Jorinde y Joringel – Hermanos Grimm

Érase una vez un viejo palacio en medio de un gran y espeso bosque, y dentro del palacio vivía completamente sola una vieja mujer que era una bruja muy bruja. De día se convertía en un gato o en un búho y por la noche volvía a recuperar su verdadera figura humana. Sabía atraer a los animales salvajes y a los pájaros, y luego los mataba y los cocía o los asaba. Cuando alguien se acercaba a cien pasos del palacio tenía que detenerse y no se podía mover del sitio hasta que ella le soltaba; en cambio, si una inocente doncella entraba en ese círculo, la transformaba en un pájaro y luego la encerraba en una cesta en los cuartos del palacio. Tenía en el palacio sus buenas siete mil cestas con tan singulares pájaros.

Había una vez una doncella que se llamaba Jorinde y era más bella que ninguna otra muchacha. Ella y un joven muy hermoso llamado Joringel se habían prometido en matrimonio. Estaban en los días de noviazgo y su mayor placer era estar el uno con el otro. Para poder hablar por una vez a solas se fueron a pasear al bosque.

-¡Guárdate mucho de acercarte demasiado al palacio! -dijo Joringel.

Era una bella tarde, el sol brillaba claro entre los troncos de los árboles penetrando en el verde oscuro del bosque y la tórtola cantaba quejumbrosa sobre las viejas hayas.

Jorinde se echó a llorar, se sentó al sol y empezó a lamentarse. Joringel se lamentó también. Estaban tan espantados como si fueran a morirse. Miraron a su alrededor desorientados y no sabían cómo volver a casa. La mitad del sol estaba aún por encima de la montaña y la otra mitad por debajo. Joringel miró entre los matorrales y vio muy cerca de él el viejo muro del palacio, se asustó y le entró pánico. Jorinde cantó:

Pajarito mío de roja banda
canta mi pena, penita, pena.
La palomita su muerte canta,
canta su pe…, ¡pío! ¡pi!, ¡pío! ¡pi!

Joringel buscó a Jorinde con la mirada. Jorinde se había transformado en un ruiseñor que cantaba: «¡Pío! ¡Pi! ¡Pío! ¡Pi!» Un búho con ojos que echaban chispas voló tres veces a su alrededor y gritó tres veces: «¡Uhú! ¡Uhú! ¡Uhú! » Joringel no podía moverse; estaba allí como una piedra, no podía llorar, ni hablar, ni mover las manos ni los pies. Entonces se puso el sol. El búho voló hasta un matorral, e inmediatamente después salió de él una vieja y encorvada mujer, amarilla y flaca, de grandes ojos rojos y aguileña nariz, cuya punta le llegaba hasta la barbilla. Murmuró algo, capturó al ruiseñor y se lo llevó. Joringel no pudo decir nada ni moverse del sitio.

El ruiseñor desapareció. Finalmente la mujer volvió y dijo con voz bronca:

-¡Hola, Zaquiel! ¡Cuando la luz de la lunita brille en la cestita libéralo, Zaquiel, en buena hora!

Entonces Joringel quedó libre; se arrodilló ante la mujer y le suplicó que le devolviera a su Jorinde, pero ella dijo que jamás volvería a tenerla y se marchó. Él clamó, lloró y se lamentó, pero todo fue en vano. «¡Ay! ¿Qué va a ser de mí?», pensó. Joringel se marchó y finalmente llegó a un pueblo desconocido; allí estuvo apacentando cabras mucho tiempo. A menudo rodeaba el palacio, pero sin acercarse demasiado. Hasta que una noche soñó que se encontraba una flor roja como la sangre con una perla hermosa y grande en el centro, y cortaba la flor y se iba con ella al palacio. Todo lo que tocaba con la flor quedaba libre del encantamiento. También soñó que de esa manera recuperaba a su Jorinde.

Por la mañana, cuando se despertó, empezó a buscar una flor así por montañas y valles. Siguió buscando hasta el noveno día y entonces, por la mañana temprano, encontró la flor roja como la sangre. En el centro tenía una gota de rocío, tan grande como la más hermosa perla. Aquella flor la llevó día y noche hasta llegar al palacio. Cuando llegó a cien pasos del palacio no se quedó paralizado, sino que siguió avanzando hacia la puerta. Joringel se alegró mucho, tocó el portón con la flor y éste se abrió de par en par; entró, atravesó el patio y escuchó con atención a ver si oía los numerosos pájaros. Por fin los oyó; fue y encontró el salón. Allí estaba la bruja dando de comer a los pájaros en las siete mil cestas. Cuando vio a Joringel se puso furiosa, muy furiosa, escupió veneno y bilis contra él, pero no pudo acercársele a dos pasos. Él no se volvió hacia ella y fue directo a mirar las cestas de los pájaros; pero allí había muchos cientos de ruiseñores. ¡Cómo iba a encontrar a su Jorinde?

Mientras estaba mirando se dio cuenta de que la vieja cogía a escondidas un cestito con un pájaro y se iba con él hacia la puerta. Se fue hacia allí inmediatamente, tocó el cestito con la flor y también a la vieja. Entonces ella ya no pudo hacer magia, y Jorinde estaba allí, abrazada a su cuello, y tan bella como había sido siempre, y él convirtió también de nuevo en doncellas a los demás pájaros y luego se fue con su Jorinde a casa, y juntos vivieron felices durante mucho tiempo.

Hermanito y hermanita – Hermanos Grimm

Un hermanito tomó a su hermanita de la mano, y le dijo:

-Desde que ha muerto nuestra madre no hemos tenido una hora buena; nuestra madrastra nos pega todos los días, y si nos arrimamos a ella, nos echa a puntillones. Los mendrugos del pan que quedan son nuestro alimento, y al perro que está debajo de la mesa le trata mucho mejor que a nosotros, pues le echa alguna vez un buen pedazo de pan. Dios tenga piedad de nosotros, ¿si lo supiera nuestra madre? Mira, ¿no será mejor irnos a correr el mundo! ¡Acaso nos vaya mejor!

Caminaron todo el día atravesando campos, prados y sierras, y cuando llovía decía la hermanita:

-Dios llora lo mismo que nuestros corazones.

Por la noche llegaron a un bosque muy espeso, y estaban tan fatigados por el hambre, el cansancio y el disgusto, que se acurrucaron en el hueco de un árbol y se durmieron.

Cuando despertaron al día siguiente, el sol estaba ya en lo alto del cielo y calentaba con sus rayos el interior del árbol.

Entonces dijo el hermanito:

-Tengo sed, hermanita, si supiera dónde hay una fuente, iría a beber. Me parece que he oído sonar una.

Se levantó el hermanito, tomó a su hermanita de la mano y se pusieron a buscar la fuente. Pero su malvada madrastra era hechicera, había visto marcharse a los dos hermanitos, había seguido sus pasos a hurtadillas, como hacen las hechiceras, y había echado yerbas encantadas en todas las fuentes de la selva. En cuanto encontraron una fuente que corría murmurando por entre las piedras, el hermanito quiso beber, pero la hermanita oyó decir a la fuente por lo bajo.

-El que de mi agua bebe, tigre se vuelve; el que de mi agua bebe, tigre se vuelve.

La hermana le dijo:

-Por Dios, hermano, no bebas, pues te volverás tigre y me harías pedazos.

El hermanito no bebió aunque tenía mucha sed, y dijo:

-Esperaré basta llegar a otra fuente.

Cuando llegaron a la segunda fuente, la oyó decir la hermanita:

-Quien de mi agua bebe, lobo se vuelve; quien de mi agua bebe, lobo se vuelve.

La hermanita le dijo:

-No bebas por Dios, hermanito, pues te volverías lobo y me comerías.

El hermanito no bebió, y dijo:

-Esperaré hasta que lleguemos a la próxima, pero entonces beberé aunque digas cuanto quieras, pues estoy seco de sed.

Cuando llegaron a la tercera fuente, la hermanita la oyó murmurar estas palabras:

-El que de mi agua bebe, corzo1 se vuelve.

La hermanita le dijo:

-¡No bebas, por Dios, hermanito, porque te volverías corzo y huirías de mí!

Pero el hermanito se había arrodillado cerca de la fuente y comenzó a beber; apenas tocaron sus labios el agua, se convirtió en corzo.

La hermanita echó a llorar sobre su pobre hermano encantado, y el pobre corzo lloraba también sin menearse de su lado.

La niña le dijo por último:

-No tengas cuidado, mi querido corzo, que no me separaré de ti.

Entonces se quitó su liga dorada, e hizo un collar con ella al corzo, después arrancó algunos juncos y tejió con ellos una soguilla, con la que ató al animal y se le llevó metiéndose con él en un bosque. Después de haber andado mucho tiempo, llegaron por último a una casita, donde entró la niña, y habiendo visto que no estaba habitada, dijo:

-Aquí podemos detenernos y quedarnos a vivir.

Entonces buscó musgo para que pudiera descansar el corzo, y todas las mañanas salía, cogía raíces, frutas salvajes y nueces, y cogía también yerbas frescas que comía el corzo en su mano y estaba muy contento y saltaba de alegría delante de ella. Por la noche, cuando la niña estaba ya cansada, y había rezado sus oraciones, reclinaba su cabeza en la espalda del corzo, que le servía de alfombra y se dormía dulcemente, y se hubiese creído feliz con este género de vida, con sólo que su hermano hubiera tenido todavía su forma humana.

Pasaron así algún tiempo en aquel lugar desierto, pero llegó un día en que el rey de aquel país tuvo una partida de caza en el bosque, que resonaba con las tocatas de las trompas, los ladridos de los perros y los alegres gritos de los cazadores.

El corzo oyó todo aquel ruido y sentía no encontrarse cerca.

-¡Ah! -dijo a su hermanita- déjame ir a la cacería, no puedo resignarme a estar aquí.

Y la suplicó tanto que cedió al fin.

-Mira -le dijo- no dejes de volver a la noche, cerraré las puertas para que no entren esos cazadores, y para que te conozca, dices cuando llames: «Soy yo, querida hermanita, abre, corazoncito mío»; si no dices eso, no abriré la puerta.

El corzo se lanzó fuera de la casa, muy contento y alegre de gozar del aire libre.

El rey y sus cazadores vieron al hermoso animal, y corrieron en su persecución sin poderle alcanzar; cuando se creían próximos a cogerle, saltó por encima de una zarza y desapareció. En cuanto comenzó a oscurecer, corrió a la casa, y llamó diciendo:

-Soy yo, querida hermanita, abre corazoncito mío.

Se abrió la puerta, entró en la casa y durmió toda la noche en su blanda cama.

Al día siguiente volvió a comenzar la caza, y cuando oyó el corzo de nuevo el son de las trompas y el ruido de los cazadores, no pudo descansar más, y dijo:

-Hermanita, ábreme, tengo que salir.

La hermanita le abrió la puerta, diciéndole:

-No dejes de venir a la noche y de decir la palabra convenida.

Cuando el rey y los cazadores volvieron a ver al corzo con su collar dorado; echaron todos tras él, pero era demasiado listo y ágil para dejarse coger: los cazadores le habían cercado ya de tal modo a la caída de la tarde, que uno de ellos le hirió ligeramente en el pie, de forma que cojeaba, y a duras penas pudo escaparse. Un cazador se deslizó tras sus huellas hasta llegar a la casita donde le oyó decir:

-Soy yo, querida hermanita, ábreme, corazoncito mío.

Y vio que le abrían la puerta y que cerraban en seguida. El cazador conservó fielmente estas palabras en la memoria, se dirigió a donde estaba el rey y le refirió lo que había visto y oído.

El rey dijo:

-Mañana continuará también la caza.

La hermanita se asustó mucho cuando vio volver al corzo herido, le lavó la sangre de la herida, le aplicó yerbas y le dijo:

-Ve a descansar a la cama, querido corcito, para curarte.

Pero la herida era tan ligera, que al día siguiente el corzo no sentía nada, y cuando volvió a oír en el bosque el sonido de la cacería, dijo:

-No puedo parar aquí, necesito salir, no me cogerán con tanta facilidad.

Su hermanita le dijo llorando:

-Hoy te van a matar, no quiero dejarte salir.

-Me moriré aquí de disgusto si no me dejas salir -le contestó-; cuando oigo la corneta de la caza, me parece que se me van los pies.

La hermanita no pudo menos de ceder, le abrió la puerta llena de tristeza, y el corzo se lanzó al bosque alegre y decidido.

El rey apenas le vio, dijo a los cazadores.

-Perseguidle hasta la noche, pero no le hagáis daño.

En cuanto se puso el sol, dijo el rey al cazador:

-Ven conmigo y enséñame la casa de que me has hablado.

Cuando llegaron a la puerta, llamó y dijo:

-Soy yo, querida hermanita, ábreme, corazoncito mío.

Se abrió la puerta y entró el rey, hallando en su presencia a una joven de lo más hermoso que había visto nunca.

La joven tuvo miedo cuando vio que en vez del corzo, entraba un rey con la corona de oro en la cabeza; pero el rey la miró con dulzura y la presentó la mano, diciéndole:

-¿Quieres venir conmigo a mi palacio y ser mi esposa?

-¡Oh, sí! -contestó la joven- más es preciso que venga conmigo el corzo, no puedo separarme de él.

El rey dijo:

-Permaneceré a tu lado mientras vivas, y no carecerás de nada.

En aquel momento entró el corzo saltando, su hermanita le ató con la cuerda de juncos, tomó la cuerda en la mano, y salió con él de la casa.

El rey llevó a la joven a su palacio, donde se celebró la boda con gran magnificencia, y desde entonces fue Su Majestad la reina y vivieron juntos mucho tiempo. El corzo estaba muy bien cuidado y saltaba y corría por el jardín del palacio; sin embargo; su malvada madrastra, que había sido la causa de que los dos niños abandonaran la casa paterna, e imaginaba que la hermanita había sido devorada por las fieras del bosque y que su hermanito, convertido en corzo, había sido muerto por los cazadores, cuando supo que eran tan felices, y vivían con tanta prosperidad, se despertaron en su corazón el odio y la envidia, comenzando a agitarle e inquietarle, y se dedicó a buscar con el mayor cuidado un medio para hundir a los dos en la desgracia. Su hija verdadera, que era tan fea como la noche y solo tenía un ojo, la reconvenía diciéndole:

-La ventura de llegar a ser reina es a mí a quien pertenece.

-¡No tengas cuidado! -le dijo la vieja, procurando apaciguarla-; cuando sea tiempo, me hallarás pronta a servirte.

En efecto, en cuanto llegó el momento en que la reina dio a luz un hermoso niño, como el rey estaba de caza, la hechicera tomó la forma de una doncella, entró en el cuarto en que se hallaba acostada la reina y le dijo:

-Venid, vuestro baño está cerca, os sentará muy bien, y os dará muchas fuerzas; pronto, antes que se enfríe.

Acompañada de su hija, llevó al baño a la reina convaleciente, le dejaron allí, y después salieron, cerrando la puerta. Habían tenido cuidado de encender junto al baño un fuego parecido al del infierno, para que la joven reina se ahogase pronto.

Después de esto, cogió la vieja a su hija, le puso un gorro en la cabeza y la acostó en la cama de la reina; le dio también la forma y las facciones de la reina, pero no pudo ponerle el ojo que había perdido, y para que no lo notase el rey, le mandó que estuviera echada del lado de que era tuerta.

Cuando a la caída de la tarde volvió el rey de la caza y supo que le había nacido un hijo, se alegró de todo corazón y quiso ir a la cama de su querida mujer para ver cómo estaba.

Pero la vieja dijo en seguida:

-No abráis, por Dios, las ventanas; la reina no puede ver la luz todavía; necesita descanso.

El rey se volvió no recelando que se hallaba sentada en su lecho una reina fingida.

Pero cuando dieron las doce de la noche y todos dormían, la nodriza que estaba en el cuarto del niño, cerca de su ama, siendo la única que velaba, vio abrirse la puerta y entrar a la verdadera madre. Sacó al niño de la cuna, lo tomó en sus brazos y le dio de beber. Después le arregló la almohada, volvió a ponerlo en su sitio y corrió las cortinas. No se olvidó tampoco del corzo; se acercó al rincón donde descansaba y le pasó la mano por la espalda. Salió después sin decir una sola palabra, y al día siguiente, cuando preguntó la nodriza a los guardias si había entrado alguien en palacio durante la noche, le contestaron:

-No, no hemos visto a nadie.

Volvió muchas noches de la misma manera sin pronunciar una sola palabra; la nodriza la veía siempre, pero no se atrevía a hablarle.

Al cabo de algún tiempo la madre comenzó a hablar por la noche y dijo:

¿Qué hace mi hijito?
¿Qué hace mi corcito?
Volveré dos veces más,
y ya no vendré jamás

La nodriza no le contestó, pero apenas había desaparecido, corrió a contárselo al rey, quien dijo:

-¡Dios mío! ¿qué significa esto? Voy a pasar la noche próxima al lado del niño.

En efecto, fue por la noche al cuarto del niño, y hacia las doce, se apareció la madre, y dijo:

¿Qué hace mi hijito?
¿Qué hace mi corcito?
Aun volveré otra vez más,
y ya no vendré jamás.

Después acarició al niño como hacía siempre, y desapareció. El rey no se atrevió a dirigirle la palabra; pero a la noche siguiente se quedó también en vela. La reina dijo:

¿Qué hace mi hijito?
¿Qué hace mi corcito?

El rey no pudo contenerse más, se lanzó hacia ella y le dijo:

-Tú debes de ser mi querida esposa.

-Sí -le contestó- soy tu mujer querida.

Y en el mismo instante recobró la vida por la gracia de Dios, y se puso tan hermosa y fresca como una rosa.

Refirió al rey el crimen que habían cometido con ella la malvada hechicera y su hija, y el rey las mandó comparecer delante de su tribunal, donde fueron condenadas. La hija fue conducida a un bosque, donde la despedazaron las bestias salvajes apenas la vieron y la hechicera fue condenada a la hoguera, pereciendo miserablemente entre las llamas; apenas la hubo consumido el fuego, volvió el corzo a su forma natural, y hermanito y hermanita vivieron felices hasta el fin de sus días.

Hans el tonto – Hermanos Grimm

Érase una vez un rey que vivía muy feliz con su hija, que era su única descendencia. De pronto, sin embargo, la princesa trajo un niño al mundo y nadie sabía quién era el padre. El rey estuvo mucho tiempo sin saber qué hacer. Al final ordenó que la princesa fuera a la iglesia con el niño y le pusiera en la mano un limón, y aquel al que se lo diera sería el padre del niño y el esposo de la princesa. Así lo hizo; sin embargo, antes se había dado orden de que no se dejara entrar en la iglesia nada más que a gente noble. Pero había en la ciudad un muchacho pequeño, encorvado y jorobado que no era demasiado listo y por eso le llamaban Hans el tonto, y se coló en la iglesia con los demás sin que nadie le viera, y cuando el niño tuvo que entregar el limón fue y se lo dio a Hans el tonto. La princesa se quedó espantada, y el rey se puso tan furioso que hizo que la metieran con el niño y Hans el tonto en un tonel y lo echaran al mar. El tonel pronto se alejó de allí flotando, y cuando estaban ya solos en alta mar la princesa se lamentó y dijo:

-Tú eres el culpable de mi desgracia, chico repugnante, jorobado e indiscreto. ¿Para qué te colaste en la iglesia si el niño no era en absoluto de tu incumbencia?

-Oh, sí -dijo el tonto-, me parece a mí que sí que lo era, pues yo deseé una vez que tuvieras un hijo, y todo lo que yo deseo se cumple.

-Si eso es verdad, desea que nos llegue aquí algo de comer.

-Eso también puedo hacerlo-dijo Hans el tonto, y deseó una fuente bien llena de papas.

A la princesa le hubiera gustado algo mejor, pero como tenía tanta hambre lo ayudó a comerse las papas.

Citando ya estuvieron hartos dijo Hans el tonto:

-¡Ahora deseo que tengamos un hermoso barco! Y apenas lo había dicho se encontraron en un magnífico barco en el que había de todo lo que pudieran desear en abundancia.

El timonel navegó directamente hacia tierra, y cuando llegaron y todos habían bajado, dijo Hans el tonto:

-¡Ahora que aparezca allí un palacio!

Y apareció allí un palacio magnífico, y llegaron unos criados con vestidos dorados e hicieron pasar al palacio a la princesa y al niño, y cuando estaban en medio del salón dijo Hans el tonto:

-¡Ahora deseo convertirme en un joven e inteligente príncipe!

Y entonces perdió su joroba y se volvió hermoso y recto y amable, y le gustó mucho a la princesa y se convirtió en su esposo.

Así vivieron felices una temporada. Un día el viejo rey iba con su caballo y se perdió y llegó al palacio. Se asombró mucho porque jamás lo había visto antes y entró en él. La princesa reconoció enseguida a su padre, pero él a ella no, pues, además, pensaba que se había ahogado en el mar hacía ya mucho tiempo. Ella le sirvió magníficamente bien y cuando el viejo rey ya se iba a ir le metió en el bolsillo un vaso de oro sin que él se diera cuenta. Pero una vez que se había marchado ya de allí en su caballo ella envió tras él a dos jinetes para que lodetuvieran y comprobaran si había robado el vaso de oro, y cuando lo encontraron en su bolsillo se lo llevaron de nuevo al palacio. Le juró a la princesa que él no lo había robado y que no sabía cómo había ido a parar a su bolsillo.

-Por eso debe uno guardarse mucho de considerar enseguida culpable a alguien -dijo ella, y se dio a conocer.

El rey entonces se alegró mucho, y vivieron muy felices juntos; y cuando él se murió, Hans el tonto se convirtió en rey.

El pobre y el rico – Hermanos Grimm

Murió una vez un pobre aldeano que fue a la puerta del Paraíso; al mismo tiempo murió un señor muy rico que subió también al cielo. Llegó san Pedro con sus llaves, abrió la puerta y mandó entrar al señor, pero sin duda no vio al aldeano, pues cerró y lo dejó afuera. Desde allá oyó la alegre recepción que le hacían al rico en el cielo, con músicas y cánticos.

Cuando quedó todo en silencio volvió por fin san Pedro y mandó entrar al pobre. Esperaba éste que volverían a continuar los cánticos y músicas, pero todo continuó en silencio. Lo recibieron con mucha alegría, los ángeles salieron a su encuentro, pero no cantó nadie.

Preguntó a san Pedro por qué no había música para él como para el rico, o si era que en el cielo reinaban las mismas diferencias que en la tierra.

-No -le contestó el santo- el mismo aprecio nos merecen uno que otro, y obtendrás la misma parte que el que acaba de entrar en las delicias del Paraíso; pero mira, pobretones así como tú llegan aquí a centenares todos los días, mientras que ricos como el que acabas de ver entrar apenas viene uno de siglo en siglo.

El piojito y la pulguita – Hermanos Grimm

Un piojito y una pulguita vivían juntos en el mismo hogar y estaban fabricando cerveza en una cáscara de huevo. El piojito entonces cayó dentro y se abrasó. La pulguita al verlo se puso a gritar. La pequeña puerta del cuarto dijo entonces:

-¿Por qué gritas, pulguita?

-Porque el piojito se ha abrasado.

La puertecita se puso a chirriar. Habló entonces una escobita que había en un rincón:

-¿Por qué chirrías, puertecita?

-¿Cómo no voy a chirriar si el piojito se ha abrasado y la pulguita está llorando?

Así, la pequeña escoba se puso a barrer terriblemente. Pasó entonces por allí un carrito y dijo:

-¿Por qué barres, escobita?

-¿Cómo no voy a barrer si el piojito se ha abrasado, la pulguita está llorando y la puertecita chirriando?

El carrito dijo entonces que iba a correr terriblemente, y se puso a correr terriblemente. Pasó corriendo junto al montoncito de estiércol y éste dijo:

-¿Por qué corres, carrito?

-¿Cómo no voy a correr si el piojito se ha abrasado, la pulguita está llorando, la puertecita chirriando y la escobita barriendo?

El montoncito de estiércol dijo entonces que iba a empezar a arder, y se puso a arder terriblemente. Había allí un arbolito que le dijo:

Montoncito de estiércol, ¿por qué ardes?

-¿Cómo no voy a arder si el piojito se ha abrasado, la pulguita está llorando, la puertecita chirriando, la escobita barriendo y el carrito corriendo?

Entonces el arbolito dijo que se iba a sacudir, y se sacudió y perdió todas sus hojas. Aquello lo vio una muchachita que llevaba un cantarito y dijo:

-Arbolito, ¿por qué te sacudes?

-¿Cómo no me voy a sacudir si el piojito se ha abrasado, la pulguita está llorando, la puertecita chirriando, la escobita barriendo, el carrito corriendo y el montoncito de estiércol ardiendo? Luego la muchachita dijo que iba a hacer pedazos su cantarito e hizo pedazos su cantarito.

-Muchachita, ¿por qué haces pedazos tu cantarito? -dijo entonces la fuentecita.

-¿Cómo no voy a hacer pedazos mi cantarito si el piojito se ha abrasado, la pulguita está llorando, la puertecita chirriando, la escobita barriendo, el carrito corriendo, el montoncito de estiércol ardiendo y el arbolito sacudiéndose?

-Ay -dijo la fuentecita-, pues entonces yo me voy a desaguar.

Y se puso a desaguarse tan terriblemente que se ahogaron todos: la muchachita, el arbolito, el montoncito de estiércol, el carrito, la escobita, la pulguita y el piojito.

El joven gigante – Hermanos Grimm

Un labrador tenía un hijo tan grande como el dedo pulgar. Nunca crecía, y en muchos años su estatura no aumentó ni en un solo dedo. Un día en que iba su padre a trabajar al campo, le dijo el pequeño:

-Padre, quiero ir contigo.

-¿Venir conmigo? -dijo el padre-; ¡quédate ahí! Fuera de casa no servirías más que para incomodar; y además podrías perderte.

Pero el enano se echó a llorar y, por tener paz, lo metió su padre en el bolsillo y lo llevó consigo. En cuanto llegó a la tierra que iba a arar, lo sentó en un surco recién abierto.

Estando allí se apareció un gigante muy grande que venía del otro lado de las montañas:

-Mira, el coco -le dijo su padre, que quería meterle miedo a su hijo para que fuera más obediente-; viene a cogerte.

Pero el gigante, que había oído esto, llegó en dos pasos al surco, cogió al enanito y se le llevó sin decir una palabra. El padre, mudo de asombro, no tuvo fuerzas ni aun para dar un grito. Creyó perdido a su hijo, y no esperó volverlo a ver más.

El gigante se le llevó a su casa y lo crió por sí mismo, y el enanito tomó de repente una gran estatura, creció y llegó a ser parecido a un gigante. Al cabo de dos años el gigante fue con él al bosque, para probarlo, y le dijo:

-Cógeme una varilla.

El muchacho era ya tan fuerte, que arrancó de la tierra un arbolito con raíces. Pero el gigante se propuso que creciera todavía más, y llevándoselo consigo, lo crió todavía durante otros dos años. Al cabo de este tiempo, habían aumentado de tal modo sus fuerzas, que arrancaba de la tierra un árbol aunque fuera muy viejo. Pero esto no era suficiente para el gigante; lo crió todavía durante otros dos años, al cabo de los cuales fue con él al bosque, y le dijo:

-Cógeme un palo de un tamaño regular.

El joven arrancó de la tierra la encina mayor del bosque, que dio un horrible estallido, no siendo este esfuerzo más que un juego para él.

-Está bien -dijo el gigante- ya ha concluido tu educación.

Y lo llevó a la tierra donde lo había cogido. Hallábase ocupado en labrar su padre, cuando se acercó a él el joven gigante y le dijo:

-Ya estoy aquí, padre mío, y hecho todo un hombre.

El labrador, asustado, exclamó:

-No, tú no eres mi hijo, yo no te quiero; márchate.

-Sí, yo soy tu hijo. Déjame trabajar en tu lugar. Araré tan bien y mejor que tú.

-No, no, tú no eres mi hijo, y tú no sabes arar; márchate.

Pero, como tenía miedo al coloso, dejó el arado y se puso a alguna distancia. Entonces, el joven, cogiendo su instrumento con una sola mano, se apoyó encima con tal fuerza, que la reja se hundió profundamente en la tierra. El labrador no pudo dejar de gritarle:

-Si quieres arar, no debes profundizar tanto, pues te saldrá muy mal el trabajo.

El joven desenganchó entonces los caballos y se enganchó al arado, diciendo a su padre:

-Ve a casa, y dile a mi madre que me prepare una comida abundante; entretanto acabaré de arar esta tierra.

El labrador fue a su casa y se lo dijo todo a su mujer. En cuanto al joven gigante, aró toda la tierra, que tendría muy bien dos fanegas, por sí solo, y enseguida la rastrilló arrastrando dos rastrillos a la vez. Cuando hubo concluido fue al bosque, arrancó dos encinas que se echó al hombro, y colgando en la una los dos rastrillos, y en la otra los dos caballos, lo llevó todo a casa de sus padres con la misma facilidad que si fuera una paja.

Cuando entró en el patio, su madre, que no lo reconocía, exclamó:

-¿Quién es ese horrible gigante?

-Es nuestro hijo -dijo el labrador.

-No -dijo ella- no es nuestro hijo; nuestro hijo ha muerto ya. Nosotros no hemos tenido nunca ninguno tan grande: el nuestro era muy pequeñito.

Y dirigiéndose a él:

-Márchate -le gritó-; nosotros no te queremos.

El joven no le contestó.

Llevó los caballos a la cuadra, les dio heno y avena y los cuidó perfectamente. Después, cuando hubo concluido, entró en el cuarto, y sentándose en el banco:

-Madre -dijo-, tengo hambre, ¿está pronta la comida?

-Sí -respondió, y puso delante de él dos platos muy grandes, llenos hasta arriba, y que hubieran bastado para comer ella y su marido durante ocho días.

El joven se comió todo; enseguida preguntó si había algo más.

-No; eso es todo lo que tenemos.

-Eso apenas ha bastado para abrirme el apetito; necesito otra cosa.

-La madre no se atrevió a negarse: puso a la lumbre una marmita muy grande, llena de tocino,y se la dio en cuanto estuvo cocida.

-Vamos -dijo- ahora ya se puede tomar un bocado.

Y se lo tragó todo sin que se le quitase el hambre. Entonces dijo a su padre:

-Veo que en casa no hay lo que necesito para comer. Búscame una barra de hierro, bastante fuerte, que no se rompa encima de mi rodilla y me iré a correr el mundo.

El labrador estaba admirado. Enganchó los dos caballos al carro y trajo de la fragua una barra de hierro tan grande y tan gruesa que apenas podían arrastrarla los dos caballos.

El joven la cogió y la rompió en su rodilla como una paja; tiró los pedazos a un lado. El padre enganchó cuatro caballos y trajo otra barra de hierro, mucho más grande y fuerte que la primera. Pero su hijo la rompió también encima de la rodilla, diciendo:

-Esta tampoco vale nada, tráeme otra más fuerte.

El padre enganchó por último ocho caballos y trajo una que apenas podían arrastrarla todos ellos. En cuanto la cogió el hijo en su mano, rompió un poco de una punta; y dijo a su padre:

-Ahora veo que no puedes procurarme una barra de hierro como la que necesito. Me marcho de tu casa.

Para correr el mundo se hizo herrero. Llegó a una ciudad donde había un herrero muy avaro que no daba nunca nada a nadie y quería guardárselo todo para él solo. Se presentó en la fragua y le pidió trabajo. El maestro se admiró de ver un joven tan vigoroso, y contó con que daría buenos martillazos y ganaría bien su dinero.

-¿Cuánto quieres de jornal? -le preguntó.

-Nada -respondió el otro- pero cada quincena cuando pagues a los demás quiero darte dos puñetazos, que quedarás obligado a recibir.

El avaro quedó muy satisfecho del contrato, que le ahorraba mucho dinero. Al día siguiente el oficial forastero fue el que dio el primer martillazo cuando el maestro llevó la barra de hierro, ardiendo; le dio tal golpe, que el hierro se rompió, y saltó, y el yunque se hundió tan profundamente en el suelo que no pudieron volverlo a sacar. El maestro, incomodado, le dijo:

No sirves para el oficio, porque pegas muy fuerte; ¿qué quieres que te dé por ese martillazo que has pegado?

-No quiero más que darte un puntillazo, uno solo.

Y le dio tal puntillazo, que le hizo saltar por encima de cuatro carros de heno. Después buscó la barra de hierro más gruesa que pudo hallar en la fragua, y cogiéndola como un bastón, continuó su camino.

Un poco más lejos llegó á una granja, y preguntó a su dueño si necesitaba algún criado.

-Sí -le respondió- necesito uno. Tú me pareces un muchacho muy vigoroso y que sabes ya tu obligación. Pero ¿cuanto quieres de salario?

Le respondió que no quería salario y se contentaba con darle todos los años tres trompis, que se obligaría a recibir. El extranjero se alegró mucho de este contrato porque era también muy avaricioso.

Al día siguiente había que ir a buscar madera al bosque; los otros criados estaban ya de pie, pero nuestro joven se hallaba aun en la cama. Uno de ellos le gritó:

-Levántate, que ya es hora, vamos al bosque y es preciso que vengas con nosotros.

-Vayan adelante -contestó bruscamente- estaré de vuelta mucho antes que ustedes.

Los otros fueron a buscar al amo y le dijeron que el criado nuevo estaba todavía acostado y no quería ir con ellos al bosque. El amo les dijo que fueran a despertarlo otra vez y le dieron orden de enganchar los caballos. Pero nuestro hombre les volvió a responder:

-Vayan adelante, que yo estaré de vuelta antes que ustedes.

Todavía estuvo acostado dos horas; al cabo de este tiempo se levantó y después de haber cogido dos fanegas de guisantes y hacerse un buen cocido que comió tranquilamente enganchó los caballos para conducir la carreta al bosque. Para llegar a este sitio había que pasar por un camino que se hallaba en una hondonada; hizo pasar primero la carreta, después, deteniendo los caballos, volvió atrás y cubrió el camino con árboles y malezas, de modo que no era posible pasar. Cuando entró en el bosque los otros volvían ya con sus carretas cargadas, y les dijo:

-Vayan adelante, que yo estaré en casa antes que ustedes.

Sin andar más, se contentó con arrancar dos árboles enormes que echó en su carreta, y después se volvió por el mismo camino. Cuando los halló detenidos y sin poder pasar delante de los árboles que había preparado con aquel objeto, les dijo:

-Si se hubieran quedado en casa esta mañana como yo, habrían dormido una hora más, y no entrarían esta noche otra más tarde.

Y como no podían avanzar sus caballos, los desenganchó, los puso encima de la carreta, y cogiendo él mismo la lanza en la mano, cargó con todo como si fuera un puñado de plumas. Cuando estuvo al otro lado:

Vean -les dijo- cómo llego mucho antes que ustedes.

Y continuó su camino sin aguardarlos. Al llegar cogió un árbol en la mano y lo enseñó al amo, diciendo:

-¿No es este un hermoso tronco?

El amo dijo a su mujer:

-Este es un buen criado: si se levanta más tarde que los demás, también está de regreso antes que ellos.

Sirvió al granjero durante un año. Cuando éste expiró y recibieron su salario los otros criados, quiso también cobrarse el suyo. Pero el amo, atemorizado ante la perspectiva de los golpes que tenía que recibir, le suplicó en el acto se los perdonase, declarándole que prefería ser él mismo su criado y cederle la granja.

-No -le respondió- yo no quiero la granja, soy criado, y quiero continuar siéndolo, pero lo que se ha convenido debe ejecutarse.

El granjero le ofreció darle todo lo que quisiera, pero fue en vano, pues respondía siempre:

-No.

Le pidió un plazo de quince días para buscar alguna escapatoria. El otro consintió.

El arrendatario reunió entonces a todos sus criados y les pidió su parecer. Después de haber reflexionado por mucho tiempo, respondieron que con un criado semejante nadie estaba seguro de su vida, y que mataría a un hombre como a una mosca. Fueron, pues, de parecer que se le hiciera bajar al pozo, so pretexto de limpiarlo, y en cuanto estuviera abajo, echarle encima de la cabeza una porción de piedras de molino que estaban allí cerca, de modo que lomatasen en el acto.

El consejo agradó al arrendatario y el criado se apresuró a bajar al pozo. En cuanto estuvo en el fondo, le arrojaron aquellas enormes piedras creyendo que le desharían la cabeza, pero él les gritaba desde abajo:

-Echen las gallinas de ahí, arañan en la arena, y me cae en los ojos, me han cegado.

El arrendatario hizo ¡spcha! ¡spcha! como si echara las gallinas. Cuando concluyó y subió el criado.

-Mira -le dijo- qué hermoso collar.

Era la mayor de las piedras que tenía alrededor del cuello.

El criado seguía exigiendo su salario, pero el arrendatario le pidió otros quince días, decidido a reflexionarlo. Sus criados le aconsejaron enviase al joven a un molino encantado, para moler el grano durante la noche, pues nadie había salido vivo al día siguiente. Este consejo agradó al arrendatario, y en el mismo instante envió a su criado al molino a llevar ocho fanegas de trigo y molerlas durante la noche, porque estaban ya haciendo falta. El criado echó dos fanegas de trigo en su bolsillo derecho, dos en el izquierdo, se cargó cuatro en una alforja, dos por delante y dos por detrás, y marchó corriendo al molino. El molinero le dijo que podía muy bien moler de día y no de noche, pues todos los que se aventuraban a ello, habían aparecido muertos a la mañana siguiente.

-No moriré yo. Váyanse a acostar y duerman sin cuidado.

Y entrando en el molino empezó a moler el trigo como si no se tratase de nada.

Hacia las once de la noche entró en el cuarto del molinero, y se sentó en un banco. Al cabo de un instante se abrió la puerta por sí misma y se vio entrar una mesa muy grande, en la que se colocaron por sí solos una multitud de platos y de botellas llenos de las cosas más exquisitas, sin que apareciera nadie para llevarlos. Los taburetes se colocaron también alrededor de la mesa, sin que se presentase nadie, pero el joven vio al fin dedos sin mano ni nada que iban y venían a los platos, y manejaban los tenedores y los cuchillos. Como tenía hambre y le olían bien los manjares, se sentó también a la mesa y comió con apetito. Cuando hubo concluido de cenar y los platos vacíos anunciaron que los invisibles habían concluido también, oyó claramente que apagaban las luces y se apagaron todas de repente. Entonces, en la oscuridad, sintió en su mejilla una cosa parecida a un bofetón, y dijo en voz alta:

-Si empiezas, empiezo yo también.

Recibió sin embargo un segundo bofetón y correspondió entonces.

Los bofetones dados y devueltos continuaron toda la noche, y el joven gigante no se quedó atrás en el juego. Al amanecer cesó todo. Llegó el molinero y se admiró de hallarlo vivo todavía.

-Me he regalado bien -dijo el gigante- he recibido bofetones, pero también los he dado.

El molinero se puso muy contento, porque ya estaba desencantado su molino; quería dar al joven gigante mucho dinero para recompensarle.

-No quiero dinero -le dijo- tengo más del que necesito.

Y echándose sus sacos de harina a las espaldas, volvió a la granja, y declaró al arrendatario que estaba concluida su comisión y quería su salario.

El arrendatario estaba asustado; no podía estar quieto en un lugar, iba y venía por el cuarto, y las gotas de sudor le caían por el rostro. Para respirar un poco abrió la ventana; pero antes que tuviera tiempo de desconfiar, le dio un puntillón el criado, que le hizo salir volando por la ventana y subir por el aire, en que continuó hasta perderse de vista.

Entonces dijo el criado a la arrendataria:

-Ahora te toca a ti, pues tu marido no ha podido recibir el segundo puntillón.

Pero ella exclamó:

-No, no, a las mujeres no se les pega.

Y abrió la otra ventana, porque le corría el sudor por la frente, pero recibió un puntillón que la echó a volar por el aire, más alto todavía que a su marido, porque era mucho más ligera.

Su marido la gritaba:

-Ven conmigo.

Y ella le respondía:

-Ven conmigo tú, pues no puedo ir yo.

Y continuaron flotando en el aire, sin conseguir reunirse, y quizá flotan en él todavía.

En cuanto al joven gigante, cogió su barra de hierro y se puso en camino.

El huso, la lanzadera y la aguja – Hermanos Grimm

Una joven se quedó huérfana a poco de nacer, y su madrina, que vivía sola en una cabaña al extremo de la aldea, sin más recursos que su lanzadera, su aguja y su huso, se la llevó consigo, le enseñó a trabajar y la educó en la santa piedad y temor de Dios. Cuando llegó la niña a los quince años, cayó enferma su madrina, y llamándola cerca de su lecho, le dijo:

-Querida hija, conozco que voy a morir; te dejo mi cabaña que te protegerá del viento y la lluvia, y te lego también mi huso, mi lanzadera y aguja, que te servirán para ganar el pan.

Poniéndole después la mano en la cabeza, la bendijo, añadiendo:

-Conserva a Dios en tu corazón, y llegarás a ser feliz.

Se cerraron enseguida sus ojos, y la pobre niña acompañó su ataúd llorando, y le hizo los últimos honores. Desde entonces vivió sola, trabajando con la mayor actividad, ocupándose en hilar, tejer y coser, y la bendición de la buena anciana la protegía en todo aquello en que ponía mano. Se podía decir que su provisión de hilo era inagotable, y apenas había tejido una pieza de tela o cosido una camisa, se le presentaba enseguida un comprador que le pagaba con generosidad; de modo que, no sólo no se hallaba en la miseria, sino que podía también socorrer a los pobres.

Por el mismo tiempo, el hijo del rey se puso a recorrer el país para buscar mujer con quien casarse. No podía elegir una pobre, pero tampoco quería una rica, por lo cual decía que se casaría con la que fuese a la vez la más pobre y la más rica. Al llegar a la aldea donde vivía nuestra joven, preguntó, según su costumbre, dónde vivían la más pobre y la más rica del lugar. Se le designó enseguida la segunda; en cuanto a la primera se le dijo que debía ser la joven que habitaba en una cabaña aislada al extremo de la aldea.

Cuando pasó el príncipe, la rica, vestida con su mejor traje, se hallaba delante de la puerta; se levantó y salió a su encuentro, haciéndole una profunda cortesía; pero él la miró sin decirle una palabra y continuó su camino. Llegó a la cabaña de la pobre, que no había salido a la puerta y estaba encerrada en su cuarto; detuvo su caballo y miró por la ventana al interior de una habitación que iluminaba un rayo de sol; la joven estaba sentada delante de su rueda e hilaba con el mayor ardor. No dejó de mirar furtivamente al príncipe, pero se puso muy encarnada y continuó hilando, bajando los ojos aunque no me atreveré a asegurar que su hilo fuera tan igual como lo era antes; prosiguió hilando hasta que partió el príncipe. En cuanto no le vio ya, se levantó a abrir la ventana, diciendo:

-¡Qué calor hace aquí!

Y lo siguió con la vista mientras pudo distinguir la pluma blanca de su sombrero.

Volvió a sentarse, por último, y continuó hilando, pero no se le iba de la memoria un refrán que había oído repetir con frecuencia a su madrina, el cual se puso a cantar, diciendo:

Corre huso, corre, a todo correr,
mira que es mi esposo y debe volver.

Mas he aquí que el huso se escapó de repente de sus manos y salió fuera del cuarto; la joven se le quedó mirando, no sin asombro, y lo vio correr a través de los campos, dejando detrás de sí un hilo de oro. Al poco tiempo estaba ya muy lejos y no podía distinguirlo. No teniendo huso, cogió la lanzadera y se puso a tejer.

El huso continuó corriendo, y cuando se le acabó el hilo, ya se había reunido con el príncipe.

-¿Qué es esto? -exclamó el príncipe- este huso quiere llevarme a alguna parte.

Y volvió su caballo, siguiendo al galope el hilo de oro. La joven continuaba trabajando y cantando:

Corre, lanzadera, corre tras de él,
tráeme a mi esposo, pronto tráemele.

Enseguida se escapó de sus manos la lanzadera, dirigiéndose a la puerta; pero al salir del umbral comenzó a tejer, comenzó a tejer el tapiz más hermoso que nunca se ha visto; por ambos lados le adornaban guirnaldas de rosas y de lirios, y en el centro se veían pámpanos verdes sobre un fondo de oro; entre el follaje se distinguían liebres y conejos, y pasaban la cabeza, a través de las ramas, ciervos y corzos; en otras partes tenía pájaros de mil colores, a los que no faltaba más que cantar. La lanzadera continuaba corriendo, y la obra adelantaba a las mil maravillas.

Corre, aguja, corre, a todo correr,
prepáralo todo, que ya va a volver.

La aguja, escapándose de sus dedos, echó a correr por el cuarto con la rapidez del relámpago, pareciendo que tenía a sus órdenes espíritus invisibles, pues la mesa y los bancos se cubrían con tapetes verdes, las sillas se vestían de terciopelo y las paredes de una colgadura de seda.

Apenas había dado la aguja su última puntada, cuando la joven vio pasar por delante de la ventana la pluma blanca del sombrero del príncipe, a quien había traído el hilo de oro; entró en la cabaña pasando por encima del tapiz y en el cuarto donde vio a la joven, vestida como antes, con su pobre traje; pero hilando, sin embargo, en medio de este lujo improvisado, como una rosa en una zarza.

-Tú eres la más pobre y la más rica, exclamó; ven, tú serás mi esposa.

Ella le presentó la mano sin contestarle, él se la besó, y haciéndola subir en su caballo, la llevó a la corte, donde se celebraron sus bodas con grande alegría.

El huso, la lanzadera y la aguja se conservaron con el mayor cuidado en el tesoro real.

El hombre de la piel de oso – Hermanos Grimm

Un joven se alistó en el ejército y se portó con mucho valor, siendo siempre el primero en todas las batallas. Todo fue bien durante la guerra, pero en cuanto se hizo la paz, recibió la licencia y orden para marcharse donde le diera la gana. Habían muerto sus padres y no tenía casa, suplicó a sus hermanos que le admitiesen en la suya hasta que volviese a comenzar la guerra; pero tenían el corazón muy duro y le respondieron que no podían hacer nada por él, que no servía para nada y que debía salir adelante como mejor pudiese. El pobre diablo no poseía más que su fusil; se lo echó a la espalda y se marchó a la ventura.

Llegó a un desierto muy grande, en el que no se veía más que un círculo de árboles. Se sentó allí a la sombra, pensando con tristeza en su suerte.

-No tengo dinero, no he aprendido ningún oficio; mientras ha habido guerra he podido servir al rey, pero ahora que se ha hecho la paz no sirvo para nada; según voy viendo tengo que morirme de hambre.

Al mismo tiempo oyó ruido y levantando los ojos, distinguió delante de sí a un desconocido vestido de verde con un traje muy lujoso, pero con un horrible pie de caballo.

-Sé lo que necesitas -le dijo el extraño-, que es dinero; tendrás tanto como puedas desear, pero antes necesito saber si tienes miedo, pues no doy nada a los cobardes.

-Soldado y cobarde -respondió el joven- son dos palabras que no se han hermanado nunca. Puedes someterme a la prueba que quieras.

-Pues bien -repuso el forastero- mira detrás de ti.

El soldado se volvió y vio un enorme oso que iba a lanzarse sobre él dando horribles gruñidos.

-¡Ah! ¡ah! -exclamó- voy a romperte las narices y a quitarte las ganas de gruñir. -Y echándose el fusil a la cara, le dio un balazo en las narices y el oso cayó muerto en el acto.

-Veo -dijo el forastero- que no te falta valor, pero debes llenar además otras condiciones.

-Nada me detiene -replicó el soldado que veía bien con quién tenía que habérseles- siempre que no se comprometa mi salvación eterna.

-Tú juzgarás por ti mismo -le respondió el hombre-. Durante siete años no debes lavarte ni peinarte la barba ni el pelo, ni cortarte las uñas, ni rezar. Voy a darte un vestido y una capa que llevarás durante todo este tiempo. Si mueres en este intervalo me perteneces a mí, pero si vives más de los siete años, serás libre y rico para toda tu vida.

El soldado pensó en la gran miseria a que se veía reducido; él que había desafiado tantas veces la muerte, podía muy bien arriesgarse una vez más. Aceptó. El diablo se quitó su vestido verde y se le dio diciéndole:

-Mientras lleves puesto este vestido, siempre que metas la mano en el bolsillo sacarás un puñado de oro.

Después quitó la piel al oso y añadió:

-Esta será tu capa y también tu cama, pues no debes tener ninguna otra, y a causa de este vestido te llamarán Piel de Oso.

El diablo desapareció enseguida.

El soldado se puso su vestido y metiendo la mano en el bolsillo, vio que el diablo no lo había engañado. Se endosó también la piel de oso y se puso a correr el mundo dándose buena vida y no careciendo de nada de lo que hace engordar a las gentes y enflaquecer al bolsillo. El primer año tenía una figura pasadera, pero al segundo tenía todo el aire de un monstruo. Los cabellos le cubrían la cara casi por completo, la barba se había mezclado con ellos, y se hallaba su rostro tan lleno de cieno, que si hubieran sembrado yerba en él hubiese nacido de seguro. Todo el mundo huía de él; sin embargo, como socorría a todos los pobres pidiéndoles rogasen a Dios porque no muriese en los siete años, y como hablaba como un hombre de bien, siempre hallaba buena acogida.

Al cuarto año entró en una posada, cuyo dueño no quería recibirle ni aun en la caballeriza, por temor de que no asustase a los caballos. Pero cuando Piel de Oso sacó un puñado de monedas de su bolsillo, se dejó ganar el patrón y le dio un cuarto en la parte trasera del patio a condición de que no se dejaría ver para que no perdiese su reputación el establecimiento.

Una noche estaba sentado Piel de Oso en su cuarto, deseando de todo corazón la conclusión de los siete años, cuando oyó llorar en el cuarto inmediato. Como tenía buen corazón, abrió la puerta y vio a un anciano que sollozaba con la cabeza entre las manos. Pero viendo entrar a Piel de Oso, el hombre asustado quiso huir. Mas se tranquilizó por último oyendo una voz humana que le hablaba, y Piel de Oso concluyó, a fuerza de palabras amistosas, por hacerle referir la causa, de su disgusto. Había perdido todos sus bienes y estaba reducido con sus hijas a tal miseria que no podía pagar al huésped y lo iban a meter preso.

-Si no tienes otro problema -le dijo Piel de Oso- poseo dinero bastante para sacarte de tu apuro.

-Y mandando venir al posadero le pagó, y, dio además a aquel desgraciado una fuerte suma para sus necesidades.

El anciano, viéndose salvado, no sabía cómo manifestar su reconocimiento.

-Ven conmigo -le dijo- mis hijas son modelos de hermosura, elegirás una por mujer y no se negará en cuanto sepa lo que acabas de hacer por mí. Tu aire es en verdad un poco extraño, pero una mujer te reformará bien pronto.

Piel de Oso consintió en acompañar al anciano, mas cuando la hija mayor vio su horrible rostro, echó a correr asustada dando gritos de espanto. La segunda lo miró a pie firme y después de haberlo contemplado de arriba abajo, dijo:

-¿Cómo aceptar un marido que no tiene figura humana? Preferiría el oso afeitado que vi un día en la feria, y que estaba vestido de hombre con una pelliza de húsar y sus guantes blancos. Al menos no era más que feo y podía una acostumbrarse a él.

Pero la menor dijo:

-Querido padre, debe ser un hombre muy honrado, puesto que nos ha socorrido; le has prometido una mujer y es preciso hacer honor a tu palabra.

-Por desgracia el rostro de Piel de Oso estaba cubierto de pelo y de barro, pues si no se hubiera podido ver brillar la alegría que rebosó en su corazón al oír estas palabras. Quitó un anillo de su dedo, lo partió en dos, dio la mitad a su prometida, recomendándole que lo guardase mientras él conservaba la otra. En la mitad que le dio inscribió su propio nombre, y el de la joven en la que guardó para sí. Después se despidió de ella, diciendo:

-Te dejo hasta dentro de tres años. Si vuelvo nos casaremos, pero si no vuelvo es que he muerto y entonces serás libre. Pide a Dios que me conserve la vida.

La pobre joven estaba siempre triste desde aquel día y se le saltaban las lágrimas cuando se acordaba de su futuro marido. Sus hermanas, por su parte, la dirigían las chanzas más groseras.

-Ten cuidado -decía la mayor- cuando le des la mano, no te desuelle con su pata.

-Desconfía de él -le decía la segunda- los osos son aficionados a la carne blanca; si le gusta te comerá.

-Tendrás que hacer siempre su voluntad -añadía la mayor- pues de otro modo no te faltarán gruñidos.

-Pero -añadía la segunda- el baile de la boda será alegre; los osos bailan mucho y bien.

La pobre joven dejaba hablar a sus hermanas sin incomodarse. En cuanto al hombre de la Piel de Oso, andaba siempre por el mundo haciendo todo el bien que podía y dando generosamente a los pobres para que pidiesen por él.

Cuando llegó al fin el último día de los siete años, volvió al desierto y se puso en la plazuela de árboles. Se levantó un aire muy fuerte, y no tardó en presentarse el diablo de muy mal humor; dio al soldado sus vestidos viejos y le pidió el suyo verde.

-Espera -dijo Piel de Oso- es preciso que me limpies antes.

El diablo se vio obligado, bien a pesar suyo, a ir a buscar agua y lavarle, peinarle el pelo y cortarle las uñas. El joven tomó el aire de un bravo soldado mucho mejor mozo de lo que era antes.

Piel de Oso se sintió aliviado de un gran peso cuando partió el diablo sin atormentarle de ningún otro modo. Volvió a la ciudad y se puso un magnífico vestido de terciopelo, y subiendo a un coche tirado por cuatro caballos blancos se hizo conducir a casa de su prometida. Nadie lo conoció; el padre lo tomó por un oficial superior y lo condujo al cuarto donde se hallaban sus hijas. Las dos mayores lo hicieron sentar a su lado, le sirvieron una excelente comida, y declararon que no habían visto nunca un caballero tan buen mozo. En cuanto a su prometida, estaba sentada enfrente de él con su vestido negro, los ojos bajos y sin decir una sola palabra.

El padre le preguntó, por último, si quería casarse con alguna de sus hijas, y las dos mayores corrieron a su cuarto para vestirse, pensando cada una de ellas que sería la preferida.

El forastero se quedó solo con su prometida, sacó la mitad del anillo que llevaba en el bolsillo y lo echó en un vaso de vino que le ofreció.

Cuando se puso a beber y distinguió aquel fragmento en el fondo del vaso; se estremeció su corazón de alegría.

Cogió la otra mitad que llevaba colgada al cuello y la acercó a la primera, uniéndose ambas exactamente. Entonces él le dijo:

-Soy tu prometido, el que has visto bajo una piel de oso; ahora, por la gracia de Dios, he recobrado la figura humana y estoy purificado de mis pecados.

Y tomándola en sus brazos, la estrechaba en ellos cariñosamente en el momento mismo en que entraban sus dos hermanas con sus magníficos trajes; pero cuando vieron que aquel joven tan buen mozo era para su hermana y que era el hombre de la piel de oso, se marcharon llenas de disgusto y cólera. La primera se tiró a un pozo y la segunda se colgó de un árbol.

Por la noche llamaron a la puerta, y yendo a abrir el marido, vio al diablo con su vestido verde que le dijo:

-No he salido mal; he perdido un alma pero he ganado dos.

El hijo ingrato – Hermanos Grimm

Un día estaba un hombre sentado con su mujer a la puerta de su casa, y se hallaban comiendo con mucho gusto un pollo, el primero que les habían dado aquel año las gallinas. El hombre vio venir a lo lejos a su anciano padre y se apresuró a ocultar el plato para no tener que darle, de modo que el visitante sólo bebió un trago y se volvió en seguida.

En aquel momento fue el hijo a buscar el plato para ponerlo en la mesa, pero el pollo asado se había convertido en un sapo muy grande que saltó a su rostro, al que se adhirió para siempre. Cuando intentaban quitarlo de allí, el horrible monstruo lanzaba a las gentes miradas venenosas como si fuera a tirarse a ellas, así es que nadie se atrevía a acercarse. El hijo ingrato quedó condenado a sustentar al sapo, pues si no le devoraba la cabeza. Así pasó el resto de sus días vagando miserablemente por la tierra.

El gato con botas – Hermanos Grimm

Érase una vez un molinero que tenía tres hijos, su molino, un asno y un gato. Los hijos tenían que moler, el asno tenía que llevar el grano y acarrear la harina y el gato tenía que cazar ratones. Cuando el molinero murió, los tres hijos se repartieron la herencia. El mayor heredó el molino, el segundo el asno y el tercero el gato, pues era lo único que quedaba.

Entonces se puso muy triste y se dijo a sí mismo:

«Yo soy el que ha salido peor parado. Mi hermano mayor puede moler y mi segundo hermano puede montar en su asno, pero ¿qué voy a hacer yo con el gato? Si me hago un par de guantes con su piel, ya no me quedará nada.»

-Escucha -empezó a decir el gato, que lo había entendido todo-, no debes matarme sólo por sacar de mi piel un par de guantes malos. Encarga que me hagan un par de botas para que pueda salir a que la gente me vea, y pronto obtendrás ayuda.

El hijo del molinero se asombró de que el gato hablara de aquella manera, pero como justo en ese momento pasaba por allí el zapatero, lo llamó y le dijo que entrara y le tomara medidas al gato para confeccionarle un par de botas. Cuando estuvieron listas el gato se las calzó, tomó un saco y llenó el fondo de grano, pero en la boca le puso una cuerda para poder cerrarlo, y luego se lo echó a la espalda y salió por la puerta andando sobre dos patas como si fuera una persona.

Por aquellos tiempos reinaba en el país un rey al que le gustaba mucho comer perdices, pero había tal miseria que era imposible conseguir ninguna. El bosque entero estaba lleno de ellas, pero eran tan huidizas que ningún cazador podía capturarlas. Eso lo sabía el gato y se propuso que él haría mejor las cosas. Cuando llegó al bosque abrió el saco, esparció por dentro el grano y la cuerda la colocó sobre la hierba, metiendo el cabo en un seto. Allí se escondió él mismo y se puso a rondar y a acechar. Pronto llegaron corriendo las perdices, encontraron el grano y se fueron metiendo en el saco una detrás de otra. Cuando ya había una buena cantidad dentro el gato tiró de la cuerda, cerró el saco corriendo hacia allí y les retorció el pescuezo. Luego se echó el saco a la espalda y se fue derecho al palacio del rey.

La guardia gritó:

-¡Alto! ¿Adónde vas?

-A ver al rey -respondió sin más el gato.

-¿Estás loco? ¡Un gato a ver al rey!

-Dejen que vaya -dijo otro-, que el rey a menudo se aburre y quizás el gato lo complazca con sus gruñidos y ronroneos.

Cuando el gato llegó ante el rey, le hizo una reverencia y dijo:

-Mi señor, el conde -aquí dijo un nombre muy largo y distinguido- presenta sus respetos a su señor el rey y le envía aquí unas perdices que acaba de cazar con lazo.

El rey se maravilló de aquellas gordísimas perdices. No cabía en sí de alegría y ordenó que metieran en el saco del gato todo el oro de su tesoro que éste pudiera cargar.

-Llévaselo a tu señor y dale además muchísimas gracias por su regalo.

El pobre hijo del molinero, sin embargo, estaba en casa sentado junto a la ventana con la cabeza apoyada en la mano, pensando que ahora se había gastado lo último que le quedaba en las botas del gato y dudando que éste fuera capaz de darle algo de importancia a cambio. Entonces entró el gato, se descargó de la espalda el saco, lo desató y esparció el oro delante del molinero.

-Aquí tienes algo a cambio de las botas, y el rey te envía sus saludos y te da muchas gracias.

El molinero se puso muy contento por aquella riqueza, sin comprender todavía muy bien cómo había ido a parar allí. Pero el gato se lo contó todo mientras se quitaba las botas y luego le dijo:

-Ahora ya tienes suficiente dinero, sí, pero esto no termina aquí. Mañana me pondré otra vez mis botas y te harás aún más rico. Al rey le he dicho también que tú eras un conde.

Al día siguiente, tal como había dicho, el gato, bien calzado, salió otra vez de caza y le llevó al rey buenas piezas.

Así ocurrió todos los días, y todos los días el gato llevaba oro a casa y el rey llegó a apreciarlo tanto que podía entrar y salir y andar por palacio a su antojo.

Una vez estaba el gato en la cocina del rey calentándose junto al fogón, cuando llegó el cochero maldiciendo:

-¡Que se vayan al diablo el rey y la princesa! ¡Quería ir a la taberna a beber y a jugar a las cartas, y ahora resulta que tengo que llevarles de paseo al lago!

Cuando el gato oyó esto, se fue furtivamente a casa y le dijo a su amo:

-Si quieres convertirte en conde y ser rico, sal conmigo y vente al lago y báñate.

El molinero no supo qué contestar, pero siguió al gato. Fue con él, se desnudó por completo y se tiró al agua. El gato, por su parte, tomó la ropa, se la llevó de allí y la escondió. Apenas terminó de hacerlo, llegó el rey y el gato empezó a lamentarse con gran pesar:

-¡Ay, clementísimo rey! ¡Mi señor se estaba bañando aquí en el lago y ha venido un ladrón que le ha robado la ropa que tenía en la orilla, y ahora el señor conde está en el agua y no puede salir, y como siga mucho tiempo ahí, se resfriará y morirá!

Al oír aquello, el rey dio la voz de alto y uno de sus siervos tuvo que regresar a toda prisa a buscar ropas del rey. El señor conde se puso las lujosísimas ropas del rey y, como ya de por sí el rey le tenía afecto por las perdices que creía haber recibido de él, tuvo que sentarse a su lado en la carroza. La princesa tampoco se enfadó por ello, pues el conde era joven y bello y le gustaba bastante.

El gato, por su parte, se había adelantado y llegó a un gran prado donde había más de cien personas recogiendo heno.

-Eh, ¿de quién es este prado? -preguntó el gato.

-Del gran mago.

-Escuchen: el rey pasará pronto por aquí. Cuando pregunte de quién es este prado, contesten que del conde. Si no lo hacen, morirán todos.

A continuación el gato siguió su camino y llegó a un trigal tan grande que nadie podía abarcarlo con la vista. Allí había más de doscientas personas segando.

-Eh, gente, ¿de quién es este grano?

-Del mago.

-Escuchen: el rey va a pasar ahora por aquí. Cuando pregunte de quién es este grano, contesten que del conde. Si no lo hacen, morirán todos.

Finalmente el gato llegó a un magnífico bosque. Allí había más de trescientas personas talando los grandes robles y haciendo leña.

-Eh, gente, ¿de quién es este bosque?

-Del mago.

-Escuchen: el rey va a pasar ahora por aquí. Cuando pregunte de quién es este bosque, contesten que del conde. Si no lo hacen así, morirán todos.

El gato continuó aún más adelante y toda la gente lo siguió con la mirada, y como tenía un aspecto tan asombroso y andaba por ahí con botas como si fuera una persona, todos se asustaban de él.

Pronto llegó al palacio del mago, entró con descaro y se presentó ante él. El mago lo miró con desprecio y le preguntó qué quería. El gato hizo una reverencia y dijo:

-He oído decir que puedes transformarte a tu antojo en cualquier animal. Si es en un perro, un zorro o también un lobo, puedo creérmelo, pero en un elefante me parece totalmente imposible, y por eso he venido, para convencerme por mí mismo.

El mago dijo orgulloso:

-Eso para mí es una minucia.

Y en un instante se transformó en un elefante.

-Eso es mucho, pero ¿puedes transformarte también en un león?

-Eso tampoco es nada para mí -dijo el mago, que se convirtió en un león delante del gato.

El gato se hizo el sorprendido y exclamó:

-¡Es increíble, inaudito! ¡Eso no me lo hubiera imaginado yo ni en sueños! Pero aún más que todo eso sería si pudieras transformarte también en un animal tan pequeño como un ratón. Seguro que tú puedes hacer más cosas que cualquier otro mago del mundo, pero eso sí que será imposible para ti.

El mago, al oír aquellas dulces palabras, se puso muy amable y dijo:

-Oh, sí, querido gatito, eso también puedo hacerlo.

Y, dicho y hecho, se puso a dar saltos por la habitación convertido en ratón. El gato lo persiguió, lo atrapó de un salto y se lo comió.

El rey, por su parte, seguía paseando con el conde y la princesa y llegó al gran prado.

-¿De quién es este heno? -preguntó el rey.

-¡Del señor conde! -exclamaron todos, tal como el gato les había ordenado.

-Ahí tienes un buen pedazo de tierra, señor conde -dijo.

Después llegaron al gran trigal.

-Eh, gente, ¿de quién es este grano?

-Del señor conde.

-¡Vaya, señor conde, grandes y bonitas tierras tienes!

A continuación llegaron al bosque.

-Eh, gente, ¿de quién es este bosque?

-Del señor conde.

El rey se quedó aún más asombrado y dijo:

-Tienes que ser un hombre rico, señor conde. Yo no creo que tenga un bosque tan magnífico como éste.

Al fin llegaron al palacio. El gato estaba arriba, en la escalera, y cuando la carroza se detuvo bajó corriendo de un salto, abrió las puertas y dijo:

-Señor rey, ha llegado al palacio de mi señor, el señor conde, a quien este honor le hará feliz para todos los días de su vida.

El rey se apeó y se maravilló del magnífico edificio, que era casi más grande y más hermoso que su propio palacio. El conde, por su parte, condujo a la princesa escaleras arriba hacia el salón, que deslumbraba por completo de oro y piedras preciosas.

Entonces la princesa le fue prometida en matrimonio al conde, y cuando el rey murió se convirtió en rey. Y el gato con botas, por su parte, en primer ministro.