Un expreso del futuro – Julio Verne

-Ande con cuidado -gritó mi guía-. ¡Hay un escalón!

Descendiendo con seguridad por el escalón de cuya existencia así me informó, entré en una amplia habitación, iluminada por enceguecedores reflectores eléctricos, mientras el sonido de nuestros pasos era lo único que quebraba la soledad y el silencio del lugar.

¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo yo allí? Preguntas sin respuesta. Una larga caminata nocturna, puertas de hierro que se abrieron y se cerraron con estrépitos metálicos, escaleras que se internaban (así me pareció) en las profundidades de la tierra… No podía recordar nada más, Carecía, sin embargo, de tiempo para pensar.

-Seguramente usted se estará preguntando quién soy yo -dijo mi guía-. El coronel Pierce, a sus órdenes. ¿Dónde está? Pues en Estados Unidos, en Boston… en una estación.

-¿Una estación?

-Así es; el punto de partida de la Compañía de Tubos Neumáticos de Boston a Liverpool.

Y con gesto pedagógico, el coronel señaló dos grandes cilindros de hierro, de aproximadamente un metro y medio de diámetro, que surgían del suelo, a pocos pasos de distancia.

Miré esos cilindros, que se incrustaban a la derecha en una masa de mampostería, y en su extremo izquierdo estaban cerrados por pesadas tapas metálicas, de las que se desprendía un racimo de tubos que se empotraban en el techo; y al instante comprendí el propósito de todo esto.

¿Acaso yo no había leído, poco tiempo atrás, en un periódico norteamericano, un artículo que describía este extraordinario proyecto para unir Europa con el Nuevo Mundo mediante dos colosales tubos submarinos? Un inventor había declarado que el asunto ya estaba cumplido. Y ese inventor -el coronel Pierce- estaba ahora frente a mí.

Recompuse mentalmente aquel artículo periodístico. Casi con complacencia, el periodista entraba en detalles sobre el emprendimiento. Informaba que eran necesarios más de tres mil millas de tubos de hierro, que pesaban más de trece millones de toneladas, sin contar los buques requeridos para el transporte de los materiales: 200 barcos de dos mil toneladas, que debían efectuar treinta y tres viajes cada uno. Esta “Armada de la Ciencia” era descrita llevando el hierro hacia dos navíos especiales, a bordo de los cuales eran unidos los extremos de los tubos entre sí, envueltos por un triple tejido de hierro y recubiertos por una preparación resinosa, con el objeto de resguardarlos de la acción del agua marina.

Pasado inmediatamente el tema de la obra, el periodista cargaba los tubos (convertidos en una especie de cañón de interminable longitud) con una serie de vehículos, que debían ser impulsados con sus viajeros dentro, por potentes corrientes de aire, de la misma manera en que son trasladados los despachos postales en París.

Al final del artículo se establecía un paralelismo con el ferrocarril, y el autor enumeraba con exaltación las ventajas del nuevo y osado sistema. Según su parecer, al pasar por los tubos debería anularse toda alteración nerviosa, debido a que la superficie interior del vehículo había sido confeccionada en metal finamente pulido; la temperatura se regulaba mediante corrientes de aire, por lo que el calor podría modificarse de acuerdo con las estaciones; los precios de los pasajes resultarían sorprendentemente bajos, debido al poco costo de la construcción y de los gastos de mantenimiento… Se olvidaba, o se dejaba aparte cualquier consideración referente a los problemas de la gravitación y del deterioro por el uso.

Todo eso reapareció en mi conciencia en aquel momento.

Así que aquella “Utopía” se había vuelto realidad ¡y aquellos dos cilindros que tenía frente a mí partían desde este mismísimo lugar, pasaban luego bajo el Atlántico, y finalmente alcanzaban la costa de Inglaterra!

A pesar de la evidencia, no conseguía creerlo. Que los tubos estaban allí, era algo indudable, pero creer que un hombre pudiera viajar por semejante ruta… ¡jamás!

-Obtener una corriente de aire tan prolongada sería imposible -expresé en voz alta aquella opinión.

-Al contrario, ¡absolutamente fácil! -protestó el coronel Pierce-. Todo lo que se necesita para obtenerla es una gran cantidad de turbinas impulsadas por vapor, semejantes a las que se utilizan en los altos hornos. Éstas transportan el aire con una fuerza prácticamente ilimitada, propulsándolo a mil ochocientos kilómetros horarios… ¡casi la velocidad de una bala de cañón! De manera tal que nuestros vehículos con sus pasajeros efectúan el viaje entre Boston y Liverpool en dos horas y cuarenta minutos.

-¡Mil ochocientos kilómetros por hora!- exclamé.

-Ni uno menos. ¡Y qué consecuencias maravillosas se desprenden de semejante promedio de velocidad! Como la hora de Liverpool está adelantada con respecto a la nuestra en cuatro horas y cuarenta minutos, un viajero que salga de Boston a las 9, arribará a Liverpool a las 3:53 de la tarde.¿No es este un viaje hecho a toda velocidad? Corriendo en sentido inverso, hacia estas latitudes, nuestros vehículos le ganan al Sol más de novecientos kilómetros por hora, como si treparan por una cuerda movediza. Por ejemplo, partiendo de Liverpool al medio día, el viajero arribará a esta estación alas 9:34 de la mañana… O sea, más temprano que cuando salió. ¡Ja! ¡Ja! No me parece que alguien pueda viajar más rápidamente que eso.

Yo no sabía qué pensar. ¿Acaso estaba hablando con un maniático?… ¿O debía creer todas esas teorías fantásticas, a pesar de la objeciones que brotaban de mi mente?

-Muy bien, ¡así debe ser! -dije-. Aceptaré que lo viajeros puedan tomar esa ruta de locos, y que usted puede lograr esta velocidad increíble. Pero una vez que la haya alcanzado, ¿cómo hará para frenarla? ¡Cuando llegue a una parada todo volará en mil pedazos!

-¡No, de ninguna manera! -objetó el coronel, encogiéndose de hombros-. Entre nuestros tubos (uno para irse, el otro para regresar a casa), alimentados consecuentemente por corrientes de direcciones contrarias, existe una comunicación en cada juntura. Un destello eléctrico nos advierte cuando un vehículo se acerca; librado a su suerte, el tren seguiría su curso debido a la velocidad impresa, pero mediante el simple giro de una perilla podemos accionar la corriente opuesta de aire comprimido desde el tubo paralelo y, de a poco, reducir a nada el impacto final. ¿Pero de qué sirven tantas explicaciones? ¿No sería preferible una demostración?

Y sin aguardar mi respuesta, el coronel oprimió un reluciente botón plateado que salía del costado de uno de los tubos. Un panel se deslizó suavemente sobre sus estrías, y a través de la abertura así generada alcancé a distinguir una hilera de asientos, en cada uno de los cuales cabían cómodamente dos personas, lado a lado.

-¡El vehículo! -exclamó el coronel-. ¡Entre!

Lo seguí sin oponer la menor resistencia, y el panel volvió a deslizarse detrás de nosotros, retomando su anterior posición.

A la luz de una lámpara eléctrica, que se proyectaba desde el techo, examiné minuciosamente el artefacto en que me hallaba.

Nada podía ser más sencillo: un largo cilindro, tapizado con prolijidad; de extremo a extremo se disponían cincuenta butacas en veinticinco hileras paralelas. Una válvula en cada extremo regulaba la presión atmosférica, de manera que entraba aire respirable por un lado, y por el otro se descargaba cualquier exceso que superara la presión normal.

Luego de perder unos minutos en este examen, me ganó la impaciencia:

-Bien -dije-. ¿Es que no vamos a arrancar?

-¿Si no vamos a arrancar? -exclamó el coronel Pierce-. ¡Ya hemos arrancado!

Arrancado… sin la menor sacudida… ¿cómo era posible?… Escuché con suma atención, intentando detectar cualquier sonido que pudiera darme alguna evidencia.

¡Si en verdad habíamos arrancado… si el coronel no me había estado mintiendo al hablarme de una velocidad de mil ochocientos kilómetros por hora… ya debíamos estar lejos de tierra, en las profundidades del mar, junto al inmenso oleaje de cresta espumosa por sobre nuestras cabezas; e incluso en ese mismo instante, probablemente, confundiendo al tubo con una serpiente marina monstruosa, de especie desconocida, las ballenas estarían batiendo con furiosos coletazos nuestra larga prisión de hierro!

Pero no escuché más que un sordo rumor, provocado, sin duda, por la traslación de nuestro vehículo. Y ahogado por un asombro incomparable, incapaz de creer en la realidad de todo lo que estaba ocurriendo, me senté en silencio, dejando que el tiempo pasara.

Luego de casi una hora, una sensación de frescura en la frente me arrancó de golpe del estado de somnolencia en que había caído paulatinamente.

Alcé el brazo para tocarme la cara: estaba mojada.

¿Mojada? ¿Por qué estaba mojada? ¿Acaso el tubo había cedido a la presión del agua… una presión que obligadamente sería formidable, pues aumenta a razón de una “atmósfera” por cada diez metros de profundidad?

Fui presa del pánico. Aterrorizado, quise gritar… y me encontré en el jardín de mi casa, rociado generosamente por la violenta lluvia que me había despertado. Simplemente, me había quedado dormido mientras leía el articulo de un periodista norteamericano, referido a los extraordinarios proyectos del coronel Pierce… quien a su vez, mucho me temo, también había sido soñado.

Un drama en México – Julio Verne

I

Desde la isla de Guaján a Acapulco

El 18 de octubre de 1824, el Asia, bajel español de alto bordo, y la Constancia, brick de ocho cañones, partían de Guaján, una de las islas Marianas. Durante los seis meses transcurridos desde su salida de España, sus tripulaciones, mal alimentadas, mal pagadas, agotadas de fatiga, agitaban sordamente propósitos de rebelión. Los síntomas de indisciplina se habían hecho sentir sobre todo a bordo de la Constancia, mandada por el capitán señor Orteva, un hombre de hierro al que nada hacía plegarse. Algunas averías graves, tan imprevistas que solo cabía atribuirlas a la malevolencia, habían retrasado al brick en su travesía. El Asia, mandado por don Roque de Guzuarte, se vio obligado a permanecer con él. Una noche la brújula se rompió sin que nadie supiera cómo. Otra noche los obenques de mesana fallaron como si hubieran sido cortados y el mástil se derrumbó con todo el aparejo. Finalmente, los guardines del timón se rompieron por dos veces durante una maniobra importante.

La isla de Guaján, como todas las Marianas, depende de la Capitanía General de las islas Filipinas. Los españoles, que llegaban a posesiones propias, pudieron reparar prontamente sus averías.

Durante esta forzada estancia en tierra, el señor Orteva informó a don Roque del relajamiento de la disciplina que había notado a bordo, y los dos capitanes se comprometieron a redoblar la vigilancia y severidad.

El señor Orteva tenía que vigilar más especialmente a dos de sus hombres, el teniente Martínez y el gaviero José.

Habiendo comprometido el teniente Martínez su dignidad de oficial en los conciliábulos del castillo de proa, fue arrestado varias veces y, durante estos arrestos, le reemplazó en sus funciones de segundo de la Constancia el aspirante Pablo. En cuanto al gaviero José, se trataba de un hombre vil y despreciable, que solo medía sus sentimientos en dinero contante y sonante. Así, pues, se vio vigilado de cerca por el honrado contramaestre Jacopo, en quien el señor Orteva tenía plena confianza.

El aspirante Pablo era una de esas naturalezas privilegiadas, francas y valerosas, a las que la generosidad inspira las más grandes acciones. Huérfano, recogido y educado por el capitán Orteva, se hubiera dejado matar por su bienhechor. Durante sus conversaciones con Jacopo, el contramaestre, se permitía, arrastrado por el ardor de su juventud y los impulsos de su corazón, hablar del cariño filial que sentía por el señor Orteva, y el buen Jacopo le estrechaba vigorosamente la mano, porque comprendía lo que el aspirante expresaba tan bien. De esta manera el señor Orteva contaba con dos hombres devotos en los que podía tener absoluta confianza. Pero ¿qué podían hacer ellos tres contra las pasiones de una tripulación indisciplinada? Mientras intentaban día y noche triunfar sobre aquel espíritu de discordia, Martínez, José y los demás marineros seguían progresando en sus planes de rebeldía y traición.

El día antes de zarpar, el teniente Martínez estaba en una taberna de los bajos fondos con algunos contramaestres y una veintena de marinos de los dos navíos.

-Compañeros -dijo el teniente Martínez-, gracias a las oportunas averías que hemos tenido, elbrick y el navío han tenido que hacer escala en las Marianas y he podido acudir aquí en secreto a hablar con ustedes.

-¡Bravo! -exclamó la asamblea al unísono.

-¡Hable, teniente, y háganos conocer su proyecto -dijeron entonces varios marineros.

-He aquí mi plan -respondió Martínez-. En cuanto nos hayamos apoderado de los dos barcos, pondremos proa hacia las costas de México. Saben ustedes que la nueva Confederación carece de Marina. Comprará, pues, a ojos cerrados nuestros barcos, y no solamente cobraremos nuestro salario de esa forma, sino que lo que sobre de la venta será igualmente compartido por todos.

-¡De acuerdo!

-¿Y cuál será la señal para actuar simultáneamente en las dos embarcaciones? -preguntó el gaviero José.

-Se disparará un cohete desde el Asia -respondió Martínez-. ¡Ese será el momento! Somos diez contra uno, y haremos prisioneros a los oficiales del navío y del brick antes de que se hayan apercibido de nada.

-¿Cuándo se dará la señal? -preguntó uno de los contramaestres de la Constancia.

-Dentro de algunos días, cuando lleguemos a la altura de la isla de Mindanao.

-Pero, ¿no recibirán a cañonazos los mexicanos a nuestros barcos? -objetó el gaviero José-. Si no me equivoco, la Confederación ha emitido un decreto por el que se someten a vigilancia todas las embarcaciones españolas y quizá, en lugar de oro, nos regalen una lluvia de hierro y plomo.

-Puedes estar tranquilo, José. Haremos que nos reconozcan, ¡y desde bien lejos! -replicó Martínez.

-¿Y cómo?

-Izando en lo más alto del palo mayor de nuestros bergantines el pabellón de México.

Mientras decía esto, el teniente Martínez desplegó ante los ojos de los rebeldes una bandera verde, blanca y roja.

Un sombrío silencio recibió la aparición del emblema de la independencia mexicana.

-¿Añoran ya la bandera de España? -gritó el teniente con tono burlón-. ¡Pues bien, que los que experimenten tales añoranzas se separen de nosotros y viren de borda a las órdenes del capitán Orteva y del comandante don Roque! ¡En cuanto a nosotros, que no queremos seguir obedeciendo, sabremos reducirles a la impotencia!

-¡Bien! ¡Bien! -gritó toda la asamblea unánimemente.

-¡Compañeros! -volvió a hablar Martínez-. Nuestros oficiales cuentan con los vientos alisios para bogar hacia las islas de la Sonda; pero ¡les demostraremos que, aun sin ellos, se pueden correr bordadas contra los monzones del océano Pacífico!

Después de estas palabras, los marineros que asistían a este conciliábulo secreto se separaron y, por diversos caminos, regresaron a sus respectivos navíos.

Al alba del día siguiente el Asia y la Constancia levaron anclas y, poniendo proa al sudoeste, el navío y el brick se dirigieron a toda vela hacia Nueva Holanda. El teniente Martínez volvía a desempeñar sus funciones, pero, de acuerdo con las órdenes del capitán Orteva, estaba estrechamente vigilado.

No obstante, siniestros presentimientos asaltaban al señor Orteva. Comprendía cuán inminente era el derrumbe de la Marina española, a la que la insubordinación llevaba a la catástrofe. Además, su patriotismo no podía soportar los continuos reveses que abrumaban a su país, que habían culminado con la revolución de los estados mexicanos. Hablaba algunas veces con el aspirante Pablo de estas graves cuestiones, sobre todo de lo que concernía a la antigua supremacía de la flota española en todos los mares.

-¡Hijo mío! -le dijo un día-. Ya no se conoce la disciplina entre nuestros marineros. Los síntomas de revuelta son especialmente visibles a bordo de mi barco y puede (tengo ese presentimiento) que alguna traición indigna me prive de la vida. Pero tú me vengarás, ¿no es verdad? ¡Y vengarás a la vez a España, a la que se quiere dañar matándome a mí!

-¡Se lo juro, capitán Orteva! -respondió Pablo.

-No te enemistes con nadie de a bordo, hijo mío, pero acuérdate, cuando llegue el día, que en estos desafortunados tiempos la mejor manera de servir a la patria es vigilar primero, y castigar después, si es posible, a los que quieren hacerle traición.

-¡Le prometo morir, morir si es preciso, con tal de castigar a los traidores! -respondió el aspirante.

Hacía tres días que los navíos habían zarpado de las Marianas. La Constancia avanzaba a todo trapo impulsada por un ligero vientecillo. El brick, gracioso, ágil, esbelto, a ras de agua, con la arboladura inclinada hacia atrás, saltaba sobre las olas que salpicaban de espuma sus ocho carronadas de calibre seis.

-Doce nudos, mi teniente -comentaba una tarde el aspirante a Martínez-. Si seguimos navegando de esta forma, viento en popa, la travesía no será larga.

-¡Dios lo quiera! Ya hemos sufrido bastante y es hora de que acaben nuestras dificultades.

El gaviero José estaba en ese momento cerca del alcázar de popa y escuchaba las palabras del teniente.

-No debemos tardar mucho en avistar tierra -dijo entonces Martínez en voz alta.

-La isla de Mindanao, en efecto -contestó el aspirante-. Estamos a ciento cuarenta grados de longitud oeste y a ocho de latitud norte, y, si no me equivoco, la isla está…

-A ciento cuarenta grados treinta y nueve minutos de longitud y a siete grados de latitud -replicó vivamente Martínez.

José levantó la cabeza y, después de hacer una señal imperceptible, se dirigió hacia el castillo de proa.

-¿Tiene el cuarto de guardia de medianoche, Pablo? -preguntó Martínez.

-Sí, mi teniente.

-Ya son las seis de la tarde, así que no le entretengo.

Pablo se retiró.

Martínez se quedó solo sobre la toldilla, y dirigió la vista hacia el Asia, que navegaba a la estela del brick. La tarde era magnífica y hacía presagiar una de esas hermosas noches tropicales, frescas y tranquilas.

El teniente escudriñó entre las sombras a los hombres de la guardia. Distinguió a José y a algunos de los marinos con los que había hablado en la isla de Guaján. Luego se aproximó un momento al hombre que estaba al timón. Le dijo unas palabras en voz baja y eso fue todo.

No obstante, se hubiera podido percibir que la rueda había sido apuntada un poco más a barlovento, de forma que el brick no tardó en acercarse sensiblemente al navío de línea.

Contrariamente a las costumbres de a bordo, Martínez paseaba contra el viento a fin de observar mejor al Asia. Inquieto y nervioso, apretaba un megáfono en su mano.

De improviso, una detonación se oyó a bordo del navío.

A esta señal, Martínez saltó sobre el banco de los hombres del cuarto y, con voz potente, ordenó:

-¡Todo el mundo al puente! ¡Cargar las velas bajas!

En ese instante, el capitán Orteva, seguido de sus oficiales, salió de la toldilla y, dirigiéndose al teniente, preguntó:

-¿Por qué esta maniobra?

Martínez, sin responderle, saltó del banco de cuarto y corrió al castillo de proa.

-¡El timón a sotavento! -ordenó-. ¡Las brazas de babor por delante! ¡Bracear! ¡Suelta la escota del foque mayor!

En este momento, nuevas detonaciones estallaban a bordo del Asia.

La tripulación obedeció las órdenes del teniente, y el brick, virando bruscamente a barlovento, se inmovilizó y se puso al pairo con la gavia pequeña.

El capitán, volviéndose entonces hacia los pocos hombres que se habían apiñado en torno a él, gritó:

¡A mí, mis valientes! -y avanzando hacia Martínez, ordenó-: ¡Que se detenga a este oficial!

-¡Muerte al capitán! -respondió Martínez.

Pablo y dos oficiales más empuñaron la espada y las pistolas. Algunos marineros, con Jacopo al frente, se lanzaron en su ayuda; pero, detenidos al instante por los amotinados, fueron desarmados y se vieron en la imposibilidad de actuar.

Los infantes de marina y la tripulación se alinearon a lo largo del barco y avanzaron contra sus oficiales. Los hombres fieles, acorralados contra la toldilla, solo podían hacer una cosa: lanzarse sobre los rebeldes.

El capitán Orteva dirigió el cañón de su pistola contra Martínez.

En ese instante, un cohete se elevó desde el Asia.

-¡Hemos vencido! -gritó Martínez.

El disparo del capitán se perdió en el aire.

La escena no fue larga. El capitán atacó cuerpo a cuerpo al teniente; pero pronto, abrumado por el superior número de enemigos y gravemente herido, se tuvo que someter. Sus oficiales compartían su suerte unos momentos más tarde.

Izaron algunos fanales en las jarcias del brick para avisar a los del Asia. El motín había estallado y triunfado también a bordo del navío de línea.

El teniente Martínez era el amo a bordo de la Constancia y sus prisioneros fueron arrojados en desorden al interior de la cámara del consejo.

Pero, a la vista de la sangre, se habían reavivado los instintos feroces de la tripulación. No era suficiente haber vencido, había también que matar.

-¡Degollémoslos! -gritaban muchos de aquellos locos-. ¡Vamos a matarlos! ¡Los muertos no hablan!

El teniente Martínez, a la cabeza de los amotinados más sanguinarios, se lanzó hacia la cámara del consejo; pero el resto de la tripulación se opuso a la matanza y los oficiales se salvaron.

-¡Traigan al capitán Orteva al puente! -ordenó Martínez.

Se le obedeció.

-Orteva -dijo Martinez-, ahora soy yo quien manda los dos barcos. Don Roque es, como tú, prisionero mío. Mañana los abandonaremos a los dos en una costa desierta; luego dirigiremos nuestra ruta hacia los puertos de México y los barcos serán vendidos al gobierno republicano.

-¡Traidor! -exclamó Orteva.

-¡Relingen las velas bajas! ¡Aten a este hombre en la toldilla! -dijo, señalando al capitán.

Se le obedeció.

-¡Los demás, al fondo de la cala! ¡Listos para virar por avante! ¡Orcen! ¡Adelante, camaradas!

La maniobra fue prontamente ejecutada. El capitán Orteva se encontró desde entonces a sotavento del navío, tapado por la cangreja, y todavía se le oía llamar a su teniente «infame» y «traidor».

Martínez, fuera de sí, se lanzó sobre la toldilla con un hacha en la mano. Le impidieron llegar junto al capitán; pero, de un fuerte hachazo, consiguió cortar las escotas de la cangreja. La botavara, violentamente arrastrada por el viento, golpeó al capitán y le destrozó el cráneo.

Un grito de horror se elevó desde el brick.

-¡Ha sido un accidente! -exclamó Martínez-. ¡Arrojen el cadáver al mar!

Y se le obedeció de nuevo.

Los dos navíos reemprendieron su ruta a toda vela hacia las costas mexicanas.

Al día siguiente avistaron un islote a estribor. Se lanzaron los botes del Asia y la Constancia y los oficiales, con excepción del aspirante Pablo y del contramaestre Jacopo, que se habían pasado al bando del teniente Martínez, fueron abandonados en la desierta costa. Pero, por suerte, algunos días más tarde fueron recogidos por un ballenero inglés que los llevó a Manila.

Unas semanas después los dos barcos fondeaban en la bahía de Monterrey, al norte de la antigua California. Martínez dio cuenta de sus intenciones al comandante militar del puerto. Le ofrecía entregar a México, que carecía de marina de guerra, los dos navíos españoles con sus municiones y su armamento, así como poner sus tripulaciones a disposición de la Confederación mexicana. En contrapartida, esta debía pagarles todo lo que se les adeudaba desde su partida de España.

A estas propuestas, el gobernador respondió declarando que carecía de las atribuciones suficientes para pactar. Así, pues, animó a Martínez a dirigirse a México, donde podría fácilmente concluir él mismo este asunto. El teniente siguió su consejo, y, dejando al Asia en Monterrey, después de un mes de holganza se hizo a la mar con la Constancia. Pablo, Jacopo y José formaban parte de la tripulación, y el brick, a toda vela con viento a favor se dirigió a toda marcha hacia Acapulco.


II

De Acapulco a Cigualán

De los cuatro puertos mexicanos en el océano Pacífico, San Blas, Zacatula, Tehuantepec y Acapulco, este último es el que ofrece más recursos a los navíos. La ciudad es malsana y está mal construida, ciertamente, pero la rada es segura y podría contener cien barcos con facilidad. Altos acantilados protegen las embarcaciones por todas partes y forman una dársena tan apacible, que un extranjero que llegara desde tierra creería ver un lago encerrado en un círculo de montañas.

En esta época, Acapulco estaba protegido por tres bastiones que la flanqueaban por la derecha, mientras que la bocana del puerto estaba defendida por una batería de siete cañones que podía, si era preciso, cruzar sus fuegos en ángulo recto con los del fuerte de San Diego. Este último, provisto de treinta piezas de artillería, dominaba toda la rada y podía hundir, con toda certeza, cualquier navío que intentara forzar la entrada del puerto.

La ciudad no tenía, pues, nada que temer; no obstante, tres meses después de los acontecimientos arriba descritos, fue sobrecogida por un pánico general.

En efecto, se había indicado la presencia de un navío en alta mar. Sumamente inquietos por las intenciones de la embarcación sospechosa, los habitantes de Acapulco se sentían poco seguros. La causa era que la nueva Confederación aún temía, y no sin razón, la vuelta de la dominación española; porque, a pesar de los tratados de comercio firmados con Gran Bretaña y por más que hubiera llegado ya de Londres un embajador que había reconocido a la nueva República, el gobierno mexicano no tenía ni un solo navío que protegiera sus costas.

Quien quiera que fuese, el barco no podría pertenecer más que a un osado aventurero, y los vientos del nordeste que tan furiosamente soplan en estos parajes desde el equinoccio de otoño a la primavera, iban a someter a dura prueba sus relingas. Por eso los habitantes de Acapulco no sabían qué pensar, y se preparaban, por si acaso, a rechazar un desembarco extranjero, cuando el tan temido navío ¡desplegó en lo alto del mástil la bandera de la independencia mexicana!

Llegado casi al alcance de los cañones del puerto, la Constancia, cuyo nombre se podía distinguir claramente en el espejo de popa, fondeó repentinamente. Se plegaron las velas en las vergas y desabordó una chalupa que poco después atracaba en el muelle.

Tan pronto como desembarcó, el teniente Martínez se dirigió a la casa del gobernador y le puso al corriente de las circunstancias que hasta él le traían. Este aprobó la determinación del teniente de dirigirse a México para obtener del general Guadalupe Victoria, presidente de la Confederación, la ratificación del trato. Apenas fue conocida esta noticia en la ciudad, estallaron los transportes de alegría. Toda la población acudió a admirar el primer navío de la marina mexicana, y vio en su posesión, junto con una prueba de la indisciplina española, el medio de oponerse más radicalmente aún a cualquier nueva tentativa de sus antiguos dueños.

Martínez regresó a bordo. Algunas horas después el brick Constancia fue amarrado en el puerto y su tripulación albergada por los habitantes de Acapulco.

Solo que, cuando Martínez pasó lista a sus hombres, Pablo y Jacopo habían desaparecido. Entre todos los países del globo, México se caracteriza por la extensión y la altura de su meseta central. La cadena de las cordilleras, que recibe el nombre de Andes en su totalidad, atraviesa toda la América meridional, surca Guatemala y, a su entrada en México se divide en dos ramas que accidentan paralelamente las dos costas del territorio.

Ahora bien, estas dos ramas no son más que las vertientes de la inmensa meseta de Anahuac, situada a dos mil quinientos metros sobre el nivel de los mares vecinos. Esta sucesión de llanuras, mucho más extensas y no menos monótonas que las de Perú y Nueva Granada, ocupa las tres quintas partes del país. La cordillera, al penetrar en la antigua intendencia de México, toma el nombre de Sierra Madre y, a la altura de las ciudades de San Miguel y Guanajuato, se divide en tres ramas y va perdiéndose hacia los cincuenta y siete grados de latitud norte.

Entre el puerto de Acapulco y México, que distan entre sí ochenta leguas, los movimientos del terreno son menos bruscos y los declives menos abruptos que entre México y Veracruz. Después de haber hollado el granito que aflora en las estribaciones cercanas al gran Océano, material en el que está tallado el puerto de Acapulco, el viajero no encuentra más que ese tipo de rocas porfíricas de las que la industria extrae yeso, basalto, caliza, estaño, cobre, hierro, plata y oro. Pero la ruta de Acapulco a México ofrecía panoramas y singulares sistemas de vegetación que no siempre eran notados por los dos jinetes que cabalgaban uno junto al otro algunos días después de que el brick Constancia llegara al fondeadero.

Eran Martínez y José. El gaviero conocía perfectamente el camino. ¡Había recorrido tantas veces las montañas del Anahuac! Por eso rehusó los servicios del guía indio que les habían propuesto, y, cabalgando en dos excelentes caballos, los dos aventureros se dirigieron rápidamente hacia la capital mexicana.

Después de dos horas de un rápido galope que no les había permitido hablar, los jinetes se detuvieron.

-¡Al paso, mi teniente, al paso! -exclamó sofocado José-. ¡Santa María! ¡Preferiría cabalgar durante dos horas en el sobrejuanete durante una ráfaga de noroeste!

-¡Démonos prisa! -respondió Martínez-. ¿Tú conoces bien el camino, José? ¿Lo conoces bien de veras?

-Tan bien como tú la ruta de Cádiz a Veracruz; y, además, no nos retrasarán ni las tempestades del golfo, ni las barras de Taspán o de Santander. Así que, ¡al paso!

-¡No, al contrario, más deprisa! -replicó Martínez, espoleando su caballo-. Temo la desaparición de Pablo y Jacopo. ¿Pretenderán aprovecharse ellos solos del trato y robarnos nuestra parte?

-¡Por Santiago! ¡No faltaría más que eso: robar a buenos ladrones, como nosotros! -respondió cínicamente el gaviero.

-¿Cuántos días de marcha tendremos antes de llegar a México?

-Cuatro o cinco, mi teniente. ¡Un paseo! Pero vayamos al paso. ¿No se da cuenta de que el terreno sube a ojos vista?

En efecto, las primeras ondulaciones de las montañas se hacían notar en la amplia llanura.

-Nuestros caballos no están herrados -añadió el gaviero, deteniéndose- y sus pezuñas se desgastan con rapidez en estas rocas de granito. Pero bueno, no hablemos mal de este suelo. ¡Hay oro debajo de él y, por más que nosotros caminemos encima, mi teniente, eso no quiere decir que lo despreciemos!

Los dos viajeros habían llegado a una pequeña eminencia, sombreada profusamente por palmeras de abanico, nopales y salvias mexicanas. A sus pies se extendía una vasta llanura cultivada y toda la exuberante vegetación de las tierras cálidas se ofrecía a sus ojos. A su izquierda, un bosque de caobas limitaba el paisaje. Elegantes pimenteros balanceaban sus flexibles ramas bajo las brisas ardientes del Pacífico. Los campos de caña de azúcar erizaban la campiña. Magníficos algodonales agitaban sin ruido sus penachos de seda gris. Por todos lados crecían el convólvulo o jalapa medicinal y el ají, junto a las plantas de índigo y de cacao, el palo de campeche y el guayaco. Todos los variados productos de la flora tropical, dalias, mentzeliás y heliótropos, irisaban con sus colores esta tierra maravillosa que es la más fértil de la intendencia mexicana.

Ciertamente toda esta naturaleza tan bella parecía animarse bajo los ardiente rayos que el sol lanzaba a raudales; pero también, con este calor ardiente, sus desgraciados habitantes se debatían bajo los zarpazos de la fiebre amarilla. Por eso los campos, inanimados y desiertos, permanecían sin movimiento y sin ruido.

-¿Cómo se llama ese cono que se eleva ante nosotros en el horizonte? -preguntó Martínez a José.

-Es la colina de la Brea, apenas más elevada que el resto de la llanura -respondió desdeñosamente el gaviero.

Esta colina era la primera altura importante de la inmensa cadena de las cordilleras.

-Apretemos el paso -dijo Martínez, predicando con el ejemplo-. Nuestros caballos proceden de las haciendas del México septentrional y se han acostumbrado a las desigualdades del terreno en sus correrías por las sabanas. Aprovechemos la pendiente favorable del camino y salgamos de estas soledades que no parecen hechas para alegrarnos.

-¿Acaso tendrá remordimientos el teniente Martínez? -preguntó José, encogiéndose de hombros.

-¿Remordimientos…? ¡No…!

Martínez volvió a guardar un mutismo absoluto, y ambos marcharon al trote rápido de sus monturas.

Llegaron a la colina de la Brea, que franquearon por senderos abruptos, a lo largo de precipicios que aún no eran los insondables abismos de Sierra Madre. Después, una vez recorrida la vertiente opuesta, los dos jinetes se detuvieron para dar un descanso a los caballos.

El sol ya estaba a punto de desaparecer por el horizonte cuando Martínez y su compañero llegaron al pueblo de Cigualán. La aldea estaba formada por algunas chozas habitadas por indios pobres, de esos a los que se denomina mansos, es decir, agricultores. Los indígenas sedentarios son, en general, muy perezosos porque no tienen más que tomar las riquezas que les prodiga una tierra tan fecunda. Su holgazanería también les distingue claramente de los indios empujados a las mesetas superiores, a los que la necesidad ha vuelto industriosos, así como de los nómadas del Norte, que, como viven de la depredación y las rapiñas, no tienen nunca morada fija.

Los españoles no obtuvieron muy buen recibimiento en el pueblo. Reconociéndoles como a sus antiguos opresores, los indios se mostraron poco dispuestos a serles útiles.

Por otra parte, otros dos viajeros acababan de atravesar la aldea antes que ellos y habían acabado con la poca comida disponible.

El teniente y el gaviero no tomaron en cuenta esta circunstancia, que, por otra parte, no tenía nada de extraordinaria.

Martínez y José se protegieron, pues, bajo una especie de enramada y se prepararon para cenar una cabeza de carnero. Excavaron un agujero en el suelo y, después de haberlo llenado de leña y de piedras adecuadas para conservar el calor, esperaron a que se consumieran las materias combustibles; luego depositaron sobre las cenizas calientes, sin más preparación, la carne, cubierta con hojas aromáticas, y recubrieron todo herméticamente con ramas y tierra amontonada. Al cabo de un rato su cena estaba a punto, y la devoraron como hombres a los que un largo camino ha azuzado el apetito. Cuando acabaron su comida, se echaron en el suelo con el puñal en la mano. Después, sobreponiéndose su fatiga a la dureza del suelo y a las constantes picaduras de los mosquitos, no tardaron en dormirse.

Pero Martínez, en su agitado sueño, repitió varias veces los nombres de Jacopo y de Pablo, cuya desaparición le preocupaba sin cesar.


III

De Cigualán a Tasco

Al día siguiente los caballos estaban ensillados y embridados antes de la salida del sol. Los viajeros, cabalgando por senderos apenas marcados que serpenteaban ante ellos, se internaron hacia el este atajando al sol. Su viaje parecía auspiciarse favorablemente. Si no hubiera sido por la actitud taciturna del teniente, que contrastaba con el buen humor del gaviero, se les habría tomado por las personas más honradas de la tierra. El terreno ascendía cada vez más. La inmensa meseta de Chilpanzingo, en la que reina el mejor clima de México, no tardó en extenderse hasta los confines del horizonte. Esta región, perteneciente a la zona templada, está situada a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, y no experimenta ni los calores de las tierras bajas ni los fríos de las zonas elevadas. Pero, dejando este oasis a su derecha, los dos españoles llegaron a la aldea de San Pedro y, luego de tres horas de descanso, reemprendieron su ruta dirigiéndose al pequeño pueblo de Tutela del Río.

-¿Dónde vamos a pernoctar? -preguntó Martínez.

-En Tasco -respondió José-. Una gran ciudad, comparada con estas aldeillas, mi teniente.

-¿Hay alguna buena posada?

-Sí, y en un buen clima, bajo un hermoso cielo, en Tasco el sol calienta menos que al borde del mar. De esa forma, apenas sin enterarse a medida que se va subiendo, llega uno gradualmente a helarse en las cimas del Popocatepetl.

-¿Cuándo atravesaremos las montañas, José?

-Pasado mañana al atardecer, mi teniente. Desde las cumbres podremos vislumbrar, muy lejos, eso sí, el término de nuestro viaje. ¡México es, realmente, una ciudad de oro! ¿Sabe usted en lo que estoy pensando, mi teniente?

Martínez no respondió.

-Me pregunto qué habrá sido de los oficiales del brick y del navío que abandonamos en aquel islote.

Martínez se estremeció.

-¡No lo sé…! -respondió sordamente.

-Me gusta pensar -continuó José- que todos esos altaneros personajes se han muerto de hambre. Por otra parte, cuando los desembarcamos algunos cayeron al mar, y por esos parajes hay una especie de tiburón, la tintorera, que no perdona. ¡Virgen Santa! ¡Si el capitán Orteva levantara la cabeza, ya podríamos irnos ocultando en el vientre de una ballena! Pero, por fortuna, su cabeza estaba a la altura de la botavara cuando las escotas se rompieron tan oportunamente…

-¡Cállate de una vez!

El marinero puso punto en boca.

«¡A buenas horas le entran los escrúpulos!», pensó José.

Luego, en voz alta, recomenzó:

-Cuando regresemos me quedaré a vivir en este hermoso país de México. ¡Se hacen las singladuras entre piñas y bananas y se encalla en arrecifes de oro y de plata!

-¿Por eso te decidiste a hacer traición? -preguntó Martínez.

-¿Por qué no, mi teniente? ¡Asunto de piastras!

-¡Ah…! -exclamó Martínez con desagrado.

-¿Y usted? -preguntó José.

-¿Yo? ¡Por cuestiones de jerarquía! ¡El teniente pretendía, ante todo, vengarse del capitán!

-¡Ah…! -exclamó José, despreciativo.

Los dos eran tal para cual, fuesen cuales fueran sus móviles.

-¡Calla…! -murmuró Martínez, deteniéndose con brusquedad-. ¿Ves algo por aquel lado?

José se irguió sobre los estribos.

-No hay nadie -respondió.

-¡He visto desaparecer rápidamente a un hombre! -dijo Martínez.

-¡Imaginaciones!

-¡Lo he visto! -repitió Martínez, impaciente.

-¡Pues bien, explore, si ese es su gusto…!

Y José continuó su camino. Martínez avanzó solo hacia un matorral de ese tipo de mangles cuyas ramas, al tocar el suelo, echan raíces y forman malezas impenetrables. El teniente echó pie a tierra. La soledad era completa.

De pronto, observó una especie de espiral que se removía en la sombra. Era una serpiente de pequeño tamaño, con la cabeza aplastada por una piedra, y que retorcía aún la parte posterior de su cuerpo como si estuviese galvanizada.

-¡Había alguien aquí! -murmuró el teniente.

Martínez, supersticioso y con remordimientos, miró hacia todas partes. Empezó a temblar.

-¿Quién sería…? -susurró.

-¿Qué pasa? -preguntó José, que se había reunido con su compañero.

-¡Nada, nada! -respondió Martínez-. ¡Vámonos!

Los viajeros bordearon a continuación las riberas del Mexala, pequeño afluente del río Balsas, cuyo curso también remontaron. Pronto, algunas humaredas delataron la presencia de indígenas, y el pequeño pueblo de Tutela del Río apareció ante sus ojos.

Pero los españoles, que tenían prisa por llegar a Tasco antes de anochecer, dejaron el pueblo luego de unos momentos de reposo. El camino se hacía más abrupto. Sus monturas tenían que ir casi siempre al paso. Aquí y allá, pequeños olivares empezaron a aparecer en las laderas de las montañas. Tanto en el terreno como en la temperatura y la vegetación se manifestaban notables diferencias. No tardó en caer la noche. Martínez seguía a pocos pasos a su guía. Este se orientaba con trabajo en medio de las espesas tinieblas, buscando los senderos practicables, renegando unas veces contra un tronco que le hacía tropezar, otras contra una rama que le azotaba la cara y amenazaba con apagar el excelente habano que fumaba.

El teniente dejaba que su caballo siguiera al de su compañero. Vagos remordimientos le acometían, sin advertir que era presa de una obsesión. La noche había caído por completo. Los viajeros apretaron el paso. Atravesaron sin detenerse las aldeas de Contepec y de Iguala, y llegaron al fin a Tasco.

José tenía razón. Era una gran ciudad después de las insignificantes aldeas que habían atravesado. Una especie de posada se abría en la calle principal. Tras dejar sus caballos a un mozo de cuadra, entraron en la sala del establecimiento, en la que aparecía una larga y estrecha mesa completamente servida. Los españoles se sentaron uno frente al otro y comenzaron a hacer los honores a una comida que sería sin duda suculenta para paladares indígenas, pero que solo el hambre podía hacer soportable a paladares europeos.

Se trataba de pedazos de pollo que nadaban en una salsa de chile verde, porciones de arroz sazonadas con ajíes y azafrán, gallinas viejas rellenas con aceitunas, pasas, cacahuetes y cebollas; calabacines en dulce, garbanzos y ensaladas, acompañado todo por tortillas, una especie de tortas de maíz cocinadas en una placa de hierro. Tras la comida les sirvieron de beber. De todas formas, si no el paladar, el hambre fue satisfecha, y la fatiga no tardó en hacer dormir a Martínez y a José hasta una hora avanzada de la mañana.


IV

De Tasco a Cuernavaca

El teniente fue el primero en despertar.

-¡José! ¡En marcha!

El gaviero se desperezó.

-¿Qué camino vamos a tomar? -preguntó Martínez.

-¡Son dos los que conozco, mi teniente!

-¿Cuáles?

-Uno pasa por Zacualicán, Tenancingo y Toluca. De Toluca a México el camino es bueno porque se ha dejado ya atrás la Sierra Madre.

-¿Y el otro?

-El otro nos desvía un poco hacia el este, pero también llegamos a unas buenas montañas, el Popocatepetl y el Icctacihuatl. Se trata de la ruta más segura porque es la menos frecuentada. ¡Un buen paseo de quince leguas por una inclinada pendiente!

-¡Sea! ¡Tomemos el camino más largo, y adelante! -dijo Martínez-. ¿Dónde pasaremos la noche?

-Pues, caminando a doce nudos, en Cuernavaca -respondió el gaviero.

Los dos españoles se dirigieron a la cuadra, mandaron ensillar sus caballos y llenaron sus mochilas, una especie de bolsas que forman parte de los arneses, de tortas de maíz, granadas y tasajo, porque en las montañas corrían el riesgo de no encontrar comida suficiente. Después de pagar las provisiones, cabalgaron sobre sus animales y se dirigieron hacia su derecha.

Por primera vez descubrieron una encina, árbol de buen agüero, ante el cual se detienen las emanaciones malsanas de las mesetas inferiores. En estas llanuras, situadas a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, las plantas introducidas después de la conquista se mezclan con la vegetación indígena. Los trigales se extienden por este fértil oasis, en el que crecen todos los cereales europeos. Los árboles de Asia y de España entremezclaban sus follajes. Las flores de Oriente esmaltaban los tapices de verdura, junto a las violetas, los acianos, la verbena y las margaritas propias de la zona templada. Algunos retorcidos arbustos resinosos accidentaban el paisaje, y el olfato se embalsamaba con los dulces aromas de la vainilla, protegida por la sombra de los amyris y los liquidámbares. Los viajeros se sentían a gusto bajo una temperatura media de veinte o veintidós grados, común a las zonas de Xalapa y Chilpanzingo a las que se ha incluido bajo la denominación de tierras templadas.

No obstante, Martínez y su compañero ascendían cada vez más por la meseta de Anahuac, y franqueaban las inmensas barreras que forman la llanura de México.

-¡Bien! -dijo José-. He aquí el primero de los tres torrentes que debemos atravesar.

En efecto, un arroyo profundamente encajonado cortaba el paso a los viajeros.

-En mi último viaje este torrente estaba seco -dijo José-. Sígame, mi teniente.

Ambos descendieron por una pendiente bastante suave tallada en la roca viva, y llegaron a un vado que era fácilmente practicable.

-¡Ya va uno! -exclamó José.

-¿Los otros son igualmente franqueables? -preguntó el teniente.

-Igual -respondió José-. Cuando la estación de las lluvias los hace crecer, estos torrentes desembocan en el riachuelo de Ixtoluca, que nos encontraremos al llegar a las tierras altas.

-¿No hay motivos de temor en estas soledades?

-Ninguno, a no ser el puñal mexicano.

-Es cierto -dijo Martínez-. Estos indios de las tierras altas han permanecido fieles por tradición al cuchillo.

-¡Por eso -dijo riendo el gaviero – tienen tantos nombres para designar su arma favorita! Estoque, verdugo, puna, cuchillo, beldoque, navaja… ¡El nombre les viene a la boca tan deprisa como el cuchillo a la mano! ¡Tanto mejor! De esa forma no tendremos que temer las invisibles balas de las largas carabinas. ¡No conozco nada tan vergonzoso como no saber siquiera quién es el bribón que te despacha!

-¿Qué indios habitan estas montanas? -preguntó Martínez.

-¡Imagínese, mi teniente! ¿Quién puede contar las diferentes razas que se multiplican en México? ¡Escuche qué cantidad de cruces he estudiado con la intención de contraer un matrimonio ventajoso algún día! Están los mestizos, nacidos de español y de india; el cuarterón, nacido de una mestiza y un español; el mulato, nacido de una española y un negro; el monisque, nacido de una mulata y de un español; el albino, nacido de una monisque y de un español; el tornatrás, nacido de un albino y de una española; el tinticlaro, nacido de un tornatrás y de una española; el lobo, nacido de una india y un negro; el caribujo, nacido de una india y un lobo; el barcino, nacido de un coyote y de una mulata; el grifo, nacido de una negra y un lobo; el albarazado, nacido de un coyete y de una india; el chanizo, nacido de una mestiza y un indio; el mechino, nacido de una loba y un coyote…

José tenía razón, y la muy problemática pureza de las razas por estos lugares hace que los estudios antropológicos sean muy inseguros. Pero, a despecho de las eruditas conversaciones del gaviero, Martínez caía sin cesar en su taciturnidad primera. Incluso se apartaba con gusto de su compañero, cuya compañía parecía molestarle.

Otros dos torrentes cortaron, poco después, la ruta. El teniente se desanimó un poco al ver los lechos secos, porque pensaba dar de beber a su caballo.

-¡Henos aquí como en calma chica, sin víveres ni agua, mi teniente! -dijo José-. ¡Bah! ¡Sígame! Busquemos entre estas encinas y estos olmos un árbol que se llama ahuehuetl, que sustituye con ventaja los manojos de paja de la muestra de las posadas. Bajo su sombra se encuentra siempre algún manantial, y, aunque solo sea agua, ciertamente le aseguro que el agua es el vino del desierto.

Los jinetes dieron la vuelta al macizo y pronto encontraron el árbol en cuestión. Pero el manantial había sido cegado, y se veía, incluso, que hacía poco de esto.

-¡Es extraño! -dijo José.

-¡Algo más que extraño! -exclamó Martínez, palideciendo-. ¡Adelante, adelante!

Los viajeros no intercambiaron ni una palabra hasta la aldea de Cacahuimilchán. Allí aligeraron un poco sus mochilas. Después se encaminaron hacia Cuernavaca, dirigiéndose hacia el este.

El paisaje se presentó entonces bajo un aspecto extremadamente abrupto, haciendo presentir los picos gigantescos cuyas cimas basálticas detienen las nubes procedentes del Pacífico. A la vuelta de un ancho roquedo apareció el fuerte de Cochicalcho, edificado por los antiguos mexicanos, y cuya planta tiene nueve mil metros cuadrados. Los viajeros se dirigieron hacia el inmenso cono que forma la base y que coronan rocas oscilantes e impresionantes ruinas.

Después de haber echado pie a tierra y atado sus caballos al tronco de un olmo, Martínez y José, deseosos de verificar la dirección del camino, treparon hasta la cima del cono aprovechando las asperezas del terreno.

La noche caía, revistiendo a los objetos de contornos imprecisos y prestándoles formas fantásticas. El viejo fuerte se parecía bastante a un bisonte acurrucado con la cabeza inmóvil, y la mirada inquieta de Martínez creía ver sombras que se agitaban sobre el cuerpo del monstruoso animal. No obstante se calló, para no dar pie a las burlas del incrédulo José. Este se aventuraba con lentitud a través de los senderos de la montaña y, cuando desaparecía tras alguna depresión del terreno, su compañero se guiaba por el sonido de sus «¡por Santiago!» o «¡voto a sanes!»

De pronto, un enorme pájaro nocturno, lanzando un ronco graznido, se elevó pesadamente con sus grandes alas.

Martínez se quedó parado.

Un enorme trozo de roca oscilaba visiblemente sobre su base, treinta pies por encima de él. De repente, el bloque se desprendió y, aplastando todo a su paso con la rapidez y el ruido del rayo, se precipitó en el abismo.

-¡Virgen Santa! -gritó el gaviero-. ¡Eh, mi teniente!

-¡José!

-¡Venga por aquí!

Los dos españoles se reunieron.

-¡Vaya avalancha! Bajemos -dijo el gaviero.

Martínez le siguió sin decir palabra y ambos llegaron en seguida a la meseta inferior.

En esta un ancho surco señalaba el paso de la roca.

-¡Virgen Santa! -gritó José-. ¡Nuestros caballos han desaparecido, aplastados, muertos!

-¿Es posible? -exclamó Martínez.

-¡Mire!

El árbol al que habían atado los dos animales había sido, en efecto, arrastrado junto con ellos.

-¡Si hubiéramos estado encima…! -exclamó filosóficamente el gaviero.

Martínez era presa de un violento sentimiento de terror.

-¡La serpiente, la fuente, la avalancha! -murmuraba.

De pronto, con los ojos extraviados, se lanzó sobre José.

-¿No acabas de hablar del capitán Orteva? -gritó, con los labios contraídos por la cólera.

José retrocedió.

-¡Ah! ¡Nada de desvaríos, mi teniente! ¡Un responso por nuestros caballos, y en marcha! No es bueno permanecer aquí si la vieja montaña sacude su melena.

Los dos españoles echaron a andar por el camino sin decir palabra y, a mitad de la noche, llegaron a Cuernavaca; pero allí les fue imposible procurarse caballos, y al día siguiente tuvieron que emprender a pie el camino hacia la montaña de Popocatepetl.


V

De Cuernavaca al Popocatepetl

La temperatura era fría y la vegetación escasa. Estas alturas inaccesibles pertenecen a las zonas glaciales, llamadas las «tierras frías» Los abetos de las regiones brumosas mostraban ya sus secas siluetas entre las ultimas encinas de estos climas elevados, y las fuentes se hacían cada vez más raras en terrenos que están compuestos en su mayor parte de traquitas resquebrajadas y de amigdaloides porosas.

Desde hacía ya seis horas largas el teniente y su compañero se arrastraban penosamente, hiriéndose las manos en las vivas aristas de las rocas y los pies en los agudos guijarros del camino. Pronto, la fatiga les obligó a sentarse. José se ocupó de preparar algún alimento.

-¡Condenada idea, no haber tomado el camino ordinario! -murmuraba.

Ambos esperaban encontrar en Aracopistla, aldea totalmente perdida entre las montañas, algún medio de transporte para finalizar su viaje; pero ¡cuál no sería su decepción al encontrarse con lo mismo que en Cuernavaca, la misma inexistencia de todo lo necesario y la misma falta de hospitalidad! Y, sin embargo, había que llegar.

Ante ellos se erguía entonces el inmenso cono del Popocatepetl, de una altitud tal que las miradas se perdían entre las nubes intentando encontrar la cima de la montaña. El camino era de una aridez desesperante. Por todas partes se abrían insondables precipicios entre los salientes del terreno, y los vertiginosos senderos parecían oscilar bajo los pasos de los caminantes. Para avistar bien el camino tuvieron que escalar una parte de esta montaña de cinco mil cuatrocientos metros a la que los indios llamaban «La roca humeante» y que muestra aún la huella de recientes explosiones volcánicas. Sombrías grietas serpenteaban entre sus abruptas laderas. Desde el último viaje del gaviero José, nuevos cataclismos habían trastornado estos desiertos que ya no conseguía reconocer. De esa forma se perdía por senderos impracticables deteniéndose a veces con el oído atento, porque sordos rumores se dejaban oír aquí y allá a través de las quebraduras del enorme cono.

El sol declinaba ya a ojos vistas. Enormes nubes, aplastadas contra el cielo, oscurecían aún más la atmósfera. Amenazaban la lluvia y la tormenta, fenómenos frecuentes en estas comarcas en las que la elevación del terreno acelera la evaporación del agua. Toda especie de vegetación había desaparecido en estos roquedales cuya cima se pierde bajo las nieves eternas.

-¡No puedo más! -dijo por fin José, desplomándose de fatiga.

-¡Sigamos andando! -respondió el teniente Martínez con febril impaciencia.

Algunos truenos resonaron al momento en las grietas del Popocatepetl.

-¡Que el diablo me lleve si consigo orientarme entre estos senderos perdidos! -exclamó José.

-¡Levántate y sigamos! -respondió bruscamente Martínez, obligando a José a seguir caminando dando traspiés.

-¡Y ni un ser humano que nos guíe! -murmuraba el gaviero.

-¡Mejor! -dijo el teniente.

-¿Acaso no sabe que, cada año, se cometen un millar de asesinatos en México y que sus alrededores no son seguros?

-¡Mejor! -replicó Martínez.

Gruesas gotas de lluvia brillaban en las aristas de las rocas, iluminadas por los últimos resplandores del cielo.

-¿Qué es lo que veremos cuando consigamos atravesar las montañas que nos rodean? -preguntó el teniente.

-México a la izquierda y Puebla a la derecha, ¡si es que podemos ver algo! -respondió José-. Pero no distinguiremos nada. Está demasiado oscuro… Tendremos ante nosotros la montaña de Icctacihuatl y, por la hondonada, el camino seguro. Pero, ¡por Satanás!, no creo que lleguemos.

-¡Sigamos!

José estaba en lo cierto. La meseta de México está encerrada entre un inmenso circo de montañas. Es una inmensa cuenca oval de dieciocho leguas de largo, doce de ancho y sesenta y siete de perímetro, rodeada de altos salientes, entre los que se distinguen, al sudoeste, el Popocatepetl y el Icctacihuatl. Una vez llegado a la cima de estas barreras, el viajero ya no experimenta ninguna dificultad para descender por la meseta de Anahuac y la ruta, que se prolonga hacia el norte, es agradable hasta México. Entre las amplias avenidas de olmos y de álamos se admiran los cipreses plantados por los reyes de la dinastía azteca, así como los schinns, parecidos a los sauces llorones de Occidente. Por todas partes los campos labrados y los jardines en flor muestran sus cosechas, mientras que manzanos, granados y cerezos respiran a gusto bajo este cielo azul profundo que determina el aire seco y enrarecido de las alturas terráqueas.

Los estallidos del trueno se repetían entonces con extrema violencia en la montaña. La lluvia y el viento, que cesaban a ratos, tornaban más sonoros los ecos.

José maldecía a cada paso. El teniente Martínez, pálido y silencioso, miraba hostilmente a su compañero que se erguía ante él como un cómplice a quien hubiera querido hacer desaparecer.

De pronto, un relámpago iluminó la oscuridad. ¡El gaviero y el teniente estaban al borde de un abismo! Martínez se acercó de un salto a José. Le puso la mano sobre el hombro y, después de los últimos fragores del trueno, le dijo:

-¡José…! ¡Tengo miedo…!

-¿Miedo de la tormenta?

-No temo a la tempestad del cielo, José, sino la tormenta que se ha desencadenado dentro de mí…

-¡Ah! ¡Usted piensa todavía en el capitán Orteva…! ¡Vamos, mi teniente, me hace reír! -respondió José, que no se atrevía a reírse porque Martínez lo miraba con ojos extraviados.

Un trueno formidable resonó.

-¡Calla, José, calla! -exclamó Martínez, que no parecía dueño de sí mismo.

-¡Pues sí que ha elegido una buena noche para sermonearme! -replicó el gaviero – ¡Si tiene miedo, mi teniente, tápese los ojos y los oídos!

-¡Mira…! -gritó Martínez-. ¡Me parece…! ¡Veo al capitán… al señor Orteva… su cabeza rota…! ¡Allí…! ¡Allí…!

Una sombra negra, iluminada por un relámpago blanquecino, se irguió a veinte pasos del teniente y su compañero.

En el mismo instante, José vio a Martínez a su lado, pálido, siniestro, descompuesto, con el brazo armado de un puñal.

-¿Qué le sucede? ¿Qué…?

Un relámpago los envolvió a los dos.

-¡Socorro! -gritó José.

No quedó más que un cadáver en aquel lugar. Como un nuevo Caín, Martínez huía en medio de la tempestad con su arma ensangrentada en la mano.

Algunos instantes después, dos hombres se inclinaban sobre el cadáver del gaviero, murmurando:

-¡Uno menos!

Martínez erraba como un loco a través de las sombrías soledades. Corría con la cabeza descubierta bajo la lluvia que caía a torrentes.

-¡Socorro! ¡Socorro! -gritaba, tropezando contra las rocas que se deslizaban a sus pies.

De pronto se dejó oír un gorgoteo profundo. Martínez miró y escuchó el estrépito de un torrente.

Era el pequeño río Ixtoluca, que se precipitaba a quinientos pies por debajo de donde se encontraba.

A pocos pasos, sobre el torrente mismo, colgaba un puente formado por cuerdas de pita. Sujeto en ambas orillas por algunos postes hundidos en la roca, el puente oscilaba con el viento como si fuera un hilo tendido en el espacio.

Martínez, agarrándose a las lianas, avanzó arrastrándose por el puente. A fuerza de energía consiguió llegar a la orilla opuesta…

Allí, una sombra se irguió ante él.

Martínez retrocedió sin decir palabra y se aproximó a la orilla que acababa de dejar.

Allí, también, otra forma humana apareció ante él.

Martínez regresó de rodillas hasta la mitad del puente, con las manos crispadas por la desesperación.

-¡Martínez! ¡Soy Pablo! -gritó una voz.

-¡Martínez! ¡Soy Jacopo! -exclamó otra.

-¡Eres un traidor…! ¡Y vas a morir…!

-¡Eres un traidor…! ¡Y vas a morir…!

Sonaron dos golpes secos. Los pilares que sujetaban los dos extremos del puente cayeron bajo el hacha…

Se oyó un terrible aullido y Martínez, con los brazos extendidos, se precipitó en el abismo.

A una legua de allí, el aspirante y el contramaestre se reunieron, después de haber vadeado el río Ixtoluca.

-¡He vengado al capitán! -dijo Jacopo.

-¡Y yo -respondió Pablo- he vengado a España!

Así nació la marina de la Confederación Mexicana. Los dos barcos españoles, entregados por los traidores, quedaron en propiedad de la nueva república y constituyeron el núcleo de la pequeña flota que antaño disputaba las tierras de Texas y California a los navíos de los Estados Unidos de América.

Un drama en los aires – Julio Verne

En el mes de septiembre de 185…, llegué a Francfort. Mi paso por las principales ciudades de Alemania se había distinguido esplendorosamente por varias ascensiones aerostáticas; pero hasta aquel día ningún habitante de la confederación me había acompañado en mi barquilla, y las hermosas experiencias hechas en París por los señores Green, Eugene Godard y Poitevin no habían logrado decidir todavía a los serios alemanes a ensayar las rutas aéreas.

Sin embargo, apenas se hubo difundido en Francfort la noticia de mi próxima ascensión, tres notables solicitaron el favor de partir conmigo. Dos días después debíamos elevarnos desde la plaza de la Comedia. Me ocupé, por tanto, de preparar inmediatamente mi globo. Era de seda preparada con gutapercha, sustancia inatacable por los ácidos y por los gases, pues es de una impermeabilidad absoluta; su volumen -tres mil metros cúbicos-le permitía elevarse a las mayores alturas.

El día señalado para la ascensión era el de la gran feria de septiembre, que tanta gente lleva a Francfort. El gas de alumbrado, de calidad perfecta y de gran fuerza ascensional, me había sido proporcionado en condiciones excelentes, y hacia las once de la mañana el globo estaba lleno hasta sus tres cuartas partes. Esto era una precaución indispensable porque, a medida que uno se eleva, las capas atmosféricas disminuyen de densidad, y el fluido, encerrado bajo las cintas del aerostato, al adquirir mayor elasticidad podría hacer estallar sus paredes. Mis cálculos me habían proporcionado exactamente la cantidad de gas necesario para cargar con mis compañeros y conmigo.

Debíamos partir a las doce. Constituía un paisaje magnífico el espectáculo de aquella multitud impaciente que se apiñaba alrededor del recinto reservado, inundaba la plaza entera, se desbordaba por las calles circundantes y tapizaba las casas de la plaza desde la primera planta hasta los aguilones de pizarra. Los fuertes vientos de los días pasados habían amainado. Ningún soplo animaba la atmósfera. Con un tiempo semejante se podía descender en el lugar mismo del que se había partido.

Llevaba trescientas libras de lastre, repartidas en sacos; la barquilla, completamente redonda, de cuatro pies de diámetro por tres de profundidad, estaba cómodamente instalada: la red de cáñamo que la sostenía se extendía de forma simétrica sobre el hemisferio superior del aerostato; la brújula se hallaba en su sitio, el barómetro colgaba en el círculo que reunía los cordajes de sostén y el ancla aparecía cuidadosamente engalanada. Podíamos partir.

Entre las personas que se apiñaban alrededor del recinto, observé a un joven de rostro pálido y rasgos agitados. Su vista me sorprendió. Era un espectador asiduo de mis ascensiones, al que ya había encontrado en varias ciudades de Alemania. Con aire inquieto, contemplaba ávidamente la curiosa máquina que permanecía inmóvil a varios pies del suelo, y estaba callado entre todos sus vecinos.

Sonaron las doce. Era el momento. Mis compañeros de viaje no aparecían.

Envié mensajeros al domicilio de cada uno de ellos, y supe que uno había partido hacia Hamburgo, el otro hacia Viena y el tercero para Londres. Les había faltado el ánimo en el momento de emprender una de esas excursiones que gracias a la habilidad de los aeronautas actuales están desprovistas de cualquier peligro. Como en cierto modo ellos formaban parte del programa de la fiesta, les había dominado el temor de que les obligasen a cumplirlo con exactitud y decidieron huir lejos del teatro en el instante en que el telón se levantaba. Su valor se encontraba evidentemente en razón inversa del cuadrado de su velocidad… para largarse.

Medio decepcionada, la multitud dio señales de muy mal humor. No vacilé en partir solo. A fin de restablecer el equilibrio entre la gravedad específica del globo y el peso que hubiera debido llevar, reemplacé a mis compañeros por nuevos sacos de arena y subí a la barquilla. Los doce hombres que retenían el aerostato por doce cuerdas fijadas al círculo ecuatorial las dejaron deslizarse un poco entre sus dedos, y el globo se elevó varios pies más de tierra. No había ni un soplo de viento, y la atmósfera, de una pesadez de plomo, parecía infranqueable.

-¿Está todo preparado? -grité.

Los hombres se dispusieron. Una última ojeada me indicó que podía partir.

-¡Atención!

Entre la multitud se produjo cierto movimiento y me pareció que invadían el recinto reservado.

-¡Suelten todo!

El globo se elevó lentamente, pero sentí una conmoción que me derribó en el fondo de la barquilla. Cuando me levanté, me encontré cara a cara con un viajero imprevisto: el joven pálido.

-Caballero, le saludo -me dijo con la mayor flema.

-¿Con qué derecho?…

-¿Estoy aquí?… Con el derecho que me da la imposibilidad en que está para despedirme.

Yo permanecía estupefacto. Aquel aplomo me desarmaba, y no tenía nada que responder.

-¿Mi peso perjudica su equilibrio, señor? -preguntó él-. ¿Me permite usted?…

Y sin aguardar mi consentimiento, deslastró el globo de dos sacos que arrojó al espacio.

-Señor -dije yo entonces tomando el único partido posible-, ya que ha venido… puede quedarse… de acuerdo, pero solo a mí me corresponde la dirección del aerostato…

-Señor -respondió él-, su urbanidad es completamente francesa. ¡Pertenece usted al mismo país que yo! Le estrecho moralmente la mano que me niega. ¡Tome sus medidas y actúe como bien le parezca! Yo esperaré a que usted haya terminado…

-¿Para qué?

-Para hablar con usted.

El barómetro había bajado hasta veintiséis pulgadas. Estábamos a unos seiscientos metros de altura por encima de la ciudad; pero nada indicaba el desplazamiento horizontal del globo, porque es la masa de aire en la que está encerrado la que camina con él. Una especie de calor turbio bañaba los objetos que se veían a nuestros pies y prestaba a sus contornos una indefinición lamentable.

Examiné de nuevo a mi compañero.

Era un hombre de unos treinta de años, vestido con sencillez. La ruda arista de sus rasgos dejaba al descubierto una energía indomable, y parecía muy musculoso. Completamente entregado al asombro que le procuraba aquella ascensión silenciosa, permanecía inmóvil, tratando de distinguir los objetos que se confundían en un vago conjunto.

-¡Maldita bruma! -exclamó al cabo de unos instantes.

Yo no respondí.

-Me guarda rencor, ¿verdad? -prosiguió-. ¡Bah! No podía pagarme el viaje, tenía que subir por sorpresa.

-¿Nadie le pide que se baje, señor!

-¿No sabes acaso que algo parecido les ocurrió a los condes de Laurencin y de Dampierre cuando se elevaron en Lyón el 15 de enero de 1784? ¡Un joven comerciante, llamado Fonatine, escaló la barquilla con riesgo de hacer zozobrar la máquina!… ¡Realizó el viaje y no murió nadie!

-Una vez en tierra ya tendremos una explicación -respondí yo picado por el tono ligero con que me hablaba.

-¡Bah! No pensemos en la vuelta.

-¿Cree, pues, que tardaré en descender?

-¡Descender! -dijo sorprendido-. ¡Descender! Empecemos primero por subir.

Y antes de que yo pudiese impedirlo, dos sacos de arena habían sido arrojados por la borda de la barquilla, sin ser vaciados siquiera.

-¡Señor! -exclamé yo encolerizado.

-Conozco su habilidad -respondió tranquilamente el desconocido-y sus hermosas ascensiones han sido sonadas. Pero si la experiencia es hermana de la práctica, también es algo prima de la teoría, y yo he hecho largos estudios sobre el arte aerostático. ¡Y se me han subido a la cabeza! -añadió él tristemente cayendo en muda contemplación.

Tras haberse elevado de nuevo, el globo permanecía en situación estacionaria.

El desconocido consultó el barómetro y dijo:

-¡Ya hemos llegado a los ochocientos metros! Los hombres parecen insectos. ¡Mire! Creo que desde esta altura es de donde hay que considerarlos siempre para juzgar correctamente sus proporciones. La plaza de la Comedia se ha transformado en un inmenso hormiguero. Mire la multitud que se amontona en los muelles y el Zeil que disminuye. Ya estamos encima de la iglesia del Dom. El Main no es ya más que una línea blancuzca que corta la ciudad, y ese puente, el Main Brucke, parece un hilo puesto entre las dos orillas del río.

La atmósfera había refrescado algo.

-No hay nada que yo no haga por usted, huésped mío -me dijo mi compañero-. Si tiene frío, me quitaré las ropas y se las prestaré.

-Gracias -respondí con sequedad.

-¡Bah! La necesidad hace ley. Deme la mano, soy su compatriota, lo instruiré en mi compañía, y mi conversación le compensará del perjuicio que le he causado.

Sin responder me senté en el extremo opuesto de la barquilla. El joven había sacado de su hopalanda un voluminoso cuaderno. Era un trabajo sobre la aerostación.

-Poseo -me dijo-la colección más curiosa de grabados y caricaturas que se han hecho a propósito de nuestras manías aéreas. ¡Han admirado y ultrajado a la vez este precioso descubrimiento! Por suerte ya no estamos en la época en que los Montgolfier trataban de hacer nubes falsas con vapor de agua, y fabricar un gas que tuviera propiedades eléctricas que producían mediante la combustión de paja mojada y lana picada.

-¿Quiere disminuir el mérito de los inventores acaso? -respondí yo, porque había tomado una decisión sobre aquella aventura-.¿No ha sido hermoso haber demostrado con experiencias la posibilidad de elevarse en el aire?

-¡Eh!, señor, ¿quién niega la gloria de los primeros navegantes aéreos? ¡Se necesitaba un valor inmenso para elevarse con estas envolturas tan frágiles, que solo contenían aire caliente! Pero quiero hacerle la siguiente pregunta: ¿la ciencia aerostática ha dado algún gran paso desde las ascensiones de Blanchard, es decir, desde hace casi un siglo? Mire señor.

El desconocido sacó un grabado de su cuaderno.

-Aquí tiene -me dijo-el primer viaje aéreo emprendido por Pilatre de Rozier y el marqués de Arlandes, cuatro meses después del descubrimiento de los globos. Luis XVI negaba su consentimiento a este viaje y dos condenados a muerte debían intentar, los primeros, las rutas aéreas. Pilatre de Rozier se indigna ante esta injusticia, y a fuerza de intrigas obtiene el permiso. Aún no se había inventado esta barquilla que hace fáciles las maniobras, y una galería circular ocupaba la parte inferior y estrechada de la montgolfiera. Los dos aeronautas tuvieron pues que permanecer sin moverse en cada extremo de aquella galería, porque la paja mojada que la llenaba les impedía todo movimiento. Un hornillo con fuego colgaba debajo del orificio del globo; cuando los viajeros querían elevarse, arrojaban paja sobre aquel brasero, con riesgo de incendiar la máquina, y el aire más caliente daba al globo nueva fuerza ascensional. Los dos audaces navegantes partieron, el 21 de noviembre de 1783, de los jardines de la Muette, que el delfín había puesto a su disposición. El aerostato se elevó majestuosamente, bordeó la isla de los Cisnes, pasó el Sena por la barrera de la Conference y, dirigiéndose entre el domo de los Inválidos y la Escuela Militar, se acercó a San Sulpicio. Entonces los aeronautas forzaron el fuego, franquearon el bulevar y descendieron al otro lado de la barrera de Enfer. Al tocar el suelo, el globo se desinfló y sepultó algunos instantes bajo sus pliegues a Pilatre de Rozier.

-¡Molesto presagio! -dije yo interesado por estos detalles que me tocaban muy de cerca.

-Presagio de la catástrofe que más tarde debía costar la vida al infortunado -respondió el desconocido con tristeza-. ¿No ha sufrido usted nada semejante?

-Nunca.

-Bah, las desgracias ocurren a veces sin presagios -añadió mi compañero.

Y se quedó en silencio.

Mientras tanto avanzábamos hacia el sur, y Francfort ya había huido bajo nuestros pies.

-Tal vez tengamos tormenta -dijo el joven.

-Antes descenderemos -respondí.

-¡Eso sí que no! Es mejor subir. Escaparemos de ella con mayor seguridad.

Y dos nuevos sacos de arena fueron al espacio.

El globo se elevó con rapidez y se detuvo a mil doscientos metros. Se dejó sentir un frío bastante vivo, y sin embargo los rayos de sol que caían sobre la envoltura dilataban el gas interior y le daban mayor fuerza ascensional.

-No tema nada -me dijo el desconocido-. Tenemos tres mil quinientas toesas de aire respirable. Además, no se preocupe de lo que yo haga.

Quise levantarme, pero una mano vigorosa me clavó en mi banqueta.

-¿Cómo se llama? -pregunté.

-¿Cómo me llamo? ¿Qué le importa?

-Le exijo su nombre.

-Me llamo Eróstrato o Empédocles, como más le guste.

Esta respuesta no era nada tranquilizadora.

Por otra parte, el desconocido hablaba con una sangre fría tan singular que no sin inquietud me pregunté con quién tenía que habérmelas.

-Señor -continuó él-, desde el físico Charles no se ha imaginado nada nuevo. Cuatro meses después del descubrimiento de los aeróstatos, ese hábil hombre había inventado la válvula, que deja escapar el gas cuando el globo está demasiado lleno, o cuando se quiere descender; la barquilla, que facilita las maniobras de la máquina; la red, que contiene la envoltura del globo y reparte la carga sobre toda su superficie; el lastre, que permite subir y escoger el lugar de aterrizaje; el revestimiento de caucho, que vuelve impermeable el tejido; el barómetro, que indica la altura alcanzada. Por último, Charles empleaba el hidrógeno que, catorce veces menos pesado que el aire, permite alcanzar las capas atmosféricas más altas y no expone a los peligros de una combustión aérea. El primero de diciembre de 1783, trescientos mil espectadores se apiñaban alrededor de las Tullerías. Charles se elevó, y los soldados le presentaron armas. Hizo nueve leguas en el aire, guiando su globo con una habilidad que no han superado los aeronautas actuales. El rey le otorgó una pensión de dos mil libras, porque entonces se alentaban las nuevas invenciones.

En ese momento el desconocido me pareció presa de cierta agitación.

-Yo, señor -continuó-, he estudiado y me he convencido de que los primeros aeronautas dirigían sus globos. Para no hablar de Blanchard, cuyas afirmaciones pueden ser dudosas, Guyton de Morveau, con la ayuda de remos y de gobernalle, imprimió a su máquina movimientos sensibles y de una dirección que podía notarse. Recientemente en París, un relojero, el señor Julien, hizo en el Hipódromo experiencias convincentes, porque, gracias a un mecanismo particular, su aparato aéreo, de forma oblonga, se dirigió de forma clara contra el viento. El señor Petin ha ideado unir cuatro globos de hidrógeno, y por medio de velas dispuestas horizontalmente y replegadas en parte espera obtener una ruptura de equilibrio que, inclinando el aparato, ha de imprimirle una dirección oblicua. Se habla también de motores destinados a superar la resistencia de las corrientes, por ejemplo, la hélice; pero la hélice, moviéndose en un medio móvil, no dará ningún resultado. ¡Yo, señor, he descubierto el único medio de dirigir los globos, y ninguna academia ha venido en mi ayuda, ninguna ciudad ha cubierto mis listas de suscripción, ningún gobierno ha querido escucharme! ¡Es infame!

El desconocido se debatía gesticulando, y la barquilla experimentaba violentas oscilaciones. Me costó mucho contenerle. Mientras tanto, el globo había encontrado una corriente más rápida, y avanzábamos hacia el sur, a mil quinientos metros de altura.

-Ahí está Darmstadt -dijo mi compañero, asomándose por fuera de la barquilla-. ¿Divisa usted su castillo? Con poca nitidez, ¿no es cierto? ¿Qué quiere? Este calor de tormenta hace oscilar la forma de los objetos y se necesita una vista experta para reconocer las localidades.

-¿Esta seguro de que es Darmstadt? -pregunté yo.

-Sin duda, y estamos a seis leguas de Francfort.

-¡Entonces hay que bajar!

-¡Descender! No pretenderá descender sobre los campanarios -dijo el desconocido burlándose.

-No, sino en los alrededores de la ciudad.

-Bueno, evitemos los campanarios.

Al hablar de este modo, mi compañero se apoderó de unos sacos de lastre. Me precipité sobre él; pero con una mano me derribó, y el globo deslastrado alcanzó los dos mil metros.

-Quédese tranquilo -dijo él- y no olvide que Brioschi, Biot, Gay-Lussac, Bixio y Barral fueron a las mayores alturas para hacer sus experimentos científicos.

-Señor, hay que descender -continué yo tratando de dominarle mediante la dulzura-. La tormenta se está formando a nuestro alrededor. No sería prudente…

-¡Bah! ¡Subiremos encima de ella y ya no tendremos que temerla! -exclamó mi compañero-. ¿Qué hay más hermoso que dominar esas nubes que aplastan la tierra? ¿No es un reto navegar de esta forma sobre las olas aéreas? Los mayores personajes han viajado como nosotros. La marquesa y la condesa de Montalembert, la condesa de Podenas, la señorita de La Garde, el marqués de Montalambert, partieron del barrio de Saint-Antoine hacia esas orillas desconocidas, y el duque de Chartres desplegó mucha habilidad y presencia de ánimo en su ascensión del 15 de julio de 1784. En Lyón, los condes de Laurencin y de Dampierre; en Nantes, el señor de Luynes; en Burdeos, d’Arbelet des Granges; en Italia, el caballero Andreani y en nuestros días el duque de Bunswick, han dejado en los aires los rastros de su gloria. Para igualar a esos grandes personajes hay que subir más alto que ellos en las profundidades celestes. ¡Acercarse al infinito es comprenderlo!

La rarefacción del aire dilataba considerablemente el hidrógeno del globo, y yo veía su parte inferior, dejada vacía a propósito, inflarse y hacer indispensable la apertura de la válvula; pero mi compañero no parecía decidido a dejarme maniobrar a mi gusto. Decidí, pues, tirar en secreto de la cuerda de la válvula mientras él hablaba animado, porque yo temía adivinar con quién tenía que habérmelas.

¡Hubiera sido demasiado horrible! Era aproximadamente la una menos cuarto. Habíamos dejado Francfort hacía cuarenta minutos y por el lado sur llegaban espesas nubes dispuestas a chocar contra nosotros.

-¿Ha perdido usted toda esperanza de ver coronadas por el éxito sus combinaciones? -pregunté yo con un interés… muy interesado.

-¡Toda esperanza! -respondió sordamente el desconocido-. ¡Herido por las negativas y las caricaturas, las patadas en el trasero han acabado conmigo! ¡Es el eterno suplicio reservado a los innovadores! Vea estas caricaturas de todas las épocas que llenan mi carpeta.

Mientras mi compañero hojeaba sus papeles, yo había agarrado la cuerda de la válvula sin que él se hubiera dado cuenta. Podía temer, sin embargo, que percibiera ese silbido semejante a una caída de agua que produce el gas al escaparse.

-¡Cuántas burlas contra el abate Miolan! -dijo-. Debía elevarse con Janninet y Bredin. Durante la operación, se declaró fuego en su montgolfiera, y un populacho ignorante la despedazó. Luego la caricatura de los animales curiosos los llamó Miaulant, Jean Miné y Gredin.

Tiré de la cuerda de la válvula y el barómetro empezó a subir. ¡Justo a tiempo! Algunos truenos lejanos gruñían por el sur.

-Vea este otro grabado -continuó el desconocido sin sospechar mis maniobras-. Es un inmenso globo elevando un navío, fortalezas, casas, etc. Los caricaturistas no pensaban que un día sus estupideces se convertirían en verdades. Este gran navío está completo; a la izquierda su gobernalle, con el alojamiento para los pilotos; en la proa, casas de recreo, órgano gigantesco y cañón para llamar la atención de los habitantes de la tierra o de la luna; encima de la popa, el observatorio y el globo-chalupa; en el círculo ecuatorial, el alojamiento del ejército; a la izquierda, el fanal, luego las galerías superiores para los paseos, las velas, los alerones; debajo, los cafés y el almacén general de víveres. Admire este magnífico anuncio:“Inventado para la felicidad del género humano, este globo partirá sin cesar a las Escalas del Levante, y a su regreso anunciará sus viajes tanto a los dos polos como a los extremos de Occidente. No hay que preocuparse por nada, todo está previsto, todo irá bien. Habrá una tarifa exacta para cada lugar de paso, pero los precios serán los mismos para las comarcas más alejadas de nuestro hemisferio; a saber, mil luises para cualquiera de esos viajes. Y puede decirse que esta suma es muy módica si tenemos en cuenta la celeridad, la comodidad y los encantos que se gozarán en el citado aerostato, encantos que no se encuentran en este suelo, dado que en ese globo cada cual encontrará las cosas que imagine. Esto es tan cierto que, en el mismo lugar, unos estarán bailando, otros descansando; los unos se darán opíparas comidas, otros ayunarán; quien quiera hablar con personas de ingenio encontrará con quien charlar; quien sea bruto no dejará de encontrar otros iguales. ¡De este modo, el placer será el alma de la sociedad aérea!…” Todos estos inventos producen risa… Pero dentro de poco, si mis días no estuvieran contados, se vería que estos proyectos en el aire son realidades.

Estábamos descendiendo a ojos vista. Él seguía sin darse cuenta.

Vea también esta especie de juego de globos -continuó extendiendo ante mí algunos de aquellos grabados de los que tenía una importante colección-. Este juego contiene toda la historia del arte aerostático. Es para uso de espíritus elevados, y se juega con dados y fichas sobre cuyo valor se ponen previamente de acuerdo, y que se pagan o se reciben según la casilla a la que se llega.

-Pero parece haber estudiado en profundidad la ciencia de la aerostación -dije yo.

-Sí, señor, sí, desde Faetón, desde Ícaro, desde Arquitas, he investigado todo, he consultado todo, lo he aprendido todo. Gracias a mí el arte aerostático rendiría inmensos servicios al mundo si Dios me diese vida. Pero no podrá ser.

-¿Por qué?

-Porque me llamo Empédocles o Eróstrato.

Mientras tanto, por fortuna, el globo se acercaba a tierra, pero cuando se cae, el peligro es tan grave a cien pies como a cinco mil.

-¿Se acuerda de la batalla de Fleurus? -continuó mi compañero, cuyo rostro se animaba cada vez más-. Fue en esa batalla donde Coutelle, por orden del gobernador, organizó una compañía de aerostatistas. En el sitio de Maubeuge, el general Jourdan sacó tales servicios de este nuevo modo de observación que dos veces al día, y con el general mismo, Coutelle se elevaba en el aire. La correspondencia entre el aeronauta y los aerostatistas que retenían el globo se realizaba por medio de pequeñas banderas blancas, rojas y amarillas. Con frecuencia se hicieron disparos de carabina y de cañón sobre el aparato en el instante en que se elevaba, pero sin resultado. Cuando Jourdan se preparó para invadir Charleroi, Coutelle se dirigió a las cercanías de esta última plaza, se elevó desde la llanura de Jumet, y permaneció siete u ocho horas en observación con el general Morlot, lo que contribuyó sin duda a darnos la victoria de Fleurus. Y en efecto, el general Jourdan proclamó en voz alta la ayuda que había sacado de las observaciones aeronáuticas. Pues bien, a pesar de los servicios rendidos en esa ocasión y durante la campaña de Bélgica, el año que había visto comenzar la carrera militar de los globos la vio terminar también. Y la escuela de Meudon, fundada por el gobierno, fue cerrada por Bonaparte a su regreso de Egipto. Y sin embargo, ¿qué esperar del niño que acaba de nacer?, había dicho Franklin. El niño había nacido viable, no había que ahogarlo.

El desconocido inclinó su frente sobre las manos, se puso a reflexionar unos instantes. Luego, sin levantar la cabeza me dijo:

-A pesar de mi prohibición, señor, ha abierto la válvula.

Yo solté la cuerda.

-Por suerte -continuó él-, todavía tenemos trescientas libras de lastre.

-¿Cuáles son sus proyectos? -pregunté yo entonces.

-¿No ha cruzado nunca los mares? -me preguntó a su vez.

Yo me sentí palidecer.

-Es desagradable -añadió- que nos veamos impulsados hacia el mar Adriático. No es más que un riachuelo. Pero más arriba quizá encontremos otras corrientes.

Y sin mirarme deslastró el globo de varios sacos de arena. Luego, con voz amenazadora, dijo:

-Le he permitido abrir la válvula porque la dilatación del gas amenazaba con hacer reventar el globo. Pero no se le ocurra volver a repetirlo.

Y continuó en estos términos:

-¿Conoce la travesía de Dover a Calais hecha por Blanchard y Jefferies? ¡Fue magnífica! El 7 de enero de 1785, con viento del noroeste, su globo fue hinchado con gas en la costa de Dover. Un error de equilibrio, apenas se hubieron elevado, les obligó a echar su lastre para no caer, y no conservaron más que treinta libras. Era demasiado poco porque el viento no refrescaba y avanzaban con mucha lentitud hacia las costas de Francia. Además, la permeabilidad del tejido hacía que el aerostato se fuera desinflando poco a poco, y al cabo de hora y media los viajeros se dieron cuenta de que descendían.

“-¿Qué hacer? -preguntó Jefferies.”

“-Solo hemos cubierto tres cuartas partes del camino -respondió Blanchard-, y estamos a poca altura. Subiendo quizá encontremos vientos más favorables.”

“-Tiremos el resto de la arena.”

“El globo recuperó alguna fuerza ascensional, pero no tardó en descender de nuevo. Hacia la mitad del viaje, los aeronautas se desembarazaban de libros y herramientas. Un cuarto de hora después, Blanchard le dijo a Jefferies:”

“-¿El barómetro?”

“-¡Está subiendo! ¡Estamos perdidos, y sin embargo ahí tiene usted las costas de Francia!”

“Se dejó oír un gran ruido.”

“-¿Se ha desgarrado el globo? -preguntó Jefferies.”

“-¡No! ¡La pérdida del gas ha desinflado la parte inferior del globo! ¡Pero seguimos descendiendo! ¡Estamos perdidos! Abajo con todas las cosas inútiles.”

“Las provisiones de boca, los remos y el gobernalle fueron arrojados al mar. Los aeronautas solo se encontraban ya a cien metros de altura.”

“-Estamos subiendo -dijo el doctor.”

“-¡No, es el impulso causado por la disminución del peso! Y no hay ningún navío a la vista, ni una barca en el horizonte. ¡Arrojemos al mar nuestras ropas.”

“Los infortunados se despojaron de sus ropas, pero el globo seguía descendiendo.”

“-Blanchard -dijo Jefferies-, usted debía hacer solo este viaje; ha consentido en llevarme con usted; yo me sacrificaré. Voy a tirarme al agua y el globo ascenderá.”

“-¡No, no! ¡Es horrible!”

“El globo se desinflaba cada vez más, y su concavidad, haciendo de paracaídas, empujaba el gas contra las paredes y aumentaba su escape.”

“-¡Adiós, amigo mío! -dijo el doctor-. ¡Que Dios le conserve la vida!”

“Iba a lanzarse cuando Blanchard le retuvo.”

“-¡Todavía nos queda un recurso! -dijo-. ¡Podemos cortar las cuerdas que retienen la barquilla y agarrarnos a la red! Tal vez el globo se eleve. ¡Preparémonos! ¡Pero… el barómetro sigue bajando! Estamos elevándonos… ¡El viento refresca! Estamos salvados.”

“Los viajeros divisaban ya Calais. Su alegría llegó al delirio. Algunos instantes más tarde, caían en el bosque de Guines.”

-No dudo -añadió el desconocido- que en semejante circunstancia usted seguiría el ejemplo del doctor Jefferies.

Las nubes se desplegaban bajo nuestros ojos en masas resplandecientes. El globo lanzaba grandes sombras sobre aquel amontonamiento de nubes y se envolvía como una aureola. El trueno rugía debajo de la barquilla. Todo aquello era horroroso.

-¡Descendamos! -exclamé.

-¡Descender cuando el sol que nos espera está ahí! ¡Abajo con los sacos!

¡Y el globo fue deslastrado de más de cincuenta libras!

Permanecíamos a tres mil quinientos metros. El desconocido hablaba sin cesar. Yo me hallaba en una postración completa mientras él parecía vivir en su elemento.

-¡Con buen viento iríamos lejos! -exclamó-. En las Antillas hay corrientes de aire que hacen cien leguas a la hora. Durante la coronación de Napoleón, Garnerin lanzó un globo iluminado con cristales de color a las once de la noche. El viento soplaba del noroeste. Al día siguiente, al alba, los habitantes de Roma saludaban su paso por encima del domo de San Pedro. ¡Nosotros iríamos más lejos… y más alto!

Yo apenas oía. ¡Todo zumbaba a mi alrededor! Entre las nubes se hizo una fisura.

-¡Ve esa ciudad! -dijo el desconocido-. ¡Es Spire!

Me asomé fuera de la barquilla y divisé un pequeño conjunto negruzco. Era Spire. El Rhin, tan ancho, parecía una cinta desenrollada. Encima de nuestra cabeza el cielo era de un azul profundo. Los pájaros nos habían abandonado hacía tiempo porque en aquel aire rarificado su vuelo habría sido imposible. Estábamos solos en el espacio, y yo en presencia de aquel desconocido.

-Es inútil que sepa dónde le llevo -me dijo entonces, y lanzó la brújula a las nubes-. ¡Ah, qué cosa tan hermosa es una caída! ¿Sabe que son muy pocas las víctimas de la aerostación desde Pilatre de Rozier hasta el teniente Gale, y que todas las desgracias se han debido siempre a imprudencias? Pilatre de Rozier partió con Romain, de Boulogne, el 13 de junio de 1785. De su globo a gas había colgado una montgolfiera de aire caliente, sin duda para no tener necesidad de perder gas o arrojar lastre. Aquello era poner un hornillo debajo de un barril de pólvora. Los imprudentes llegaron a cuatrocientos metros y fueron arrastrados por vientos opuestos que los lanzaron a alta mar. Para descender, Pilatre quiso abrir la válvula del aerostato, pero la cuerda de la válvula se encontraba metida en el globo y lo desgarró de tal forma que el globo se vació en un instante. Cayó sobre la montgolfiera, la hizo girar y arrastró a los infortunados, que se estrellaron en pocos segundos. ¿Es espantoso, verdad?

Yo no pude responder más que estas palabras:

-¡Por piedad, descendamos!

Las nubes nos oprimían por todas partes y espantosas detonaciones que repercutían en la cavidad del aerostato se cruzaban a nuestro alrededor.

-¡Me está hartando! -exclamó el desconocido-. Ahora no sabrá si subimos o bajamos.

Y el barómetro fue a reunirse con la brújula, a lo que unió también sacos de tierra. Debíamos estar a cinco mil metros de altura. Algunos hielos se pegaban ya a las paredes de la barquilla y una especie de nieve fina me penetraba hasta los huesos. Sin embargo, una espantosa tormenta estallaba a nuestros pies, porque estábamos por encima.

-No tenga miedo -me dijo el desconocido-. Sólo los imprudentes se convierten en víctimas. Olivari, que pereció en Orleáns, se elevaba en una montgolfiera de papel: su barquilla, suspendida debajo del hornillo y lastrada con materias combustibles, se convirtió en pasto de las llamas; Olivari cayó y se mató. Mosment se elevaba en Lille sobre un tablado ligero: una oscilación le hizo perder el equilibrio; Mosment cayó y se mató. Bittorf, en Mannheim, vio incendiarse en el aire su globo de papel; Bittorf cayó y se mató. Harris se elevó en un globo mal construido, cuya válvula demasiado grande no pudo cerrarse; Harris cayó y se mató. Sadler, privado de lastre por su larga permanencia en el aire, fue arrastrado sobre la ciudad de Boston y chocó contra las chimeneas; Sadler cayó y se mató. Coking descendió con un paracaídas convexo que él pretendía haber perfeccionado; Coking cayó y se mató. Pues bien, yo amo a esas víctimas de su imprudencia y moriré como ellas. ¡Más arriba, más arriba!

¡Todos los fantasmas de esa necrología pasaban ante mis ojos! La rarefacción del aire y los rayos de sol aumentaban la dilatación del gas, y el globo continuaba subiendo. Intenté maquinalmente abrir la válvula, pero el desconocido cortó la cuerda algunos pies por encima de mi cabeza… ¡Estaba perdido!

-¿Vio usted caer a la señora Blanchard? -me dijo-. Yo sí la vi. Sí, yo la vi. Estaba en el Tívoli el 6 de julio de 1819. La señora Blanchard se elevaba en un globo de pequeño tamaño para ahorrarse los gastos del relleno, y se veía obligada a inflarlo por completo. Pero el gas se escapaba por el apéndice inferior, dejando en su ruta una auténtica estela de hidrógeno. Colgada de la parte superior de su barquilla por un alambre, llevaba una especie de aureola de artificio que tenía que encender. Había repetido muchas veces la experiencia. Aquel día, llevaba además un pequeño paracaídas lastrado por un artificio terminado en una bola de lluvia de plata. Debía lanzar aquel aparato después de encenderlo con una lanza de fuego preparada a ese efecto. Partió. La noche estaba sombría. En el momento de encender su artificio, cometió la imprudencia de pasar la lanza de fuego por debajo de la columna de hidrógeno que salía fuera del globo. Yo tenía los ojos fijos en ella. De pronto una luminosidad inesperada alumbró las tinieblas. Creí en una sorpresa de la hábil aeronauta. La luminosidad creció, desapareció de pronto y volvió a reaparecer en la cima del aerostato en forma de un inmenso chorro de gas inflamado. Aquella siniestra claridad se proyectaba en el bulevar y en todo el barrio de Montmartre. Entonces vi a la desventurada levantarse, tratar por dos veces de comprimir el apéndice del globo para apagar el fuego, luego sentarse en la barquilla y tratar de dirigir su descenso, porque no caía. La combustión del gas duró varios minutos. El globo se empequeñecía cada vez más; continuaba bajando, pero no era una caída. El viento soplaba del noroeste y la lanzó sobre París. Entonces, en las cercanías de la casa número 16 de la calle de Provence había unos jardines inmensos. La aeronauta podía caer en ellos sin peligro. Pero, ¡qué fatalidad! El globo y la barquilla se precipitaron sobre el techo de la casa. El golpe fue ligero: «¡Socorro!», grita la infortunada. Yo llegaba a la calle en ese momento. La barquilla resbaló por el tejado y encontró una escarpia de hierro. Con esta sacudida, la señora Blanchard fue lanzada fuera de la barquilla y se estrelló contra la acera. La señora Blanchard se mató.

¡Estas historias me helaban de horror! El desconocido estaba de pie, con la cabeza destocada, el pelo erizado, los ojos despavoridos.

¡No había equivocación posible! ¡Por fin veía yo la terrible verdad! ¡Tenía frente a mí a un loco!

Lanzó el resto del lastre y debimos ser arrastrados por lo menos a nueve mil metros de altura. Me salía sangre por la nariz y boca.

-¿Hay algo más hermoso que los mártires de la ciencia? -exclamaba entonces el insensato-. Los canoniza la posteridad.

Pero yo ya no oía. El loco miró a su alrededor y se arrodilló para susurrar a mi oído:

-¿Y la catástrofe de Zambecarri, se ha olvidado de ella? Escuche. El 7 de octubre de 1804 el tiempo pareció mejorar un poco. El viento y la lluvia de los días anteriores aún no había cesado, pero la ascensión anunciada por Zambecarri no podía posponerse. Sus enemigos le criticaban ya. Tenía que partir para salvar de la burla pública tanto a la ciencia como a él. Estaba en Bolonia. Nadie le ayudó a llenar su globo. Fue a medianoche cuando se elevó, acompañado por Andreoli y por Grossetti. El globo subió lentamente, porque lo había agujereado la lluvia y el gas se escapaba. Los tres intrépidos viajeros solo podían observar el estado del barómetro con la ayuda de una linterna sorda. Zambecarri no había comido hacía veinticuatro horas. Grossetti también estaba en ayunas.

“-Amigos míos -dijo Zambecarri -, el frío me mata. Estoy agotado. ¡Voy a morir!”

“Cayó inanimado en el suelo de la barquilla. Ocurrió lo mismo con Grossetti. Sólo Andreoli permanecía despierto. Después de largos esfuerzos consiguió sacar a Zambecarri de su desvanecimiento.”

“-¿Qué hay de nuevo? ¿Dónde estamos? ¿De dónde viene el viento? ¿Qué hora es?”

“-Son las dos.”

“-¿Dónde está la brújula?”

“-Se ha caído.”

“-¡Dios mío! ¡La bujía de la linterna se apaga!”

“-No puede seguir ardiendo en este aire rarificado -dijo Zambecarri.”

“La luna no se había levantando y la atmósfera estaba sumida en horribles tinieblas.”

“-¡Tengo frío, tengo frío! Andreoli, ¿qué hacer?”

“Los infortunados bajaron lentamente a través de una capa de nubes blancuzcas.”

“-¡Chist! -dijo Andreoli -. ¿Oyes?”

“-¿Qué? -respondió Zambecarri.”

“-¡Un ruido singular!”

“-¡Te equivocas!”

“-¡No!”

“Ve a esos viajeros en medio de la noche escuchando ese ruido incomprensible. ¿Van a chocar contra una torre? ¿Van a precipitarse contra los tejados?”

“-¿Oyes? Parece el ruido del mar.”

“-¡Imposible!”

“-¡Es el rugido de las olas!”

“-¡Es verdad!”

“-¡Luz, luz!”

“Después de cinco tentativas infructuosas, Andreoli lo consiguió. Eran las tres. El ruido de las olas se dejó oír con violencia. ¡Casi tocaban la superficie del mar!”

“-Estamos perdidos -gritó Zambecarri, y se apoderó de un grueso saco de lastre.”

“-¡Ayuda! -gritó Andreoli.”

“La barquilla estaba tocando el agua y las olas les cubrían el pecho.”

“-¡Tiremos al mar las herramientas, las ropas, el dinero!”

“Los aeronautas se despojaron de toda su ropa. El globo deslastrado se elevó con rapidez vertiginosa. Zambecarri se sintió dominado por un vómito espantoso. Grossetti sangró en abundancia. Los desventurados no podían hablar porque sus respiraciones se tornaban cada vez más dificultosas. El frío se apoderó de ellos y al cabo de un momento los tres estaban cubiertos por una capa de hielo. La luna les pareció de un color rojo como la sangre.”

“Después de haber recorrido aquellas altas regiones durante media hora, la máquina volvió a caer al mar. Eran las cuatro de la mañana. Los náufragos tenían la mitad del cuerpo en el agua, y el globo, sirviendo de vela, los arrastró durante varias horas.”

“Cuando amaneció se encontraron frente a Pesaro, a cuatro millas de la costa. Iban a atracar en ella cuando un golpe viento los lanzó a alta mar.”

“¡Estaban perdidos! Los barcos, asustados, huían cuando ellos se acercaban… Por fortuna, un navegante más instruido los abordó, los izó a cubierta y los desembarcó en Ferrada.”

“Viaje espantoso, ¿no le parece? Pero Zambecarri era un hombre enérgico y valiente. Apenas se repuso de sus sufrimientos, volvió a iniciar las ascensiones. Durante una de ellas chocó contra un árbol, su lámpara de alcohol se derramó sobre sus ropas; ¡se vio cubierto de fuego y su máquina empezaba a abrasarse cuando él pudo volver a descender medio quemado!”

“Por último, el 21 de septiembre de 1812, hizo otra ascensión en Bolonia. Su globo quedó enganchado en un árbol y su lámpara volvió a incendiarlo. Zambecarri cayó y se mató.”

-Y ante estos hechos, ¿todavía vacilamos? ¡No! ¡Cuanto más alto vayamos, más gloriosa será la muerte!

Completamente deslastrado el globo de todos los objetos que contenía, fuimos arrastrados a alturas que no pude apreciar. El aerostato vibraba en la atmósfera. El menor ruido hacía estallar las bóvedas celestes. Nuestro globo, el único objeto que sorprendía mi vista en la inmensidad, parecía estar a punto de aniquilarse. Por encima de nosotros las alturas del cielo estrellado se perdían en las tinieblas profundas.

¡Vi al individuo que se ponía en pie delante de mí!

-Ha llegado la hora -me dijo-. Hay que morir. Los hombres nos rechazan. Nos desprecian. Aplastémoslos.

-Gracias -le dije.

-¡Cortemos estas cuerdas! ¡Abandonemos esta barquilla en el espacio! ¡La fuerza de atracción cambiará de dirección, y nosotros llegaremos hasta el sol!

La desesperación me galvanizó. Me precipité sobre el loco. Comenzamos a combatir cuerpo a cuerpo, en una lucha espantosa. Pero fui derribado, y mientras mantenía la rodilla sobre mi pecho, el loco iba cortando las cuerdas de la barquilla.

-¡Una! -dijo.

-¡Dios mío!

-¡Dos!… ¡Tres!…

Yo hice un esfuerzo sobrehumano, me levanté y empujé violentamente al insensato.

-¡Cuatro! -dijo.

La barquilla cayó, pero instintivamente me aferré a los cordajes y trepé por las mallas de la red.

El loco había desaparecido en el espacio.

El globo fue elevado a una altura inconmensurable. Se dejó oír un crujido espantoso… El gas, demasiado dilatado, había reventado la envoltura. Yo cerré los ojos.

Algunos instantes después, me sentí reanimado por un calor húmedo. Me hallaba en medio de nubes que ardían. El globo daba vueltas produciéndome un vértigo espantoso. Impulsado por el viento, hacía cien leguas a la hora en una carrera horizontal, y a su alrededor los relámpagos iban y venían.

Sin embargo, mi caída no era muy rápida. Cuando volví a abrir los ojos, divisé tierra. Me encontraba a dos millas del mar, y el huracán me empujaba hacia él con fuerza cuando una brusca sacudida me hizo soltarme. Mis manos se abrieron, una cuerda se deslizó rápidamente entre mis dedos y me encontré en tierra.

Era la cuerda del ancla que, barriendo la superficie del suelo, se había enganchado en una grieta, y mi globo, deslastrado por última vez, iba a perderse más allá de los mares.

Cuando recuperé el conocimiento estaba tumbado en casa de un campesino, en Harderwick, pequeña aldea de la Gueldre, a quince leguas de Amsterdam, a orillas del Zuyderzee.

Un milagro me había salvado la vida, pero mi viaje no fue más que una serie de imprudencias efectuadas por un loco al que yo no conseguí detener.

Que este terrible relato, al instruir a los que me leen, no desaliente a los exploradores de las rutas del aire.

Gil Braltar – Julio Verne

I

Había allí unos setecientos u ochocientos, cuanto menos. De talla promedio, pero robustos, ágiles, flexibles, hechos para los saltos prodigiosos, se movían iluminados por los últimos rayos del sol que se ponía al otro lado de las montañas ubicadas al oeste de la rada. Pronto, el rojizo disco desapareció y la oscuridad comenzó a invadir el centro de aquel valle encajado en las lejanas sierras de Sanorra, de Ronda y del desolado país del Cuervo.

De pronto, toda la tropa se inmovilizó. Su jefe acababa de aparecer montado en la cresta misma de la montaña, como sobre el lomo de un flaco asno. Del puesto de soldados que se encontraban sobre la parte superior de la enorme piedra, ninguno fue capaz de ver lo que estaba sucediendo bajo los árboles.

-¡Uiss, uiss! -silbó el jefe, cuyos labios, recogidos como un culo de pollo, dieron a ese silbido una extraordinaria intensidad.

-¡Uiss, uiss! -repitió aquella extraña tropa, formando un conjunto completo.

Un ser singular era sin duda alguna aquel jefe de estatura alta, vestido con una piel de mono con el pelo al exterior, su cabeza rodeada de una enmarañada y espesa caballera, la cara erizada por una corta barba, sus pies desnudos y duros por debajo como un casco de caballo.

Levantó el brazo derecho y lo extendió hacia la parte inferior de la montaña. Todos repitieron de inmediato aquel gesto con precisión militar, mejor dicho, mecánica, como auténticos muñecos movidos por un mismo resorte. El jefe bajó su brazo y todos los demás bajaron sus brazos. Él se inclinó hacia el suelo. Ellos se inclinaron igualmente adoptando la misma actitud. Él empuñó un sólido bastón que comenzó a ondear. Ellos ondearon sus bastones y ejecutaron un molinete similar al suyo, aquel molinete que los esgrimistas llaman «la rosa cubierta».

Entonces, el jefe se dio la vuelta, se deslizó entre las hierbas y se arrastró bajo los árboles. La tropa lo siguió mientras se arrastraban al mismo tiempo.

En menos de diez minutos fueron recorridos los senderos del monte, descarnados por las lluvias sin que el movimiento de una piedra hubiera puesto al descubierto la presencia de esta masa en marcha.

Un cuarto de hora después, el jefe se detuvo. Todos se detuvieron como si se hubieran quedado congelados en el lugar.

A doscientos metros más abajo se veía la ciudad, cobijada por la extensa y oscura rada. Numerosas luces centelleantes hacían visible un confuso grupo de muelles, de casas, de villas, de cuarteles. Más allá se distinguían los fanales de los barcos de guerra, los fuegos de los buques comerciales y de los pontones anclados en el muelle y que eran reflejados en la superficie de las tranquilas aguas. Más lejos, en la extremidad de la Punta de Europa, el faro proyectaba su haz luminoso sobre el estrecho.

En ese momento se oyó un cañonazo: el first gun fire, lanzado desde una de las baterías rasantes. Luego se comenzaron a escuchar los redobles de los tambores acompañados de los agudos silbatos de los pífanos.

Era la hora del toque de queda, la hora de recogerse en casa. Ningún extranjero tenía ya el derecho de caminar por la ciudad, a no ser que estuviera escoltado por algún oficial de la guarnición. Se le ordenaba a los miembros de las tripulaciones de los barcos que regresaran a bordo antes de que las puertas de la ciudad se cerraran. Con intervalos de quince minutos, circulaban por las calles algunas patrullas que llevaban a la estación a aquellos que se habían retrasado o a los borrachos. Entonces la ciudad se sumía en una profunda tranquilidad.

El general Mac Kackmale podría dormir entonces a pierna suelta.

Esa noche, no parecía que Inglaterra tuviera que temer que algo ocurriera en su Peñón de Gibraltar.


II

Es conocido que este gran peñón, que tiene una altura de cuatrocientos veinticinco metros, reposa sobre una base de doscientos cuarenta y cinco metros de ancho, con cuatro mil trescientos de largo. Su forma se asemeja a un enorme león echado, su cabeza apunta hacia el lado español, y su cola se baña en el mar. Su rostro muestra los dientes -setecientos cañones apuntando a través de sus troneras-, los dientes de la anciana, como alguien dice. Una anciana que mordería duro si alguien la irritara. Inglaterra está sólidamente apostada en el lugar, tanto como en Perim, en Adén, en Malta, en Pulo-Pinang y en Hong Kong, otros tantos peñones que, algún día, con el progreso de la Mecánica, podrán ser convertidos en fortalezas giratorias.

Mientras llega el momento, Gibraltar le asegura al Reino Unido una dominación indiscutible sobre los dieciocho kilómetros de este estrecho que la maza de Hércules abrió entre Abila y Calpe, en lo más profundo de las aguas mediterráneas.

¿Han renunciado los españoles a reconquistar este trozo de su península? Sí, sin duda, porque parece ser inatacable por tierra o mar.

No obstante, existía uno que estaba obsesionado con la idea de reconquistar esta roca ofensiva y defensiva. Era el jefe de la tropa, un ser raro, que se puede decir que estaba loco. Este hombre se hacía llamar precisamente Gil Braltar, nombre que sin duda alguna lo predestinaba para hacer viable esta conquista patriótica. Su cerebro no había resistido y su lugar hubiera debido estar en un asilo de dementes. Se le conocía bien. Sin embargo, desde hacía diez años, no se sabía a ciencia cierta lo que había sido de él. ¿Quizás erraría a través del mundo? Realmente, no había abandonado en modo alguno su dominio patrimonial. Vivía como un troglodita, bajo los bosques, en cuevas, y más específicamente en el fondo de aquellos inaccesibles reductos de las grutas de San Miguel, que según se dice se comunican con el mar. Se le creía muerto. Vivía, sin embargo, pero a la manera de los hombres salvajes, privados de la razón humana, que solo obedecen a sus instintos animales.


III

El general Mac Kackmale dormía perfectamente a pierna suelta, sobre sus dos orejas, algo más largas de lo que manda el reglamento. Con sus desmesurados brazos, sus ojos redondos, hundidos bajo espesas cejas, su cara rodeada de una áspera barba, su fisonomía gesticulante, sus gestos de antropopiteco, el prognatismo extraordinario de su mandíbula, era de una fealdad notable, incluso para un general inglés. Un verdadero mono. Pero un excelente militar por otra parte, pese a su figura simiesca.

¡Sí! Dormía en su confortable morada de Main Street, una calle sinuosa que atraviesa la ciudad desde La Puerta del Mar hasta La Puerta de la Alameda. Quizás el general soñaba que Inglaterra se apoderaba de Egipto, de Turquía, de Holanda, de Afganistán, de Sudán o del país de los bóers, en una palabra, de todos los puntos del globo que se ajustaban a su conveniencia, justo en el momento en que corría el peligro de perder Gibraltar.

La puerta del cuarto se abrió de repente.

-¿Qué ocurre? -preguntó el general Mac Kackmale, incorporándose de un salto.

-¡Mi general -le contestó un ayudante de campo que había entrado por la puerta como un torpedo-, la ciudad está siendo invadida!…

-¿Los españoles?

-¡Debe ser!

-¡Se habrán atrevido!…

El general no terminó la frase. Se levantó, arrojó a un lado el madrás que le ceñía la cabeza, se deslizó en sus pantalones, se zambulló en su traje, se dejó caer en sus botas, se caló su bicornio, se armó con su espada mientras decía:

-¿Qué es ese ruido que estoy escuchando?

-El ruido de las rocas que avanzan como un alud por toda la ciudad.

-¿Son numerosos esos bribones?…

-Deben serlo.

-Sin duda todos los bandidos de la costa se han reunido para ejecutar este ataque: los contrabandistas de Ronda, los pescadores de San Roque y los refugiados que pululan en todas las poblaciones …

-Es de temer, mi general.

-¿Y el gobernador?… ¿Ha sido prevenido?

-¡No! ¡Es imposible ir a darle aviso a su quinta de la Punta de Europa! ¡Las puertas están ocupadas, las calles están llenas de asaltantes!…

-¿Y el cuartel de La puerta del Mar?…

-¡No existe medio alguno para llegar hasta allí! ¡Los artilleros deben hallarse sitiados en su cuartel!

-¿Con cuántos hombres cuenta usted?…

-Unos veinte, mi general. Son los soldados del tercer regimiento, que pudieron escapar cuando todo comenzó.

-¡Por San Dunstán! -exclamó Mac Kackmale-, ¡Gibraltar arrebatada a Inglaterra por estos vendedores de naranjas!… ¡No!… ¡Eso no ocurrirá!

En ese momento, la puerta del cuarto dio paso a un extraño ser que saltó sobre los hombros del general.


IV

-¡Ríndase! -exclamó una ronca voz, que más tenía de rugido que de voz humana.

Algunos hombres, que habían acudido detrás del ayudante de campo, iban a abalanzarse sobre aquel hombre que había acabado de penetrar en el cuarto del general, cuando a la claridad del cuarto los individuos reconocieron al recién llegado.

-¡Gil Braltar! -exclamaron.

Era él, en efecto, aquel hombre del cual no se hablaba desde mucho tiempo atrás, el salvaje de las grutas de San Miguel.

-¡Ríndase! -volvió a gritar.

-¡Jamás! -contestó el general Mac Kackmale.

De repente, en el momento en que los soldados lo rodeaban, Gil Braltar emitió un silbido agudo y prolongado.

Inmediatamente, el patio del edificio, luego el edificio todo, se llenó de una masa invasora.

¿Lo creerán ustedes?¡Eran monos, monos por centenares! ¿Venían pues a recuperar de los ingleses este peñón del que son los verdaderos dueños, este monte que ocupaban mucho antes que los españoles, mucho antes que Cromwell hubiese soñado en su conquista para Gran Bretaña? ¡Sí, en verdad! ¡Y eran temibles por su número, estos monos sin colas, con los cuales no se vivía en paz, sino a condición de tolerar sus merodeos, estos seres inteligentes y atrevidos que las personas evitan molestar, pues sabían vengarse (lo habían hecho muchas veces) haciendo rodar enormes rocas sobre la ciudad.

Y ahora, estos monos se habían convertido en los soldados de un loco, tan salvaje como ellos, este Gil Braltar que ellos conocían, que vivía la vida independiente de ellos, de este Guillermo Tell cuadrumanizado, que ha concentrado toda su existencia a un solo pensamiento: expulsar a todos los extranjeros del territorio español.

¡Qué vergüenza para el Reino Unido, si aquella tentativa tuviera éxito! ¡Los ingleses, que habían derrotado a los indios, a los abisinios, a los tasmanios, a los australianos, a los hotentotes y a muchos otros, ahora serían vencidos por unos simples monos!

¡Si semejante desastre llegara a ocurrir, el general Mac Kackmale no tendría otro remedio que volarse los sesos! ¡Era imposible sobrevivir a semejante deshonor!

Sin embargo, antes de que los monos, llamados por el silbido de su jefe, hubiesen invadido la habitación del general, algunos soldados habían podido atrapar a Gil Braltar. El loco, dotado de un vigor extraordinario, se resistió, y no costó poco trabajo reducirlo. Su piel prestada le había sido arrancada en la lucha; se encontraba amarrado, amordazado y casi desnudo en una esquina de la habitación, sin poder moverse ni emitir sonido alguno. Poco tiempo después, Mac Kackmale abandonó su casa con la firme resolución de vencer o morir de acuerdo a una de las más importantes reglas militares.

Pero el peligro en el exterior no era menor. Al parecer, algunos soldados se habían podido reunir en La puerta del Mar y avanzaban hacia la casa del general. Varios disparos se escucharon en los alrededores de Main Street y la plaza de Comercio. Sin embargo, el número de simios era tal que la guarnición de Gibraltar corría peligro de verse muy pronto obligada a ceder posiciones. Y entonces, si los españoles hacían causa común con los monos, los fuertes serían abandonados, las baterías quedarían desiertas, las fortificaciones no contarían con un solo defensor, y los ingleses que habían hecho inaccesible aquella roca, no volverían a poseerla jamás.

De repente, se produjo un brusco giro en el curso de los acontecimientos.

En efecto, a la luz de algunas antorchas que iluminaban el patio, pudo verse a los monos batirse en retirada. Al frente de la banda iba su jefe blandiendo su bastón. Todos lo seguían a su mismo paso, imitando su movimiento de brazos y piernas.

¿Había podido Gil Braltar desatarse y arreglárselas para escapar de la habitación donde se encontraba prisionero? No había duda posible. ¿Pero adónde se dirigía ahora? ¿Se dirigía hacia la punta de Europa, a la villa del gobernador con el objetivo de atacarlo y obligarlo a rendirse, así como había hecho con el general?

¡No! El loco y su banda descendieron por Main Street. Luego de haber cruzado por La puerta de la Alameda, marcharon oblicuamente a través del parque y comenzaron a subir por la cuesta de la montaña.

Una hora después, en la villa no quedaba uno solo de los invasores de Gibraltar.

¿Que había ocurrido, entonces?

Pronto se supo, cuando el general Mac Kackmale apareció en el límite del parque.

Había sido él quien, desempeñando el papel del loco, se había envuelto en la piel de mono del prisionero y había dirigido la retirada de la banda. Parecía de tal modo un cuadrúmano, este bravo guerrero, que logró engañar a los monos. Así fue como no tuvo que hacer otra cosa más que presentarse y todos lo siguieron.

Simplemente, una idea genial, que fue muy pronto recompensada con la concesión de la Cruz de San Jorge.

En cuanto a Gil Braltar, el Reino Unido lo cedió, a cambio de dinero, a un Barnum que hace fortuna exhibiéndolo en las principales ciudades del viejo y el nuevo mundo. El Barnum incluso da a entender de buen grado que no es aquel salvaje de San Miguel quien exhibe, sino el general Mac Kackmale en persona.

Sin embargo, esta aventura constituyó una lección para el gobierno de Su Graciosa Majestad. Comprendió que si bien Gibraltar no podía ser tomada por los hombres, estaba a merced de los monos. En consecuencia, Inglaterra, que es muy práctica, ha decidido no enviar allí, en lo sucesivo, sino a los más feos de sus generales, de manera que los monos volvieran a engañarse si ocurriera otro hecho similar.

Esta medida le asegurará, verdaderamente para siempre, la posesión de Gibraltar.

FIN

Frritt-Flacc – Julio Verne

I

¡Frritt…!, es el viento que se desencadena.

¡Flacc…!, es la lluvia que cae a torrentes.

La mugiente ráfaga encorva los árboles de la costa volsiniana, y va a estrellarse contra el flanco de las montañas de Crimma. Las altas rocas del litoral están incesantemente roídas por las olas del vasto mar del Megalocride.

¡Frritt…! ¡Flacc…!

En el fondo del puerto se oculta el pueblecillo de Luktrop.

Algunos centenares de casas, con verdes miradores que apenas las defienden contra los fuertes vientos. Cuatro o cinco calles empinadas, más barrancos que vías, empedradas con guijarros, manchadas por las escorias que proyectan los conos volcánicos del fondo. El volcán no está lejos: el Vanglor. Durante el día, sus emanaciones se esparcen bajo la forma de vapores sulfurosos. Por la noche, de tanto en tanto, se producen fuertes erupciones de llamas. Como un faro, con un alcance de ciento cincuenta kilómetros, el Vanglor señala el puerto de Luktrop a los buques de cabotaje, barcos de pesca y transbordadores cuyas rodas cortan las aguas del Megalocride.

Al otro lado de la villa se amontonan algunas ruinas de la época crimmeriana. Tras un arrabal de aspecto árabe, una kasbah de blancas paredes, techos redondos y azoteas devoradas por el sol. Es un cúmulo de piedras arrojadas al azar, un verdadero montón de dados cuyos puntos hubieran sido borrados por la pátina del tiempo.

Entre todos ellos se destaca el Seis-Cuatro, nombre dado a una construcción extraña, de techo cuadrado, con seis ventanas en una cara y cuatro en la otra.

Un campanario domina la villa: el campanario cuadrado de Santa Philfilene, con campanas suspendidas del grosor de los muros, que el huracán hace resonar algunas veces. Mala señal. Cuando esto sucede, los habitantes tiemblan.

Esto es Luktrop. Unas cuantas moradas, miserables chozas esparcidas en la campiña, en medio de retamas y brezos, passim, como en Bretaña. Pero no estamos en Bretaña. ¿Estamos en Francia? No lo sé. ¿En Europa? Lo ignoro.

De todos modos, no busquen Luktrop en el mapa, ni siquiera en el atlas de Stieler.

 

II

¡Froc…! Un discreto golpe resuena en la estrecha puerta del Seis-Cuatro, abierta en el ángulo izquierdo de la calle Messagliere.

Es una casa de las más confortables, si esa palabra tiene algún sentido en Luktrop; una de las más ricas, si el ganar un año por otro algunos miles de fretzers constituye alguna riqueza.

Al froc ha respondido uno de esos ladridos salvajes, en los que hay algo de aullido, y que recuerdan el ladrido del lobo. Luego se abre, por encima de la puerta del Seis-Cuatro, una ventana de guillotina.

-¡Al diablo los importunos! -dice una voz que revela mal humor.

Una jovencita, tiritando bajo la lluvia, envuelta en una mala capa, pregunta si el doctor Trifulgas está en casa.

-¡Está o no está, según!

-Vengo porque mi padre se está muriendo.

-¿Dónde se muere?

-En Val Karniu, a cuatro kertses de aquí.

-¿Y se llama…?

-Von Kartif.

 

III

 

El doctor Trifulgas es un hombre duro. Poco compasivo, no curaba si no era a cambio, y eso por adelantado. Su viejo Hurzof, mestizo de bulldog y faldero, tiene mas corazón que él. La casa del Seis-Cuatro inhospitalaria para los pobres, no se abre nada más que para los ricos. Además, hay una tarifa: tanto por una tifoidea, tanto por una congestión, tanto por una pericarditis, tanto por cualquier de las otras enfermedades que los médicos inventan por docenas. ¿Por qué tiene que molestarse en una noche como aquella al doctor Trifulgas?

-¡Sólo el haberme hecho levantar vale ya diez fretzers! -murmuró al acostarse de nuevo.

Apenas han transcurrido veinte minutos cuando el llamador de hierro vuelve a golpear la puerta del Seis-Cuatro.

El doctor abandona gruñendo su caliente lecho y se asoma a la ventana.

-¿Quién va? -grita.

-Soy yo: la mujer de Vort Kartif.

-¿El hornero de Val Karniu?

-¡Sí! ¡Y si usted se niega a venir, morirá!

-¡Pues bien, te quedarás viuda!

-Aquí traigo veinte fretzers…

-¡Veinte fretzers por ir hasta Val Karniu, a cuatro kertser de aquí!

-¡Por caridad!

-¡Vete al diablo!

Y la ventana vuelve a cerrarse.

«Veinte fretzers! ¡Bonito hallazgo! ¡Arriesgarse a un catarro o a unas agujetas por veinte fretzers, sobre todo cuando mañana me esperan en Kiltreno, en casa del rico Edzingov, el gotoso, cuya gota me representa cincuenta fretzers por cada visita!»

Pensando en esta agradable perspectiva, el doctor Trifulgas vuelve a dormirse más profundamente que antes.

IV

 

¡Frritt…! ¡Flacc…! Y luego: ¡froc…¡froc…! ¡froc…!

A la ráfaga se le han unido esta vez tres aldabonazos, aplicados por una mano más decidida.

El doctor duerme. Finalmente se despierta…, ¡pero de qué humor!

Al abrir la ventana, el huracán penetra como un saco de metralla.

-Es por el hornero…

-¿Aún ese miserable?

-¡Soy su madre!

-¡Que la madre, la mujer y la hija revienten con él!

-Ha sufrido un ataque..

-¡Pues que se defienda!

-Nos han enviado algún dinero -señala la vieja-. Un adelanto sobre la venta de la casa a Dontrup, el de la calle Messagliere. ¡Si usted no acude, mi nieta no tendrá padre, mi hija no tendrá esposo y yo no tendré hijo…!

Es a la vez conmovedora y terrible oír la voz de aquella anciana, pensar que el viento hiela la sangre en sus venas y que la lluvia cala sus huesos.

-¡Un ataque cuesta doscientos fretzers! -responde el desalmado Trifulgas.

-¡Sólo tenemos ciento veinte!

-¡Buenas noches!

Y la ventana vuelve a cerrarse.

Pero, mirándolo bien, ciento veinte fretzers por hora y media de camino, más media hora de visita, hacen sesenta fretzers la hora, un fretzers por minuto. Poco beneficio, pero tampoco para desdeñar.

En vez de volverse a acostar, el doctor se envuelve en su vestido de lana, se introduce en sus grandes botas impermeables, se cubre con su holopanda de bayeta, y con su gorro de piel en la cabeza y sus manoplas en las manos, deja encendida la lámpara cerca de su Códex, abierto en la pagina 197, y empujando la puerta del Seis-Cuatro se detiene en el umbral.

La vieja aun sigue allí, apoyada en su bastón, descarnada por sus ochenta años de miseria.

-¿Los ciento veinte fretzers…?

-¡Aquí están, y que Dios se los devuelva centuplicados!

-¡Dios! ¡El dinero de Dios! ¿Hay alguien acaso que haya visto de qué color es?

El doctor silba a Hurzof y, colocándole una linterna en la boca, emprende el camino. La vieja lo sigue.

V

 

¡Qué tiempo de Frritts y de Flaccs! Las campanas de Santa Philfilene se han puesto en movimiento a impulsos de la borrasca. Mala señal. ¡Bah! El doctor Trifulgas no es supersticioso, no cree en nada, ni siquiera en su ciencia, excepto en lo que le produce.

¡Qué tiempo! Pero también, ¡qué camino! Guijarros y escorias; guijarros, despojos arrojados por el mar sobre la playa, escorias que crepitan como los residuos de las hullas en los hornos. Ninguna otra luz mas que la vaga y vacilante de la linterna del perro Hurzof. A veces la erupción en llamas del Vanglor, en medio de las cuales parecen retorcerse extravagantes siluetas. No se sabe qué hay en el fondo de esos insondables cráteres. Tal vez las almas del mundo subterráneo que se volatilizan al salir.

El doctor y la vieja siguen el contorno de las pequeñas bahías del litoral. El mar está teñido de un blanco lívido, blanco de duelo, y chispea al atacar la línea fosforescente de la resaca, que parece verter gusanos de luz al extenderse sobre la playa.

Ambos suben así hasta el recodo del camino, entre las dunas, cuyas atochas y juncos entrechocan con ruido de bayonetas. El perro se aproxima a su amo y aparece querer decirle: «¡Vamos! ¡Ciento veinte fretzers para encerrarlos en el arca! ¡Así se hace fortuna! ¡Una fanega más que agregar al cercado de la vida! ¡Un plato más en la cena de la noche! ¡Una empanada más para el fiel Hurzof! ¡Cuidemos a los enfermos ricos, y cuidémoslos… por su bolsa!»

En aquel momento la vieja se detiene. Muestra con su tembloroso dedo una luz rojiza en la oscuridad. Es la casa de Vort Kartif, el hornero.

-¿Allí? -dice el doctor.

-Sí -responde la vieja.

-¡Harrahuau! -ladra el perro Hurzof.

De repente truena el Vanglor, conmovido hasta los contrafuertes de su base. Un haz de fuliginosas llamas asciende al cielo, agujereando las nubes.

El doctor Trifulgas rueda por el suelo. Jura como un cristiano, se levanta y mira.

La vieja ya no está detrás de él. ¿Ha desaparecido en alguna grieta del terreno, o ha volado a través del frotamiento de las brumas?

En cuanto al perro, allí está, de pie sobre sus patas traseras, con la boca abierta y la linterna apagada.

-¡Adelante! -murmura el doctor Trifulgas.

Ha recibido sus ciento veinte fretzers y, como hombre honrado que es, tiene que ganarlos.

VI

 

Sólo se ve un punto luminoso, a una distancia de medio kertse.

Es la lámpara del moribundo, del muerto tal vez.

Es, sin duda, la casa del hornero. La abuela la ha señalado con el dedo. No hay error posible.

En medio de los silbadores Frritts, de los crepitantes Flaccs, del ruido sordo y confuso de la tormenta, el doctor Trifulgas avanza a pasos apresurados.

A medida que avanza la casa se dibuja mejor, aislada como está en medio de la landa.

Es singular la semejanza que tiene con la del doctor, con el Seis-Cuatro de Luktrop, la misma disposición de ventanas en la fachada, la misma puertecita centrada.

El doctor Trifulgas se apresura tanto como se lo permite la ráfaga. La puerta está entreabierta; no hay mas que empujarla. La empuja, entra, y el viento la cierra brutalmente tras él.

El perro Hurzof, fuera, aúlla, callándose por intervalos, como los chantres entre los versículos de un salmo de las Cuarenta Horas.

¡Es extraño! Diríase que el doctor ha vuelto a su propia casa. Sin embargo, no se ha extraviado.

No ha dado un rodeo que le haya conducido al punto de partida. Se halla sin lugar a dudas en Val Karniú, no en Luktrop. No obstante, el mismo corredor bajo y abovedado, la misma escalera de caracol de madera, gastada por el roce de las manos.

Sube, llega a la puerta de la habitación de arriba. Por debajo se filtra una débil claridad, como en el Seis-Cuatro.

¿Es una alucinación? A la vaga luz reconoce su habitación, el canapé amarillo, a la derecha el cofre de viejo peral, a la izquierda el arca ferrada donde pensaba depositar sus ciento veinte fretzers. Aquí su sillón con orejeras de cuero, allí su mesa de retorcidas patas, y encima, junto a la lámpara que se extingue, su Códex, abierto en la página 197.

-¿Qué me pasa? -murmura.

¿Qué tiene? ¡Miedo! Sus pupilas están dilatadas, su cuerpo contraído. Un sudor helado enfría su piel, sobre la cual siente correr rápidas horripilaciones.

¡Pero apresúrate! ¡Falta aceite, la lámpara va a extinguirse, el moribundo también!

¡Sí! Allí está el lecho, su lecho de columnas, con su pabellón tan largo como ancho, cerrado por cortinas con dibujos de grandes ramajes. ¿Es posible que aquélla sea la cama de un miserable hornero?

Con mano temblorosa, el doctor Trifulgas agarra las cortinas. Las abre. Mira.

El moribundo, con la cabeza fuera de las ropas, permanece inmóvil, como a punto de dar su último suspiro.

El doctor se inclina sobre él…

¡Ah! ¡Qué grito escapa de su garganta, al cual responde, desde fuera, el siniestro aullido de su perro!

¡El moribundo no es el hornero Vort Kartif…! ¡Es el doctor Trifulgas…! Es él mismo, atacado de congestión: ¡él mismo! Una apoplejía cerebral, con brusca acumulación de serosidades en las cavidades del cerebro, con parálisis del cuerpo en el lado opuesto a aquel en que se encuentra la lesión.

¡Sí! ¡Es él quien ha venido a buscarlo, por quien han pagado ciento veinte fretzers! ¡Él, que por dureza de corazón se negaba a asistir al hornero pobre!

¡Él, el que va a morir! El doctor Trifulgas está como loco. Se siente perdido. Las consecuencias crecen de minuto en minuto. No sólo todas las funciones de relación se están suprimiendo en él, sino que de un momento a otro van a cesar los movimientos del corazón y de la respiración. Y, a pesar de todo, ¡aún no ha perdido por completo el conocimiento de sí mismo!

¿Qué hacer? ¿Disminuir la masa de la sangre mediante una emisión sanguínea? El doctor Trifulgas es hombre muerto si vacila…

Por aquel tiempo aún se sangraba y, como al presente, los médicos curaban de la apoplejía a todos aquellos que no debían morir.

El doctor Trifulgas agarra su bolsa, saca la lanceta y pincha la vena del brazo de su doble; la sangre no acude a su brazo. Le da enérgicas fricciones en el pecho: el juego del suyo se detiene. Le abrasa los pies con piedras candentes: los suyos se hielan.

Entonces su doble se incorpora, se agita, lanza un estertor supremo…

Y el doctor Trifulgas, pese a todo cuanto pudo inspirarle la ciencia, se muere entre sus manos.

¡Frritt! ¡Flacc…!

VII

 

A la mañana siguiente no se encontró más que un cadáver en la casa del Seis-Cuatro: el del doctor Trifulgas.

Lo colocaron en un féretro y fue conducido con gran pompa al cementerio de Luktrop, junto a tantos otros a quienes él había enviado según su fórmula.

En cuanto al viejo Hurzof, se dice que, desde aquel día, recorre sin cesar la landa, con la linterna encendida en la boca, aullando como un perro perdido.

Yo no sé si es así; ¡pero pasan cosas tan raras en el país de Volsinia, precisamente en los alrededores de Luktrop!

Por otra parte, se los repito, no busquen esta villa en el mapa, Los mejores geógrafos aún no han podido ponerse de acuerdo sobre su situación en latitud, ni siquiera en longitud.

FIN

En el siglo XXIX: La jornada de un periodista norteamericano en el 2889 – Julio Verne

Los hombres de este siglo XXIX viven en medio de un espectáculo de magia continua, sin que parezcan darse cuenta de ello. Hastiados de las maravillas, permanecen indiferentes ante lo que el progreso les aporta cada día. Siendo más justos, apreciarían como se merecen los refinamientos de nuestra civilización. Si la compararan con el pasado, se darían cuenta del camino recorrido. Cuánto más admirables les parecerían las modernas ciudades con calles de cien metros de ancho, con casas de trescientos metros de altura, a una temperatura siempre igual, con el cielo surcado por miles de aerocoches y aeroómnibus. Al lado de estas ciudades, cuya población alcanza a veces los diez millones de habitantes, qué eran aquellos pueblos, aquellas aldeas de hace mil años, esas París, esas Londres, esas Berlín, esas Nueva York, villorrios mal aireados y enlodados, donde circulaban unas cajas traqueteantes, tiradas por caballos. ¡Sí, caballos! ¡Es de no creer! Si recordaran el funcionamiento defectuoso de los paquebotes y de los ferrocarriles, su lentitud y sus frecuentes colisiones, ¿qué precio no pagarían los viajeros por los aerotrenes y sobre todo por los tubos neumáticos, tendidos a través de los océanos y por los cuales se los transporta a una velocidad de 1500 kilómetros por hora? Por último, ¿no se disfrutaría más del teléfono y del telefoto, recordando los antiguos aparatos de Morse y de Hugues, tan ineficientes para la transmisión rápida de despachos?

¡Qué extraño! Estas sorprendentes transformaciones se fundamentan en principios perfectamente conocidos que nuestros antepasados quizás habían descuidado demasiado. En efecto, el calor, el vapor, la electricidad son tan antiguos como el hombre. A fines del siglo XIX, ¿no afirmaban ya los científicos que la única diferencia entre las fuerzas físicas y químicas reside en un modo de vibración, propio de cada una de ellas, de las partículas etéricas?

Puesto que se había dado ese enorme paso de reconocer la similitud de todas estas fuerzas, es realmente inconcebible que se haya necesitado tanto tiempo para llegar a determinar cada uno de los modos de vibración que las diferencian. Es extraordinario, sobre todo, que el método para reproducirlas directamente una de la otra se haya descubierto muy recientemente.

Sin embargo, así sucedieron las cosas y fue solamente en 2790, hace cien años, que el célebre Oswald Nyer lo consiguió.

¡Este gran hombre fue un verdadero benefactor de la humanidad! ¡Su genial invención fue la madre de todas las otras! Así surgió una pléyade de innovadores que condujo a nuestro extraordinario James Jackson. Es a este último a quien debemos los nuevos acumuladores que condensan, unos, la fuerza contenida en los rayos solares, otros, la electricidad almacenada en el seno de nuestro globo, aquellos, por fin, la energía que proviene de una fuente cualquiera: vientos, cascadas, ríos, arroyos, etc. También de él procede el transformador que, extrayendo la energía de los acumuladores bajo la forma de calor, de luz, de electricidad, de potencia mecánica, la devuelve al espacio, después de haber obtenido el trabajo deseado.

¡Sí! Es el día en que estos dos instrumentos fueron ideados cuando verdaderamente se origina el progreso. Sus aplicaciones son incalculables. Al atenuar los rigores del invierno por la restitución del exceso de los calores estivales, han ayudado eficazmente a la agricultura. Al suministrar la fuerza motriz de los aparatos de navegación aérea, han permitido que el comercio se desarrollara magníficamente. A ellos se debe la producción incesante de electricidad sin pilas ni máquinas, de luz sin combustión ni incandescencia y, por último, de una inagotable fuente de trabajo, que ha centuplicado la producción industrial.

¡Pues bien! Vamos a encontrar al conjunto de estas maravillas en una mansión incomparable, la mansión del Earth Herald, recientemente inaugurada en la avenida 16823 de Centrópolis, la actual capital de los Estados Unidos de las dos Américas.

Si el fundador del New York Herald, Gordon Bennett, volviera a la vida hoy, ¿qué diría al ver este palacio de mármol y oro, que pertenece a su ilustre nieto, Francis Bennett? Veinticinco generaciones se sucedieron y el New York Herald se mantuvo en la distinguida familia de los Bennett. Hace doscientos años, cuando el gobierno de la Unión se trasladó de Washington a Centrópolis, el periódico lo siguió -a menos que el gobierno haya seguido al periódico- y tomó el nombre de Earth Herald.

Que no se piense que haya declinado bajo la administración de Francis Bennett. ¡No! Su nuevo director, por el contrario, iba a infundirle una energía y vitalidad sin paralelos al inaugurar el periodismo telefónico. Conocemos este sistema, llevado a la práctica por la increíble difusión del teléfono. Todas las mañanas, en lugar de ser impreso, como en los tiempos antiguos, el Earth Herald es «hablado»: es en una rápida conversación con un reportero, un político o un científico, que los abonados se informan de lo que puede interesarles. En cuanto a los clientes no suscriptos, se sabe que por unos centavos toman conocimiento del ejemplar del día en las innumerables cabinas fonográficas.

Esta innovación de Francis Bennett revitalizó el antiguo periódico. En algunos meses su clientela ascendió a ochenta y cinco millones de abonados y la fortuna del director aumentó gradualmente hasta los treinta mil millones, cifra altamente superada en la actualidad. Gracias a esta fortuna, Francis Bennett ha podido edificar su nueva mansión, colosal construcción de cuatro fachadas, cada una de las cuales mide tres kilómetros, y cuyo techo se ampara bajo el glorioso pabellón de setenta y cinco estrellas de la Confederación.

Francis Bennett, rey de los periodistas, sería hoy el rey de las dos Américas si los americanos pudiesen alguna vez aceptar la figura de un soberano cualquiera. ¿Usted lo duda? Los plenipotenciarios de todas las naciones y nuestros mismos ministros se apretujan en su puerta, mendigando sus consejos, buscando su aprobación, implorando el apoyo de su órgano todopoderoso. Calcúlese la cantidad de sabios que animaba, de artistas que mantenía, de inventores que subvencionaba. Realeza fatigosa la suya; trabajo sin descanso y, ciertamente, un hombre de otro tiempo no hubiera podido resistir tal labor cotidiana. Felizmente, los hombres de hoy son de constitución más robusta, gracias al progreso de la higiene y de la gimnasia, que ha hecho elevar de treinta y siete a cincuenta y ocho años el promedio de la vida humana, gracias también a la presencia de los alimentos científicos, mientras esperamos el futuro descubrimiento del aire nutritivo, que permitirá nutrirse… solo con respirar.

Y ahora, si les interesa conocer todo lo que constituye la jornada de un director del Earth Herald, tómense la molestia de seguirlo en sus múltiples ocupaciones, hoy mismo, este 25 de julio del presente año de 2890.


Francis Bennett se había despertado aquella mañana de muy mal humor. Hacía ocho días que su esposa estaba en Francia. Se encontraba, pues, un poco solo. ¿Es de creer? Estaban casados desde hacía diez años y era la primera vez que la señora Edith Bennett, la profesional Beauty, se ausentaba tanto tiempo. Habitualmente, dos o tres días bastaban en sus frecuentes viajes a Europa, y más particularmente a París, donde iba a comprarse sombreros.

La primera preocupación de Francis Bennett fue, pues, poner en funcionamiento su fonotelefoto, cuyos hilos iban a dar a la mansión que poseía en los Campos Elíseos.

El teléfono complementado por el telefoto, una conquista más de nuestra época. Si desde hace tantos años se transmite la palabra mediante corrientes eléctricas, es de ayer solamente que se puede transmitir también la imagen. Valioso descubrimiento, a cuyo inventor Francis Bennett no fue el último en agradecer aquella mañana, cuando percibió a su mujer, reproducida en un espejo telefótico, a pesar de la enorme distancia que los separaba.

¡Dulce visión! Un poco cansada del baile o del teatro de la víspera, la señora Bennett está aún en cama. Aunque allá sea casi el mediodía, todavía duerme, su cabeza seductora oculta bajo los encajes de la almohada.

Pero de pronto se agita, sus labios tiemblan… ¿Acaso está soñando? ¡Sí, sueña…! Un nombre escapa de su boca: «¡Francis… querido Francis…!»

Su nombre, pronunciado con esa dulce voz, ha dado al humor de Francis Bennett un aspecto más feliz y, no queriendo despertar a la bella durmiente, salta con rapidez de su lecho y penetra en su vestidor mecánico.

Dos minutos después, sin que hubiese recurrido a la ayuda de ningún sirviente, la máquina lo depositaba, lavado, peinado, calzado, vestido y abotonado de arriba abajo, en el umbral de sus oficinas. La ronda cotidiana iba a comenzar. Fue en la sala de folletinistas donde Francis Bennett penetró primero.

Muy vasta, esta sala, coronada por una gran cúpula translúcida. En un rincón, diversos aparatos telefónicos por los cuales los cien literatos del Earth Herald narraban cien capítulos de cien novelas a un público enardecido.

Divisando a uno de los folletinistas que tomaba cinco minutos de descanso, le dijo Francis Bennett:

-Muy bueno, mi querido amigo, muy bueno, su último capítulo. La escena donde la joven campesina aborda con su enamorado unos problemas de filosofía trascendente es producto de una finísima observación. Jamás se han pintado mejor las costumbres campestres. ¡Continúe así, mi querido Archibald! ¡Ánimo! ¡Diez mil nuevos abonados, desde ayer, gracias a usted!

-Señor John Last -prosiguió volviéndose hacia otro de sus colaboradores-, estoy menos satisfecho con usted. ¡Su novela no parece verídica! ¡Corre usted muy rápido hacia la meta! ¡Pero bueno!, ¿y los métodos documentales? ¡Es necesario disecar! No es con una pluma que se escribe en nuestra época, es con un bisturí. Cada acción en la vida real es el resultado de pensamientos fugitivos y sucesivos, que hay que enumerar con esmero para crear un ser vivo. Y qué más fácil que servirse del hipnotismo eléctrico, que desdobla al hombre y libera su personalidad. ¡Observe cómo vive usted, mi querido John Last! Imite a su compañero a quien he felicitado hace un momento. Hágase hipnotizar… ¿Cómo? ¿Usted ya lo hace, me dice…? ¡No lo suficiente, entonces, no lo suficiente!

Habiendo dado esta breve lección, Francis Bennett continúa la inspección y penetra en la sala de reportajes. Sus mil quinientos reporteros, situados entonces ante sendos teléfonos, les comunicaban a los abonados las noticias del mundo entero recibidas durante la noche. La organización de este incomparable servicio se ha descrito a menudo. Además de su teléfono, cada reportero tiene ante sí una serie de conmutadores que permiten establecer la comunicación con tal o cual línea telefótica. Así los abonados no sólo reciben la narración, sino también las imágenes de los acontecimientos, obtenidas mediante la fotografía intensiva.

Francis Bennett interpela a uno de los diez reporteros astronómicos, destinados a este servicio, que aumentará con los nuevos descubrimientos ocurridos en el mundo estelar.

-¿Y bien, Cash, que ha recibido?

-Fototelegramas de Mercurio, de Venus y de Marte, señor.

-¿Es interesante este último?

-¡Sí! Una revolución en el Imperio Central, en provecho de los demócratas liberales contra los republicanos conservadores.

-Como aquí, entonces. ¿Y de Júpiter?

-¡Aún nada! No logramos entender las señales de los jovianos. Quizás…

-¡Esto le concierne a usted y lo hago responsable, señor Cash! -respondió Francis Bennett, que muy disgustado se dirigió a la sala de redacción científica.

Inclinados sobre sus calculadoras, treinta sabios se absorbían en ecuaciones de nonagésimo quinto grado. Algunos trabajaban incluso con fórmulas del infinito algebraico y del espacio de veinticuatro dimensiones como un escolar juega con las cuatro reglas de la aritmética.

Francis Bennett cayó entre ellos como una bomba.

-¿Y bien, señores, qué me dicen? ¿Aún ninguna respuesta de Júpiter? ¡Será siempre lo mismo! Veamos, Corley, hace veinte años que usted estudia este planeta, me parece…

-¿Qué quiere usted, señor? -respondió el sabio interpelado-. Nuestra óptica aún deja mucho que desear e incluso con nuestros telescopios de tres kilómetros…

-Ya lo oyó, Peer -interrumpió Francis Bennett, dirigiéndose al colega de Corley-, ¡la óptica deja mucho que desear…! ¡Es su especialidad, mi querido amigo! ¡Ponga más lentes, qué diablos! ¡Ponga más lentes!

Luego regresó con Corley:

-Pero a falta de Júpiter, ¿al menos obtenemos resultados con respecto a la Luna…?

-¡Tampoco, señor Bennett!

-¡Ah! Esta vez no acusará a la óptica. La Luna está seiscientas veces más cerca que Marte, con el cual, no obstante, nuestro servicio de correspondencia está establecido con regularidad. No son los telescopios los que faltan…

-No, los que faltan son los habitantes -respondió Corley con una fina sonrisa de sabio.

-¿Se atreve a afirmar que la Luna está deshabitada?

-Por lo menos, señor Bennett, en la cara que nos muestra. Quién sabe si del otro lado…

-Bueno, Corley, hay un medio muy sencillo para cerciorarse de ello…

-¿Cuál es?

-¡Dar vuelta la Luna!

Y aquel día los sabios de la fábrica Bennett comenzaron a proyectar los medios mecánicos que debían llevar a la rotación de nuestro satélite.

Por lo demás Francis Bennett tenía motivos para estar satisfecho. Uno de los astrónomos delEarth Herald acababa de determinar los elementos del nuevo planeta Gandini. Es a mil seiscientos millones trescientos cuarenta y ocho mil doscientos ochenta y cuatro kilómetros y medio que este planeta describe su órbita alrededor del sol y para realizarla necesita doscientos setenta y dos años, ciento noventa y cuatro días, doce horas, cuarenta y tres minutos, nueve segundos y ocho décimas.

Francis Bennett estaba encantado con esa precisión.

-¡Bien! -exclamó-, apresúrese a informar al servicio de reportajes. Usted sabe con qué pasión sigue el público estas cuestiones astronómicas. Quiero que la noticia aparezca en el número de hoy.

Antes de abandonar la sala de reporteros, Francis Bennett se acercó al grupo especial de entrevistadores y, dirigiéndose al que estaba encargado de los personajes célebres, preguntó:

-¿Ha entrevistado al presidente Wilcox?

-Sí, señor Bennett, y publico en la columna de informaciones que sin duda alguna sufre de una dilatación del estómago y que debe someterse a lavados tubulares de los más concienzudos.

-Perfecto. ¿Y este asunto del asesino Chapmann? ¿Ha entrevistado a los jurados que deben presidir la audiencia?

-Sí, y están todos tan de acuerdo en la culpabilidad que el caso ni siquiera será expuesto ante ellos. El acusado será ejecutado antes de haber sido condenado…

-¿Ejecutado… eléctricamente?

-Eléctricamente, señor Bennett, y sin dolor… se supone, pues aún no se ha dilucidado este detalle.

La sala contigua, vasta galería de medio kilómetro de largo, estaba consagrada a la publicidad y fácilmente se imagina lo que debe ser la publicidad de un periódico como el Earth Herald. Producía un promedio de tres millones de dólares al día. Gracias a un ingenioso sistema, una parte de esta publicidad se difundía en una forma absolutamente novedosa, debida a una patente comprada al precio de tres dólares a un pobre diablo que está muerto de hambre. Consiste en inmensos carteles, que reflejan las nubes, y cuya dimensión es tal que se los puede percibir desde toda una comarca.

En esa galería, mil proyectores se ocupaban sin cesar de enviar esos anuncios desmesurados a las nubes, que los reproducían en colores.

Pero, aquel día, cuando Francis Bennett entró en la sala de publicidad, vio que los mecánicos estaban de brazos cruzados cerca de los proyectores inactivos. Se informa… Por toda respuesta, le muestran el cielo de un azul puro.

-¡Sí! ¡Buen tiempo -murmura- y la publicidad aérea no es posible! ¿Qué hacer? ¡Si no se tratase más que de lluvia, podríamos producirla! ¡Pero no es lluvia, sino nubes lo que necesitamos!

-Sí… hermosas nubes muy blancas -respondió el mecánico jefe.

-Bueno, señor Samuel Mark, se dirigirá usted a la redacción científica, servicio meteorológico. Les dirá de mi parte que se pongan a trabajar en el asunto de las nubes artificiales. Verdaderamente no podemos quedarnos así, a merced del buen tiempo.

Tras haber acabado la inspección de las diversas divisiones del periódico, Francis Bennett pasó al salón de recepción donde lo esperaban los embajadores y ministros plenipotenciarios, acreditados ante el gobierno americano. Estos caballeros venían a buscar los consejos del todopoderoso director. En el momento en que Francis Bennett entraba en el salón, estaban discutiendo con cierta animación.

-Que su Excelencia me perdone -decía el embajador de Francia al embajador de Rusia-, pero para mí no hay nada que cambiar en el mapa de Europa. El Norte para los eslavos, ¡sea! ¡Pero el Sur para los latinos! Nuestra frontera común del Rin me parece excelente. Por otra parte, sépalo bien, mi gobierno resistirá cualquier maniobra que se haga contra nuestras prefecturas de Roma, Madrid y Viena.

-¡Bien dicho! -dijo Francis Bennett, interviniendo en el debate-. ¿Acaso, señor embajador de Rusia, no está satisfecho con su vasto imperio, que desde las orillas del Rin se extiende hasta las fronteras de China, un imperio cuyo inmenso litoral bañan el océano Glacial, el Atlántico, el mar Negro, el Bósforo y el océano Índico? Además, ¿para qué las amenazas? ¿Es posible la guerra con las invenciones modernas, esos obuses asfixiantes que se envían a cientos de kilómetros, esas centellas eléctricas, de veinte leguas de largo, que pueden aniquilar de un solo golpe un ejército entero, esos proyectiles que se cargan con microbios de la peste, del cólera, de la fiebre amarilla y que destruirían toda una nación en algunas horas?

-Ya lo sabemos, señor Bennett -respondió el embajador de Rusia-. Pero ¿podemos hacer lo que queremos? Empujados nosotros mismos por los chinos en nuestra frontera oriental, debemos intentar, cueste lo que costare, alguna acción hacia el Oeste…

-No es lo correcto, señor -replicó Francis Bennett con un tono protector-. ¡Bueno, como la proliferación china es un peligro para el mundo, presionaremos sobre los Hijos del Cielo. Tendrá que imponerles a sus súbditos un máximo de natalidad que no podrán superar bajo pena de muerte. Esto compensará las cosas.

-Señor cónsul-dijo el director del Earth Herald, dirigiéndose al representante de Inglaterra-, ¿qué puedo hacer por usted?

-Mucho, señor Bennett -respondió este personaje inclinándose con humildad-. Basta que su periódico consienta iniciar una campaña en nuestro favor…

-¿Y con qué propósito?

-Simplemente para protestar contra la anexión de Gran Bretaña por los Estados Unidos.

-¡Simplemente! -exclamó Francis Bennett encogiéndose de hombros-. ¡Una anexión de ciento cincuenta años de antigüedad! ¿Pero los señores ingleses no se resignarán jamás a que, por un justo vuelco del destino, su país se haya convertido en colonia americana? Es pura locura. Cómo es posible que su gobierno haya creído que yo iniciaría esta campaña antipatriótica…

-Señor Bennett, la doctrina de Munro es toda América para los americanos, usted lo sabe, nada más que América, y no…

-Pero Inglaterra es solo una de nuestras colonias, señor, una de las mejores, convengo en eso, y no cuente con que consintamos en devolverla.

-¿Se rehúsa usted?

-¡Me rehúso, y si insiste, provocaremos un casus belli nada más que con la entrevista de uno de nuestros reporteros!

-¡Entonces es el fin! -murmuró abatido el cónsul-. ¡El Reino Unido, Canadá y Nueva Bretaña son de los americanos, las Indias de los rusos, Australia y Nueva Zelanda son de ellas mismas! De todo lo que una vez fue Inglaterra, ¿qué nos queda? ¡Nada!

-¡Nada no, señor! -respondió Francis Bennett-. ¡Les queda Gibraltar!

Dieron las doce en ese momento. El director del Earth Herald terminó la audiencia con un ademán, abandonó el salón, se sentó en un sillón de ruedas y llegó en pocos minutos a su comedor, situado a un kilómetro de allí, en el extremo de su mansión.

La mesa está servida. Francis Bennett ocupa su lugar. Al alcance de su mano está dispuesta una serie de grifos y, ante él, se redondea el cristal de un fonotelefoto, sobre el cual aparece el comedor de su mansión de París. A pesar de la diferencia horaria, el señor y la señora Bennett convienen en tener sus comidas al mismo tiempo. Nada más encantador que almorzar así, frente a frente, a mil leguas de distancia, viéndose y hablándose por medio de aparatos fonotelefóticos.

Pero en este momento la sala en París está vacía.

-Edith estará retrasada -se dice Francis Bennett-. ¡Oh, la puntualidad de las mujeres! Progresa todo, menos eso…

Y haciéndose esta muy justa reflexión, abre uno de los grifos.

Como todas las personas acomodadas de nuestra época, Francis Bennett, renunciando a la cocina doméstica, es uno de los abonados a la Gran Sociedad de Alimentación a Domicilio. Esta sociedad distribuye mediante una red de tubos neumáticos manjares de toda clase. Este sistema es costoso, sin duda, pero la cocina es mejor y tiene la ventaja de suprimir la exasperante raza de los cocineros de ambos sexos.

Así que Francis Bennett almuerza solo, no sin pesar, y estaba terminando su café cuando la señora Bennett, que volvía a su residencia, apareció en el cristal del telefoto.

-¿Y de dónde vienes, mi querida Edith? -preguntó Francis Bennett.

-¡Vaya! -respondió la señora Bennett-. ¿Ya has terminado? ¿He llegado tarde…? ¿Que de dónde vengo…? ¡De mi sombrerero…! ¡Este año hay unos sombreros fascinantes! ¡Es más, ya no son sombreros siquiera… son domos, son cúpulas! Estaré un poco olvidadiza…

-Un poco, querida, puedes ver que ya he terminado mi almuerzo…

-Bueno, ve, querido mío, ve a tus ocupaciones -respondió la señora Bennett-. Aún tengo que hacerle una visita a mi modista-modelador.

Este modista era nada menos que el célebre Wormspire, aquel que tan acertadamente proclamó el principio: «La mujer no es más que una cuestión de formas».

Francis Bennett besó la mejilla de la señora Bennett sobre el cristal del telefoto y se dirigió a la ventana, donde esperaba su aerocoche.

-¿Adónde va, señor? -preguntó el aerocochero.

-Veamos; tengo tiempo -respondió Francis Bennett-. Condúzcame a mis fábricas de acumuladores del Niágara.

El aerocoche, admirable máquina, basada en el principio de lo más pesado que el aire, se lanzó a través del espacio con una velocidad de seiscientos kilómetros por hora. Bajo sus pies desfilaban las ciudades y sus aceras móviles que transportaban a los peatones a lo largo de las calles, los campos recubiertos de una inmensa telaraña, la red de hilos eléctricos.

En media hora Francis Bennett había llegado a su fábrica del Niágara, en la cual, después de haber utilizado la fuerza de las cataratas para producir energía, la vende o la alquila a los consumidores. Luego de finalizar su visita, volvió por Filadelfia, Boston y Nueva York a Centrópolis, donde su aerocoche lo dejó a las cinco de la tarde.

Había una muchedumbre en la sala de espera del Earth Herald. Acechaban el regreso de Francis Bennett para la audiencia diaria que concedía a los solicitantes. Eran inventores que mendigaban fondos, empresarios que proponían negocios, todos dignos de ser atendidos. Tras escuchar las diferentes propuestas, había que elegir, rechazar las malas, examinar las dudosas, aceptar las buenas.

Francis Bennett despachó rápidamente a los que no aportaban más que ideas inútiles o impracticables. ¿No pretendía uno de ellos hacer revivir la pintura, un arte tan pasado de moda que el Ángelus de Millet se acababa de vender en quince francos, y esto gracias al progreso de la fotografía en color, inventada a fines del siglo XIX por el japonés Aruziswa-Riochi-Nichrome-Sanjukamboz-Kio-Baski-Kû, nombre que se ha vuelto popular con tanta facilidad? ¿No había encontrado otro el bacilo primigenio, que debía hacer al hombre inmortal tras ser introducido en el organismo humano bajo la forma de un caldo bacteriano? ¿No acababa de descubrir este, un químico práctico, un nuevo cuerpo simple, el nihilio, cuyo kilogramo costaba tres millones de dólares? ¿No afirmaba aquel, un osado médico, que si la gente moría aún, al menos moría curada? ¿Y este otro, aun más audaz, no pretendía poseer un remedio específico contra el catarro…?

Todos estos soñadores fueron despedidos prontamente.

Algunos otros recibieron mejor acogida y primeramente un joven, cuya amplia frente anunciaba una profunda inteligencia.

-Señor -dijo-, si antiguamente se calculaban en setenta y cinco los cuerpos simples, este número se ha reducido actualmente a tres, ¿sabe usted?

-Perfectamente -respondió Francis Bennett.

-Bien, señor, estoy a punto de reducir estos tres a uno solo. Si no me falta el dinero, en algunas semanas lo habré logrado.

-¿Y entonces?

-Entonces, señor, lisa y llanamente habré determinado lo absoluto.

-¿Y la consecuencia de este descubrimiento?

-Será la creación sencilla de cualquier materia, piedra, madera, metal, fibrina…

-¿Entonces pretendería usted llegar a fabricar una criatura humana…?

-Absolutamente… Solo le faltará el alma…

-¡Cómo no! -respondió irónicamente Francis Bennett, que, sin embargo, incorporó al joven químico a la redacción científica del periódico…

Un segundo inventor, basándose en viejas experiencias que databan del siglo XIX y desde entonces repetidas muchas veces, tenía la idea de desplazar toda una ciudad en un solo bloque. Se trataba concretamente de la ciudad de Staaf, situada a unas quince millas del mar, la cual se transformaría en estación balnearia, tras haber sido llevada sobre rieles hasta el litoral. De donde resultaría un enorme beneficio para los terrenos edificados y por edificar.

Francis Bennett, seducido por este proyecto, consintió en ir a medias en el negocio.

-Sabe, señor -le dijo un tercer postulante-, que, gracias a nuestros acumuladores y transformadores solares y terrestres, hemos logrado uniformar las estaciones. Transformamos en calor una parte de la energía de que disponemos y enviamos este calor a las regiones polares, donde fundirá los hielos…

-Déjeme sus planos -respondió Francis Bennett- y vuelva en una semana.

Por fin, un cuarto sabio llevaba la noticia de que una de las cuestiones que apasionaban al mundo entero iba ser resuelta esa misma noche.

Se sabe que un siglo atrás una temeraria experiencia había atraído la atención pública sobre el doctor Nathaniel Faithburn. Partidario convencido de la hibernación humana, es decir, de la posibilidad de suspender las funciones vitales y posteriormente hacerlas renacer luego de cierto tiempo, se había decidido a experimentar sobre sí mismo la excelencia del método. Después de haber indicado mediante testamento ológrafo las maniobras adecuadas para volverlo paulatinamente a la vida dentro de cien años, fue sometido a un frío de 172 grados; reducido entonces al estado de momia, el doctor Faithburn fue encerrado en una cripta por el periodo convenido.

Ahora bien, era precisamente ese día, 25 de julio de 2890, cuando el plazo expiraba. Vinieron a proponerle a Francis Bennett que la resurrección esperada con tanta impaciencia se celebrase en una de las salas del Earth Herald. De este modo el público podría estar al tanto de la situación segundo a segundo.

La propuesta fue aceptada y como la operación no debía realizarse hasta las nueve de la noche, Francis Bennett se tendió en una reposera en la sala de audición. Luego, girando una perilla, se puso en comunicación con el Central Concert.

¡Después de una jornada tan ocupada, qué delicia encontró en las obras de los mejores músicos de la época, basadas en una sucesión de sabias fórmulas armónico-algebraicas!

La oscuridad envolvía la sala y Francis Bennett, entregado a un sueño semiextático, ni siquiera se daba cuenta. Pero de pronto se abrió una puerta.

-¿Quién es? -dijo, girando un conmutador colocado bajo su mano.

Inmediatamente, por una sacudida eléctrica producida en el éter, el aire se volvió luminoso.

-¡Ah! ¿Es usted, doctor? -dijo Francis Bennett.

-Soy yo -respondió el doctor Sam, quien venía a hacer su visita diaria… del abono anual-. ¿Cómo se encuentra?

-Bien.

-Tanto mejor… Veamos su lengua.

Y la observó bajo el microscopio.

-Bien… ¿Y su pulso?

Lo tomó con un sismógrafo, muy parecido a los que registran las vibraciones del suelo.

-¡Excelente! ¿Y el apetito?

-¡Este…!

-¡Sí, el estómago! ¡No anda muy bien! ¡El estómago ha envejecido! ¡Pero la cirugía ha progresado mucho! ¡Será necesario hacerle colocar uno nuevo! Usted sabe, tenemos estómagos de repuesto, con garantía de dos años…

-Ya veremos -respondió Francis Bennett-. Mientras esperamos, doctor, acompáñeme a cenar.

Durante la comida, la comunicación fonotelefótica fue establecida con París. Esta vez, Edith Bennett estaba sentada a la mesa y la cena, entremezclada con los chistes del doctor Sam, fue fascinante. Luego, apenas terminaron:

-¿Cuándo calculas regresar a Centrópolis, mi querida Edith? -preguntó Francis Bennett.

-Voy a partir al instante.

-¿Por el tubo o el aerotren?

-Por el tubo.

-¿Entonces estarás aquí…?

-A las once y cincuenta y nueve de la noche.

-¿Hora de París?

-¡No, no! Hora de Centrópolis.

-Hasta pronto, entonces, y, sobre todo, no pierdas el tubo.

Estos tubos submarinos, por los cuales se venía de Europa en 295 minutos, eran preferibles a los aerotrenes, que solo iban a 1.000 kilómetros por hora.

El doctor se retiró, después de haber prometido regresar para asistir a la resurrección de su colega Nathaniel Faithburn, y Francis Bennett, queriendo determinar las cuentas del día, entró a su despacho. Enorme operación, cuando se trata de una empresa cuyos gastos diarios alcanzan los 1500 dólares. Afortunadamente, el progreso de la mecánica moderna facilita notablemente este tipo de trabajo. Con ayuda del piano-calculador eléctrico, Francis Bennett acabó su tarea en veinticinco minutos.

Ya era hora. Apenas hubo golpeado la última tecla en el aparato totalizador, su presencia fue reclamada en la sala de experimentación. De inmediato se dirigió a ella y fue recibido por un numeroso cortejo de sabios, quienes se hallaban junto al doctor Sam.

Allí está el cuerpo de Nathaniel Faithburn, en su ataúd, que se halla colocado sobre caballetes en medio de la sala.

Se activa el telefoto y el mundo entero va a poder seguir las diversas fases de la operación.

Se abre el féretro… Se saca a Nathaniel Faithburn… Todavía parece una momia, amarillo, duro, seco. Suena como la madera… Se le somete al calor… a la electricidad… Ningún resultado… Lo hipnotizan… Lo sugestionan… Nada puede vencer este estado ultracataléptico…

-¿Y bien, doctor Sam? -pregunta Francis Bennett.

El doctor Sam se inclina sobre el cuerpo, lo examina con la mayor atención… Le introduce por medio de una inyección hipodérmica algunas gotas del famoso elixir Brown-Séquard, que aún está de moda… La momia está más momificada que nunca.

-Bien -responde el doctor Sam-, creo que la hibernación se ha prolongado en demasía…

-¿Y entonces?

-Entonces, Nathaniel Faithburn está muerto.

-¿Muerto?

-¡Tan muerto como se puede estar!

-¿Puede decir desde cuándo?

-¿Desde cuándo? -respondió el doctor Sam-. Desde el momento en que ha tenido la nefasta idea de hacerse congelar por amor a la ciencia…

-¡Vamos -dijo Francis Bennett-, he aquí un método que necesita ser perfeccionado!

-Perfeccionado es la palabra -respondió el doctor Sam, mientras la comisión científica de hibernación se llevaba su fúnebre paquete.

Francis Bennett, seguido por el doctor Sam, volvió a su habitación y, como parecía muy fatigado después de una jornada tan atareada, el médico le aconsejó tomar un baño antes de acostarse.

-Tiene razón, doctor… Así me repondré…

-Completamente, señor Bennett, y si lo desea, voy a ordenar al salir…

-No es necesario, doctor. Hay siempre un baño preparado en la mansión y ni siquiera tengo que molestarme en ir a tomarlo fuera de mi habitación. Mire, con solo tocar este botón, la bañera va a ponerse en movimiento y la verá presentarse ella sola con el agua a la temperatura de treinta y siete grados.

Francis Bennett acababa de presionar el botón. Un ruido sordo brotaba, crecía, se intensificaba… Luego, se abrió una de las puertas y apareció la bañera, deslizándose eléctricamente sobre sus rieles.

¡Cielos! Mientras el doctor Sam se cubre la cara, unos grititos de pudor y espanto se escapan de la bañera…

Habiendo llegado hacía media hora a la mansión por el tubo transoceánico, la señora Bennett estaba dentro…

El día siguiente, 26 de julio de 2890, el director del Earth Herald volvía a comenzar su ronda de veinte kilómetros a través de sus oficinas y a la noche, cuando operó su totalizador, estimó los beneficios de aquella jornada en doscientos cincuenta mil dólares: cincuenta mil más que la víspera.

¡Qué buena ocupación, la de periodista a fines del siglo veintinueve!

FIN

«Au XXIXe siècle: La journée d’un journaliste américain en 2889»
Cuento publicado en el 1889