Los tres pelos de oro del diablo – Hermanos Grimm

Érase una vez una mujer muy pobre que dio a luz un niño. Como el pequeño vino al mundo envuelto en la tela de la suerte, predijéronle que al cumplir los catorce años se casaría con la hija del Rey. Ocurrió que unos días después el Rey pasó por el pueblo, sin darse a conocer, y al preguntar qué novedades había, le respondieron:
– Uno de estos días ha nacido un niño con una tela de la suerte. A quien esto sucede, la fortuna lo protege. También le han pronosticado que a los catorce años se casará con la hija del Rey.
El Rey, que era hombre de corazón duro, se irritó al oír aquella profecía, y, yendo a encontrar a los padres, les dijo con tono muy amable:
– Vosotros sois muy pobres; dejadme, pues, a vuestro hijo, que yo lo cuidaré.
Al principio, el matrimonio se negaba, pero al ofrecerles el forastero un buen bolso de oro, pensaron: «Ha nacido con buena estrella; será, pues, por su bien» y, al fin, aceptaron y le entregaron el niño.
El Rey lo metió en una cajita y prosiguió con él su camino, hasta que llegó al borde de un profundo río. Arrojó al agua la caja, y pensó: «Así he librado a mi hija de un pretendiente bien inesperado.» Pero la caja, en lugar de irse al fondo, se puso a flotar como un barquito, sin que entrara en ella ni una gota de agua. Y así continuó, corriente abajo, hasta cosa de dos millas de la capital del reino, donde quedó detenida en la presa de un molino. Uno de los mozos, que por fortuna se encontraba presente y la vio, sacó la caja con un gancho, creyendo encontrar en ella algún tesoro. Al abrirla ofrecióse a su vista un hermoso chiquillo, alegre y vivaracho. Llevólo el mozo al molinero Y su mujer, que, como no tenían hijos, exclamaron:
– ¡Es Dios que nos lo envía!
Y cuidaron con todo cariño al niño abandonado, el cual creció en edad, salud y buenas cualidades.
He aquí que un día el Rey, sorprendido por una tempestad, entró a guarecerse en el molino y preguntó a los molineros si aquel guapo muchacho era hijo suyo.
– No -respondieron ellos-, es un niño expósito; hace catorce años que lo encontramos en una caja, en la presa del molino.
Comprendió el Rey que no podía ser otro sino aquel niño de la suerte que había arrojado al río, y dijo.
– Buena gente, ¿dejaríais que el chico llevara una carta mía a la Señora Reina? Le daré en pago dos monedas de oro.
– ¡Como mande el Señor Rey! -respondieron los dos viejos, y mandaron al mozo que se preparase. El Rey escribió entonces una carta a la Reina, en los siguientes términos: «En cuanto se presente el muchacho con esta carta, lo mandarás matar y enterrar, y esta orden debe cumplirse antes de mi regreso.»
Púsose el muchacho en camino con la carta, pero se extravió, y al anochecer llegó a un gran bosque. Vio una lucecita en la oscuridad y se dirigió allí, resultando ser una casita muy pequeña. Al entrar sólo había una anciana sentada junto al fuego, la cual asustóse al ver al mozo y le dijo:
– ¿De dónde vienes y adónde vas?
– Vengo del molino -respondió él- y voy a llevar una carta a la Señora Reina. Pero como me extravié, me gustaría pasar aquí la noche.
– ¡Pobre chico! -replicó la mujer-. Has venido a dar en una guarida de bandidos, y si vienen te matarán.
– Venga quien venga, no tengo miedo -contestó el muchacho-. Estoy tan cansado que no puedo dar un paso más – y, tendiéndose sobre un banco, se quedó dormido en el acto.
A poco llegaron los bandidos y preguntaron, enfurecidos, quién era el forastero que allí dormía.
– ¡Ay! -dijo la anciana-, es un chiquillo inocente que se extravió en el bosque; lo he acogido por compasión. Parece que lleva una carta para la Reina.
Los bandoleros abrieron el sobre y leyeron el contenido de la carta, es decir, la orden de que se diera muerte al mozo en cuanto llegara. A pesar de su endurecido corazón, los ladrones se apiadaron, y el capitán rompió la carta y la cambió por otra en la que ordenaba que al llegar el muchacho lo casasen con la hija del Rey. Dejáronlo luego descansar tranquilamente en su banco hasta la mañana, y, cuando se despertó, le dieron la carta y le mostraron el camino. La Reina, al recibir y leer la misiva, se apresuró a cumplir lo que en ella se le mandaba: Organizó una boda magnífica, y la princesa fue unida en matrimonio al favorito de la fortuna. Y como el muchacho era guapo y apuesto, su esposa vivía feliz y satisfecha con él. Transcurrido algún tiempo, regresó el Rey a palacio y vio que se había cumplido el vaticinio: el niño de la suerte se había casado con su hija.
– ¿Cómo pudo ser eso? -preguntó-. En mi carta daba yo una orden muy distinta.
Entonces la Reina le presentó el escrito, para que leyera él mismo lo que allí decía. Leyó el Rey la carta y se dio cuenta de que había sido cambiada por otra. Preguntó entonces al joven qué había sucedido con el mensaje que le confiara, y por qué lo había sustituido por otro.
– No sé nada -respondió el muchacho-. Debieron cambiármela durante la noche, mientras dormía en la casa del bosque.
– Esto no puede quedar así -dijo el Rey encolerizado-. Quien quiera conseguir a mi hija debe ir antes al infierno y traerme tres pelos de oro de la cabeza del diablo. Si lo haces, conservarás a mi hija.
Esperaba el Rey librarse de él para siempre con aquel encargo; pero el afortunado muchacho respondió:
– Traeré los tres cabellos de oro. El diablo no me da miedo-. Se despidió de su esposa y emprendió su peregrinación.
Condújolo su camino a una gran ciudad; el centinela de la puerta le preguntó cuál era su oficio y qué cosas sabía.
– Yo lo sé todo -contestó el muchacho.
– En este caso podrás prestarnos un servicio -dijo el guarda-. Explícanos por qué la fuente de la plaza, de la que antes manaba vino, se ha secado y ni siquiera da agua.
– Lo sabréis -afirmó el mozo-, pero os lo diré cuando vuelva.
Siguió adelante y llegó a una segunda ciudad, donde el guarda de la muralla le preguntó, a su vez, cuál era su oficio y qué cosas sabía.
– Yo lo sé todo -repitió el muchacho.
– Entonces puedes hacernos un favor. Dinos por qué un árbol que tenemos en la ciudad, que antes daba manzanas de oro, ahora no tiene ni hojas siquiera.
– Lo sabréis -respondió él-, pero os lo diré cuando vuelva.
Prosiguiendo su ruta, llegó a la orilla de un ancho y profundo río que había de cruzar. Preguntóle el barquero qué oficio tenía y cuáles eran sus conocimientos.
– Lo sé todo -respondió él.
– Siendo así, puedes hacerme un favor -prosiguió el barquero-. Dime por qué tengo que estar bogando eternamente de una a otra orilla, sin que nadie venga a relevarme.
– Lo sabrás -replicó el joven-, pero te lo diré cuando vuelva.
Cuando hubo cruzado el río, encontró la entrada del infierno. Todo estaba lleno de hollín; el diablo había salido, pero su ama se hallaba sentada en un ancho sillón.
– ¿Qué quieres? -preguntó al mozo; y no parecía enfadada.
– Quisiera tres cabellos de oro de la cabeza del diablo -respondióle él-, pues sin ellos no podré conservar a mi esposa.
– Mucho pides -respondió la mujer-. Si viene el diablo y te encuentra aquí, mal lo vas a pasar. Pero me das lástima; veré de ayudarte.
Y, transformándolo en hormiga, le dijo:
– Disimúlate entre los pliegues de mi falda; aquí estarás seguro.
– Bueno -respondió él-, no está mal para empezar; pero es que, además, quisiera saber tres cosas: por qué una fuente que antes manaba vino se ha secado y no da ni siquiera agua; por qué un árbol que daba manzanas de oro no tiene ahora ni hojas, y por qué un barquero ha de estar bogando sin parar de una a otra orilla, sin que nunca lo releven.
– Son preguntas muy difíciles de contestar -dijo la vieja-, pero tú quédate aquí tranquilo y callado y presta atento oído a lo que diga el diablo cuando yo le arranque los tres cabellos de oro.
Al anochecer llegó el diablo a casa, y ya al entrar notó que el aire no era puro:
– ¡Huelo, huelo a carne humana! -dijo-; aquí pasa algo extraño.
Y registró todos los rincones, buscando y rebuscando, pero no encontró nada. El ama le increpó:
– Yo venga barrer y arreglar; pero apenas llegas tú, lo revuelves todo. Siempre tienes la carne humana pegada en las narices. ¡Siéntate y cena, vamos!
Comió y bebió, y, como estaba cansado, puso la cabeza en el regazo del ama, pidiéndole que lo despiojara un poco.
A los pocos minutos dormía profundamente, resoplando y roncando. Entonces, la vieja le agarró un cabello de oro y, arrancándoselo, lo puso a un lado. – ¡Uy! -gritó el diablo-, ¿qué estás haciendo?
– He tenido un mal sueño -respondió la mujer- y te he tirado de los pelos.
– ¿Y qué has soñado? -preguntó el diablo.
– He soñado que una fuente de una plaza de la que manaba vino, se había secado y ni siquiera salía agua de ella. ¿Quién tiene la culpa?
– ¡Oh, si lo supiesen! -contestó el diablo-. Hay un sapo debajo de una piedra de la fuente; si lo matasen volvería a manar vino.
La vieja se puso a despiojar al diablo, hasta que lo vio nuevamente dormido, y roncando de un modo que hacía vibrar los cristales de las ventanas. Arrancóle entonces el segundo cabello.
– ¡Uy!, ¿qué haces? -gritó el diablo, montando en cólera.
– No lo tomes a mal -excusóse la vieja- es que estaba soñando.
– ¿Y qué has soñado ahora?
– He soñado que en un cierto reino crecía un manzano que antes producía manzanas de oro, y, en cambio, ahora ni hojas echa. ¿A qué se deberá esto?
– ¡Ah, si lo supiesen! -respondió el diablo-. En la raíz vive una rata que lo roe; si la matasen, el árbol volvería a dar manzanas de oro; pero si no la matan, el árbol se secará del todo. Mas déjame tranquilo con tus sueños; si vuelves a molestarme te daré un sopapo.
La mujer lo tranquilizó y siguió despiojándolo, hasta que lo vio otra vez dormido y lo oyó roncar. Cogiéndole el tercer cabello, se lo arrancó de un tirón. El diablo se levantó de un salto, vociferando y dispuesto a arrearle a la vieja; pero ésta logró apaciguarlo por tercera vez, diciéndole:
– ¿Y qué puedo hacerle, si tengo pesadillas?
– ¿Qué has soñado, pues? -volvió a preguntar, lleno de curiosidad.
– He visto un barquero que se quejaba de tener que estar siempre bogando de una a otra orilla, sin que nadie vaya a relevarlo. ¿Quién tiene la culpa?
– ¡Bah, el muy bobo! -respondió el diablo-. Si cuando le llegue alguien a pedirle que lo pase le pone el remo en la mano, el otro tendrá que bogar y él quedará libre. Teniendo ya el ama los tres cabellos de oro y habiéndole sonsacado la respuesta a las tres preguntas, dejó descansar en paz al viejo ogro, que no se despertó hasta la madrugada.
Marchado que se hubo el diablo, la vieja sacó la hormiga del pliegue de su falda y devolvió al hijo de la suerte su figura humana.
– Ahí tienes los tres cabellos de oro -díjole-; y supongo que oirías lo que el diablo respondió a tus tres preguntas.
– Sí -replicó el mozo-, lo he oído y no lo olvidaré.
– Ya tienes, pues, lo que querías, y puedes volverte.
Dando las gracias a la vieja por su ayuda, salió el muchacho del infierno, muy contento del éxito de su empresa. Al llegar al lugar donde estaba el barquero, pidióle éste la prometida respuesta.
– Primero pásame -dijo el muchacho-, y te diré de qué manera puedes librarte-. Cuando estuvieron en la orilla opuesta, le transmitió el consejo del diablo: – Al primero que venga a pedirte que lo pases, ponle el remo en la mano.
Siguió su camino y llegó a la ciudad del árbol estéril, donde le salió al encuentro el guarda, a quien había prometido una respuesta. Repitióle las palabras del diablo: – Matad la rata que roe la raíz y volverá a dar manzanas de oro.
Agradecióselo el guarda y le ofreció, en recompensa, dos asnos cargados de oro. Finalmente, se presentó a las puertas de la otra ciudad, aquella en que se había secado la fuente, y dijo al guarda lo que oyera al diablo:
– Hay un sapo bajo una piedra de la fuente. Buscadlo y matadlo y volveréis a tener vino en abundancia.
Dióle las gracias el guarda, y, con ellas, otros dos asnos cargados de oro.
Al cabo, el afortunado mozo estuvo de regreso a palacio, junto a su esposa, que sintió una gran alegría al verlo de nuevo, y a la que contó sus aventuras. Entregó al Rey los tres cabellos de oro del diablo, y al reparar el monarca en los cuatro asnos con sus cargas de oro, díjole, muy contento:
– Ya que has cumplido todas las condiciones, puedes quedarte con mi hija. Pero, querido yerno, dime de dónde has sacado tanto oro. ¡Es un tesoro inmenso! – He cruzado un río -respondióle el mozo- y lo he cogido de la orilla opuesta, donde hay oro en vez de arena.
– ¿Y no podría yo ir a buscar un poco? -preguntó el Rey, que era muy codicioso.
– Todo el que queráis -dijo el joven-. En el río hay un barquero que os pasará, y en la otra margen podréis llenar los sacos.
El avaro rey se puso en camino sin perder tiempo, y al llegar al río hizo seña al barquero de que lo pasara. El barquero le hizo montar en la barca, y, antes de llegar a la orilla opuesta. poniéndole en la mano la pértiga, saltó a tierra. Desde aquel día, el Rey tiene que estar bogando; es el castigo por sus pecados.
– ¿Y está bogando todavía?
– ¡Claro que sí! Nadie ha ido a quitarle la pértiga de la mano.

Rapunzel – Hermanos Grimm

Había una vez un hombre y una mujer que vivían solos y desconsolados por no tener hijos, hasta que, por fin, la mujer concibió la esperanza de que Dios Nuestro Señor se disponía a satisfacer su anhelo. La casa en que vivían tenía en la pared trasera una ventanita que daba a un magnífico jardín, en el que crecían espléndidas flores y plantas; pero estaba rodeado de un alto muro y nadie osaba entrar en él, ya que pertenecía a una bruja muy poderosa y temida de todo el mundo. Un día asomóse la mujer a aquella ventana a contemplar el jardín, y vio un bancal plantado de hermosísimas verdezuelas, tan frescas y verdes, que despertaron en ella un violento antojo de comerlas. El antojo fue en aumento cada día que pasaba, y como la mujer lo creía irrealizable, iba perdiendo la color y desmirriándose, a ojos vistas. Viéndola tan desmejorada, le preguntó asustado su marido: «¿Qué te ocurre, mujer?» – «¡Ay!» exclamó ella, «me moriré si no puedo comer las verdezuelas del jardín que hay detrás de nuestra casa.» El hombre, que quería mucho a su esposa, pensó: «Antes que dejarla morir conseguiré las verdezuelas, cueste lo que cueste.» Y, al anochecer, saltó el muro del jardín de la bruja, arrancó precipitadamente un puñado de verdezuelas y las llevó a su mujer. Ésta se preparó enseguida una ensalada y se la comió muy a gusto; y tanto le y tanto le gustaron, que, al día siguiente, su afán era tres veces más intenso. Si quería gozar de paz, el marido debía saltar nuevamente al jardín. Y así lo hizo, al anochecer. Pero apenas había puesto los pies en el suelo, tuvo un terrible sobresalto, pues vio surgir ante sí la bruja. «¿Cómo te atreves,» díjole ésta con mirada iracunda, «a entrar cual un ladrón en mi jardín y robarme las verdezuelas? Lo pagarás muy caro.» – «¡Ay!» respondió el hombre, «tened compasión de mí. Si lo he hecho, ha sido por una gran necesidad: mi esposa vio desde la ventana vuestras verdezuelas y sintió un antojo tan grande de comerlas, que si no las tuviera se moriría.» La hechicera se dejó ablandar y le dijo: «Si es como dices, te dejaré coger cuantas verdezuelas quieras, con una sola condición: tienes que darme el hijo que os nazca. Estará bien y lo cuidaré como una madre.» Tan apurado estaba el hombre, que se avino a todo y, cuando nació el hijo, que era una niña, presentóse la bruja y, después de ponerle el nombre de Verdezuela; se la llevó.

Verdezuela era la niña más hermosa que viera el sol. Cuando cumplió los doce años, la hechicera la encerró en una torre que se alzaba en medio de un bosque y no tenía puertas ni escaleras; únicamente en lo alto había una diminuta ventana. Cuando la bruja quería entrar, colocábase al pie y gritaba:

«¡Verdezuela, Verdezuela,
Suéltame tu cabellera!»

Verdezuela tenía un cabello magnífico y larguísimo, fino como hebras de oro. Cuando oía la voz de la hechicera se soltaba las trenzas, las envolvía en torno a un gancho de la ventana y las dejaba colgantes: y como tenían veinte varas de longitud, la bruja trepaba por ellas.

Al cabo de algunos años, sucedió que el hijo del Rey, encontrándose en el bosque, acertó a pasar junto a la torre y oyó un canto tan melodioso, que hubo de detenerse a escucharlo. Era Verdezuela, que entretenía su soledad lanzando al aire su dulcísima voz. El príncipe quiso subir hasta ella y buscó la puerta de la torre, pero, no encontrando ninguna, se volvió a palacio. No obstante, aquel canto lo había arrobado de tal modo, que todos los días iba al bosque a escucharlo. Hallándose una vez oculto detrás de un árbol, vio que se acercaba la hechicera, y la oyó que gritaba, dirigiéndose a o alto:

«¡Verdezuela, Verdezuela,
Suéltame tu cabellera!»

Verdezuela soltó sus trenzas, y la bruja se encaramó a lo alto de la torre. «Si ésta es la escalera para subir hasta allí,» se dijo el príncipe, «también yo probaré fortuna.» Y al día siguiente, cuando ya comenzaba a oscurecer, encaminóse al pie de la torre y dijo:

«¡Verdezuela, Verdezuela,
Suéltame tu cabellera!»

Enseguida descendió la trenza, y el príncipe subió.

En el primer momento, Verdezuela se asustó Verdezuela se asustó mucho al ver un hombre, pues jamás sus ojos habían visto ninguno. Pero el príncipe le dirigió la palabra con gran afabilidad y le explicó que su canto había impresionado de tal manera su corazón, que ya no había gozado de un momento de paz hasta hallar la manera de subir a verla. Al escucharlo perdió Verdezuela el miedo, y cuando él le preguntó si lo quería por esposo, viendo la muchacha que era joven y apuesto, pensó, «Me querrá más que la vieja,» y le respondió, poniendo la mano en la suya: «Sí; mucho deseo irme contigo; pero no sé cómo bajar de aquí. Cada vez que vengas, tráete una madeja de seda; con ellas trenzaré una escalera y, cuando esté terminada, bajaré y tú me llevarás en tu caballo.» Convinieron en que hasta entonces el príncipe acudiría todas las noches, ya que de día iba la vieja. La hechicera nada sospechaba, hasta que un día Verdezuela le preguntó: «Decidme, tía Gothel, ¿cómo es que me cuesta mucho más subiros a vos que al príncipe, que está arriba en un santiamén?» – «¡Ah, malvada!» exclamó la bruja, «¿qué es lo que oigo? Pensé que te había aislado de todo el mundo, y, sin embargo, me has engañado.» Y, furiosa, cogió las hermosas trenzas de Verdezuela, les dio unas vueltas alrededor de su mano izquierda y, empujando unas tijeras con la derecha, zis, zas, en un abrir y cerrar de ojos cerrar de ojos se las cortó, y tiró al suelo la espléndida cabellera. Y fue tan despiadada, que condujo a la pobre Verdezuela a un lugar desierto, condenándola a una vida de desolación y miseria.

El mismo día en que se había llevado a la muchacha, la bruja ató las trenzas cortadas al gancho de la ventana, y cuando se presentó el príncipe y dijo:

«¡Verdezuela, Verdezuela,
Suéltame tu cabellera!»

la bruja las soltó, y por ellas subió el hijo del Rey. Pero en vez de encontrar a su adorada Verdezuela hallóse cara a cara con la hechicera, que lo miraba con ojos malignos y perversos: «¡Ajá!» exclamó en tono de burla, «querías llevarte a la niña bonita; pero el pajarillo ya no está en el nido ni volverá a cantar. El gato lo ha cazado, y también a ti te sacará los ojos. Verdezuela está perdida para ti; jamás volverás a verla.» El príncipe, fuera de sí de dolor y desesperación, se arrojó desde lo alto de la torre. Salvó la vida, pero los espinos sobre los que fue a caer se le clavaron en los ojos, y el infeliz hubo de vagar errante por el bosque, ciego, alimentándose de raíces y bayas y llorando sin cesar la pérdida de su amada mujercita. Y así anduvo sin rumbo por espacio de varios años, mísero y triste, hasta que, al fin, llegó al desierto en que vivía Verdezuela con los dos hijitos los dos hijitos gemelos, un niño y una niña, a los que había dado a luz. Oyó el príncipe una voz que le pareció conocida y, al acercarse, reconociólo Verdezuela y se le echó al cuello llorando. Dos de sus lágrimas le humedecieron los ojos, y en el mismo momento se le aclararon, volviendo a ver como antes. Llevóla a su reino, donde fue recibido con gran alegría, y vivieron muchos años contentos y felices.

El lobo y las siete cabritillas – Hermanos Grimm

Érase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas. «Hijas mías,» les dijo, «me voy al bosque; mucho ojo con el lobo, pues si entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo conoceréis enseguida por su bronca voz y sus negras patas.» Las cabritas respondieron: «Tendremos mucho cuidado, madrecita. Podéis marcharos tranquila.» Despidióse la vieja con un balido y, confiada, emprendió su camino.

No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo: «Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para cada una.» Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo. «No te abriremos,» exclamaron, «no eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca: eres el lobo.» Fuese éste a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita. Llamando nuevamente a la puerta: «Abrid hijitas,» dijo, «vuestra madre os trae algo a cada una.» Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana, y al verla las cabritas, exclamaron: «No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!» Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo: «Mira, me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta.» Untada que tuvo ya la pata, fue al encuentro del molinero: «Échame harina blanca en el pie,» díjole. El molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, negóse al principio, pero la fiera lo amenazó: «Si no lo haces, te devoro.» El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente.

Volvió el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo: «Abrid, pequeñas; es vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del bosque.» Las cabritas replicaron: «Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre.» La fiera puso la pata en la ventana, y, al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas! Metióse una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuarta, en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta, debajo de la fregadera, y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita que, oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas. Ya ahíto y satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y, llegado a un verde prado, tumbóse a dormir a la sombra de un árbol.

Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna parte; llamólas a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que llególe la vez a la última, la cual, con vocecita queda, dijo: «Madre querida, estoy en la caja del reloj.» Sacóla la cabra, y entonces la pequeña le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginad con qué desconsuelo lloraba la madre la pérdida de sus hijitas!

Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña, y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuertemente que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, parecióle que algo se movía y agitaba en su abultada barriga. ¡Válgame Dios! pensó, ¿si serán mis pobres hijitas, que se las ha merendado y que están vivas aún? Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo. Abrió la panza al monstruo, y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su regocijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su mamaíta, brincando como sastre en bodas! Pero la cabra dijo: «Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia, aprovechando que duerme.» Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento.

Terminada ya su siesta, el lobo se levantó, y, como los guijarros que le llenaban el estómago le diesen mucha sed, encaminóse a un pozo para beber. Mientras andaba, moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:

«¿Qué será este ruido
que suena en mi barriga?
Creí que eran seis cabritas,
mas ahora me parecen chinitas.»

Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas: «¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo!» Y, con su madre, pusiéronse a bailar en corro en torno al pozo.

La doncella sin manos – Hermanos Grimm

A un molinero le iban mal las cosas, y cada día era más pobre; al fin, ya no le quedaban sino el molino y un gran manzano que había detrás. Un día se marchó al bosque a buscar leña, y he aquí que le salió al encuentro un hombre ya viejo, a quien jamás había visto, y le dijo:

-¿Por qué fatigarse partiendo leña? Yo te haré rico sólo con que me prometas lo que está detrás del molino.

«¿Qué otra cosa puede ser sino el manzano?», pensó el molinero, y aceptó la condición del desconocido. Éste le respondió con una risa burlona:

-Dentro de tres años volveré a buscar lo que es mío -y se marchó.

Al llegar el molinero a su casa, salió a recibirlo su mujer.

-Dime, ¿cómo es que tan de pronto nos hemos vuelto ricos? En un abrir y cerrar de ojos se han llenado todas las arcas y cajones, no sé cómo y sin que haya entrado nadie.

Respondió el molinero:

-He encontrado a un desconocido en el bosque y me ha prometido grandes tesoros. En cambio, yo le he prometido lo que hay detrás del molino. ¡El manzano bien vale todo eso!

-¿Qué has hecho, marido? -exclamó la mujer horrorizada-. Era el diablo, y no se refería al manzano, sino a nuestra hija, que estaba detrás del molino barriendo la hera.

La hija del molinero era una muchacha muy linda y piadosa; durante aquellos tres años siguió viviendo en el temor de Dios y libre de pecado. Transcurrido que hubo el plazo y llegado el día en que el maligno debía llevársela, se lavó con todo cuidado y trazó con tiza un círculo a su alrededor. Se presentó el diablo de madrugada, pero no pudo acercársele y dijo muy colérico al molinero:

-Quita toda el agua, para que no pueda lavarse, pues de otro modo no tengo poder sobre ella.

El molinero, asustado, hizo lo que se le mandaba. A la mañana siguiente volvió el diablo, pero la muchacha había estado llorando con las manos en los ojos, por lo que estaban limpísimas. Así tampoco pudo acercársele el demonio, que dijo furioso al molinero:

-Córtale las manos, pues de otro modo no puedo llevármela.

-¡Cómo puedo cortar las manos a mi propia hija! -contestó el hombre horrorizado. Pero el otro le dijo con tono amenazador:

-Si no lo haces, eres mío, y me llevaré a ti.

El padre, espantado, prometió obedecer y dijo a su hija:

-Hija mía, si no te corto las dos manos me llevará el demonio, así se lo he prometido en mi desesperación. Ayúdame en mi desgracia y perdóname el mal que te hago.

-Padre mío -respondió ella-, haz conmigo lo que te plazca; soy tu hija.

Y, tendiendo las manos, se las dejó cortar. Vino el diablo por tercera vez, pero la doncella había estado llorando tantas horas con los muñones apretados contra los ojos, que los tenía limpísimos. Entonces el diablo tuvo que renunciar; había perdido todos sus derechos sobre ella.

Dijo el molinero a la muchacha:

-Por tu causa he recibido grandes beneficios; mientras viva, todos mis cuidados serán para ti.

Pero ella le respondió:

-No puedo seguir aquí; voy a marcharme. Personas compasivas habrá que me den lo que necesite.

Se hizo atar a la espalda los brazos amputados, y, al salir el sol, se puso en camino. Anduvo todo el día hasta que cerró la noche. Llegó entonces frente al jardín del Rey, y, a la luz de la luna, vio que sus árboles estaban llenos de hermosísimos frutos; pero no podía alcanzarlos, pues el jardín estaba rodeado de agua. Como no había cesado de caminar en todo el día, sin comer ni un solo bocado, sufría mucho de hambre y pensó: «¡Ojalá pudiera entrar a comer algunos de esos frutos! Si no, me moriré de hambre». Se arrodilló e invocó a Dios, y he aquí que de pronto apareció un ángel. Éste cerró una esclusa, de manera que el foso quedó seco, y ella pudo cruzarlo a pie enjuto. Entró entonces la muchacha en el jardín, y el ángel con ella. Vio un peral cargado de hermosas peras, todas las cuales estaban contadas. Se acercó y comió una, cogiéndola del árbol directamente con la boca, para acallar el hambre, pero no más. El jardinero la estuvo observando; pero como el ángel seguía a su lado, no se atrevió a intervenir, pensando que la muchacha era un espíritu; y así se quedó callado, sin llamar ni dirigirle la palabra. Comido que hubo la pera, la muchacha, sintiendo el hambre satisfecha, fue a ocultarse entre la maleza.

El Rey, a quien pertenecía el jardín, se presentó a la mañana siguiente, y, al contar las peras y notar que faltaba una, preguntó al jardinero qué se había hecho de ella. Y respondió el jardinero:

-Anoche entró un espíritu que no tenía manos y se comió una directamente con la boca.

-¿Y cómo pudo el espíritu atravesar el agua? -dijo el Rey-. ¿Y adónde fue, después de comerse la pera?

-Bajó del cielo una figura, con un vestido blanco como la nieve, que cerró la esclusa y detuvo el agua, para que el espíritu pudiese cruzar el foso. Y como no podía ser sino un ángel, no me atreví a llamar ni a preguntar nada. Después de comerse la pera, el espíritu se retiró.

-Si las cosas han ocurrido como dices -declaró el Rey-, esta noche velaré contigo.

Cuando ya oscurecía el Rey se dirigió al jardín acompañado de un sacerdote, para que hablara al espíritu. Se sentaron los tres debajo del árbol, atentos a lo que ocurriera. A medianoche se presentó la doncella, viniendo del boscaje, y, acercándose al peral, se comió otra pera, alcanzándola directamente con la boca; a su lado se hallaba el ángel vestido de blanco. Salió entonces el sacerdote y preguntó:

-¿Vienes del mundo o vienes de Dios? ¿Eres espíritu o un ser humano?

A lo que respondió la muchacha:

-No soy espíritu sino una criatura humana, abandonada de todos menos de Dios.

Dijo entonces el Rey:

-Si te ha abandonado el mundo, yo no te dejaré.

Y se la llevó a su palacio, y, como la viera tan hermosa y piadosa, se enamoró de ella, mandó hacerle unas manos de plata y la tomó por esposa.

Al cabo de un año el Rey tuvo que partir para la guerra y encomendó a su madre la joven reina, diciéndole:

-Cuando sea la hora de dar a luz, atiéndela y cuídala bien, y envíame en seguida una carta.

Sucedió que la Reina tuvo un hijo, y la abuela se apresuró a comunicar al Rey la buena noticia. Pero el mensajero se detuvo a descansar en el camino, junto a un arroyo, y, extenuado de su larga marcha, se durmió. Acudió entonces el diablo, siempre dispuesto a dañar a la virtuosa Reina, y trocó la carta por otra, en la que ponía que la Reina había traído al mundo un monstruo. Cuando el Rey leyó la carta, se espantó y se entristeció sobremanera; pero escribió en contestación que cuidasen de la Reina hasta su regreso.

Volvió el mensajero con la respuesta y se quedó a descansar en el mismo lugar, durmiéndose también como a la ida. Vino el diablo nuevamente, y otra vez le cambió la carta del bolsillo, sustituyéndola por otra que contenía la orden de matar a la Reina y a su hijo. La abuela se horrorizó al recibir aquella misiva, y, no pudiendo prestar crédito a lo que leía, volvió a escribir al Rey; pero recibió una respuesta idéntica, ya que todas las veces el diablo cambió la carta que llevaba el mensajero. En la última le ordenaba incluso que, en testimonio de que había cumplido el mandato, guardase la lengua y los ojos de la Reina.

Pero la anciana madre, desolada de que hubiese de ser vertida una sangre tan inocente, mandó que por la noche trajesen un ciervo, al que sacó los ojos y cortó la lengua. Luego dijo a la Reina:

-No puedo resignarme a matarte, como ordena el Rey; pero no puedes seguir aquí. Márchate con tu hijo por el mundo, y no vuelvas jamás.

Le ató el niño a la espalda y la desgraciada mujer se marchó con los ojos anegados en lágrimas.

Llegado que hubo a un bosque muy grande y salvaje, se hincó de rodillas e invocó a Dios. Se le apareció el ángel del Señor y la condujo a una casita en la que podía leerse en un letrerito: «Aquí todo el mundo vive de balde». Salió de la casa una doncella, blanca como la nieve, que le dijo: «Bienvenida, Señora Reina», y la acompañó al interior.

Desatándole de la espalda a su hijito, se lo puso al pecho para que pudiese darle de mamar, y después lo tendió en una camita bien mullida. Le preguntó entonces la pobre madre:

-¿Cómo sabes que soy reina?

Y la blanca doncella, le respondió:

-Soy un ángel que Dios ha enviado a la tierra para que cuide de ti y de tu hijo.

La joven vivió en aquella casa por espacio de siete años, bien cuidada y atendida, y su piedad era tanta que Dios, compadecido, hizo que volviesen a crecerle las manos.

Finalmente, el Rey, terminada la campaña, regresó a palacio, y su primer deseo fue ver a su esposa e hijo. Entonces la anciana reina prorrumpió a llorar, exclamando:

-¡Hombre malvado! ¿No me enviaste la orden de matar a aquellas dos almas inocentes? -y le mostró las dos cartas falsificadas por el diablo, añadiendo-: Hice lo que me mandaste ­y le enseñó la lengua y los ojos.

El Rey prorrumpió a llorar con gran amargura y desconsuelo por el triste fin de su infeliz esposa y de su hijo, hasta que la abuela, apiadada, le dijo:

-Consuélate, que aún viven. De escondidas hice matar una cierva, y guardé estas partes como testimonio. En cuanto a tu esposa, le até el niño a la espalda y la envié a vagar por el mundo, haciéndole prometer que jamás volvería aquí, ya que tan enojado estabas con ella.

Dijo entonces el Rey:

-No cesaré de caminar mientras vea cielo sobre mi cabeza, sin comer ni beber, hasta que haya encontrado a mi esposa y a mi hijo, si es que no han muerto de hambre o de frío.

Estuvo el Rey vagando durante todos aquellos siete años, buscando en todos los riscos y grutas, sin encontrarla en ninguna parte, y ya pensaba que habría muerto de hambre. En todo aquel tiempo no comió ni bebió, pero Dios lo sostuvo. Por fin llegó a un gran bosque y en él descubrió la casita con el letrerito: «Aquí todo el mundo vive de balde». Salió la blanca doncella y, cogiéndolo de la mano, lo llevó al interior y le dijo:

-Bienvenido, Señor Rey -y le preguntó luego de dónde venía.

-Pronto hará siete años -respondió él- que ando errante en busca de mi esposa y de mi hijo; pero no los encuentro en parte alguna.

El ángel le ofreció comida y bebida, pero él las rehusó, pidiendo sólo que lo dejasen descansar un poco. Se tendió a dormir y se cubrió la cara con un pañuelo.

Entonces el ángel entró en el aposento en que se hallaba la Reina con su hijito, al que solía llamar Dolorido, y le dijo:

-Sal ahí fuera con el niño, que ha llegado tu esposo.

Salió ella a la habitación en que el Rey descansaba, y el pañuelo se le cayó de la cara, por lo que dijo la Reina:

-Dolorido, recoge aquel pañuelo de tu padre y vuelve a cubrirle el rostro.

Obedeció el niño y le puso el lienzo sobre la cara; pero el Rey, que lo había oído en sueños, volvió a dejarlo caer adrede. El niño, impacientándose, exclamó:

-Madrecita. ¿cómo puedo tapar el rostro de mi padre, si no tengo padre ninguno en el mundo? En la oración he aprendido a decir: Padre nuestro que estás en los Cielos; y tú me has dicho que mi padre estaba en el cielo, y era Dios Nuestro Señor. ¿Cómo quieres que conozca a este hombre tan salvaje? ¡No es mi padre!

Al oír el Rey estas palabras, se incorporó y le preguntó quién era. Entonces ella respondió:

-Soy tu esposa y éste es Dolorido, tu hijo.

Pero al ver el Rey sus manos de carne, replicó:

-Mi esposa tenía las manos de plata.

-Dios misericordioso me devolvió las mías naturales -dijo ella; y el ángel salió fuera y volvió en seguida con las manos de plata. Entonces tuvo el Rey la certeza de que se hallaba ante su esposa y su hijo, y, besándolos a los dos, dijo, fuera de sí de alegría.

-¡Qué terrible peso se me ha caído del corazón!

El ángel del Señor les dio de comer por última vez a todos juntos, y luego los tres emprendieron el camino de palacio, para reunirse con la abuela. Hubo grandes fiestas y regocijos, y el Rey y la Reina celebraron una segunda boda y vivieron felices hasta el fin.

Pulgarcito – Hermanos Grimm

Había una vez un pobre campesino. Una noche se encontraba sentado, atizando el fuego, y su esposa hilaba sentada junto a él, a la vez que lamentaban el hallarse en un hogar sin niños.

-¡Qué triste es que no tengamos hijos! -dijo él-. En esta casa siempre hay silencio, mientras que en los demás hogares todo es alegría y bullicio de criaturas.

-¡Es verdad! -contestó la mujer suspirando-. Si por lo menos tuviéramos uno, aunque fuera muy pequeño y no mayor que el pulgar, seríamos felices y lo amaríamos con todo el corazón.

Y ocurrió que el deseo se cumplió.

Resultó que al poco tiempo la mujer se sintió enferma y, después de siete meses, trajo al mundo un niño bien proporcionado en todo, pero no más grande que un dedo pulgar.

-Es tal como lo habíamos deseado -dijo-. Va a ser nuestro querido hijo, nuestro pequeño.

Y debido a su tamaño lo llamaron Pulgarcito. No le escatimaban la comida, pero el niño no crecía y se quedó tal como era cuando nació. Sin embargo, tenía ojos muy vivos y pronto dio muestras de ser muy inteligente, logrando todo lo que se proponía.

Un día, el campesino se aprestaba a ir al bosque a cortar leña.

-Ojalá tuviera a alguien para conducir la carreta -dijo en voz baja.

-¡Oh, padre! -exclamó Pulgarcito- ¡yo me haré cargo! ¡Cuenta conmigo! La carreta llegará a tiempo al bosque.

El hombre se echó a reír y dijo:

-¿Cómo podría ser eso? Eres muy pequeño para conducir el caballo con las riendas.

-¡Eso no importa, padre! Tan pronto como mi madre lo enganche, yo me pondré en la oreja del caballo y le gritaré por dónde debe ir.

-¡Está bien! -contestó el padre, probaremos una vez.

Cuando llegó la hora, la madre enganchó la carreta y colocó a Pulgarcito en la oreja del caballo, donde el pequeño se puso a gritarle por dónde debía ir, tan pronto con «¡Hejj!», como un «¡Arre!». Todo fue tan bien como con un conductor y la carreta fue derecho hasta el bosque.

Sucedió que, justo en el momento que rodeaba un matorral y que el pequeño iba gritando «¡Arre! ¡Arre!», dos extraños pasaban por ahí.

-¡Cómo es eso! -dijo uno- ¿Qué es lo que pasa? La carreta rueda, alguien conduce el caballo y sin embargo no se ve a nadie.

-Todo es muy extraño -asintió el otro-. Seguiremos la carreta para ver en dónde se para.

La carreta se internó en pleno bosque y llegó justo al sitio sonde estaba la leña cortada. Cuando Pulgarcito divisó a su padre, le gritó:

-Ya ves, padre, ya llegué con la carreta. Ahora, bájame del caballo.

El padre tomó las riendas con la mano izquierda y con la derecha sacó a su hijo de la oreja del caballo, quien feliz se sentó sobre una brizna de hierba. Cuando los dos extraños divisaron a Pulgarcito quedaron tan sorprendidos que no supieron qué decir. Uno y otro se escondieron y se dijeron entre ellos:

-Oye, ese pequeño valiente bien podría hacer nuestra fortuna si lo exhibimos en la ciudad a cambio de dinero. Debemos comprarlo.

Se dirigieron al campesino y le dijeron:

-Véndenos ese hombrecito; estará muy bien con nosotros.

-No -respondió el padre- es mi hijo querido y no lo vendería por todo el oro del mundo.

Pero al oír esta propuesta, Pulgarcito se trepó por los pliegues de las ropas de su padre, se colocó sobre su hombro y le dijo al oído:

-Padre, véndeme; sabré cómo regresar a casa.

Entonces, el padre lo entregó a los dos hombres a cambio de una buena cantidad de dinero.

-¿En dónde quieres sentarte? -le preguntaron.

-¡Ah!, pónganme sobre el ala de su sombrero; ahí podré pasearme a lo largo y a lo ancho, disfrutando del paisaje y no me caeré.

Cumplieron su deseo, y cuando Pulgarcito se hubo despedido de su padre se pusieron todos en camino. Viajaron hasta que anocheció y Pulgarcito dijo entonces:

-Bájenme al suelo, tengo necesidad.

-No, quédate ahí arriba -le contestó el que lo llevaba en su cabeza-. No me importa. Las aves también me dejan caer a menudo algo encima.

-No -respondió Pulgarcito-, sé lo que les conviene. Bájenme rápido.

El hombre tomó de su sombrero a Pulgarcito y lo posó en un campo al borde del camino. Por un momento dio saltitos entre los terrones de tierra y, de repente, enfiló hacia un agujero de ratón que había localizado.

-¡Buenas noches, señores, sigan sin mí! -les gritó en tono burlón.

Acudieron prontamente y rebuscaron con sus bastones en la madriguera del ratón, pero su esfuerzo fue inútil. Pulgarcito se introducía cada vez más profundo y como la oscuridad no tardó en hacerse total, se vieron obligados a regresar, burlados y con la bolsa vacía. Cuando Pulgarcito se dio cuenta de que se habían marchado, salió de su escondite.

«Es peligroso atravesar estos campos de noche, cuando más peligros acechan», pensó, «se puede uno fácilmente caer o lastimar».

Felizmente, encontró una concha vacía de caracol.

-¡Gracias a Dios! -exclamó-, ahí dentro podré pasar la noche con tranquilidad; -y ahí se introdujo. Un momento después, cuando estaba a punto de dormirse, oyó pasar a dos hombres, uno de ellos decía:

-¿Cómo haremos para robarle al cura adinerado todo su oro y su dinero?

-¡Yo bien podría decírtelo! -se puso a gritar Pulgarcito.

-¿Qué es esto? -dijo uno de los espantados ladrones, he oído hablar a alguien.

Pararon para escuchar y Pulgarcito insistió:

-Llévenme con ustedes, yo los ayudaré.

-¿En dónde estás?

-Busquen aquí, en el piso; fíjense de dónde viene la voz -contestó.

Por fin los ladrones lo encontraron y lo alzaron.

-A ver, pequeño valiente, ¿cómo pretendes ayudarnos?

-¡Eh!, yo me deslizaré entre los barrotes de la ventana de la habitación del cura y les iré pasando todo cuanto quieran.

-¡Está bien! Veremos qué sabes hacer.

Cuando llegaron a la casa, Pulgarcito se deslizó en la habitación y se puso a gritar con todas sus fuerzas.

-¿Quieren todo lo que hay aquí?

Los ladrones se estremecieron y le dijeron:

-Baja la voz para no despertar a nadie.

Pero Pulgarcito hizo como si no entendiera y continuó gritando:

-¿Qué quieren? ¿Les hace falta todo lo que hay aquí?

La cocinera, quien dormía en la habitación de al lado, oyó estos gritos, se irguió en su cama y escuchó, pero los ladrones asustados se habían alejado un poco. Por fin recobraron el valor diciéndose:

-Ese hombrecito quiere burlarse de nosotros.

Regresaron y le cuchichearon:

-Vamos, nada de bromas y pásanos alguna cosa.

Entonces, Pulgarcito se puso a gritar con todas sus fuerzas:

-Sí, quiero darles todo: introduzcan sus manos.

La cocinera, que ahora sí oyó perfectamente, saltó de su cama y se acercó ruidosamente a la puerta. Los ladrones, atemorizados, huyeron como si llevasen el diablo tras de sí, y la criada, que no distinguía nada, fue a encender una vela. Cuando volvió, Pulgarcito, sin ser descubierto, se había escondido en el granero. La sirvienta, después de haber inspeccionado en todos los rincones y no encontrar nada, acabó por volver a su cama y supuso que había soñado con ojos y orejas abiertos. Pulgarcito había trepado por la paja y en ella encontró un buen lugarcito para dormir. Quería descansar ahí hasta que amaneciera y después volver con sus padres, pero aún le faltaba ver otras cosas, antes de poder estar feliz en su hogar.

Como de costumbre, la criada se levantó al despuntar el día para darles de comer a los animales. Fue primero al granero, y de ahí tomó una brazada de paja, justamente de la pila en donde Pulgarcito estaba dormido. Dormía tan profundamente que no se dio cuenta de nada y no despertó hasta que estuvo en la boca de la vaca que había tragado la paja.

-¡Dios mío! -exclamó-. ¿Cómo pude caer en este molino triturador?

Pronto comprendió en dónde se encontraba. Tuvo buen cuidado de no aventurarse entre los dientes, que lo hubieran aplastado; mas no pudo evitar resbalar hasta el estómago.

-He aquí una pequeña habitación a la que se omitió ponerle ventanas -se dijo-. Y no entra el sol y tampoco es fácil procurarse una luz.

Esta morada no le gustaba nada, y lo peor era que continuamente entraba más paja por la puerta y que el espacio iba reduciéndose más y más. Entonces, angustiado, decidió gritar con todas sus fuerzas:

-¡Ya no me envíen más paja! ¡Ya no me envíen más paja!

La criada estaba ordeñando a la vaca y cuando oyó hablar sin ver a nadie, reconoció que era la misma voz que había escuchado por la noche, y se sobresaltó tanto que resbaló de su taburete y derramó toda la leche.

Corrió a toda prisa donde se encontraba el amo y él gritó:

-¡Ay, Dios mío! ¡Señor cura, la vaca ha hablado!

-¡Está loca! -respondió el cura, quien se dirigió al establo a ver de qué se trataba.

Apenas cruzó el umbral cuando Pulgarcito se puso a gritar de nuevo:

-¡Ya no me envíen más paja! ¡Ya no me envíen más paja!

Ante esto, el mismo cura tuvo miedo, suponiendo que era obra del diablo, y ordenó que se matara a la vaca. Entonces se sacrificó a la vaca; solamente el estómago, donde estaba encerrado Pulgarcito, fue arrojado al estercolero. Pulgarcito intentó por todos los medios salir de ahí, pero en el instante en que empezaba a sacar la cabeza, le aconteció una nueva desgracia.

Un lobo hambriento, que acertó a pasar por ahí, se tragó el estómago de un solo bocado. Pulgarcito no perdió ánimo. «Quizá encuentre un medio de ponerme de acuerdo con el lobo», pensaba. Y, desde el fondo de su panza, su puso a gritarle:

-¡Querido lobo, yo sé de un festín que te vendría mucho mejor!

-¿Dónde hay que ir a buscarlo? -contestó el lobo.

-En tal y tal casa. No tienes más que entrar por la trampilla de la cocina y ahí encontrarás pastel, tocino, salchichas, tanto como tú desees comer.

Y le describió minuciosamente la casa de sus padres.

El lobo no necesitó que se lo dijeran dos veces. Por la noche entró por la trampilla de la cocina y, en la despensa, disfrutó todo con enorme placer. Cuando estuvo harto, quiso salir, pero había engordado tanto que ya no podía usar el mismo camino. Pulgarcito, que ya contaba con que eso pasaría, comenzó a hacer un enorme escándalo dentro del vientre del lobo.

-¡Te quieres estar quieto! -le dijo el lobo-. Vas a despertar a todo el mundo.

-¡Tanto peor para ti! -contestó el pequeño-. ¿No has disfrutado ya? Yo también quiero divertirme.

Y se puso de nuevo a gritar con todas sus fuerzas. A fuerza de gritar, despertó a su padre y a su madre, quienes corrieron hacia la habitación y miraron por las rendijas de la puerta. Cuando vieron al lobo, el hombre corrió a buscar el hacha y la mujer la hoz.

-Quédate detrás de mí -dijo el hombre cuando entraron en el cuarto-. Cuando le haya dado un golpe, si acaso no ha muerto, le pegarás con la hoz y le desgarrarás el cuerpo.

Cuando Pulgarcito oyó la voz de su padre, gritó:

-¡Querido padre, estoy aquí; aquí, en la barriga del lobo!

-¡Al fin! -dijo el padre-.¡Ya ha aparecido nuestro querido hijo!

Le indicó a su mujer que soltara la hoz, por temor a lastimar a Pulgarcito. Entonces, se adelantó y le dio al lobo un golpe tan violento en la cabeza que éste cayó muerto. Después fueron a buscar un cuchillo y unas tijeras, le abrieron el vientre y sacaron al pequeño.

-¡Qué suerte! -dijo el padre-. ¡Qué preocupados estábamos por ti!

-¡Sí, padre, he vivido mil desventuras. ¡Por fin puedo respirar el aire libre!

-Pues, ¿dónde te metiste?

-¡Ay, padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el vientre de una vaca y dentro de la panza de un lobo. Ahora me quedaré al lado de ustedes.

-Y nosotros no te volveríamos a vender, aunque nos diesen todos los tesoros del mundo.

Abrazaron y besaron con mucha ternura a su querido Pulgarcito, le sirvieron de comer y de beber, y lo bañaron y le pusieron ropas nuevas, pues las que llevaba mostraban los rastros de las peripecias de su accidentado viaje.

Juan Sinmiedo – Hermanos Grimm

Érase un padre que tenía dos hijos, el mayor de los cuales era listo y despierto, muy despabilado y capaz de salir con bien de todas las cosas. El menor, en cambio, era un verdadero zoquete, incapaz de comprender ni aprender nada, y cuando la gente lo veía, no podía por menos de exclamar: «¡Este sí que va a ser la cruz de su padre!». Para todas las faenas había que acudir al mayor; no obstante, cuando se trataba de salir, ya anochecido, a buscar alguna cosa, y había que pasar por las cercanías del cementerio o de otro lugar tenebroso y lúgubre, el mozo solía resistirse:

-No, padre, no puedo ir. ¡Me da mucho miedo!

Pues, en efecto, era miedoso.

En las veladas, cuando, reunidos todos en torno a la lumbre, alguien contaba uno de esos cuentos que ponen carne de gallina, los oyentes solían exclamar: «¡Oh, qué miedo!». El hijo menor, sentado en un rincón, escuchaba aquellas exclamaciones sin acertar a comprender su significado.

-Siempre están diciendo: «¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!». Pues yo no lo tengo. Debe ser alguna habilidad de la que yo no entiendo nada.

Un buen día le dijo su padre:

-Oye, tú, del rincón: Ya eres mayor y robusto. Es hora de que aprendas también alguna cosa con que ganarte el pan. Mira cómo tu hermano se esfuerza; en cambio, contigo todo es inútil, como si machacaras hierro frío.

-Tienes razón, padre -respondió el muchacho-. Yo también tengo ganas de aprender algo. Si no te parece mal, me gustaría aprender a tener miedo; de esto no sé ni pizca.

El mayor se echó a reír al escuchar aquellas palabras, y pensó para sí: «¡Santo Dios, y qué bobo es mi hermano! En su vida saldrá de él nada bueno. Pronto se ve por dónde tira cada uno». El padre se limitó a suspirar y a responderle:

-Día vendrá en que sepas lo que es el miedo, pero con esto no vas a ganarte el sustento.

A los pocos días tuvieron la visita del sacristán. Le contó el padre su apuro, cómo su hijo menor era un inútil; ni sabía nada, ni era capaz de aprender nada.

-Sólo le diré que una vez que le pregunté cómo pensaba ganarse la vida, me dijo que quería aprender a tener miedo.

-Si no es más que eso -repuso el sacristán-, puede aprenderlo en mi casa. Deje que venga conmigo. Yo se lo desbastaré de tal forma, que no habrá más que ver.

Se avino el padre, pensando: «Le servirá para despabilarse». Así, pues, se lo llevó consigo y le señaló la tarea de tocar las campanas. A los dos o tres días lo despertó hacia medianoche y lo mandó subir al campanario a tocar la campana. «Vas a aprender lo que es el miedo», pensó el hombre mientras se retiraba sigilosamente.

Estando el muchacho en la torre, al volverse para coger la cuerda de la campana vio una forma blanca que permanecía inmóvil en la escalera, frente al hueco del muro.

-¿Quién está ahí? -gritó el mozo. Pero la figura no se movió ni respondió.

-Contesta -insistió el muchacho- o lárgate; nada tienes que hacer aquí a medianoche-. Pero el sacristán seguía inmóvil, para que el otro lo tomase por un fantasma.

El chico le gritó por segunda vez:

-¿Qué buscas ahí? Habla si eres persona cabal, o te arrojaré escaleras abajo. El sacristán pensó: «No llegará a tanto», y continuó impertérrito, como una estatua de piedra. Por tercera vez le advirtió el muchacho, y viendo que sus palabras no surtían efecto, arremetió contra el espectro y de un empujón lo echó escaleras abajo, con tal fuerza que, mal de su grado, saltó de una vez diez escalones y fue a desplomarse contra una esquina, donde quedó maltrecho. El mozo, terminado el toque de campana, volvió a su cuarto, se acostó sin decir palabra y se quedó dormido.

La mujer del sacristán estuvo durante largo rato aguardando la vuelta de su marido; pero viendo que tardaba demasiado, fue a despertar, ya muy inquieta, al ayudante, y le preguntó:

-¿Dónde está mi marido? Subió al campanario antes que tú.

-En el campanario no estaba -respondió el muchacho-. Pero había alguien frente al hueco del muro, y como se empeñó en no responder ni marcharse, he supuesto que era un ladrón y lo he arrojado escaleras abajo. Vaya a ver, no fuera el caso que se tratase de él. De veras que lo sentiría.

La mujer se precipitó a la escalera y encontró a su marido tendido en el rincón, quejándose y con una pierna rota.

Lo bajó como pudo y corrió luego a la casa del padre del mozo, hecha un mar de lágrimas:

-Su hijo -se lamentó- ha causado una gran desgracia, ha echado a mi marido escaleras abajo, y le ha roto una pierna. ¡Llévese enseguida de mi casa a esta calamidad!

Corrió el padre, muy asustado, a casa del sacristán, y puso a su hijo de vuelta y media:

-¡Eres una mala persona! ¿Qué maneras son ésas? Ni que tuvieses el diablo en el cuerpo.

-Soy inocente, padre -contestó el muchacho-. Le digo la verdad. Él estaba allí a medianoche, como si llevara malas intenciones. Yo no sabía quién era, y por tres veces le advertí que hablase o se marchase.

-¡Ay! -exclamó el padre-. ¡Sólo disgustos me causas! Vete de mi presencia, no quiero volver a verte.

-Bueno, padre, así lo haré; aguarda sólo a que sea de día, y me marcharé a aprender lo que es el miedo; al menos así sabré algo que me servirá para ganarme el sustento.

-Aprende lo que quieras -dijo el padre-; lo mismo me da. Ahí tienes cincuenta monedas; márchate a correr mundo y no digas a nadie de dónde eres ni quién es tu padre, pues eres mi mayor vergüenza.

-Sí, padre, como quieras. Si sólo me pides eso, fácil me será obedecerte.

Al apuntar el día embolsó el muchacho sus cincuenta monedas y se fue por la carretera. Mientras andaba, iba diciéndose:

«¡Si por lo menos tuviera miedo! ¡Si por lo menos tuviera miedo!». En esto acertó a pasar un hombre que oyó lo que el mozo murmuraba, y cuando hubieron andado un buen trecho y llegaron a la vista de la horca, le dijo:

-Mira, en aquel árbol hay siete que se han casado con la hija del cordelero, y ahora están aprendiendo a volar. Siéntate debajo y aguarda a que llegue la noche. Verás cómo aprendes lo que es el miedo.

-Si no es más que eso -respondió el muchacho-, la cosa no tendrá dificultad; pero si realmente aprendo qué cosa es el miedo, te daré mis cincuenta monedas. Vuelve a buscarme por la mañana.

Y se encaminó al patíbulo, donde esperó, sentado, la llegada de la noche. Como arreciara el frío, encendió fuego; pero hacia medianoche empezó a soplar un viento tan helado, que ni la hoguera le servía de gran cosa. Y como el ímpetu del viento hacía chocar entre sí los cuerpos de los ahorcados, pensó el mozo: «Si tú, junto al fuego, estás helándose, ¡cómo deben pasarlo esos que patalean ahí arriba!».

Y como era compasivo de natural, arrimó la escalera y fue desatando los cadáveres, uno tras otro, y bajándolos al suelo. Sopló luego el fuego para avivarlo, y dispuso los cuerpos en torno al fuego para que se calentasen; pero los muertos permanecían inmóviles, y los llamas prendieron en sus ropas. Al verlo, el muchacho les advirtió:

-Si no tienen cuidado, los volveré a colgar.

Pero los ajusticiados nada respondieron, y sus andrajos siguieron quemándose. Se irritó entonces el mozo:

-Puesto que se empeñan en no tener cuidado, nada puedo hacer por ustedes; no quiero quemarme yo también.

Y los colgó nuevamente, uno tras otro; hecho lo cual, volvió a sentarse al lado de la hoguera y se quedó dormido.

A la mañana siguiente se presentó el hombre, dispuesto a cobrar las cincuenta monedas.

-Qué, ¿ya sabes ahora lo que es el miedo?

-No -replicó el mozo-. ¿Cómo iba a saberlo? Esos de ahí arriba ni siquiera han abierto la boca, y fueron tan tontos que dejaron que se quemasen los harapos que llevan.

Vio el hombre que por aquella vez no embolsaría las monedas, y se alejó murmurando:

-En mi vida me he topado con un tipo como éste.

Siguió también el mozo su camino, siempre expresando en voz alta su idea fija: «¡Si por lo menos supiese lo que es el miedo! ¡Si por lo menos supiese lo que es el miedo!». Lo escuchó un carretero que iba tras él, y le preguntó:

-¿Quién eres?

-No lo sé -respondió el joven.

-¿De dónde vienes? -siguió inquiriendo el otro.

-No lo sé.

-¿Quién es tu padre?

-No puedo decirlo.

-¿Y qué demonios estás refunfuñando entre dientes?

-¡Oh! -respondió el muchacho-, quisiera saber lo que es el miedo, pero nadie puede enseñármelo.

-Basta de tonterías -replicó el carretero-. Te vienes conmigo y te buscaré alojamiento.

Lo acompañó el mozo, y, al anochecer, llegaron a una hospedería. Al entrar en la sala repitió el mozo en voz alta:

-¡Si al menos supiera lo que es el miedo!

Oyéndolo el posadero, se echó a reír, y dijo:

-Si de verdad lo quieres, tendrás aquí buena ocasión para enterarte.

-¡Cállate, por Dios! -exclamó la patrona-. Más de un temerario lo ha pagado ya con la vida. ¡Sería una pena que esos hermosos ojos no volviesen a ver la luz del día!

Pero el muchacho replicó:

-Por costoso que sea, quisiera saber lo que es el miedo; para esto me marché de casa.

Y estuvo importunando al posadero, hasta que éste se decidió a contarle que, a poca distancia de allí, se levantaba un castillo encantado, donde, con toda seguridad, aprendería a conocer el miedo si estaba dispuesto a pasar tres noches en él. Le dijo que el Rey había prometido casar a su hija, que era la doncella más hermosa que alumbrara el sol, con el hombre que a ello se atreviese. Además, había en el castillo valiosos tesoros, capaces de enriquecer al más pobre, que estaban guardados por espíritus malos, y podrían recuperarse al desvanecerse el maleficio. Muchos lo habían intentado ya, pero ninguno había escapado con vida de la empresa.

A la mañana siguiente, el joven se presentó al Rey y le dijo que, si se le autorizaba, él se comprometía a pasarse tres noches en vela en el castillo encantado.

Lo miró el Rey, y como su aspecto le resultara simpático, le dijo:

-Puedes pedir tres cosas para llevarte al castillo, pero deben ser cosas inanimadas.

A lo que contestó el muchacho:

-Deme entonces fuego, un torno y un banco de carpintero con su cuchilla.

El Rey hizo llevar aquellos objetos al castillo. Al anochecer subió a él el muchacho, encendió en un aposento un buen fuego, colocó al lado el banco de carpintero con la cuchilla y se sentó sobre el torno.

-¡Ah! ¡Si por lo menos aquí tuviera miedo! -suspiró-. Pero me temo que tampoco aquí me enseñarán lo que es.

Hacia medianoche quiso avivar el fuego, y mientras lo soplaba oyó de pronto unas voces, procedentes de una esquina, que gritaban:

-¡Au, miau! ¡Qué frío hace!

-¡Tontos! -exclamó él-. ¿Por qué gritan? Si tienen frío, acérquense al fuego a caliéntense.

Apenas hubo pronunciado estas palabras, llegaron de un enorme brinco dos grandes gatos negros que, sentándose uno a cada lado, clavaron en él una mirada ardiente y feroz. Al cabo de un rato, cuando ya se hubieron calentado, dijeron:

-Compañero, ¿qué te parece si echamos una partida de naipes?

-¿Por qué no? -respondió él-. Pero antes muéstrenme las patas.

Los animales sacaron las garras.

-¡Ah! -exclamó el muchacho-. ¡Vaya uñas largas! Primero se las cortaré.

Y, agarrándolos por el cuello, los levantó y los sujetó por las patas al banco de carpintero.

-He adivinado sus intenciones -dijo- y se me han pasado las ganas de jugar a las cartas.

Acto seguido los mató de un golpe y los arrojó al estanque que había al pie del castillo.

Despachados ya aquellos dos y cuando se disponía a instalarse de nuevo junto al fuego, de todos los rincones y esquinas empezaron a salir gatos y perros negros, en número cada vez mayor, hasta el punto de que ya no sabía él dónde meterse. Aullando lúgubremente, pisotearon el fuego, intentando esparcirlo y apagarlo. El mozo estuvo un rato contemplando tranquilamente aquel espectáculo hasta que, al fin, se amoscó y, empuñando la cuchilla y gritando: «¡Fuera de aquí, chusma asquerosa!», arremetió contra el ejército de alimañas. Parte de los animales escapó corriendo, el resto los mató, y arrojó sus cuerpos al estanque. De vuelta al aposento, reunió las brasas aún encendidas, las sopló para reanimar el fuego y se sentó nuevamente a calentarse. Y estando así sentado, le vino el sueño, con una gran pesadez en los ojos. Miró a su alrededor, y descubrió en una esquina una espaciosa cama. «A punto vienes», dijo, y se acostó en ella sin pensarlo más.

Pero apenas había cerrado los ojos cuando el lecho se puso en movimiento, como si quisiera recorrer todo el castillo. «¡Tanto mejor!», se dijo el mozo. Y la cama seguía rodando y moviéndose, como tirada por seis caballos, cruzando umbrales y subiendo y bajando escaleras. De repente, ¡hop!, un vuelco, y queda la cama patas arriba, y su ocupante debajo como si se le hubiese venido una montaña encima.

Lanzando al aire mantas y almohadas, salió de aquel revoltijo, y, exclamando: «¡Que pasee quien tenga ganas!», volvió a la vera del fuego y se quedó dormido hasta la madrugada.

A la mañana siguiente se presentó el Rey, y, al verlo tendido en el suelo, creyó que los fantasmas lo habían matado.

-¡Lástima, tan guapo mozo! -dijo.

Lo escuchó el muchacho e, incorporándose, exclamó:

-¡No están aún tan mal las cosas!

El Rey, admirado y contento, le preguntó qué tal había pasado la noche.

-¡Muy bien! -respondió el interpelado-. He pasado una, también pasaré las dos que quedan.

Al entrar en la posada, el hostelero se quedó mirándolo como quien ve visiones.

-Jamás pensé volver a verte vivo -le dijo-. Supongo que ahora sabrás lo que es el miedo.

-No -replicó el muchacho-. Todo es inútil. ¡Ya no sé qué hacer!

Al llegar la segunda noche, se encaminó de nuevo al castillo y, sentándose junto al fuego, volvió a la vieja canción: «¡Si siquiera supiese lo que es el miedo!». Antes de medianoche se oyó un estrépito. Quedo al principio, luego más fuerte; siguió un momento de silencio, y, al fin, emitiendo un agudísimo alarido bajó por la chimenea la mitad de un hombre y fue a caer a sus pies.

-¡Caramba! -exclamó el joven-. Aquí falta una mitad. ¡Hay que tirar más!.

Volvió a oírse el estruendo, y, entre un alboroto de gritos y aullidos, cayó la otra mitad del hombre.

-Aguarda -exclamó el muchacho-. Voy a avivarte el fuego.

Cuando, ya listo, se volvió a mirar a su alrededor, las dos mitades se habían soldado, y un hombre horrible estaba sentado en su sitio.

-¡Eh, amigo, que éste no es el trato! -dijo-. El banco es mío.

El hombre quería echarlo, pero el mozo, empeñado en no ceder, lo apartó de un empujón y se instaló en su asiento.

Bajaron entonces por la chimenea nuevos hombres, uno tras otro, llevando nueve tibias y dos calaveras, y, después de colocarlas en la posición debida, comenzaron a jugar a bolos. Al muchacho le entraron ganas de participar en el juego y les preguntó:

-¡Hola!, ¿puedo jugar yo también?

-Sí, si tienes dinero.

-Dinero tengo -respondió él-. Pero sus bolos no son bien redondos.

Y, cogiendo las calaveras, las puso en el torno y las modeló debidamente.

-Ahora rodarán mejor -dijo-. ¡Así da gusto!

Jugó y perdió algunos florines; pero al dar las doce, todo desapareció de su vista. Se tendió y durmió tranquilamente. A la mañana siguiente se presentó de nuevo el Rey, curioso por saber lo ocurrido.

-¿Cómo lo has pasado esta vez? -le preguntó.

-Estuve jugando a los bolos y perdí unas cuantas monedas.

-¿Y no sentiste miedo?

-¡Qué va! -replicó el chico-. Me he divertido mucho. ¡Ah, si pudiese saber lo que es el miedo!

La tercera noche, sentado nuevamente en su banco, suspiraba mohíno y malhumorado: «¡Por qué no puedo sentir miedo!».

Era ya bastante tarde cuando entraron seis hombres fornidos llevando un ataúd. Dijo él entonces:

-Ahí debe de venir mi primito, el que murió hace unos días.

-Y, haciendo una seña con el dedo, lo llamó:

-¡Ven, primito, ven aquí!

Los hombres depositaron el féretro en el suelo. El mozo se les acercó y levantó la tapa: contenía un cuerpo muerto. Le tocó la cara, que estaba fría como hielo.

-Aguarda -dijo-, voy a calentarte un poquito.

Y, volviéndose al fuego a calentarse la mano, la aplicó seguidamente en el rostro del cadáver; pero éste seguía frío. Lo sacó entonces del ataúd, se sentó junto al fuego con el muerto sobre su regazo, y se puso a frotarle los brazos para reanimar la circulación. Como tampoco eso sirviera de nada, se le ocurrió que metiéndolo en la cama podría calentarlo mejor. Lo acostó, pues, lo arropó bien y se echó a su lado. Al cabo de un rato, el muerto empezó a calentarse y a moverse. Dijo entonces el mozo:

-¡Ves, primito, cómo te he hecho entrar en calor!

Pero el muerto se incorporó, gritando:

-¡Te voy a estrangular!

-¿Esas tenemos? -exclamó el muchacho-. ¿Así me lo agradeces? Pues te volverás a tu ataúd.

Y, levantándolo, lo metió en la caja y cerró la tapa. En esto entraron de nuevo los seis hombres y se lo llevaron.

-No hay manera de sentir miedo -se dijo-. Está visto que no me enteraré de lo que es, aunque pasara aquí toda la vida.

Apareció luego otro hombre, más alto que los anteriores, y de terrible aspecto; pero era viejo y llevaba una larga barba blanca.

-¡Ah, bribonzuelo -exclamó-; pronto sabrás lo que es miedo, pues vas a morir!

-¡Calma, calma! -replicó el mozo-. Yo también tengo algo que decir en este asunto.

-Deja que te agarre -dijo el ogro.

-Poquito a poco. Lo ves muy fácil. Soy tan fuerte como tú, o más.

-Eso lo veremos -replicó el viejo-. Si lo eres, te dejaré marchar. Ven conmigo, que haremos la prueba.

Y, a través de tenebrosos corredores, lo condujo a una fragua. Allí empuñó un hacha, y de un hachazo clavó en el suelo uno de los yunques.

-Yo puedo hacer más -dijo el muchacho, dirigiéndose al otro yunque. El viejo, colgante la blanca barba, se colocó a su lado para verlo bien. Cogió el mozo el hacha, y de un hachazo partió el yunque, aprisionando de paso la barba del viejo.

-Ahora te tengo en mis manos -le dijo-; tú eres quien va a morir.

Y, agarrando una barra de hierro, la emprendió con el viejo hasta que éste, gimoteando, le suplicó que no le pegara más; en cambio, le daría grandes riquezas. El chico desclavó el hacha y lo soltó. Entonces el hombre lo acompañó nuevamente al palacio, y en una de las bodegas le mostró tres arcas llenas de oro:

-Una de ellas es para los pobres; la otra, para el Rey, y la tercera, para ti. Dieron en aquel momento las doce, y el trasgo desapareció, quedando el muchacho sumido en tinieblas.

-De algún modo saldré de aquí -se dijo.

Y, moviéndose a tientas, al cabo de un rato dio con un camino que lo condujo a su aposento, donde se echó a dormir junto al fuego.

A la mañana siguiente compareció de nuevo el Rey y le dijo:

-Bien, supongo que ahora sabrás ya lo que es el miedo.

-No -replicó el muchacho-. ¿Qué es? Estuvo aquí mi primo muerto, y después vino un hombre barbudo, el cual me mostró los tesoros que hay en los sótanos; pero de lo que sea el miedo, nadie me ha dicho una palabra.

Dijo entonces el Rey:

-Has desencantado el palacio y te casarás con mi hija.

-Todo eso está muy bien -repuso él-. Pero yo sigo sin saber lo que es el miedo. Sacaron el oro y se celebró la boda. Pero el joven príncipe, a pesar de que quería mucho a su esposa y se sentía muy satisfecho, no cesaba de suspirar: «¡Si al menos supiese lo que es el miedo!».

Al fin, aquella cantinela acabó por irritar a la princesa. Su camarera le dijo:

-Yo lo arreglaré. Voy a enseñarle lo que es el miedo.

Se dirigió al riachuelo que cruzaba el jardín y mandó que le llenaran un barreño de agua con muchos pececillos. Por la noche, mientras el joven dormía, su esposa, instruida por la camarera, le quitó bruscamente las ropas y le echó encima el cubo de agua fría con los peces, los cuales se pusieron a coletear sobre el cuerpo del muchacho. Éste despertó de súbito y echó a gritar:

-¡Ah, qué miedo, qué miedo, mujercita mía! ¡Ahora sí que sé lo que es el miedo!

Blancanieves y los siete enanitos – Hermanos Grimm

Había una vez una niña muy bonita, una pequeña princesa que tenía un cutis blanco como la nieve, labios y mejillas rojos como la sangre y cabellos negros como el azabache. Su nombre era Blancanieves.

A medida que crecía la princesa, su belleza aumentaba día tras día hasta que su madrastra, la reina, se puso muy celosa. Llegó un día en que la malvada madrastra no pudo tolerar más su presencia y ordenó a un cazador que la llevara al bosque y la matara. Como ella era tan joven y bella, el cazador se apiadó de la niña y le aconsejó que buscara un escondite en el bosque.

Blancanieves corrió tan lejos como se lo permitieron sus piernas, tropezando con rocas y troncos de árboles que la lastimaban. Por fin, cuando ya caía la noche, encontró una casita y entró para descansar.

Todo en aquella casa era pequeño, pero más lindo y limpio de lo que se pueda imaginar. Cerca de la chimenea estaba puesta una mesita con siete platos muy pequeñitos, siete tacitas de barro y al otro lado de la habitación se alineaban siete camitas muy ordenadas. La princesa, cansada, se echó sobre tres de las camitas, y se quedó profundamente dormida.

Cuando llegó la noche, los dueños de la casita regresaron. Eran siete enanitos, que todos los días salían para trabajar en las minas de oro, muy lejos, en el corazón de las montañas.

-¡Caramba, qué bella niña! -exclamaron sorprendidos-. ¿Y cómo llegó hasta aquí?

Se acercaron para admirarla cuidando de no despertarla. Por la mañana, Blancanieves sintió miedo al despertarse y ver a los siete enanitos que la rodeaban. Ellos la interrogaron tan suavemente que ella se tranquilizó y les contó su triste historia.

-Si quieres cocinar, coser y lavar para nosotros -dijeron los enanitos-, puedes quedarte aquí y te cuidaremos siempre.

Blancanieves aceptó contenta. Vivía muy alegre con los enanitos, preparándoles la comida y cuidando de la casita. Todas las mañanas se paraba en la puerta y los despedía con la mano cuando los enanitos salían para su trabajo.

Pero ellos le advirtieron:

-Cuídate. Tu madrastra puede saber que vives aquí y tratará de hacerte daño.

La madrastra, que de veras era una bruja, y consultaba a su espejo mágico para ver si existía alguien más bella que ella, descubrió que Blancanieves vivía en casa de los siete enanitos. Se puso furiosa y decidió matarla ella misma. Disfrazada de vieja, la malvada reina preparó una manzana con veneno, cruzó las siete montañas y llegó a casa de los enanitos.

Blancanieves, que sentía una gran soledad durante el día, pensó que aquella viejita no podía ser peligrosa. La invitó a entrar y aceptó agradecida la manzana, al parecer deliciosa, que la bruja le ofreció. Pero, con el primer mordisco que dio a la fruta, Blancanieves cayó como muerta.

Aquella noche, cuando los siete enanitos llegaron a la casita, encontraron a Blancanieves en el suelo. No respiraba ni se movía. Los enanitos lloraron amargamente porque la querían con delirio. Por tres días velaron su cuerpo, que seguía conservando su belleza -cutis blanco como la nieve, mejillas y labios rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache.

-No podemos poner su cuerpo bajo tierra -dijeron los enanitos. Hicieron un ataúd de cristal, y colocándola allí, la llevaron a la cima de una montaña. Todos los días los enanitos iban a velarla.

Un día el príncipe, que paseaba en su gran caballo blanco, vio a la bella niña en su caja de cristal y pudo escuchar la historia de labios de los enanitos. Se enamoró de Blancanieves y logró que los enanitos le permitieran llevar el cuerpo al palacio donde prometió adorarla siempre. Pero cuando movió la caja de cristal tropezó y el pedazo de manzana que había comido Blancanieves se desprendió de su garganta. Ella despertó de su largo sueño y se sentó. Hubo gran regocijo, y los enanitos bailaron alegres mientras Blancanieves aceptaba ir al palacio y casarse con el príncipe.

Caperucita Roja – Hermanos Grimm

Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.

Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo.

Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pajaritos, las ardillas…

De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella.

-¿A dónde vas, niña? -le preguntó el lobo con su voz ronca.

-A casa de mi Abuelita -le dijo Caperucita.

«No está lejos», pensó el lobo para sí, dándose media vuelta.

Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: «El lobo se ha ido, pensó, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles».

Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo.

El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta.

La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada.

-Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!

-Son para verte mejor -dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.

-Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!

-Son para oírte mejor -siguió diciendo el lobo.

-Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!

-Son para… ¡comerte mejoooor! -y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita.

Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita. Pidió ayuda a un segador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba.

El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!

Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó.

En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.

La Bella Durmiente – Hermanos Grimm

Érase una vez una reina que dio a luz una niña muy hermosa. Al bautismo invitó a todas las hadas de su reino, pero se olvidó, desgraciadamente, de invitar a la más malvada. A pesar de ello, esta hada maligna se presentó igualmente al castillo y, al pasar por delante de la cuna de la pequeña, dijo despechada: «¡A los dieciséis años te pincharás con un huso* y morirás!» Un hada buena que había cerca, al oír el maleficio, pronunció un encantamiento a fin de mitigar la terrible condena: al pincharse, en vez de morir la muchacha permanecería dormida durante cien años y sólo el beso de un joven príncipe la despertaría de su profundo sueño.

Pasaron los años y la princesita se convirtió en la muchacha más hermosa del reino. El rey había ordenado quemar todos los husos del castillo para que la princesa no pudiera pincharse con ninguno. No obstante, el día que cumplía los dieciséis años, la princesa acudió a un lugar del castillo que todos creían deshabitado, y donde una vieja sirvienta, desconocedora de la prohibición del rey, estaba hilando. Por curiosidad, la muchacha le pidió a la mujer que le dejara probar. «No es fácil hilar la lana», le dijo la sirvienta. «Mas si tienes paciencia te enseñaré.» La maldición del hada malvada estaba a punto de concretarse. La princesa se pinchó con un huso y cayó fulminada al suelo como muerta.

Médicos y magos fueron llamados a consulta. Sin embargo, ninguno logró vencer el maleficio. El hada buena, sabedora de lo ocurrido, corrió a palacio para consolar a su amiga la reina. La encontró llorando junto a la cama llena de flores donde estaba tendida la princesa. «¡No morirá! ¡Puedes estar segura!» la consoló, «Sólo que por cien años ella dormirá». La reina, hecha un mar de lágrimas, exclamó: «¡Oh, si yo pudiera dormir!» Entonces, el hada buena pensó: «Si con un encantamiento se durmieran todos, la princesa, al despertar encontraría a todos sus seres queridos a su entorno». La varita dorada del hada se alzó y trazó en el aire una espiral mágica. Al instante todos los habitantes del castillo se durmieron. «¡Duerman tranquilos! Volveré dentro de cien años para el despertar», dijo el hada echando un último vistazo al castillo, ahora inmerso en un profundo sueño.

En el castillo todo había enmudecido, nada se movía con vida. Péndulos y relojes repiquetearon hasta que su cuerda se acabó. El tiempo parecía haberse detenido realmente. Alrededor del castillo, sumergido en el sueño, empezó a crecer, como por encanto, un extraño y frondoso bosque con plantas trepadoras que lo rodeaban como una barrera impenetrable. En el transcurso del tiempo, el castillo quedó oculto con la maleza y fue olvidado de todo el mundo.

Pero al término del siglo, un príncipe, que perseguía a un jabalí, llegó hasta sus alrededores. El animal herido, para salvarse de su perseguidor, no halló mejor escondite que la espesura de los zarzales que rodeaban el castillo. El príncipe descendió de su caballo y, con su espada, intentó abrirse camino. Avanzaba lentamente porque la maraña era muy densa. Descorazonado, estaba a punto de retroceder cuando, al apartar una rama, vio…

Siguió avanzando hasta llegar al castillo. El puente levadizo estaba bajado. Llevando al caballo sujeto por las riendas, entró, y cuando vio a todos los habitantes tendidos en las escaleras, en los pasillos, en el patio, pensó con horror que estaban muertos. Luego se tranquilizó al comprobar que sólo estaban dormidos. «¡Despierten! ¡Despierten!», chilló una y otra vez, pero en vano. Cada vez más extrañado, se adentró en el castillo hasta llegar a la habitación donde dormía la princesa. Durante mucho rato contempló aquel rostro sereno, lleno de paz y belleza; sintió nacer en su corazón el amor que siempre había esperado en vano. Emocionado, se acercó a ella, tomó la mano de la muchacha y delicadamente la besó…

Con aquel beso, de pronto la muchacha se desperezó y abrió los ojos, despertando del larguísimo sueño. Al ver frente a sí al príncipe, murmuró:

-¡Por fin has llegado! En mis sueños acariciaba este momento tanto tiempo esperado.

El encantamiento se había roto. La princesa se levantó y tendió su mano al príncipe. En aquel momento todo el castillo despertó. Todos se levantaron, mirándose sorprendidos y diciéndose qué era lo que había sucedido. Al darse cuenta, corrieron locos de alegría junto a la princesa, más hermosa y feliz que nunca. Al cabo de unos días, el castillo, hasta entonces inmerso en el silencio, se llenó de cantos, de música y de alegres risas con motivo de la boda.

Hansel y Gretel – Hermanos Grimm

Hansel y Gretel vivían con su padre, un pobre leñador, y su cruel madrastra, muy cerca de un espeso bosque. Vivían con muchísima escasez, y como ya no les alcanzaba para poder comer los cuatro, deberían plantearse el problema y tratar de darle una buena solución.

Una noche, creyendo que los niños estaban dormidos, la cruel madrastra dijo al leñador:

-No hay bastante comida para todos: mañana llevaremos a los niños a la parte más espesa del bosque y los dejaremos allí. Ellos no podrán encontrar el camino a casa y así nos desprenderemos de esa carga.

Al principio, el padre se opuso rotundamente a tener en cuenta la cruel idea de la malvada mujer.

-¿Cómo vamos a abandonar a mis hijos a la suerte de Dios, quizás sean atacados por los animales del bosque? -gritó enojado.

-De cualquier manera, así moriremos todos de hambre -dijo la madrastra y no descansó hasta convencer al débil hombre de llevar adelante el malévolo plan que se había trazado.

Mientras tanto los niños, que en realidad no estaban dormidos, escucharon toda la conversación. Gretel lloraba amargamente, pero Hansel la consolaba.

-No llores, querida hermanita -decía él-, yo tengo una idea para encontrar el camino de regreso a casa.

A la mañana siguiente, cuando salieron para el bosque, la madrastra les dio a cada uno de los niños un pedazo de pan.

-No deben comer este pan antes del almuerzo -les dijo-. Eso es todo lo que tendrán para el día.

El dominado y débil padre y la madrastra los acompañaron a adentrarse en el bosque. Cuando penetraron en la espesura, los niños se quedaron atrás, y Hansel, haciendo migas de su pan, las fue dejando caer con disimulo para tener señales que les permitieran luego regresar a casa.

Los padres los llevaron muy adentro del bosque y les dijeron:

-Quédense aquí hasta que vengamos a buscarlos.

Hansel y Gretel hicieron lo que sus padres habían ordenado, pues creyeron que cambiarían de opinión y volverían por ellos. Pero cuando se acercaba la noche y los niños vieron que sus padres no aparecían, trataron de encontrar el camino de regreso. Desgraciadamente, los pájaros se habían comido las migas que marcaban el camino. Toda la noche anduvieron por el bosque con mucho temor observando las miradas, observando el brillo de los ojos de las fieras, y a cada paso se perdían más en aquella espesura.

Al amanecer, casi muertos de miedo y de hambre, los niños vieron un pájaro blanco que volaba frente a ellos y que para animarlos a seguir adelante les aleteaba en señal amistosa. Siguiendo el vuelo de aquel pájaro encontraron una casita construida toda de panes, dulces, bombones y otras confituras muy sabrosas.

Los niños, con un apetito terrible, corrieron hasta la rara casita, pero antes de que pudieran dar un mordisco a los riquísimos dulces, una bruja los detuvo.

La casa estaba hecha para atraer a los niños y cuando éstos se encontraban en su poder, la bruja los mataba y los cocinaba para comérselos.

Como Hansel estaba muy delgadito, la bruja lo encerró en una jaula y allí lo alimentaba con ricos y sustanciosos manjares para engordarlo. Mientras tanto, Gretel tenía que hacer los trabajos más pesados y sólo tenía cáscaras de cangrejos para comer.

Un día, la bruja decidió que Hansel estaba ya listo para ser comido y ordenó a Gretel que preparara una enorme cacerola de agua para cocinarlo.

-Primero -dijo la bruja-, vamos a ver el horno que yo prendí para hacer pan. Entra tú primero, Gretel, y fíjate si está bien caliente como para hornear.

En realidad la bruja pensaba cerrar la puerta del horno una vez que Gretel estuviera dentro para cocinarla a ella también. Pero Gretel hizo como que no entendía lo que la bruja decía.

-Yo no sé. ¿Cómo entro? -preguntó Gretel.

-Tonta -dijo la bruja-, mira cómo se hace -y la bruja metió la cabeza dentro del horno.

Rápidamente Gretel la empujó dentro del horno y cerró la puerta.

Gretel puso en libertad a Hansel. Antes de irse, los dos niños se llenaron los bolsillos de perlas y piedras preciosas del tesoro de la bruja.

Los niños huyeron del bosque hasta llegar a orillas de un inmenso lago que parecía imposible de atravesar. Por fin, un hermoso cisne blanco compadeciéndose de ellos y les ofreció pasarlos a la otra orilla. Con gran alegría los niños encontraron a su padre allí. Éste había sufrido mucho durante la ausencia de los niños y los había buscado por todas partes, e incluso les contó acerca de la muerte de la cruel madrastra.

Dejando caer los tesoros a los pies de su padre, los niños se arrojaron en sus brazos. Así juntos olvidaron todos los malos momentos que habían pasado y supieron que lo más importante en la vida es estar junto a los seres a quienes se ama, y siguieron viviendo felices y ricos para siempre.