos regalos.

Tras de esto, Aksenov se despidió de su familia y se fue.

Cuando hubo recorrido la mitad del camino se encontró con un comerciante conocido, y ambos se detuvieron para pernoctar. Después de tomar el té, fueron a acostarse, en dos habitaciones contiguas. Aksenov no solía dormir mucho; se despertó cuando aún era de noche y, para hacer el viaje con la fresca, llamó al cochero y le ordenó enganchar los caballos. Después, arregló las cuentas con el posadero y se fue.

Ya había dejado atrás cuarenta verstas, cuando se detuvo para dar pienso a los caballos; descansó un rato en el zaguán de la posada y, a la hora de comer, pidió un samovar. Luego sacó la guitarra y empezó a tocar. Pero de pronto llegó un troika con cascabeles. Se apearon de ella dos soldados y un oficial, que se acercó a Aksenov y le preguntó quién era y de dónde venía. Este respondió la verdad a todas las preguntas, y hasta invitó a su interlocutor a tomar una taza de té. Pero él continuó haciendo preguntas. ¿Dónde había pasado aquella noche? ¿Había dormido solo o con algún compañero? ¿Había visto a éste de madrugada? ¿Por qué se había marchado tan temprano de la posada? Aksenov se sorprendió de que le preguntan todo aquello.

-¿Por qué me interroga? -inquirió a su vez-. No soy ningún ladrón, ni tampoco un bandido. Mi viaje se debe a unos asuntos particulares.

-Soy jefe de policía y te pregunto todo esto porque encontraron degollado al comerciante con el que pasaste la noche -replicó el oficial-: quiero ver tus cosas -añadió después de llamar a los soldados y de ordenarles que lo registraran de arriba abajo.

Entraron en la posada y revolvieron las cosas de la maleta y del saco de viaje de Aksenov. De pronto, el jefe de policía encontró un cuchillo en el saco.

-¿De quién es esto? -exclamó.

Aksenov se horrorizó al ver que habían sacado un cuchillo ensangrentado de sus cosas.

-¿Por qué está manchado de sangre? -preguntó el jefe de policía.

Aksenov apenas pudo balbucir lo siguiente:

-Yo… yo no sé… yo… este cu… no es mío…

-De madrugada han encontrado al comerciante, degollado en su cama. La pieza donde ustedes pernoctaron estaba cerrada por dentro y nadie ha entrado en ella, salvo ustedes dos. Este cuchillo ensangrentado estaba entre tus cosas y, además, por tu cara, se ve que eres culpable. Dime cómo lo has matado y qué cantidad de dinero le quitaste.

Aksenov juró que no había cometido ese crimen; que no había vuelto a ver al comerciante, después de haber tomado el té con él: que los ocho mil rublos que llevaba eran de su propiedad y que el cuchillo no le pertenecía. Pero, al decir esto, se le quebraba la voz, estaba pálido y temblaba, de pies a cabeza, como un culpable.

El jefe de policía ordenó a los soldados que ataran a Aksenov y lo llevaran a la troika. Cuando lo arrojaron en el vehículo con los pies atados, se persignó y se echó a llorar. Le quitaron todas las cosas y el dinero, y lo encerraron en la cárcel de la ciudad más cercana. Pidieron informes de Aksenov en la ciudad de Vladimir. Tanto los comerciantes, como la demás gente de la ciudad, dijeron que, aunque de mozo se había dado a la bebida, era un hombre bueno. Juzgaron a Aksenov por haber matado a un comerciante de Riazan y por haberle robado veinte mil rublos.

Su mujer estaba preocupadísima y no sabía ni qué pensar. Sus hijos eran de corta edad, y el más pequeño, de pecho. Se dirigió con todos ellos a la ciudad en que Aksenov se hallaba detenido. Al principio, no le permitieron verlo; pero, tras muchas súplicas, los jefes de la prisión lo llevaron a su presencia. Al verlo vestido de presidiario y encadenado, la pobre mujer se desplomó y tardó mucho en recobrarse. Después, con los niños en torno suyo, se sentó junto a él, lo puso al tanto de los pormenores de la casa y le hizo algunas preguntas. Aksenov relató a su vez, con todo detalle, lo que le había ocurrido.

-¿Qué pasará ahora? -preguntó la mujer.

-Hay que pedir clemencia al zar. No es posible que perezca un hombre inocente.

La mujer le explicó que había hecho una instancia; pero que no había llegado a manos del zar.

-No en vano soñé que se te había vuelto el pelo blanco, ¿te acuerdas? Has encanecido de verdad. No debiste hacer ese viaje -exclamó ella; y, luego, acariciando la cabeza de su marido, añadió-: Mi querido Vania, dime la verdad, ¿fuiste tú?

-¿Eres capaz de pensar que he sido yo? -exclamó Aksenov; y, cubriéndose la cara con las manos, rompió a llorar.

Al cabo de un rato, un soldado ordenó a la mujer y a los hijos de Aksenov que se fueran. Esta fue la última vez que Aksenov vio a su familia.

Posteriormente, recordó la conversación que había sostenido con su mujer y que también ella había sospechado de él, y se dijo: «Por lo visto, nadie, excepto Dios, puede saber la verdad. Sólo a Él hay que rogarle y sólo de Él esperar misericordia». Desde entonces, dejó de presentar solicitudes y de tener esperanzas. Se limitó a rogar a Dios.

Lo condenaron a ser azotado y a trabajos forzados. Cuando le cicatrizaron las heridas de la paliza, fue deportado a Siberia en compañía de otros presos.

Vivió veintiséis años en Siberia; los cabellos se le tornaron blancos como la nieve y le creció una larga barba, rala y canosa. Su alegría se disipó por completo. Andaba lentamente y muy encorvado; y hablaba poco. Nunca reía, y, a menudo, rogaba a Dios.

En el cautiverio aprendió a hacer botas: y, con el dinero que ganó en su nuevo oficio, compró el Libro de los mártires, que solía leer cuando había luz en su celda. Los días festivos iba a la iglesia de la prisión, leía el Libro de los apóstoles y cantaba en el coro. Su voz se había conservado bastante bien. Los jefes de la prisión querían a Aksenov por su carácter tranquilo. Sus compañeros lo llamaban «abuelito» y «hombre de Dios». Cuando querían pedir algo a los jefes, lo mandaban como representante y, si surgía alguna pelea entre ellos, acudían a él para que pusiera paz.

Aksenov no recibía cartas de su casa e ignoraba si su mujer y sus hijos vivían.

Un día trajeron a unos prisioneros nuevos a Siberia. Por la noche, todos se reunieron en torno a ellos y les preguntaron de dónde venían y cuál era el motivo de su condena. Aksenov acudió también junto a los nuevos prisioneros y, con la cabeza inclinada, escuchó lo que decían.

Uno de los recién llegados era un viejo, bien plantado, de unos sesenta años, que llevaba una barba corta entrecana. Contó por qué lo habían detenido.

-Amigos míos, me encuentro aquí sin haber cometido ningún delito. Un día desaté el caballo de un trineo y me acusaron de haberlo robado. Expliqué que había hecho aquello porque tenía prisa en llegar a determinado lugar. Además, el cochero era amigo mío. No creía haber hecho nada malo; sin embargo, me acusaron de robo. En cambio, las autoridades no saben dónde ni cuándo robé de verdad. Hace tiempo cometí un delito, por el que hubiera debido haber estado aquí. Pero ahora me han condenado injustamente.

-¿De dónde eres? -preguntó uno de los prisioneros.

-De la ciudad de Vladimir. Me dedicaba al comercio. Me llamo Makar Semionovich.

Aksenov preguntó levantando la cabeza:

-¿Has oído hablar allí de los Aksenov?

-¡Claro que sí! Es una familia acomodada, a pesar de que el padre está en Siberia. Debe ser un pecador como nosotros. Y tú, abuelo. ¿Por qué estás aquí?

A Aksenov no le gustaba hablar de su desgracia.

-Hace veinte años que estoy en Siberia a causa de mis pecados -dijo suspirando.

-¿Qué delito has cometido? -preguntó Makar Semionovich.

-Si estoy aquí, será que lo merezco -exclamó Aksenov, poniendo fin a la conversación.

Pero los prisioneros explicaron a Makar Semionovich por qué se encontraba Aksenov en Siberia; una vez que iba de viaje, alguien mató a un comerciante y escondió el cuchillo ensangrentado entre las cosas de Aksenov. Por ese motivo, lo habían condenado injustamente.

-¡Qué extraño! ¡Qué extraño! ¡Cómo has envejecido, abuelito! -exclamó Makar Semionovich, después de examinar a Aksenov; y le dio una palmada en las rodillas.

Todos le preguntaron de qué se asombraba y dónde había visto a Aksenov; pero Makar Semionovich se limitó a decir:

-Es extraño, amigos míos, que nos hayamos tenido que encontrar aquí.

Al oír las palabras de Makar Semionovich, Aksenov pensó que tal vez supiera quién había matado al comerciante.

-Makar Semionovich: ¿has oído hablar de esto antes de venir aquí? ¿Me has visto en alguna parte? -preguntó.

-El mundo es un pañuelo y todo se sabe. Pero hace mucho tiempo que oí hablar de ello, y ya casi no me acuerdo.

-Tal vez sepas quién mató al comerciante.

-Sin duda ha sido aquel entre cuyas cosas encontraron el cuchillo -replicó Makar Semionovich, echándose a reír-. Incluso si alguien lo metió allí. Cómo no lo han cogido, no le consideran culpable. ¿Cómo iban a esconder el cuchillo en tu saco si lo tenías debajo de la cabeza? Lo habrías notado.

Cuando Aksenov oyó esto, pensó que aquel hombre era el criminal. Se puso en pie y se alejó. Aquella noche no pudo dormir. Le invadió una gran tristeza. Se representó a su mujer, tal como era cuando la acompañó, por última vez, a una feria. La veía como si estuviese ante él; veía su cara y sus ojos y oía sus palabras y su risa. Después se imaginó a sus hijos como eran entonces, pequeños aún, uno vestido con una chaqueta y el otro junto al pecho de su madre. Recordó los tiempos en que fuera joven y alegre; y el día en que hablaba sentado en el balcón de la posada, tocando la guitarra, y vinieron a detenerle. Recordó cómo lo azotaron y le pareció volver a ver al verdugo, a la gente que estaba alrededor, a los presos… Se le representó toda su vida durante aquellos veintiséis años hasta llegar a viejo. Fue tal su desesperación, al pensar en todo esto, que estuvo a punto de poner fin a su vida.

«Todo lo que me ha ocurrido ha sido por este malhechor», pensó.

Sintió una ira invencible contra Makar Semionovich y quiso vengarse de él, aunque esta venganza le costase la vida. Pasó toda la noche rezando, pero no logró tranquilizarse. Al día siguiente, no se acercó para nada a Makar Semionovich, y procuró no mirarlo siquiera.

Así transcurrieron dos semanas. Aksenov no podía dormir y era tan grande su desesperación, que no sabía qué hacer.

Una noche empezó a pasear por la sala. De pronto vio que caía tierra debajo de un catre. Se detuvo para ver qué era aquello. Súbitamente, Makar Semionovich salió de debajo del catre y miró a Aksenov con expresión de susto. Éste quiso alejarse; pero Makar Semionovich, cogiéndole de la mano, le contó que había socavado un paso debajo de los muros y que todos los días, cuando lo llevaban a trabajar, sacaba la tierra metida en las botas.

-Si me guardas el secreto, abuelo, te ayudaré a huir. Si me denuncias, me azotarán; pero tampoco te vas a librar tú, porque te mataré.

Viendo ante sí al hombre que le había hecho tanto daño, Aksenov tembló de pies a cabeza. Invadido por la ira, se soltó de un tirón y exclamó.

-No tengo por qué huir, ni tampoco tienes por qué matarme; hace mucho que lo hiciste. Y en cuanto a lo que preparas, lo diré o no lo diré, según Dios me de a entender.

Al día siguiente, cuando sacaron a los presos a trabajar, los soldados se dieron cuenta de que Makar Semionovich llevaba tierra en las cañas de las botas. Después de una serie de búsquedas, encontraron el subterráneo que había hecho. Llegó el jefe de la prisión para interrogar a los presos. Todos se negaron a hablar. Los que sabían que era Makar Semionovich, no lo delataron, porque les constaba que lo azotarían hasta dejarlo medio muerto. Entonces, el jefe de la prisión se dirigió a Aksenov. Sabía que era veraz.

-Abuelo, tú eres un hombre justo. Dime quién ha cavado el subterráneo, como si estuvieras ante Dios.

Makar Semionovich miraba el jefe de la prisión como si tal cosa; no se volvió siquiera hacia Aksenov. A éste le temblaron las manos y los labios. Durante largo rato no pudo pronunciar ni una sola palabra, «¿Por qué no delatarle cuando él me ha perdido? Que pague por todo lo que me ha hecho sufrir. Pero si lo delato, lo azotarán. ¿Y si lo acuso injustamente? Además, ¿acaso eso aliviaría mi situación?», pensó.

-Anda viejo, dime la verdad: ¿quién ha hecho el subterráneo? -preguntó, de nuevo, el jefe.

-No puedo, excelencia -replicó Aksenov, después de mirar a Makar Semionovich-. Dios no quiere que lo diga; y no lo haré. Puede hacer conmigo lo que quiera. Usted es quien manda.

A pesar de las reiteradas insistencias del jefe, Aksenov no dijo nada más. Y no se enteraron de quién había cavado el subterráneo.

A la noche siguiente, cuando Aksenov se acostó, apenas se hubo dormido, oyó que alguien se había acercado, sentándose a sus pies. Miró y reconoció a Makar Semionovich.

-¿Qué más quieres? ¿Para qué has venido? -exclamó.

Makar Semionovich guardaba silencio.

-¿Qué quieres? ¡Lárgate! Si no te vas, llamaré al soldado -insistió Aksenov, incorporándose.

Makar Semionovich se acerco a Aksenov; y le dijo, en un susurro:

-¡Iván Dimitrievich, perdóname!

-¿Qué tengo que perdonarte?

-Fui yo quien mató al comerciante y quien metió el cuchillo entre tus cosas. Iba a matarte a ti también; pero oí ruido fuera. Entonces oculté el cuchillo en tu saco; y salí por la ventana.

Aksenov no supo qué decir. Makar Semionovich se puso en pie e, inclinándose hasta tocar el suelo, exclamó:

-Iván Dimitrievich, perdóname, ¡perdóname, por Dios! Confesaré que maté al comerciante y te pondrán en libertad. Podrás volver a tu casa.

-¡Qué fácil es hablar! ¿Dónde quieres que vaya ahora?… Mi mujer ha muerto, probablemente; y mis hijos me habrán olvidado… No tengo adónde ir…

Sin cambiar de postura, Makar Semionovich golpeaba el suelo con la cabeza repitiendo:

-Iván Dimitrievich, perdóname. Me fue más fácil soportar los azotes, cuando me pegaron, que mirarte en este momento. Por si es poco, te apiadaste de mí y no me has delatado. ¡Perdóname en nombre de Cristo! Perdóname a mí, que soy un malhechor.

Makar Semionovich se echó a llorar. Al oír sus sollozos, también Aksenov se deshizo en lágrimas.

-Dios te perdonará; tal vez yo sea cien veces peor que tú -dijo.

Repentinamente un gran bienestar invadió su alma. Dejó de añorar su casa. Ya no sentía deseos de salir de la prisión; sólo esperaba que llegase su último momento.

Makar Semionovich no hizo caso a Aksenov y confesó su crimen. Pero cuando llegó la orden de libertad, Aksenov había muerto ya.

Después del baile – León Tolstoi

-Usted sostiene que un hombre no puede comprender por sí mismo lo que está bien y lo que está mal, que todo es resultado del ambiente y que éste absorbe al ser humano. Yo creo, en cambio, que todo depende de las circunstancias. Me refiero a mí mismo.

Así habló el respetable Iván Vasilevich, después de una conversación en que habíamos sostenido que, para perfeccionarse, es necesario, ante todo, cambiar las condiciones del ambiente en que se vive. En realidad, nadie había dicho que uno mismo no puede comprender lo que está bien y lo que está mal; pero Iván Vasilevich tenía costumbre de contestar a las ideas que se le ocurrían y, con ese motivo, relatar episodios de su propia vida. A menudo, se apasionaba tanto, que llegaba a olvidar por qué había empezado el relato. Solía hablar con gran velocidad. Así lo hizo también estaba vez.

-Hablaré de mí mismo. Si mi vida ha tomado este rumbo no es por el ambiente, sino por algo muy distinto.

-¿Por qué? -preguntamos.

-Es una historia muy larga. Para comprenderla habría que contar muchas cosas.

-Pues, cuéntelas.

Iván Vasilevich movió la cabeza, sumiéndose en reflexiones.

-Mi vida entera ha cambiado por una noche, o mejor dicho, por un amanecer.

-¿Qué le ocurrió?

-Estaba muy enamorado. Antes ya lo había estado muchas veces; pero aquél fue mi gran amor. Esto pertenece al pasado. Ella tiene ya hijas casadas. Se trata de B***. Sí, de Varenka V***… -Iván Vasilevich nos dijo el apellido-. A los quince años era ya una belleza notable, y a los dieciocho esta encantadora era esbelta, llena de gracia y majestad, sobre todo de majestad. Se mantenía muy erguida, como si no pudiera tener otra actitud. Llevaba la cabeza alta, lo que, unido a su belleza y a su estatura, a pesar de su extremada delgadez, le daba un aire regio que hubiera infundido respeto, a no ser por la sonrisa, alegre y afectuosa, de sus labios y de sus encantadores y brillantes ojos. Todo su ser emanaba juventud y dulzura.

-Qué bien la describe, Iván Vasilevich.

-Por mucho que me esmere, nunca podré hacerlo de modo que comprendan ustedes cómo era. Lo que voy a contarles ocurrió entre los años 1840 y 1850. En aquella época, yo era estudiante de una universidad de provincia. No sé si eso estaba bien o mal; pero el caso es que, por aquel entonces, los estudiantes no tenían círculos ni teoría política alguna. Éramos jóvenes y vivíamos como le es propio a la juventud: estudiábamos y nos divertíamos. Yo era un muchacho alegre y vivaracho y, además, tenía dinero. Poseía un magnífico caballo, paseaba en trineo con las muchachas -aún no estaba de moda patinar-, me divertía con mis camaradas y bebía champaña. Si no había dinero, no bebíamos nada; pero no como ahora, que se bebe vodka. Las veladas y los bailes constituían mi mayor placer. Bailaba perfectamente y era un hombre bien parecido.

-No se haga el modesto -lo interrumpió una dama, que estaba entre nosotros-. Hemos visto su fotografía de aquella época. No es que estuviera bastante bien; era un hombre muy guapo.

-Bueno, como quiera; pero no se trata de eso. Por aquel entonces estaba muy enamorado de Varenka. El último día de carnaval asistí a un baile en casa del mariscal de la nobleza de la provincia, un viejo chambelán de la corte, rico, bondadoso y muy hospitalario. Su mujer, tan amable como él, recibió a los invitados luciendo una diadema de brillantes y un vestido de terciopelo, que dejaba al descubierto su pecho y sus hombros, blancos y gruesos, que recordaban los retratos de la emperatriz Elizaveta Petrovna. Fue un baile magnífico. En la espléndida sala había un coro, una célebre orquesta compuesta por los siervos de un propietario aficionado a la música, un buffet exquisito y un mar de champaña. No bebía, a pesar de ser aficionado al champaña, porque estaba ebrio de amor. Pero, en cambio, bailé cuadrillas, valses y polkas hasta extenuarme; y, como es natural, siempre que era posible, con Varenka. Llevaba un vestido blanco con cinturón rosa y guantes blancos de cabritilla, que le llegaban hasta los codos agudos, y escarpines de satín blancos. Un antipático ingeniero, llamado Anisimov, me birló la mazurca -aún no he podido perdonárselo- invitando a Varenka en cuanto entró en la sala; yo me había entretenido en la peluquería y en comprar un par de guantes. Bailé esa mazurca con una muchachita alemana, a la que antaño había cortejado un poco. Me figuro que aquella noche fui muy descortés con ella; no le hablé ni la miré, siguiendo constantemente la esbelta figura de Varenka, vestida de blanco, y su resplandeciente rostro encendido con hoyuelos en las mejillas y sus bellos ojos cariñosos. Y no era el único. Todos la contemplaban, tanto los hombres como las mujeres, a pesar de que las eclipsaba. Era imposible no admirarla.

«Según las reglas, no bailé con Varenka aquella mazurca; pero, en realidad, bailamos juntos casi todo el tiempo. Sin turbarse atravesaba la sala, dirigiéndose a mí y yo me levantaba de un salto, antes que me invitara. Varenka me agradecía mi perspicacia con una sonrisa. Cuando no adivinaba mi “cualidad”, mientras daba la mano a otro, se encogía de hombros y me sonreía con expresión compasiva, como si quisiera consolarme.

«Cuando bailábamos algún vals, Varenka sonreía diciéndome, con respiración entrecortada:Encore. Y yo seguía dando vueltas y más vueltas sin sentir mi propio cuerpo.»

-¿Cómo no lo iba a sentir? Supongo que, al enlazar el talle de Varenka, hasta sentiría el cuerpo de ella -dijo uno de los presentes.

Súbitamente, Iván Vasilevich enrojeció y exclamó, casi a voz en grito:

-¡Así son ustedes, los jóvenes de hoy día! No ven nada excepto el cuerpo. En nuestros tiempos era distinto. Cuanto más enamorado estaba, tanto más inmaterial era Varenka para mí. Ustedes sólo ven los tobillos, las piernas y otras cosas; suelen desnudar a la mujer de la que están enamorados. En cambio, para mí, como decía Alfonso Karr -¡qué buen escritor era!- el objeto de mi amor se me aparecía con vestiduras de bronce. En vez de desnudar a la mujer, tratábamos de cubrir su desnudez, lo mismo que el buen hijo de Noé. Ustedes no pueden comprender esto…

-No le haga caso; siga usted -intervino uno de nosotros.

-Bailé casi toda la noche, sin darme cuenta de cómo pasaba el tiempo. Los músicos ya repetían sin cesar el mismo tema de una mazurca, como suele suceder al final de un baile. Los papás y las mamás, que jugaban a las cartas en los salones, se habían levantado ya, en espera de la cena; y los lacayos pasaban, cada vez con mayor frecuencia, llevando cosas. Eran más de las dos de la madrugada. Era preciso aprovechar los últimos momentos. Volví a invitar a Varenka y bailamos por centésima vez.

«-¿Bailará conmigo la primera cuadrilla, después de cenar? -le pregunté, mientras la acompañaba a su sitio.

«-Desde luego, si mis padres no deciden irse en seguida -me replicó, con una sonrisa.

«-No lo permitiré -exclamé.

«-Devuélvame el abanico -dijo Varenka.

«-Me da pena dárselo -contesté, tendiéndole su abanico blanco, de poco valor.

«-Tenga; para que no le dé pena -exclamó Varenka, arrancando una pluma, que me entregó.

«La cogí; pero únicamente pude expresarle mi agradecimiento y mi entusiasmo con una mirada. No sólo estaba alegre y satisfecho, sino que me sentía feliz y experimentaba una sensación de beatitud. En aquel momento, yo no era yo, sino un ser que no pertenecía a la tierra, que desconocía el mal y sólo era capaz de hacer el bien.

«Guardé la pluma en un guante; y permanecí junto a Varenka, sin fuerzas para alejarme.

«-Fíjese; quieren que baile papá -me dijo señalando la alta figura de su padre, un coronel con charreteras plateadas, que se hallaba en la puerta de la sala con la dueña de la casa y otras damas.

«-Varenka, ven aquí -oímos decir a aquélla.

«Varenka se acercó a la puerta y yo la seguí.

«-Ma chère, convence a tu padre para que baile contigo. Ande, haga el favor, Piotr Vasilevich -añadió la dueña de la casa, dirigiéndose al coronel.

«El padre de Varenka era un hombre erguido, bien conservado, alto y apuesto, de mejillas sonrosadas. Llevaba el canoso bigote à lo Nicolás I, y tenía las patillas blancas y el cabello de las sienes peinado hacia delante. Una sonrisa alegre, igual que la de su hija, iluminaba tanto su boca como sus ojos. Estaba muy bien formado; su pecho -en el que ostentaba algunas condecoraciones- y sus hombros eran anchos, y sus piernas, largas y delgadas. Era un representante de ese tipo de militar que ha producido la disciplina del emperador Nicolás.

«Cuando nos acercamos a la puerta, el coronel se negaba diciendo que había perdido la costumbre de bailar. Sin embargo, pasando la mano al costado izquierdo, desenvainó la espada, que entregó a un joven servicial y, poniéndose el guante en la mano derecha, -en aquel momento dijo con una sonrisa: ‘Todo debe hacerse según las reglas’-, tomó la mano de su hija, se volvió de medio lado y esperó para entrar al compás.

«A las primeras notas del aire de la mazurca, dio un golpe con un pie, avanzó el otro y su alta figura giró en torno a la sala, ora despacio y en silencio, ora ruidosa e impetuosamente. Varenka giraba y tan pronto acortaba, tan pronto alargaba los pasos, para adaptarlos a los de su padre. Todos los asistentes seguían los movimientos de la pareja. En cuanto a mí, no sólo los admiraba, sino que sentía un enternecimiento lleno de entusiasmo. Me gustaron sobre todo las botas del coronel, que no eran puntiagudas, como las de moda, sino antiguas, de punta cuadrada y sin tacones. Por lo visto, habían sido fabricadas por el zapatero del batallón. ‘Para poder vestir a su hija y hacerla alternar, se conforma con unas botas de fabricación casera y no se compra las que están de moda’, pensé, particularmente enternecido por aquellas puntas cuadradas. Sin duda, el coronel había bailado bien en sus tiempos; pero entonces era pesado y sus piernas no tenían bastante agilidad para los bellos y rápidos pasos que quería realizar. Sin embargo, dio dos vueltas a la sala. Finalmente separó las piernas, volvió a juntarlas y, aunque con cierta dificultad, hincó una rodilla en tierra y Varenka pasó graciosamente junto a él con una sonrisa, mientras se arreglaba el vestido, que se le había enganchado. Entonces todos aplaudieron con entusiasmo. Haciendo un esfuerzo, el coronel se levantó; y, cogiendo delicadamente a su hija por las orejas, la besó en la frente y la acercó a mí, creyendo que me tocaba bailar con ella. Le dije que yo no era su pareja.

«-Es igual, baile con Varenka -replicó, con una sonrisa llena de afecto, mientras colocaba la espada en la vaina.

«Lo mismo que el contenido de un frasco sale a borbotones después de haber caído la primera gota, mi amor por Varenka parecía haber desencadenado la capacidad de amar, oculta en mi alma. En aquel momento, mi amor abarcaba al mundo entero, Quería a la dueña de la casa con su diadema y su busto semejante al de la emperatriz Elizaveta, a su marido, a los invitados, a los lacayos e incluso al ingeniero Anisimov, que estaba resentido conmigo. Y el padre de Varenka, con sus botas y su sonrisa afectuosa parecida a la de ella, me provocaba un sentimiento lleno de ternura y entusiasmo.

«Terminó la mazurca; los dueños de la casa invitaron a los presentes a cenar; pero el coronel B*** no aceptó, diciendo que tenía que madrugar al día siguiente. Me asusté, creyendo que se llevaría a Varenka; pero ésta se quedó con su madre.

«Después de cenar, bailamos la cuadrilla que me había prometido. Me sentía infinitamente dichoso; y, sin embargo, mi dicha aumentaba sin cesar. No hablamos de amor, no pregunté a Varenka ni me pregunté a mí mismo si me amaba. Me bastaba quererla a ella. Lo único que temía era que algo echase a perder mi felicidad.

«Al volver a mi casa, pensé acostarme; pero comprendí que era imposible. Tenía en la mano la pluma de su abanico y uno de sus guantes, que me había dado al marcharse, cuando la ayudé a subir al coche, tras de su madre. Miraba estos objetos y, sin cerrar los ojos, veía a Varenka ante mí. Me la representaba en el momento en que, eligiéndome entre otros hombres, adivinaba mi ‘cualidad’, diciendo con su voz agradable: ‘¿El orgullo? ¿No es eso?’, mientras me daba la mano con expresión alegre; o bien, cuando se llevaba la copa de champaña a los labios y me miraba de reojo, con afecto. Pero, sobre todo, la veía bailando con su padre, con sus movimientos graciosos, mirando, orgullosa y satisfecha, a los espectadores que los admiraban. E, involuntariamente, los unía en aquel sentimiento tierno y delicado que me embargaba.

«Vivía solo con mi difunto hermano. No le gustaba la sociedad y no asistía a los bailes; además, en aquella época preparaba su licenciatura y hacía una vida muy metódica. Estaba durmiendo. Contemplé su cabeza, hundida en la almohada, casi cubierta con una manta de franela, y sentí pena porque no conociera ni compartiera mi felicidad. Nuestro criado Petroshka, un siervo, me salió al encuentro con una vela y quiso ayudarme a los preparativos de la noche; pero lo despedí. Su cara adormilada y sus cabellos revueltos me emocionaron. Procurando no hacer ruido, me dirigí, de puntillas, a mi habitación, donde me senté en la cama. No podía dormir; era demasiado feliz. Además, tenía calor en aquella habitación, tan bien caldeada. Sin pensarlo más, me dirigí silenciosamente a la antesala, me puse el gabán y salí a la calle.

«El baile había terminado después de las cuatro. Y ya habían transcurrido dos horas, de manera que ya era de día. Hacía un tiempo típico de Carnaval; había niebla, la nieve se deshelaba por doquier, y caían gotas de los tejados. Los B*** vivían entonces en un extremo de la ciudad, cerca de una gran plaza, en la que a un lado había paseos y al otro un instituto de muchachas. Atravesé nuestra callejuela, completamente desierta, desembocando en una gran calle, donde me encontré con algunos peatones y algunos trineos que transportaban leña. Tanto los caballos que avanzaban con paso regular, balanceando sus cabezas mojadas bajo las dugas brillantes, como los cocheros cubiertos con harpilleras, que chapoteaban en la nieve deshelada, con sus enormes botas, y las casas, que daban la impresión de ser muy altas entre la niebla, me parecieron importantes y agradables.

«Cuando llegué a la plaza, al otro extremo, en dirección a los paseos, distinguí una gran masa negra y oí sones de una flauta y de un tambor. En mi fuero interno oía constantemente el tema de la mazurca. Pero estos sones eran distintos; se trataba de una música ruda y desagradable.

“’¿Qué es eso?’, pensé, mientras me dirigía por el camino resbaladizo en dirección a aquellos sones. Cuando hube recorrido unos cien pasos, vislumbré a través de la niebla muchas siluetas negras. Debían de ser soldados. ‘Probablemente están haciendo la instrucción’, me dije, acercándome a ellos en pos de un herrero con pelliza y delantal mugrientos, que llevaba algo en la mano. Los soldados, con sus uniformes negros, formaban dos filas, una frente a la otra, con los fusiles en descanso. Tras de ellos, el tambor y la flauta repetían sin cesar una melodía desagradable y chillona.

«-¿Qué hacen? -pregunté al herrero que estaba junto a mí.

«-Están castigando a un tártaro, por desertor -me contestó, con expresión de enojo, mientras fijaba la vista en un extremo de la filas.

«Miré en aquella dirección y vi algo horrible que se acercaba entre las dos filas de soldados. Era un hombre con el torso desnudo, atado a los fusiles de dos soldados que lo conducían. A su lado avanzaba un militar alto, con gorra y capote, que no me fue desconocido. Debatiéndose con todo el cuerpo chapoteando en la nieve, deshelada, la víctima venía hacia mí bajo una lluvia de golpes que le caían encima por ambos lados. Tan pronto se echaba hacia atrás y entonces los soldados lo empujaban, tan pronto hacia delante y, entonces, tiraban de él. El militar alto seguía, con sus andares firmes, sin rezagarse. Era el padre de Varenka, con sus mejillas sonrosadas y sus bigotes blancos.

«A cada vergajazo, el tártaro se volvía con expresión de dolor y de asombro hacia el lado de donde provenía, repitiendo unas palabras y enseñando sus dientes blancos. Cuando estuvo más cerca, pude distinguirlas. Exclamaba sollozando: ‘¡Hermanos, tengan compasión!, ¡Hermanos, tengan compasión!’ Pero sus hermanos no se apiadaban de él. Cuando la comitiva llegó a la altura en que me encontraba, el soldado que estaba frente a mí dio un paso con gran decisión y, blandiendo con energía el vergajo, que silbó, lo dejó caer sobre la espalda del tártaro. Éste se echó hacia delante, pero los soldados lo retuvieron y recibió un golpe igual desde el otro lado. De nuevo llovieron los vergajos, ora desde la derecha, ora desde la izquierda… El coronel seguía andando, a ratos miraba a la víctima, a ratos bajo sus propios pies; aspiraba el aire y lo expelía, despacio, por encima de su labio inferior. Cuando hubieron pasado, vislumbré la espalda de la víctima entre la fila de soldados. La tenía magullada, húmeda y tan roja que me resistí a creer que pudiera ser la espalda de un hombre.

«-¡Oh, Dios mío! -pronunció el herrero.

«La comitiva se iba alejando. Los golpes seguían cayendo por ambos lados sobre aquel hombre, que se encogía y tropezaba. El tambor redoblaba lo mismo que antes y se oía el son de la flauta. Y lo mismo que antes, la apuesta figura del coronel avanzaba junto a la víctima. Pero, de pronto, se detuvo; y, acercándose apresuradamente a uno de los soldados, exclamó:

«-¡Ya te enseñaré! ¿Aún no sabes azotar como es debido?

«Vi cómo abofeteaba con su mano enguantada a aquel soldado atemorizado, enclenque y bajito, porque no había dejado caer el vergajo con bastante fuerza sobre la espalda enrojecida del tártaro.

«-¡Que traigan vergajos nuevos! -ordenó.

«Al volverse se fijó en mí y, fingiendo que no me había conocido, frunció el ceño, con expresión severa e iracunda, y me dio la espalda. Me sentí tan avergonzado como si me hubiesen sorprendido haciendo algo reprensible. Sin saber dónde mirar, bajé la vista y me dirigí apresuradamente a casa. Durante el camino, no cesaba de oír el redoble del tambor, el son de la flauta, las palabras de la víctima ‘Hermanos, tengan compasión’, y la voz irritada y firme del coronel gritando. ‘¿Aún no sabes azotar como es debido?’ Una angustia casi física, que llegó a provocarme náuseas, me obligó a detenerme varias veces. Me parecía que iba a devolver todo el horror que me había producido aquel espectáculo. No recuerdo cómo llegué a casa ni cómo me acosté. Pero en cuanto empecé a conciliar el sueño, volví a oír y a ver aquello y tuve que levantarme.

“’El coronel debe de saber algo que yo ignoro -pensé-. Si supiera lo que él sabe, podría comprender y no sufriría por lo que acabo de ver.’ Pero, por más que reflexioné, no pude descifrar lo que sabía el coronel. Me quedé dormido por la noche, y sólo después de haber estado en casa de un amigo, donde bebí hasta emborracharme.

«¿Creen ustedes que entonces llegué a la conclusión de que había presenciado un acto reprensible? ¡Nada de eso! ‘Si esto se hace con tal seguridad, y todos admiten que es necesario, es que saben algo que yo ignoro’, me decía, procurando averiguar lo que era. Sin embargo, nunca lo conseguí. Por tanto, no pude ser militar como había sido mi deseo. Tampoco pude desempeñar ningún cargo público, ni he servido para nada, como ustedes saben.»

-¡Bien conocemos su inutilidad! -exclamó uno de nosotros-. Es mejor que nos diga cuántos seres inútiles existirían, a no ser por usted.

-¡Qué tonterías! -replicó Iván Vasilevich con sincero enojo.

-¿Y qué pasó con su amor? -preguntamos.

-¿Mi amor? Desde aquel día empezó a decrecer. Cuando Varenka y yo íbamos por la calle y se quedaba pensativa, con una sonrisa, cosa que le ocurría a menudo, inmediatamente recordaba al coronel en la plaza; y me sentía violento y a disgusto. Empecé a visitarla con menos frecuencia. Así fue como se extinguió mi amor. Ya ven ustedes cómo las circunstancias pueden cambiar el rumbo de la vida de un hombre. Y usted dice… -concluyó.

Demasiado caro – León Tolstoi

[Relato verídico inspirado en Maupassant]

Existe un reino pequeñito, minúsculo, a orillas del Mediterráneo, entre Francia e Italia. Se llama Mónaco y cuenta con siete mil habitantes, menos que un pueblo grande. La superficie del reino es tan pequeña que ni siquiera tocan a una hectárea de tierra por persona. Pero, en cambio, tienen un auténtico reyecito, con su palacio, sus cortesanos, sus ministros, su obispo y su ejército.

Este es poco numeroso, en total unos sesenta hombres; pero no deja de ser un ejército. El reyecito tiene pocas rentas. Como por doquier, en ese reino hay impuestos para el tabaco, el vino y el alcohol y existe la decapitación. Aunque se bebe y se fuma, el reyecito no tendría medios de mantener a sus cortesanos y a sus funcionarios ni podría mantenerse él, a no ser por un recurso especial. Ese recurso se debe a una casa de juego, a una ruleta que hay en el reino. La gente juega y gana o pierde; pero el propietario siempre obtiene beneficios. Y paga buenas cantidades al reyecito. Las paga, porque no queda ya en toda Europa una sola casa de juego de este tipo. Antes las hubo en los pequeños principados alemanes; pero hace cosa de diez años, las prohibieron porque traían muchas desgracias. Llegaba un jugador, se ponía a jugar, se entusiasmaba, perdía todo su dinero y, a veces, incluso el de los demás. Y luego, en su desesperación, se arrojaba al agua o se pegaba un tiro. Los alemanes prohibieron a sus príncipes que tuvieran casas de juego; pero no hay quien pueda prohibir esto al reyecito de Mónaco: por eso sólo allí queda una ruleta.

Desde entonces, todos los aficionados al juego van a Mónaco, pierden su dinero y el beneficio es para el rey. Por medio de un trabajo honrado no puede uno construirse palacios. El reyecito de Mónaco sabe que eso no está bien, pero ¿qué hacer? Es necesario vivir. No es mejor mantenerse de los impuestos sobre el alcohol o el tabaco. Así es como vive ese reyecito. Reina, amasa dinero y gobierna, desde su palacio, lo mismo que los grandes reyes. Lo mismo que ellos, se corona, organiza desfiles y paradas, concede recompensas, ajusticia, indulta, celebra consejos, decreta y juzga. Gobierna como los auténticos reyes. La única diferencia es que en Mónaco todo es pequeño.

Una vez, hace cosa de cinco años, hubo un crimen en el reino. El pueblo de Mónaco es pacífico; y nunca había allí sucedido tal cosa. Se reunieron los jueces para juzgar al asesino. En el tribunal había jueces, fiscales, abogados y jurados. Después de juzgarlo, lo condenaron, según la ley, a la última pena, a la decapitación. Presentaron la sentencia al rey. Este la confirmó. No había más remedio que ajusticiar al criminal. La única desgracia es que no hubiese en el reino guillotina ni verdugo. Después de pensarlo mucho, los ministros decidieron escribir al Gobierno francés, preguntándole si podía mandarles la máquina y el verdugo para cortar la cabeza al criminal. Al mismo tiempo, pidieron que los informase, a ser posible, de los gastos que esto supondría. Al cabo de una semana recibieron la contestación: podían enviar la máquina y el verdugo: los gastos ascendían a dieciséis mil francos. Se lo comunicaron al reyecito. Éste meditó largo rato. ¡Dieciséis mil francos!

-¡Ese bribón no vale tanto dinero! ¿No se podría arreglar el asunto más económicamente? Para obtener esa cantidad, todos los habitantes del reino tendrían que pagar dos francos de impuesto. Les parecería mucho. Podrían sublevarse -dijo.

Celebraron consejo. ¿Cómo solucionar el problema? Se les ocurrió preguntar lo mismo al rey de Italia. Francia es una República, no respeta a los reyes; en cambio, como en Italia hay un rey, tal vez cobraría menos. Escribieron. No tardaron en recibir contestación. El gobierno italiano les decía que con mucho gusto mandaría la máquina y el verdugo. El total de los gastos, con el viaje incluido, ascendería a doce mil francos. Era más barato; pero no dejaba de ser una cantidad elevada. Aquel canalla no valía tanto dinero. Cada habitante tendría que pagar casi dos francos de impuesto. Volvió a reunirse el Consejo. Pensaron en la manera de arreglar esto de una manera más económica. Quizá algún soldado quisiera cortar la cabeza al criminal, de un modo rudimentario. Llamaron al general.

-¿No habrá algún soldado que quiera decapitar al asesino? Sea como sea, cuando van a la guerra matan; y eso es lo que se les enseña.

El general habló con sus soldados. ¿Quería alguno cortar la cabeza al criminal? Todos se negaron. “No, no sabemos hacer esto; no lo hemos aprendido”, dijeron.

¿Qué hacer? Meditaron mucho, nombraron un comité, una Comisión y una Subcomisión. Por fin hallaron el medio de arreglar el asunto. Había que conmutar la pena de muerte por la de cadena perpetua. De este modo, el rey demostraría su misericordia y al mismo tiempo habría menos gasto. El reyecito se mostró de acuerdo; y resolvieron adoptar esa solución. La única desgracia era que no hubiese una prisión especial donde encerrar al criminal para toda la vida. Había pequeños calabozos en los que se encerraba temporalmente a los culpables; pero se carecía de una buena prisión. Finalmente, encontraron un lugar. Encerraron al criminal y le pusieron un guardián.

Éste vigilaba al delincuente y le traía la comida de la cocina de palacio. Así transcurrieron doce meses. A fin de año, el reyecito hizo el balance de los gastos y de los ingresos. Y se dio cuenta de que el criminal constituía un gasto bastante considerable. En un año había ascendido a seiscientos francos su comida y el sueldo del guardián. El criminal era joven y sano; tal vez viviera aún cincuenta años. No era posible seguir así. El reyecito llamó a sus ministros:

-Busquen el medio de que este canalla nos cueste menos dinero. Así nos resulta demasiado caro -les dijo.

Los ministros se reunieron en Consejo y meditaron largo rato. Uno de ellos dijo:

-Señores, creo que hay que suprimir el guardián.

-El criminal se escaparía -replicó otro.

-Si se escapa, ¡al diablo!

Informaron al rey. Éste se mostró de acuerdo. Suprimieron al guardián y esperaron a ver qué pasaría.

Al llegar la hora de comer el criminal buscó al guardián; y, al no encontrarlo, se dirigió en persona a la cocina de palacio en solicitud de la comida. Cogió lo que le dieron, volvió a la prisión y cerró la puerta tras de sí. Salía a buscar la comida, pero no se escapaba. ¿Qué hacer? Pensaron que debían decirle que no se le necesitaba para nada, que podía irse. El ministro de Justicia lo llamó.

-¿Por qué no se va usted? Nadie lo vigila, puede marcharse libremente: al rey no le parecerá mal.

-Pero yo no tengo adónde ir. ¿Dónde quiere que vaya? Me han cubierto de oprobio con la sentencia; ahora nadie querrá tratarme. Me he apartado de todo. Ustedes proceden injustamente conmigo. Eso no se puede hacer. En primer lugar, si me han condenado a muerte, tenían que haberme matado. Aunque no lo han hecho, no he protestado. En segundo lugar, me condenaron a cadena perpetua y me pusieron un guardián para que me trajera la comida; pero no han tardado en quitármelo. Tampoco he protestado. He ido a buscarme la comida personalmente. Ahora me dicen que me vaya; pero esta vez, arréglenselas como quieran; no pienso irme -replicó el criminal.

De nuevo celebraron Consejo. ¿Qué hacer? ¿Qué solución tomar? El criminal no se iba. Después de pensarlo mucho, decidieron asignarle una pensión. Era la única manera de librarse de él. Informaron al reyecito.

-¡Qué le hemos de hacer! Hay que terminar como sea -dijo éste.

Asignaron al criminal una pensión de seiscientos francos y así se lo comunicaron.

-Bueno; si me pagan puntualmente, me iré.

Así se decidió la cosa. Entregaron al criminal la tercera parte de la pensión por adelantado. Este se despidió de todos y abandonó el dominio del reyecito. Viajó sólo un cuarto de hora por ferrocarril. Se instaló cerca del reino, compró una parcela de tierra, puso una huerta y un jardín y vive muy feliz.

En fechas determinadas, va a Mónaco a percibir su pensión. Después de cobrar, entra en la casa de juego y pone dos o tres francos. Algunas veces gana; otras pierde y vuelve a su casa. Vive apaciblemente.

Menos mal que no delinquió en un lugar donde no se repara en gastos para decapitar a un hombre ni para mantenerlo en la cárcel toda la vida.

¿Cuánta tierra necesita un hombre? – León Tolstoi

Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. «Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra -pensaba a menudo- los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.»

Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.

«Qué te parece -pensó Pahom- Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada.»

Así que decidió hablar con su esposa.

-Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.

Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.

Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta.

Un día Pahom estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes de guadaña formaban una avilla. Comentó que un campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.

El corazón de Pahom se colmó de anhelo.

«¿Por qué he de sufrir en este agujero -pensó- si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo».

Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.

Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.

«Si todas estas tierras fueran mías -pensó-, sería independiente y no sufriría estas incomodidades.»

Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rublos.

-Sólo debes hacerte amigo de los jefes -dijo- Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.

«Vaya -pensó Pahom-, allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte.»

Pahom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas.

En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.

El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:

-De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.

-¿Y cuál será el precio? -preguntó Pahom.

-Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.

Pahom no comprendió.

-¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?

-No sabemos calcularlo -dijo el jefe-. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es mil rublos por día.

Pahom quedó sorprendido.

-Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra -dijo.

El jefe se echó a reír.

-¡Será toda tuya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.

-¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?

-Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje, llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.

Pahom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente al romper el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer.

Pahom se quedó acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.

«¡Qué gran extensión marcaré! -pensó-. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado.»

Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.

-Es hora de despertarlos -se dijo-. Debemos ponernos en marcha.

Se levantó, despertó al criado (que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirs.

-Es hora de ir a la estepa para medir las tierras -dijo.

Los bashkirs se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar.

-Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.

Los bashkirs se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió el brazo hacia la planicie.

-Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.

A Pahom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales.

El jefe se quitó la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:

-Ésta será la marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.

Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.

-No importa -dijo al fin-. Iré hacia el sol naciente.

Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.

«No debo perder tiempo -pensó-, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco.»

Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa.

Pahom caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.

Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.

-He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las botas -se dijo.

Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.

«Seguiré otros cinco kilómetros -pensó-, y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra.»

Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.

«Ah -pensó Pahom-, he avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando, y muy sediento.»

Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda. Continuó la marcha, y la hierba era alta, y hacía mucho calor.

Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía.

«Bien -pensó-, debo descansar.»

Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó, pensando: «Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo».

Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo valle. «Sería una pena excluir ese terreno -pensó-. El lino crecería bien aquí.». Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Pahom miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y a través de la bruma apenas se veía a la gente de la loma.

«¡Ah! -pensó Pahom-. Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto.» Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.

«No -pensó-, aunque mis tierras queden irregulares, ahora debo volver en línea recta. Podría alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra.».

Pahom cavó un pozo de prisa.

Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se hundía cada vez más.

«Cielos -pensó-, si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?»

Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.

Pahom siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.

«Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol.»

El temor le quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón batía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento.

Aunque temía la muerte, no podía detenerse. «Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora», pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.

El hinchado y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.

«Hay tierras en abundancia -pensó-, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!»

Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había puesto! Pahom dio un alarido.

«Todo mi esfuerzo ha sido en vano», pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.

-¡Vaya, qué sujeto tan admirable! -exclamó el jefe-. ¡Ha ganado muchas tierras!

El criado de Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pahom estaba muerto!

Los pakshirs chasquearon la lengua para demostrar su piedad.

Su criado empuñó la azada y cavó una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.