La fábula de los ciegos – Hermann Hesse

Durante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos.

Por desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista. Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.

Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo restringido de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas las limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que tenían vista. Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos.

Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender provisionalmente todo juicio acerca de los colores.

Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música.

La ejecución – Hermann Hesse

En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.

-¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado -se preguntaban unos a otros los discípulos- para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.

-Supongo que será un hereje -dijo el maestro con tristeza.

Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.

-Es un hereje -decía la gente muy indignada-. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!

Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:

-¿Cómo lo adivinaste, maestro?

Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:

-No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute.

El rey Yu – Hermann Hesse

La historia de la antigua China ofrece escasos ejemplos de monarcas y estadistas que fuesen derrocados a causa de haber caído bajo la influencia de una mujer y de un enamoramiento. Uno de estos raros ejemplos -y uno muy notable- es el del rey Yu de Tchou y su mujer Bau Si.

El país de Tchou lindaba por el oeste con los territorios de los bárbaros mongoles, y la sede de su Corte, Fong, se encontraba en medio de una región poco segura, que de vez en cuando se veía expuesta a los asaltos y saqueos de aquellas tribus bárbaras. Por ello fue preciso ocuparse de reforzar al máximo las fortificaciones fronterizas y, sobre todo, de proteger mejor la Corte.

Los libros de historia nos dicen que el rey Yu, el cual no era un mal estadista y sabía prestar atención a los buenos consejos, supo compensar las desventajas de su frontera adoptando inteligentes medidas, pero que todas estas inteligentes y meritorias obras quedaron destruidas por los caprichos de una bonita mujer.

En efecto, con ayuda de todos sus príncipes vasallos, el rey estableció en la frontera occidental una línea de defensa, línea de defensa que, como todas las creaciones políticas, presentaba un doble carácter, a saber: moral, por una parte, y mecánico, por otra. El fundamento moral del tratado era el juramento y la fidelidad de los príncipes y sus oficiales, cada uno de los cuales se comprometía a acudir con sus soldados a la Corte a socorrer al rey a la primera señal de alarma. A su vez, el principio mecánico, del cual se ocupaba el rey, consistía en un bien pensado sistema de torres, que hizo construir en su frontera occidental. En cada una de estas torres debía montarse guardia día y noche; las torres estaban provistas de tambores muy potentes. En caso de una invasión enemiga por cualquier punto de la frontera, la torre más próxima redoblaría su tambor; de torre en torre esta señal recorrería todo el país en un tiempo mínimo.

Este inteligente y loable dispositivo ocupó largo tiempo al rey Yu, quien tuvo que celebrar conferencias con sus príncipes, considerar los informes de los arquitectos, organizar la instrucción del servicio de guardia. Ahora bien, el rey tenía una favorita llamada Bau Si, una mujer hermosa que supo hacerse con una influencia sobre el corazón y los sentidos del rey, mayor de lo que puede convenir a un monarca y a su reino. Al igual que su señor, Bau Si seguía con curiosidad e interés los trabajos que se realizaban en la frontera, del mismo modo que una niña vivaracha e inteligente contempla, de vez en cuando, con admiración y envidia los juegos de los muchachos. Para que lo comprendiese todo perfectamente, uno de los arquitectos le había construido un delicado modelo -de arcilla pintada y cocida- de la línea de defensa; este modelo representaba la frontera y el sistema de torres, y en cada una de las graciosas torrecillas había un guardia de arcilla infinitamente pequeño y que en vez de tambor llevaba colgada una diminuta campanilla. Este bonito juguete constituía el pasatiempo favorito de la mujer del rey, y cuando alguna vez estaba de malhumor, sus doncellas solían proponerle jugar al «ataque bárbaro».

Entonces colocaban todas las torrecillas, hacían tañer las campanillas enanas, y así disfrutaban y se entretenían mucho.

El día astrológicamente favorable en que, concluidas al fin las obras, instalados los tambores y preparado el servicio de guardia, se puso a prueba, previo acuerdo, la nueva línea de defensa, fue una ocasión gloriosa para el rey. Orgulloso de su realización, se mostraba muy impaciente; los cortesanos esperaban para darle sus parabienes, pero la más ansiosa y excitada era la hermosa mujer Bau Si, la cual casi no podía esperar que concluyesen todas las ceremonias y rogaciones previas.

Por fin llegó la hora señalada, y por primera vez comenzó a desarrollarse en gran escala y de verdad el juego de las torres y los tambores que tan a menudo había hecho pasar un buen rato a la mujer del rey. Ésta apenas podía contener sus ansias de comenzar a intervenir en el juego y a dar órdenes, tan grande era su alegre excitación. El rey le lanzó una grave mirada, y con esto se controló. Había llegado el momento; ahora jugarían al «ataque bárbaro» en grande y con torres de verdad, con hombres y tambores de verdad, para ver cómo resultaba todo. El rey dio la señal, el mayordomo mayor transmitió la orden al capitán de la caballería, éste trotó hasta la primera torre y dio orden de redoblar el tambor. El redoble retumbó potente y profundo, su sonido alcanzó todos los oídos, festivo y profundamente conmovedor. Bau Si se había puesto pálida de emoción y comenzó a temblar. El gran tambor de batalla redoblaba con fuerza su basto ritmo estremecedor, un canto lleno de presagios y amenazas, lleno de lo venidero, de guerra y miseria, de miedo y derrota. Todos lo escuchaban con profundo respeto. Cuando el sonido comenzaba a extinguirse, de la torre siguiente salió la réplica, lejana y débil, la cual se fue perdiendo rápidamente, y después no se oyó nada más, y al cabo de unos instantes se rompió el festivo silencio, la gente volvió a alzar la voz, se pusieron en pie y comenzaron a charlar.

Entretanto, el profundo y atronador redoble fue pasando de la segunda a la tercera y a la décima y a la trigésima torre, y cuando se dejaba oír, todos los soldados de esa zona tenían estrictas órdenes de presentarse de inmediato en el lugar convenido, armados y con la bolsa de provisiones llena; todos los capitanes y coroneles debían prepararse para la marcha sin pérdida de tiempo y apresurarse al máximo; también debían enviar ciertas órdenes preestablecidas al interior del país. Dondequiera que se oía el redoble del tambor se interrumpían el trabajo y las comidas, los juegos y el sueño, se empaquetaba, se ensillaba, se recogía, se emprendía la marcha a pie y a caballo. En breve espacio de tiempo, de todos los distritos de los alrededores salían tropas presurosas con destino a la Corte de Fong.

En Fong, en el patio de palacio, se había relajado pronto la profunda emoción e interés que se habían apoderado de todos los ánimos al redoblar el terrible tambor. La gente paseaba por el jardín de la Corte charlando animadamente, toda la ciudad estaba de fiesta, y cuando, transcurridas menos de tres horas, comenzaron a aproximarse ya cabalgatas pequeñas y más grandes, procedentes de dos direcciones, y luego, de hora en hora, fueron llegando más y más -lo cual duró todo ese día y los dos siguientes-, el rey, sus cortesanos y sus oficiales fueron presa de un creciente entusiasmo.

El rey se vio colmado de agasajos y congratulaciones, los arquitectos fueron invitados a un banquete y el tambor de la primera torre, el que había dado el primer redoble, fue coronado por el pueblo, paseado en andas por las calles y obsequiado por todos.

La mujer del rey, Bau Si, estaba absolutamente entusiasmada y como embriagada. Su juego de torrecitas y campanillas se había hecho realidad de forma mucho más espléndida de lo que nunca hubiese podido imaginar. Por arte de magia, la orden había desaparecido en el solitario país, envuelta en la amplia onda sonora del redoble del tambor; y su resultado llegaba ahora, vivo, real, como un eco de lontananza, el emocionante bramido de ese tambor había producido un ejército, un ejército de cientos y miles de hombres bien armados que iban llegando por el horizonte, a pie y a caballo, en continuo flujo, en continuo y rápido avance: arqueros, caballería ligera y pesada, lanceros, iban llenando gradualmente, con creciente barullo, todo el espacio disponible alrededor de la ciudad, donde eran acogidos y se les indicaban sus posiciones, donde eran aclamados y obsequiados, donde acampaban, levantaban tiendas y encendían fogatas. Esto continuó día y noche; como duendes de fábula surgían de la tierra gris, lejanos, diminutos, envueltos en nubes de polvo, para finalmente formar filas, hechos sobrecogedora realidad, bajo las miradas de la Corte y de la embelesada Bau Si.

El rey Yu estaba muy satisfecho, y en particular le complacía el arrobamiento de su favorita; llena de felicidad, resplandecía como una flor y el rey nunca la había visto tan bella. Pero las festividades duran poco. También esta gran fiesta se extinguió y dio paso a la vida de todos los días: dejaron de ocurrir maravillas, no se hicieron realidad nuevos sueños de fábula. Esto resulta insoportable a las personas desocupadas y veleidosas. Pasadas unas semanas de la fiesta, Bau Si volvió a perder todo su buen humor. El pequeño juego con las torrecillas de arcilla y las campanillas colgadas de un hilo resultaba tan insulso ahora, después de haber probado el gran juego. ¡Oh, cuán embriagador había resultado éste! Y todo estaba allí dispuesto, listo para repetir el sublime juego: allí estaban las torres y colgaban los tambores, allí montaban guardia los soldados y permanecían alerta los tambores en sus uniformes, todo estaba a la expectativa, pendiente de la gran orden, ¡y todo permanecía muerto e inservible en tanto no llegase esa orden!

Bau Si perdió la sonrisa, desapareció su aspecto resplandeciente; el rey contemplaba preocupado a su compañera preferida, privado de su consuelo nocturno. Tuvo que incrementar al máximo sus presentes, con tal de poder sacarle una sonrisa. Había llegado el momento de comprender la situación y sacrificar al deber la pequeña y dulce preciosidad. Pero Yu era débil. Que Bau Si recuperase la alegría, le parecía lo principal.

Así, sucumbió a la tentación que le preparaba la mujer poco a poco, y ofreciendo resistencia, pero sucumbió. Bau Si le arrastró tan lejos, que llegó a olvidar sus deberes. Cediendo a las súplicas mil veces repetidas, satisfizo el único gran deseo de su corazón: accedió a dar la señal a la guardia fronteriza, como si se avecinase el enemigo. En el acto resonó el profundo, conmovedor redoble del tambor de guerra. Esta vez, al rey le pareció un sonido terrible, y también Bau Si se asustó al oírlo. Mas luego se fue repitiendo todo el delicioso juego: en el horizonte se alzaron las pequeñas nubes de polvo, las tropas fueron llegando, a pie y a caballo, durante tres días seguidos, los generales hicieron reverencias, los soldados montaron sus tiendas. Bau Si estaba encantada, su rostro resplandecía. Pero el rey Yu pasó momentos difíciles. Se veía obligado a reconocer que no lo había atacado ningún enemigo, que todo estaba en calma. Conque intentó justificar la falsa alarma diciendo que se trataba de un provechoso ejercicio. Nadie se lo discutió, todos se inclinaron y lo aceptaron. Pero los oficiales comenzaron a rumorear que habían sido víctimas de una desleal travesura del rey; éste había alarmado a toda la frontera y los habla movilizado a todos, miles de hombres, con el mero objeto de complacer a su favorita. Y la mayor parte de los oficiales estuvieron de acuerdo en no volver a responder en el futuro a una orden de este tipo. Entretanto, el rey se esforzaba por levantar los ánimos de las disgustadas tropas con espléndidos obsequios. Bau Si había conseguido lo que quería.

Pero cuando comenzaba a retornar su malhumor y empezaba a sentirse nuevamente deseosa de repetir el insensato juego, ambos recibieron su castigo. Tal vez por casualidad, tal vez porque les habían llegado noticias de esos acontecimientos, un buen día los bárbaros cruzaron inesperadamente la frontera en grandes bandadas de jinetes. Las torres dieron su señal sin tardanza, el redoble lanzó su imperiosa exhortación y se fue difundiendo hasta el último recodo. Pero el exquisito juguete, con su mecánica tan admirable, parecía haberse roto: los tambores ya podían sonar, pero nada tañía en los corazones de los soldados y oficiales del país. Éstos no respondieron al tambor. Y el rey y Bau Si otearon en vano en todas direcciones; por ningún lado se levantaba la polvareda, en ninguna dirección se veían acercar caracoleantes las pequeñas cabalgatas grises, nadie acudió en su ayuda.

El rey salió presuroso al encuentro de los bárbaros con las escasas tropas que tenía a mano. Pero el enemigo era numeroso; derrotó a las tropas, tomó la Corte de Fong, destruyó el palacio, derribó las torres. El rey Yu perdió el reino y la vida, y otro tanto le ocurrió a su favorita Bau Si, de cuya perniciosa sonrisa aún siguen hablando los libros de historia.

Fong fue destruida, la cosa iba en serio. Éste fue el fin del juego de los tambores y del rey Yu y la sonriente Bau Si. El sucesor de Yu, el rey Ping, no tuvo más remedio que abandonar Fong y trasladar la Corte más hacia Oriente; se vio obligado a comprar la futura seguridad de sus dominios por medio de pactos con monarcas vecinos y la cesión a éstos de grandes extensiones de territorio.

Dentro y fuera – Hermann Hesse

Había una vez un hombre llamado Frederick; se dedicaba a tareas intelectuales y poseía una amplia extensión de conocimientos. Sin embargo, no todos los conocimientos significaban lo mismo para él, ni apreciaba cualquier actividad intelectual. Tenía preferencia por un cierto tipo de pensamiento, desdeñando y detestando los otros. Sentía un profundo amor y respeto por la lógica -ese método admirable- y, en general, por lo que él llamaba «ciencia».

«Dos y dos son cuatro -acostumbraba a decir-. Esto es lo que creo; y el hombre debe construir su pensamiento sobre la base de esta verdad.»

No ignoraba, sin duda, que existían otras clases de pensamiento y cultura; pero no los consideraba como «ciencia», y tenía una pobre opinión de ellos. Aunque librepensador, no era intolerante con la religión. La religión estaba fundada en un tácito acuerdo entre científicos. Durante varios siglos su ciencia había abarcado casi todo lo que existía sobre la tierra y era digno de conocerse, con una sola excepción: el alma humana. Con el transcurso del tiempo, se convirtió en costumbre abandonar esta materia a la religión, y permitir sus especulaciones sobre el alma, aunque sin considerarlas seriamente. Según esto, Frederick era también tolerante en lo referente a la religión; no obstante, todo lo que significaba superstición le era profundamente odioso y repugnante. Pueblos lejanos, incultos y retrasados podían recurrir a ella; en la remota antigüedad podía admitirse el pensamiento místico o mágico; pero con el nacimiento de la ciencia y de la lógica esas anticuadas y dudosas herramientas carecían de sentido.

Eso es lo que decía y lo que pensaba. Cuando algún vestigio de superstición aparecía ante él, se encolerizaba Y sentía como sí hubiese sido atacado por algo hostil.

No obstante, lo que más le irritaba era hallar tales vestigios entre hombres de su propia clase, educados y versados en los principios del pensamiento científico. Y nada le era tan doloroso e intolerable como el concepto escandaloso -que había oído recientemente formulado y discutido incluso por hombres de gran cultura-, la idea absurda de que el «pensamiento científico» no era posiblemente un hecho supremo, independiente del tiempo, eterno, preordenado e inexpugnable, sino sólo uno de tantos, una transitoria manera de pensar, no impenetrable al cambio y a la decadencia. Esa creencia irreverente, destructiva y venenosa se extendía; ni el propio Frederick era capaz de negarlo; había surgido al azar como resultado de la angustia originada en todo el mundo por la guerra, la revolución, y el hambre, a la manera de un aviso, como espiritual escritura de una blanca mano sobre un blanco muro.

Mientras más sufría Frederick por la existencia de esa idea y por lo profundamente que lograba afligirle, más apasionadamente la atacaba, tanto a ella como a aquéllos a quienes sospechaba sus secretos defensores. Hasta entonces sólo muy pocas personas verdaderamente cultivadas habían proclamado abierta y francamente su fe en la nueva doctrina, que parecía destinada, de lograr difusión y fuerza, a destruir todos los valores espirituales sobre la tierra y a provocar el caos. Pero la situación no había llegado aún a tal extremo y los dispersos mantenedores eran tan pocos en número que cabía considerarlos como casos singulares y excéntricos, elementos peculiares. Pero una gota del veneno, una emanación de esa idea, podía ser percibida en cualquier momento. De un modo u otro podían surgir entre el pueblo y los medios cultivados una serie de nuevas doctrinas esotéricas, con sus sectas y discípulos; el mundo estaba lleno de ellas, por doquier se veía amenazado por la superstición, el misticismo, los cultos espirituales y otras fuerzas misteriosas, a las cuales era necesario combatir; pero la ciencia, por un particular sentimiento de debilidad, les había concedido hasta el presente vía libre.

Un día, Frederick visitó a uno de sus amigos, con quien frecuentemente había investigado. Hacía algún tiempo que no lo había visto. Mientras iba subiendo por la escalera de la casa, intentó recordar cuándo y dónde había estado por última vez en compañía de su amigo, pero, aunque se enorgullecía de su excelente memoria, no lo conseguía. Imperceptiblemente molesto y malhumorado, mientras aguardaba ante la puerta de su amigo intentó liberarse de esta sensación.

Apenas había saludado a Erwin, su amigo, cuando advirtió en su cordial semblante una cierta aunque reprimida sonrisa, que le pareció advertir por primera vez. Apenas vio aquella sonrisa, en cierto modo burlona u hostil pese a su apariencia amistosa, recordó inmediatamente lo que estuvo buscando infructuosamente en su memoria: su último y anterior encuentro con Erwin. Recordó que se habían separado sin haber discutido, desde luego, pero con una sensación de discordia interna y disgusto, porque Erwin había prestado entonces muy escaso apoyo a sus ataques contra los dominios de la superstición.

Era extraño. ¿Cómo podía haber olvidado aquello por completo? Comprendió también que ésa era la única razón de haber evitado a su amigo durante tanto tiempo, simplemente ese descontento, y que desde el principio había sido consciente de ello, aunque se inventó una multitud de excusas para el repetido aplazamiento de esta visita.

Ahora se enfrentaban el uno al otro; Frederick sintió que la pequeña grieta de aquel día había experimentado un tremendo ensanchamiento. Intuyó que algo fallaba entre él y Erwin, algo que hasta entonces siempre estuvo presente: un aura de solidaridad, de espontánea comprensión, de afecto incluso. Ahora existía un vacío. Se saludaron; hablaron del tiempo, de sus conocidos, de su salud y -Dios sabe por qué- a cada palabra Frederick tuvo la molesta sensación de que no comprendía bien a su amigo, de que Erwin no lo conocía realmente, de que sus palabras estaban errando el blanco, de que no era posible hallar ninguna base común para una verdadera conversación. Con mayor motivo por cuanto Erwin exhibía aún en su rostro aquella amistosa sonrisa, que Frederick estaba empezando casi a odiar.

Durante una pausa en la laboriosa conversación, Frederick miró en torno suyo al estudio que conocía tan bien y vio una hoja de papel clavada con un alfiler en la pared. Esta imagen lo conmovió extrañamente y despertó antiguos recuerdos: hacía mucho tiempo, en sus años de estudiante, Erwin tenía ese hábito, a veces, para conservar el dicho de un pensador o el verso de un poeta frescos en su mente. Se levantó y se dirigió hacia la pared para leer el papel.

Allí, en la bella escritura de Erwin, leyó las siguientes palabras: «Nada está fuera, nada está dentro; pues lo que está fuera está dentro».

Pálido, permaneció inmóvil durante un momento. ¡Allí estaba! ¡Eso era lo que temía! En otra ocasión habría ignorado aquella hoja de papel, la habría tolerado caritativamente como una genialidad, como una debilidad inocente a la que cualquiera estaba expuesto, quizá como un frívolo sentimentalismo que pedía indulgencia. Pero ahora era diferente. Sintió que esas palabras no habían sido escritas por un fugaz impulso poético, no era por capricho que Erwin había vuelto después de tantos años a la práctica de su juventud. ¡Aquella frase era una confesión de misticismo!

Lentamente se volvió para mirarle el rostro, cuya sonrisa era de nuevo radiante.

-¡Explícame esto! -exigió.

Erwin hizo un gesto afirmativo con la cabeza, lleno de amistad.

-¿Nunca has leído este dicho?

-¡Naturalmente! -gritó Frederick-. Claro que lo conozco. Es misticismo, es gnosticismo. Quizá sea poético, pero… ¡De todas formas, explícamelo, y dime por qué lo has puesto en la pared!

-Con mucho gusto -dijo Erwin-. El dicho es una primera introducción a una epistemología que he estado investigando últimamente, y que me ha proporcionado ya muchas satisfacciones.

Frederick reprimió su arrebato. Preguntó:

-¿Una nueva epistemología? ¿Qué es? ¿Cómo se llama?

-¡Oh -contestó Erwin-, únicamente es nueva para mí. Es ya muy antigua y venerable. Se llama magia.

La palabra había sido pronunciada. Asombrado y sobrecogido por tan cándida confesión, Frederick comprendió con un estremecimiento que se hallaba enfrentado cara a cara con el archienemigo en la persona de Erwin. No sabía si estaba más cerca de la rabia o de las lágrimas; lo poseía un amargo sentimiento de irreparable pérdida. Durante una larga pausa permaneció callado.

Luego, con pretendida decisión en la voz, atacó:

-¿Así que deseas ahora convertirte en un mago?

-Sí -contestó Erwin sin vacilar.

-Una especie de aprendiz de brujo, ¿eh?

-Ciertamente.

Hubo tanta quietud que podía oírse el tictac de un reloj en la habitación contigua.

Frederick agregó después:

-Esto significa que abandonas toda relación con la ciencia seria y, por tanto, toda relación conmigo.

-Espero que no sea así -contestó Erwin-. Pero si no hay otro remedio, ¿qué puedo hacer?

-¿Qué puedes hacer? -estalló Frederick-. ¡Rompe, rompe de una vez por todas con esa puerilidad, con esa vil y despreciable creencia en la magia! Eso puedes hacer, si deseas conservar mi respeto.

Erwin sonrió un poco, aunque también su alegría se había desvanecido.

-Hablas como si… -murmuró, tan suavemente que a través de sus quedas palabras la irritada voz de Frederick aún parecía resonar por toda la habitación-, hablas como si eso estuviese dentro de mi voluntad, como si me quedara elección, Frederick. No es ése el caso. No tengo, ninguna elección. No fui yo quien escogió la magia: ella me escogió a mí.

Frederick suspiró, profundamente.

-Entonces, adiós -dijo hastiadamente, y se levantó sin ofrecerle su mano.

-¡Así, no! -exclamó Erwin-. No debes separarte de mí de ese modo. Imagina que uno de nosotros yace en su lecho de muerte -¡y en verdad que así es!-, y que debemos decirnos adiós.

-¿Pero quién de nosotros va a morir, Erwin?

-Hoy probablemente yo, amigo mío. Cualquiera que desee nacer de nuevo, debe estar preparado para morir.

Una vez más Frederick se dirigió a la hoja de papel y leyó el dicho.

-Muy bien -admitió al fin-. Tienes razón, no sirve para nada separarnos con ira. Haré lo que deseas; imaginaré que uno de nosotros se está muriendo. Antes de irme, quiero pedirte una última cosa.

-Me alegro -repuso Erwin-. Dime, ¿qué atención puedo demostrarte en nuestra despedida?

-Repito mi primera pregunta, y ésta es también mi petición: explícame ese dicho lo mejor que puedas.

Erwin reflexionó un momento y luego dijo:

-Nada está fuera, nada está dentro. Conoces el significado religioso de esto: Dios está en todas partes. Está en el espíritu y también en la naturaleza. Todo es divino, porque Dios es todo. Antiguamente esto recibía el nombre de panteísmo. En lo que concierne al significado filosófico, estamos acostumbrados a separar el dentro del fuera en nuestro pensamiento; sin embargo, esto no es necesario. Nuestro espíritu es capaz de superar los límites que hemos fijado para él, en el Más Allá. Más allá del par de antítesis que constituye nuestro mundo, comienza un nuevo y diferente conocimiento… Pero, mi querido amigo, debo confesarte que desde que mi pensamiento ha cambiado ya no existen para mí palabras ambiguas ni dichos: cada palabra tiene decenas, centenares de significados. Y ahí empieza lo que temes… la magia.

Frederick. frunció las cejas y estuvo a punto de interrumpirle. Pero Erwin lo miró de forma desarmante y continuó, hablando más distintamente:

-Déjame darte un ejemplo. Llévate algo mío, cualquier objeto, y examínalo un poco de cuando en cuando. Pronto el principio del dentro y el fuera te revelará uno de sus muchos significados.

Dio una ojeada en tomo a la habitación, tomó una pequeña estatuilla de arcilla de un anaquel, y se la dio a Frederick, diciendo:

-Toma esto como regalo de despedida. ¡Cuando este objeto que coloco en tus manos cese de estar fuera de ti y esté dentro de ti, ven a mí de nuevo! ¡Pero si permanece fuera de ti, tal como está ahora, para siempre, entonces esta separación tuya de mí será también para siempre!

Frederick quiso hablar todavía, pero Erwin tomó su mano, la estrechó, y se despidió de él con una expresión que no admitía réplica.

Frederick se retiró; descendió la escalera (¡qué largo le pareció el tiempo desde que la había subido!); se dirigió a través de las calles a su casa, perplejo y angustiado, con la pequeña figura de barro en la mano.

Se detuvo frente a su morada, apretó fieramente el puño sobre la estatuilla durante un momento, y sintió un irresistible impulso de romper el ridículo objeto contra el suelo. Nunca se había sentido tan agitado, tan movido por emociones antagónicas.

Buscó un lugar para el obsequio de su amigo, y puso la figura en la parte superior de un estante de su librería. Por el momento la dejó allí.

Ocasionalmente, según fueron pasando los días, la miró, meditando sobre ella y sus orígenes, considerando el significado que tan disparatado objeto iba a tener para él. Se trataba de una pequeña figura que representaba un hombre, o un dios, o un ídolo , con dos rostros, como el dios romano Jano, modelada más bien toscamente en arcilla y cubierta con un barniz tostado y algo cuarteado. La pequeña imagen tenía un aspecto grosero e insignificante; no era desde luego una obra griega o romana; probablemente se trataba del trabajo de alguna raza inferior y primitiva de África o de los Mares del Sur. Los dos rostros, que eran exactamente iguales, mostraban una sonrisa apática, indolente y débilmente burlona; el pequeño gnomo prodigaba su estúpida sonrisa de modo en especial desagradable.

Frederick no pudo acostumbrarse a la figura. Le resultaba totalmente inestética y ofensiva, se interponía en su camino, lo turbaba. Ya al día siguiente la tomó para dejarla sobre la estufa, y pocos días después la trasladó a un aparador. Pero una y otra vez aparecía en el campo de su visión, como si le estuviese imponiendo su presencia; se reía de él fría y estúpidamente, se daba tono, exigía atención. Tras unas cuantas semanas la puso en la antecámara, entre las fotografías de Italia y los recuerdos triviales que jamás miraba nadie. Ahora, al menos, sólo veía al ídolo al entrar o al salir, pasaba junto a él rápidamente, sin prestarle atención. Pero, también allí el objeto lo fastidiaba, aunque no quiso admitirlo.

Con aquel juguete, con aquella monstruosidad de dos caras, la vejación y el tormento habían entrado en su vida.

Un día, meses más tarde, regresó de un corto viaje. Emprendía ahora tales excursiones de cuando en cuando, como si algo lo empujase secretamente. Entró en su casa, atravesó la antecámara, fue saludado por la criada, y leyó las cartas que lo aguardaban. Pero seguía intranquilo, como si hubiera olvidado algo importante; ningún libro lo tentaba, ningún sillón era cómodo. Empezó a torturar su mente, ¿cuál era la causa? ¿Había descuidado algo importante? ¿Comido algo que pudiese trastornarlo? Al reflexionar, descubrió que esta sensación de inquietud había aparecido al entrar en el apartamento. Volvió a la antecámara e involuntariamente su primera mirada buscó la figura de arcilla.

Un extraño terror se apoderó de él al no ver al ídolo. Había desaparecido. No estaba. ¿Se había marchado caminando con sus pequeñas piernas de barro? ¿Había volado? ¿Desapareció por artes mágicas?

Frederick recobró la calma y sonrió ante su nerviosismo. Luego empezó a buscar tranquilamente por toda la habitación. Al no encontrar nada, llamó a la criada. Parecía turbada, y admitió en seguida que se le había caído el objeto mientras limpiaba.

-¿Dónde está?

Ya no estaba en ninguna parte. Tan sólido como aparentaba ser el pequeño objeto, ella lo tuvo a menudo en sus manos. Sin embargo, se había roto en mil pedazos. Llevó los fragmentos a un taller, donde simplemente se rieron de ella. Luego los había tirado.

Frederick despidió a la criada. Sonrió. Se sentía contento. ¡Qué poco le importaba el ídolo! La abominación había desaparecido; ahora tendría paz. ¿Por qué no habría deshecho el objeto a golpes desde el primer día? ¡Cómo había sufrido todo aquel tiempo! ¡De qué forma indolente, extraña, astuta, perversa, diabólica le había sonreído el ídolo! Ahora que había desaparecido, podía admitir la verdad: había temido verdadera y sinceramente a aquel dios de barro. ¿No era emblema y símbolo de todo cuanto le era repugnante e intolerable, de todo cuanto reconoció siempre como pernicioso, hostil y digno de supresión? ¿Un estandarte de todas las supersticiones, de todas las tinieblas, de toda coerción de la conciencia y el espíritu? ¿No representaba la horrible fuerza que se siente a veces bramando en las entrañas de la tierra, ese lejano terremoto, esa próxima extinción de la cultura, ese naciente caos? ¿No le había robado aquella despreciable figura a su mejor amigo, es más, no robado, sino convertido en enemigo? Ahora el objeto había desaparecido. Desvanecido. Roto en mil pedazos. Acabado. Era mucho mejor que si lo hubiera destruido por sí mismo.

Eso pensó, o dijo. Y volvió a sus asuntos como antes.

Pero la maldición persistió. Justamente cuando había conseguido acostumbrarse más o menos a aquella ridícula figura, precisamente cuando verla en su lugar habitual en la mesa de la antecámara se le había hecho gradualmente familiar y nada importante, era cuando su ausencia empezó a atormentarlo. Sí, la echaba de menos cada vez que cruzaba aquella estancia; veía constantemente el espacio vacío donde había estado, y el vacío emanaba de aquel lugar y llenaba la habitación entera.

Malos días y peores noches empezaron para Frederick. Ya no podía atravesar la antecámara sin pensar en el ídolo de las dos caras, sin echarlo de menos, sin sentir que sus pensamientos estaban unidos a él. Una agónica obsesión creció en su interior. Y no era simplemente al cruzar aquel cuarto cuando se sentía prisionero de su obsesión. De la misma forma en que el vacío y la desolación irradiaban del ahora vacío lugar en la mesa de la antecámara, aquella idea obsesiva irradiaba dentro de él, empujaba todo lo demás a un lado, enconándolo y llenándolo de extrañeza y desolación.

Una y otra vez imaginó la figura con suma claridad, para demostrarse a sí mismo lo absurdo de afligirse por su pérdida. Pudo verla en toda su estúpida fealdad y barbarie, con su vacua pero astuta sonrisa, con sus dos caras; impulsado como por una coacción, lleno de odio y con la boca torcida, se descubrió a sí mismo intentando reproducir aquella sonrisa. Le incomodaba la duda de si las dos caras eran en realidad exactamente iguales. ¿No tenía una de ellas, quizá simplemente por una pequeña aspereza o cuarteo en el barniz, una expresión algo distinta? ¿Algo raro? ¿Algo enigmático? ¡Qué peculiar era el color de aquel barniz! El verde y el azul y el gris, pero también el rojo, se mezclaban en él. Era un barniz que ahora hallaba a menudo en otros objetos, en una reflexión del sol de la ventana o en los reflejos de un húmedo pavimento.

Cavilaba mucho sobre aquel barniz, incluso por la noche. Le extrañó igualmente lo extraña, rara, malsonante, poco familiar, casi maligna que era la palabra «barniz». La analizó hasta invertir el orden de sus letras. Entonces leía «zinrab». Pero, ¿de dónde demonios tomaba su sonido aquella palabra? Conocía la palabra «zinrab», por supuesto que sí; además, era una palabra hostil y mala, una palabra con perversas e inquietantes implicaciones. Durante mucho tiempo lo atormentó esa pregunta. Finalmente dio con la respuesta: «zinrab» le recordaba un libro que había comprado y leído hacía muchos años durante un viaje, y que lo había aterrado, atormentado, pero fascinado secretamente; se titulaba Princesa Zinraka. Era como una maldición: todo lo relacionado con la estatuilla -el barniz, el azul, el verde, la sonrisa- significaba hostilidad, eran sinónimos de torturas y venenos. ¡De qué forma tan peculiar en otro tiempo Erwin, su amigo, había sonreído mientras ponía el ídolo en su mano! Una forma muy peculiar, muy significativa, muy hostil.

Frederick resistió valientemente -y muchos días no sin éxito- la tendencia obsesiva de sus pensamientos. Presentía el peligro claramente: ¡volverse loco! No, era mejor morir. La razón es necesaria, la vida no. Y se le ocurrió que quizá eso era la magia, que Erwin, con la ayuda de aquella figura, lo había encantado en cierto modo, y que debería sucumbir en un sacrificio como el defensor de la razón y la ciencia contra aquellos funestos poderes. Sin embargo, de ser así, si eso era posible, la magia existía, la hechicería existía. ¡No, mejor era morir!

Un médico le recomendó paseos y baños. A veces, en busca de distracción, pasaba la noche en una posada. Pero no le sirvió de nada. Maldecía a Erwin y se maldecía a sí mismo.

Una noche, como solía hacer ahora con frecuencia, se retiró temprano y estuvo inquieto en la cama, imposibilitado de dormir. Se sentía indispuesto e intranquilo. Deseaba meditar, deseaba hallar tranquilidad, decirse cosas reconfortantes, tranquilizadoras, frases de recta serenidad y claridad. «Dos y dos son cuatro». Nada vino a su mente; en un estado casi de delirio musitó sonidos y sílabas para sí. Gradualmente las palabras se formaron en sus labios, y varias veces, sin comprender su significado, repitió la misma frase para sí, como si hubiese tomado forma en él de algún modo. La murmuró una y otra vez, como si absorbiese una droga, como si en ella buscase a tientas su camino hacia el sueño que lo eludía en el estrecho sendero que bordeaba el abismo.

Pero súbitamente, al levantar un poco la voz, las palabras que estaba musitando penetraron en su conciencia. Las conocía: «¡Sí, ahora estás dentro de mí!» E instantáneamente comprendió. ¡Supo lo que significaban, que se referían al ídolo de arcilla, que entonces, en aquella hora gris de la noche, se había cumplido puntual y exactamente la profecía que Erwin le había hecho un espantoso día, que la figura que sostuvo desdeñosamente en sus dedos ya no estaba fuera de él sino dentro de él! «Pues lo que está fuera está dentro».

Incorporándose de un salto, experimentó como si le estuvieran haciendo una transfusión de hielo y fuego. El mundo vacilaba a su alrededor, los planetas lo miraban fija y alocadamente. Encendió la luz, se puso algunas ropas, abandonó su casa y corrió en plena noche hacia la casa de Erwin. Vio una luz encendida en la ventana del estudio que conocía tan bien; la puerta de la casa estaba abierta: todo parecía estar esperándolo. Subió precipitadamente la escalera. Penetró con paso inseguro en el estudio de Erwin y se apoyó con temblorosas manos sobre la mesa. Erwin se hallaba sentado junto a la lámpara, bajo su suave luz, pensativo y sonriente.

Cortésmente Erwin se puso en pie.

-Has venido. Eso está bien.

-¿Has estado esperándome? -preguntó Frederick.

-He estado esperándote, como sabes, desde el momento en que te fuiste de aquí con mi pequeño obsequio. ¿Ha sucedido lo que dije entonces?

-Ha sucedido -admitió-. El ídolo está dentro de mí. Ya no puedo soportarlo más.

-¿Puedo ayudarte? -preguntó Erwin.

-No lo sé. Haz lo que quieras. ¡Explícame más acerca de tu magia. Dime si el ídolo puede salir de mí otra vez.

Erwin puso su mano sobre el hombro de su amigo. Lo condujo hacia un sillón y lo obligó a sentarse en él. Luego dijo cordialmente, en un casi fraternal tono de voz:

-El ídolo saldrá de ti otra vez. Ten confianza en mí. Ten confianza en ti mismo. Has aprendido a creer en él. ¡Ahora aprende a amarlo! Está dentro de ti, pero continúa muerto, es aun un fantasma para ti. ¡Despiértalo, háblale, pregúntale! ¡Pues es tú mismo! ¡No lo odies, no le temas, no lo atormentes! ¡Cómo has atormentado a ese pobre ídolo, que sin embargo eras tú mismo! ¡Cómo te has atormentado a ti mismo!

-¿Es ése el camino de la magia? -preguntó Frederick. Se hallaba profundamente hundido en el sillón, como si hubiera envejecido, y su voz era débil.

-Ese es el camino -contestó Erwin-, y quizá has dado ya el paso más difícil. Has hallado por experiencia que el fuera puede convertirse en el dentro. Has estado más allá del par de antítesis. ¡Te pereció el infierno; aprende ahora, amigo mío, qué es el cielo!. Porque es el cielo el que te espera. Mira, esto es la magia: intercambiar el fuera y el dentro. Pero no por el impulso, ni con la angustia, como tú lo has hecho, sino libremente, voluntariamente. Llama al pasado, llama al futuro: ¡ambos se hallan en ti! Hasta hoy has sido el esclavo del dentro. Aprende a ser su dueño. Eso es la magia.

La leyenda del rey indio – Hermann Hesse

En la antigua India de los dioses, muchos siglos antes del advenimiento de Gotama Buda el excelso, sucedió que los brahmanes ungieron a un nuevo rey. Este joven monarca gozó de la confianza y las enseñanzas de dos sabios varones que le enseñaron a purificarse mediante el ayuno, a someter a la voluntad los impulsos tormentosos de su sangre y a preparar su mente para el entendimiento del Todo y Uno.

En efecto, por esta época habían estallado entre los brahmanes ardorosas polémicas sobre los atributos de los dioses, sobre las relaciones de unas divinidades con otras y sobre las de éstas con el Todo y Uno. Algunos pensadores empezaban a negar la existencia de múltiples divinidades, y postulaban que los nombres de éstas no eran más que denominaciones de los aspectos sensibles del Uno invisible. Otros negaban con apasionamiento estas doctrinas y se aferraban a las viejas divinidades, sus nombres y sus imágenes; ellos precisamente no creían que el Todo y Uno fuese un ser concreto, sino sólo un nombre aplicado al conjunto de todas las divinidades. De manera similar, para unos las palabras sagradas de los himnos eran creaciones temporales, y por consiguiente mudables, mientras otros las tenían por primigenias y la única cosa auténticamente inmutable. En estos aspectos del conocimiento de lo sagrado, lo mismo que en los de… se manifestaba el afán de llegar a conocer las verdades últimas, y por eso dudaban y discutían sin descanso de qué fuese el Espíritu mismo, o sólo su nombre, otros rechazaban esta distinción entre el Espíritu y la palabra, considerando que el ser y su imagen eran entidades inseparables. Casi dos mil años más tarde los mejores ingenios de la Edad Media occidental discutirían casi exactamente los mismos puntos. Y aquende como allende hubo pensadores serios y luchadores desinteresados, pero también hubo prebendados desprovistos de espíritu y de caridad a quienes preocupaba únicamente que tales discusiones no redundasen en el desprestigio del culto o del templo, ni que la libertad de pensamiento o de discusión sobre la naturaleza de las divinidades fuese a mermar, por ventura, el poderío ni las rentas de la casta sacerdotal. Lo que ellos querían era seguir viviendo como parásitos del pueblo; cuando el hijo o la vaca de alguno caían enfermos, los sacerdotes se le metían en casa durante semanas y le chupaban toda la hacienda en forma de ofrendas y de sacrificios.

Y también aquellos dos brahmanes de cuyas enseñanzas disfrutaba el rey, siempre ávido de saber, estaban reñidos en cuanto a las verdades últimas. Pero como ambos tenían fama de gran sabiduría, el rey, entristecido por tal desavenencia, solía decirse: «Si ni siquiera estos dos sabios consiguen ponerse de acuerdo en cuando a la verdad, ¿cómo podré conocerla nunca yo, con mi flaco entendimiento? No dudo de que debe existir una verdad única e indivisible, pero me temo que ni siquiera los brahmanes puedan llegar a conocerla con seguridad».

Cuando los interrogaba al respecto, sus dos preceptores contestaban:

-Muchos son los caminos, pero el destino es único. Ayuna, mortifica las pasiones de tu corazón, recita las estrofas sagradas y medita acerca de ellas.

El rey hizo de buena gana lo que le aconsejaban, y realizó grandes progresos en la sabiduría, pero sin alcanzar nunca su meta de poder contemplar la verdad última. Cierto que logró superar las pasiones de la sangre, así como aborrecer los deseos y los placeres animales. E incluso para comer y beber tomaba solamente lo indispensable (un plátano al día y unos granos de arroz). Así se purificaba de cuerpo y espíritu, y enfocaba al objetivo definitivo todas sus fuerzas e impulsos de su alma. Las palabras sagradas, cuyas sílabas antes le parecían monótonas y vacías, desplegaban ahora para él todos los encantos de su magia y le dispensaban consuelo íntimo. En estos torneos y ejercicios de la razón iba conquistando premio tras premio. Pero siguió sin hallar la clave del secreto final y de todos los misterios del ser, y eso lo tenía triste y cariacontecido.

Entonces decidió disciplinarse por medio de una gran penitencia. Para lo cual se encerró durante cuarenta días en la más apartada de sus estancias sin probar bocado y durmiendo en el suelo, sin manta ni almohada. Su cuerpo enflaquecido exhalaba un aroma de pureza, su rostro delgado relucía de un brillo interior y su mirada avergonzaba a los brahmanes por la ecuanimidad purísima que traslucía. Superada esta prueba de cuarenta días, convocó a todos los brahmanes en el atrio del templo para que ejercitasen su ingenio en la resolución de las cuestiones más difíciles. Y mandó traer vacas blancas con las frentes adornadas de cadenas de oro, como premio para los vencedores del concurso.

Los sacerdotes y los sabios acudieron, tomaron asiento y se enzarzaron sin demora en la batalla de las ideas y de las palabras. Paso a paso demostraron la exacta correspondencia entre los dos mundos, el sensible y el del espíritu, afilaron sus inteligencias en la interpretación de los versículos sagrados y disertaron sobre el Brahma y el Atman. El ser elemental de cien brazos fue comparado con el viento, con el fuego, con el agua, con la sal disuelta en el agua, con la unión del hombre y la mujer. También idearon parábolas e imágenes para describir el Brahma creador de dioses que son más grandes que el mismo Brahma, y distinguieron entre el Brahma creador y el que encierra en sí lo creado, de manera que procuraban compararlo consigo mismo. Y argumentaron brillantemente sobre si el Atman es anterior a su nombre, o si su nombre es idéntico a su esencia o sólo una creación de ésta.

Una y otra vez intervino el rey proponiendo temas para nuevos interrogantes. Sin embargo, cuanto más prodigaban los brahmanes sus respuestas y sus explicaciones, más solo y abandonado se hallaba entre ellos el rey. Cuando más preguntaba y asentía al escuchar las respuestas, y mandaban que fuesen premiadas las más ingeniosas, más ardía en su anterior el anhelo de la verdad misma. Pues bien se daba cuenta de que todos aquellos discursos y análisis no servían sino para dar vueltas alrededor de ella, pero sin tocarla nunca. Nadie lograba entrar en el círculo interior. De manera que, conforme iba proponiendo preguntas y repartía honores, se veía a sí mismo como un niño dedicado junto con otros niños a una especie de juego. Hermoso, sí, pero de los que provocan sonrisas indulgentes por parte de los hombres adultos.

Por eso el rey fue ensimismándose cada vez más, pese a hallarse en medio de la gran asamblea. Cerró todos los sentidos y dirigió su voluntad ardiente a ese foco, la verdad, pues sabía que todos los seres participan de ella y duerme en el interior de cada uno, también en el de los reyes. Y como era un ser puro, en cuyo interior no subsistía ninguna escoria, fue encontrando suficiencia y claridad dentro de sí mismo. Cuanto más se sumía en sí, mayor era la luz que percibía, como el que camina dentro de una caverna y cada paso le lleva más y más cerca del resplandor de la salida.

Mientras tanto, los brahmanes continuaron largo rato hablando y discutiendo, sin darse cuenta de que el rey estaba como sordo y mudo. Se exaltaban, alzaban las voces cada vez más, y no pocos manifestaban así la envidia por las vacas que habían correspondido a otros.

Hasta que, por fin, uno de ellos reparó en la distracción del monarca. Interrumpiendo su discurso, levantó la mano y lo señaló con el dedo, y su interlocutor calló e hizo lo mismo, y el vecino de éste también. Al fondo del atrio algunos grupos alborotaban y charlaban todavía, pero la mayoría guardaba un silencio sepulcral. Hasta que callaron todos, sentados sin decir nada y mirando al rey, que se mantenía erguido, el semblante impasible, la vista dirigida al infinito. Y su rostro irradiaba una luz fría y clara como la de una estrella. Entonces todos los brahmanes se inclinaron ante su éxtasis y comprendieron que cuanto estaban haciendo era sólo un juego de niños, mientras que el personaje real estaba habitado por Dios mismo, el epítome de todos los dioses.

Pero el rey, cuyos sentidos estaban fundidos en la unidad y vueltos hacia lo interior, seguía contemplando la verdad misma, indivisible, en forma de luz pura que infundía en su interior una certeza dulcísima, a la manera en que un rayo de sol cuando atraviesa una piedra preciosa la convierte en luz y sol, con lo que criatura y creador se hacen uno.

Luego volvió en sí, y cuando miró a su alrededor, sus ojos reían y su frente brillaba como un lucero. Despojándose de sus ropas, salió del templo, salió de la ciudad y del reino, y se adentró desnudo en la selva, donde desapareció para siempre.

Leyenda china – Hermann Hesse

Esto se cuenta acerca de Meng Hsie.

Cuando supo que últimamente los artistas jóvenes se ejercitaban en colocarse cabeza abajo, decían que para ensayar una nueva visión, inmediatamente Meng Hsie practicó también este ejercicio. Y después de probarlo un rato declaró a sus discípulos:

-Cuando me coloco cabeza abajo se me presenta el mundo bajo un aspecto nuevo y más hermoso.

Esto se comentó, y los jóvenes artistas se ufanaban no poco de que el anciano maestro hubiese respaldado así sus experimentos.

Se sabía que apenas hablaba, y que enseñaba a sus discípulos no mediante doctrinas sino con su simple presencia y su ejemplo. Por eso sus manifestaciones llamaban mucho la atención y se difundían por todas partes.

Poco después de que aquellas palabras suyas hubiesen hecho las delicias de los innovadores y sorprendido e incluso indignado a muchos de los antiguos, se supo que había hablado otra vez. Contaban que había dicho:

-Es bueno que el hombre tenga dos piernas, porque ponerse cabeza abajo no favorece la salud. Además, cuando se incorpora el que estuvo cabeza abajo el mundo se le representa doblemente más hermoso que antes.

Estas palabras del maestro escandalizaron a los jóvenes antipodistas, que se sintieron traicionados o burlados, y también a los mandarines.

-Tal día dice Meng Hsie tal cosa, y al día siguiente dice lo contrario -comentaban los mandarines-. Es imposible que ambas sean verdaderas. ¿Quién hace caso del anciano cuando le flaquea el entendimiento?

Algunos fueron a contarle al maestro lo que decían de él tanto los innovadores como los mandarines. Él se limitó a reír. Y como sus seguidores le demandaran una explicación, dijo:

-La realidad existe, pequeños míos, y ésa es incontrovertible. Verdades, en cambio, es decir, opiniones acerca de la realidad expresadas mediante palabras, hay muchas, y todas ellas son tan verdaderas como falsas.

Y por mucho que insistieron, los discípulos no consiguieron sacarle una palabra más.

Parábola china – Hermann Hesse

Un anciano llamado Chunglang, que quiere decir «Maese La Roca», tenía una pequeña propiedad en la montaña. Sucedió cierto día que se le escapó uno de sus caballos y los vecinos se acercaron a manifestarle su condolencia.

Sin embargo el anciano replicó:

-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Y hete aquí que varios días después el caballo regresó, y traía consigo toda una manada de caballos cimarrones. De nuevo se presentaron los vecinos y lo felicitaron por su buena suerte.

Pero el viejo de la montaña les dijo:

-¡Quién sabe si eso ha sido un suceso afortunado!

Como tenían tantos caballos, el hijo del anciano se aficionó a montarlos, pero un día se cayó y se rompió una pierna. Otra vez los vecinos fueron a darle el pésame, y nuevamente les replicó el viejo:

-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Al año siguiente se presentaron en la montaña los comisionados de «los Varas Largas». Reclutaban jóvenes fuertes para mensajeros del emperador y para llevar su litera. Al hijo del anciano, que todavía estaba impedido de la pierna, no se lo llevaron.

Chunglang sonreía.

FIN