Un lugar limpio y bien iluminado – Ernest Hemingway

Era tarde y todos habían salido del café con excepción de un anciano que estaba sentado a la sombra que hacían las hojas del árbol, iluminado por la luz eléctrica. De día la calle estaba polvorienta, pero por la noche el rocío asentaba el polvo y al viejo le gustaba sentarse allí, tarde, porque aunque era sordo y por la noche reinaba la quietud, él notaba la diferencia. Los dos camareros del café notaban que el anciano estaba un poco ebrio; aunque era un buen cliente sabían que si tomaba demasiado se iría sin pagar, de modo que lo vigilaban.

-La semana pasada trató de suicidarse -dijo uno de ellos.

-¿Por qué?

-Estaba desesperado.

-¿Por qué?

-Por nada.

-¿Cómo sabes que era por nada?

-Porque tiene muchísimo dinero.

Estaban sentados uno al lado del otro en una mesa próxima a la pared, cerca de la puerta del café, y miraban hacia la terraza donde las mesas estaban vacías, excepto la del viejo sentado a la sombra de las hojas, que el viento movía ligeramente. Una muchacha y un soldado pasaron por la calle. La luz del farol brilló sobre el número de cobre que llevaba el hombre en el cuello de la chaqueta. La muchacha iba descubierta y caminaba apresuradamente a su lado.

-Los guardias civiles lo recogerán -dijo uno de los camareros.

-¿Y qué importa si consigue lo que busca?

-Sería mejor que se fuera ahora. Los guardias han pasado hace cinco minutos y volverán.

El viejo sentado a la sombra golpeó su platillo con el vaso. El camarero joven se le acercó.

-¿Qué desea?

El viejo lo miró.

-Otro coñac -dijo.

-Se emborrachará usted -dijo el camarero. El viejo lo miró. El camarero se fue.

-Se quedará toda la noche -dijo a su colega-. Tengo sueño y nunca puedo irme a la cama antes de las tres de la mañana. Debería haberse suicidado la semana pasada.

El camarero tomó la botella de coñac y otro platillo del mostrador que se hallaba en la parte interior del café y se encaminó a la mesa del viejo. Puso el platillo sobre la mesa y llenó la copa de coñac.

-Debía haberse suicidado usted la semana pasada -dijo al viejo sordo. El anciano hizo un movimiento con el dedo.

-Un poco más -murmuró.

El camarero terminó de llenar la copa hasta que el coñac desbordó y se deslizó por el pie de la copa hasta llegar al primer platillo.

-Gracias -dijo el viejo.

El camarero volvió con la botella al interior del café y se sentó nuevamente a la mesa con su colega.

-Ya está borracho -dijo.

-Se emborracha todas las noches.

-¿Por qué quería suicidarse?

-¿Cómo puedo saberlo?

-¿Cómo lo hizo?

-Se colgó de una cuerda.

-¿Quién lo bajó?

-Su sobrina.

-¿Por qué lo hizo?

-Por temor de que se condenara su alma.

-¿Cuánto dinero tiene?

-Muchísimo.

-Debe tener ochenta años.

-Sí, yo también diría que tiene ochenta.

-Me gustaría que se fuera a su casa. Nunca puedo acostarme antes de las tres. ¿Qué hora es esa para irse a la cama?

-Se queda porque le gusta.

-Él está solo. Yo no. Tengo una mujer que me espera en la cama.

-Él también tuvo una mujer.

-Ahora una mujer no le serviría de nada.

-No puedes asegurarlo. Podría estar mejor si tuviera una mujer.

-Su sobrina lo cuida.

-Lo sé. Dijiste que le había cortado la soga.

-No me gustaría ser tan viejo. Un viejo es una cosa asquerosa.

-No siempre. Este hombre es limpio. Bebe sin derramarse el líquido encima. Aun ahora que está borracho, míralo.

-No quiero mirarlo. Quisiera que se fuera a su casa. No tiene ninguna consideración con los que trabajan.

El viejo miró desde su copa hacia la calle y luego a los camareros.

-Otro coñac -dijo, señalando su copa. Se le acercó el camarero que tenía prisa por irse.

-¡Terminó! -dijo, hablando con esa omisión de la sintaxis que la gente estúpida emplea al hablar con los beodos o los extranjeros-. No más esta noche. Cerramos.

-Otro -dijo el viejo.

-¡No! ¡Terminó! -limpió el borde de la mesa con su servilleta y movió la cabeza de lado a lado.

El viejo se puso de pie, contó lentamente los platillos, sacó del bolsillo un monedero de cuero y pagó las bebidas, dejando media peseta de propina.

El camarero lo miraba mientras salía a la calle. El viejo caminaba un poco tambaleante, aunque con dignidad.

-¿Por qué no lo dejaste que se quedara a beber? -preguntó el camarero que no tenía prisa. Estaban bajando las puertas metálicas-. Todavía no son las dos y media.

-Quiero irme a casa.

-¿Qué significa una hora?

-Mucho más para mí que para él.

-Una hora no tiene importancia.

-Hablas como un viejo. Bien puede comprar una botella y bebérsela en su casa.

-No es lo mismo.

-No; no lo es -admitió el camarero que tenía esposa-. No quería ser injusto. Sólo tenía prisa.

-¿Y tú? ¿No tienes miedo de llegar a tu casa antes de la hora de costumbre?

-¿Estás tratando de insultarme?

-No, hombre, sólo quería hacerte una broma.

-No -el camarero que tenía prisa se irguió después de haber asegurado la puerta metálica-. Tengo confianza. Soy todo confianza.

-Tienes juventud, confianza y un trabajo -dijo el camarero de más edad-. Lo tienes todo.

-¿Y a ti, qué te falta?

-Todo; menos el trabajo.

-Tienes todo lo que tengo yo.

-No. Nunca he tenido confianza y ya no soy joven.

-Vamos. Deja de decir tonterías y cierra.

-Soy de aquellos a quienes les gusta quedarse hasta tarde en el café -dijo el camarero de más edad-, con todos aquellos que no desean irse a la cama; con todos los que necesitan luz por la noche.

-Yo quiero irme a casa y a la cama.

-Somos muy diferentes -dijo el camarero de más edad. Se estaba vistiendo para irse a su casa-. No es sólo una cuestión de juventud y confianza, aunque esas cosas son muy hermosas. Todas las noches me resisto a cerrar porque puede haber alguien que necesite el café.

-¡Hombre! Hay bodegas abiertas toda la noche.

-No entiendes. Este es un café limpio y agradable. Está bien iluminado. La luz es muy buena y también, ahora, las hojas hacen sombra.

-Buenas noches -dijo el camarero más joven.

-Buenas noches -dijo el otro. Continuó la conversación consigo mismo mientras apagaba las luces. Es la luz, por supuesto, pero es necesario que el lugar esté limpio y sea agradable. No quieres música. Definitivamente no quieres música. Tampoco puedes estar frente a una barra con dignidad aunque eso sea todo lo que proveemos a estas horas. ¿Qué temía? No era temor, no era miedo. Era una nada que conocía demasiado bien. Era una completa nada y un hombre también era nada. Era sólo eso y todo lo que se necesitaba era luz y una cierta limpieza y orden. Algunos vivieron en eso y nunca lo sintieron pero él sabía que todo eso era nada y pues nada y nada y pues nada. Nada nuestra que estás en nada, nada sea tu nombre nada tu reino nada tu voluntad así en nada como en nada. Danos este nada nuestro pan de cada nada y nada nuestros nada como también nosotros nada a nuestros nada y no nos nada en la nada mas líbranos de nada; pues nada. Ave nada llena de nada, nada está contigo. Sonrió y estaba frente a una barra con una cafetera a presión brillante.

-¿Qué le sirvo?- preguntó el cantinero.

-Nada.

-Otro loco más -dijo el cantinero y le dio la espalda.

-Una copita -dijo el camarero.

El cantinero se la sirvió.

-La luz es bien brillante y agradable pero la barra está opaca -dijo el camarero.

El cantinero lo miró fijamente pero no respondió. Era demasiado tarde para comenzar una conversación.

-¿Quiere otra copita? -preguntó el cantinero.

-No, gracias -dijo el camarero, y salió. Le disgustaban los bares y las bodegas. Un café limpio, bien iluminado, era algo muy distinto. Ahora, sin pensar más, volvería a su cuarto. Yacería en la cama y, finalmente, con la luz del día, se dormiría. Después de todo, se dijo, probablemente sólo sea insomnio. Muchos deben sufrir de lo mismo.

Un canario como regalo – Ernest Hemingway

El tren pasó rápidamente junto a una larga casa de piedra roja con jardín, y, en él, cuatro gruesas palmeras, a la sombra de cada una de las cuales había una mesa. Al otro lado estaba el mar. El tren penetró en una hendidura cavada en la roca rojiza y la arcilla, y el mar sólo podía verse entonces interrumpidamente y muy abajo, contra las rocas.

-Lo compré en Palermo -dijo la dama norteamericana-. Sólo estuvimos en tierra una hora. Era un domingo por la mañana. El hombre quería que le pagara en dólares y le di un dólar y medio. En realidad canta admirablemente.

Hacía mucho calor en el tren y en el coche-salón. No entraba ni un soplo de brisa por la ventanilla abierta. La dama norteamericana bajó la persiana de madera y ya no pudo verse más el mar, ni siquiera de vez en cuando. Al otro lado estaban los vidrios, luego el corredor, detrás una ventanilla abierta y fuera de ella árboles polvorientos, un camino asfaltado y extensos viñedos rodeados de grises colinas.

Al llegar a Marsella veíamos el humo de muchas chimeneas. El tren disminuyó la velocidad y entró en una vía, entre las muchas que llevaban a la estación. Se detuvo veinte minutos en Marsella y la dama norteamericana compró un ejemplar de The Daily Mail y media botella de agua mineral Evian. Paseó un poco a lo largo del andén de la estación, pero sin alejarse mucho de los escalones del vagón, debido a que en Cannes, donde el tren se detuvo doce minutos, partió de pronto sin advertencia alguna, y ella pudo subir justamente a tiempo. La dama norteamericana era un poco sorda y temió que se dieran las habituales señales de partida del convoy y ella no pudiera oírlas.

El tren partió y no sólo podían verse las playas de maniobras y el humo de las grandes chimeneas, sino también, hacia atrás, la propia ciudad de Marsella y el puerto, con sus colinas grises en el fondo y los últimos destellos del sol en el mar. Mientras oscurecía, el tren pasó cerca de una granja incendiada. Había automóviles detenidos en el camino y desde dentro del edificio de la granja se sacaban al campo ropas de cama y otras cosas. Había mucha gente contemplando cómo ardía la casa. Era ya de noche cuando el tren llegó a Aviñón. La gente dejó el convoy. En los quioscos, los franceses que volvían a París compraban los periódicos del día. En el andén había soldados negros. Llevaban uniforme castaño, eran altos y sus rostros brillaban bajo la luz eléctrica. El tren dejó Aviñón y los negros quedaron allí, de pie. Un sargento blanco, de baja estatura, estaba con ellos.

Dentro del coche-cama el camarero había bajado las tres literas de la pared y ya estaban preparadas para dormir. La dama norteamericana no durmió durante la noche porque el tren era un rapide que iba a gran velocidad y ella temía durante la noche. La cama de la dama norteamericana era la que estaba más cerca de la ventanilla. El canario de Palermo, con una manta extendida sobre la jaula, estaba fuera del camarote, en el corredor que llevaba al lavabo. Fuera del compartimiento había una luz azulada. Durante toda la noche el tren viajó muy velozmente y la dama norteamericana se despertaba esperando un accidente.

Por la mañana, el tren se hallaba cerca de París y después que la dama norteamericana salió del lavabo, muy norteamericana, muy saludable y muy de edad mediana, a pesar de no haber dormido, quitó la manta de la jaula y la colgó al sol, volviendo al vagón restaurante para desayunar. Cuando volvió al coche-cama las literas habían sido levantadas de nuevo y transformadas en asientos, el canario estaba acicalándose las plumas al sol, que entraba por la ventanilla abierta, y el tren estaba mucho más cerca de París.

-Ama el sol -dijo la dama norteamericana-. Ahora, dentro de un momento, cantará.

El canario siguió arreglándose las plumas y espulgándose.

-Siempre me han gustado los pájaros -dijo la dama norteamericana-. Lo llevo a casa para mi niña. Ahí está… ahora canta.

El canario pió y las plumas de la garganta permanecieron inmóviles. Bajó el pico y comenzó a espulgarse de nuevo. El tren cruzó un río y pasó a través de un bosque muy cuidado. El tren pasó por muchos de los pueblos de las afueras de París. Había tranvías en los pueblos y grandes cartelones de propaganda de la Belle Jardiniere, Dubonnet y Pernod, en los muros y paredes cerca de los cuales pasaba el tren. Todos los lugares por donde éste pasaba tenían el aspecto de no haberse despertado todavía. Durante unos minutos no escuché a la dama norteamericana, que estaba hablándole a mi esposa.

-¿Su esposo es también norteamericano? -preguntó la dama.

-Sí -dijo mi mujer-. Ambos somos norteamericanos.

-Creí que eran ingleses.

-¡Oh, no!

-Será tal vez porque llevo tirantes. -Había empezado a decir «tiradores», pero cambié la palabra al salir de mi boca, para mantener mi lenguaje de acuerdo con mi aspecto de inglés. La dama norteamericana no me oyó. Realmente era completamente sorda; leía en los labios y yo no la había mirado al hablar. Miraba afuera, por la ventanilla. Continuó hablando con mi esposa.

-Me alegro de que sean norteamericanos. Los hombres norteamericanos son los mejores maridos -estaba diciendo la dama norteamericana-. Por eso dejamos el continente, ¿sabe usted? Mi hija se enamoró de un hombre en Vevey -se detuvo-. Estaban locos, sencillamente -se detuvo de nuevo-. La saqué de allí, por supuesto.

-¿Logró soportarlo? -preguntó mi mujer.

-No lo creo -dijo la dama norteamericana-. No quería comer nada y no dormía. Me empeñé en consolarla, pero parece no tener interés por nada. No le importa nada, pero yo no podía dejarla casar con un extranjero. -Hizo una pausa-. Alguien, un buen amigo mío, me dijo una vez: «Ningún extranjero puede ser un buen marido para una norteamericana».

-No -dijo mí esposa-; supongo que no.

La dama norteamericana admiró el abrigo de viaje de mi esposa y luego supimos que la dama norteamericana había adquirido sus propias ropas durante veinte años en la misma maison de couture de la rue Saint Honoré. Tenían sus medidas y una vendeuse que la conocía y sabía sus gustos, elegía sus vestidos y los enviaba a los Estados Unidos. Las ropas llegaban a una oficina de correos cercana al lugar donde ella vivía, en la ciudad de Nueva York, y los derechos de importación no eran nunca exorbitantes, porque abrían las cajas allí mismo, en la sucursal de correos, para revisarlas y siempre eran sencillas, sin encajes doradas ni adornos que hicieran aparecer los vestidos como muy caros. Antes de la vendeuse actual, llamada Théresé, había otra llamada Amélie. En total sólo trabajaron esas dos en los últimos veinte afros. La couturière era siempre la misma. Los precios, sin embargo, habían aumentado. Ahora tenían también las medidas de su hija. Ya era bastante crecida y no existía muchas probabilidades de que cambiaran con el tiempo.

El tren estaba ahora llegando a París. Las fortificaciones habían sido derribadas, pero la hierba no había crecido. Había muchos vagones en las vías: coches restaurante de madera oscura y coches-cama, que partirían para Italia a las cinco de esa misma tarde, si ese tren sale todavía a las cinco; los coches tenían carteles que decían: París-Roma; otros de dos pisos, que iban y volvían de los suburbios y en los que, a ciertas horas, los asientos de amibos pisos estaban llenos de gente y pasaban cerca de las blancas paredes y de las ventanas de las casas. Nadie se había desayunado todavía.

-Los norteamericanos son los mejores maridos -decía la dama norteamericana a mi esposa. Yo estaba bajando las maletas-. Los hombres norteamericanos son los únicos con quienes una se puede casar en todo el mundo.

-¿Cuánto tiempo hace que dejó usted Vevey? -preguntó mi mujer.

-Hará dos años este otoño. A ella le llevo este canario.

-¿El hombre de quien estaba enamorada su hija era suizo?

-Sí -dijo la dama norteamericana-. Era de una familia muy buena de Vevey. Estudiaba ingeniería. Se conocieron en Vevey, solían dar largos paseos juntos.

-Conozco Vevey -dijo mi esposa-. Pasamos allí nuestra luna de miel.

-¿Sí? ¡Debe haber sido maravilloso! Yo no tenía, por supuesto, la menor idea de que se había enamorado de él.

-Es un lugar muy bonito -dijo mi esposa.

-Sí -dijo la dama norteamericana-. ¿Verdad que es magnifico? ¿Dónde se alojaron ustedes?

-En el Trois Couronnes.

-Es un gran hotel -dijo la dama norteamericana.

-Sí -replico mi esposa-. Teníamos una habitación preciosa y en otoño el lugar era adorable.

-¿Estaban ustedes allí en otoño?

-Sí -dijo mi esposa.

Pasábamos en ese momento al lado de tres vagones que habían sufrido algún accidente. Estaban hechos astillas y con los techos hundidos.

-Miren -dije-. Debe haber sido un accidente.

La dama norteamericana miró y vio el último vagón.

-Toda la noche tuve miedo de que ocurriera alguna cosa así -dijo-. A veces tengo horribles presentimientos. Nunca más viajaré en un rapide por la noche. Debe haber otros trenes cómodos que no viajen con tanta rapidez.

El tren entró en la oscuridad de la Gare du Lyon y se detuvo. Los mozos se acercaron a las ventanillas. Pronto nos encontramos en la turbia largura de los andenes y la dama norteamericana se puso en manos de uno de los tres hombres de la Cook, que dijo:

-Un momento, señora, buscaré su nombre.

El mozo trajo un baúl y lo colocó junto al equipaje. Ambos nos despedimos de la dama norteamericana, cuyo nombre había encontrado el empleado de la Agencia Cook en una de las hojas escritas a máquina, que sacó de entre un manojo de éstas y que volvió a poner en su bolsillo.

Seguimos al mozo con el baúl, a lo largo del prolongado andén de cemento que corría al lado del tren. Al final había una puerta de hierro y un hombre nos tomó los billetes.

Volvíamos a París para establecernos en residencias separadas.

Los asesinos – Ernest Hemingway

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.

-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.

-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?

-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.

Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.

-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.

-Todavía no está listo.

-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?

-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.

George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.

-Son las cinco.

-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.

-Adelanta veinte minutos.

-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?

-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.

-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.

-Esa es la cena.

-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?

-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado…

-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.

-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.

-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.

-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.

-Dije si tienes algo para tomar.

-Sólo lo que nombré.

-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?

-Summit.

-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.

-No -le contestó éste.

-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.

-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.

-Así es -dijo George.

-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.

-Seguro.

-Así que eres un chico vivo, ¿no?

-Seguro -respondió George.

-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?

-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?

-Adams.

-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?

-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.

George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.

-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.

-¿No te acuerdas?

-Jamón con huevos.

-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.

-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.

-Nada.

-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.

-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.

George se rió.

-Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?

-Está bien -dijo George.

-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.

-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.

-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.

-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.

-¿Por? -preguntó Nick.

-Porque sí.

-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.

-¿Qué se proponen? -preguntó George.

-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?

-El negro.

-¿El negro? ¿Cómo el negro?

-El negro que cocina.

-Dile que venga.

-¿Qué se proponen?

-Dile que venga.

-¿Dónde se creen que están?

-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?

-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.

-¿Qué le van a hacer?

-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?

George abrió la portezuela de la cocina y llamó:

-Sam, ven un minutito.

El negro abrió la puerta de la cocina y salió.

-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.

-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.

El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:

-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.

-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.

El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.

-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?

-¿De qué se trata todo esto?

-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.

-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.

-¿De qué crees que se trata?

-No sé.

-¿Qué piensas?

Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.

-No lo diría.

-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.

-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.

-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?

George no respondió.

-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?

-Sí.

-Viene a comer todas las noches, ¿no?

-A veces.

-A las seis en punto, ¿no?

-Si viene.

-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?

-De vez en cuando.

-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.

-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?

-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.

-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.

-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.

-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.

-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.

-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?

-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.

-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?

-Uno nunca sabe.

-En un convento judío. Ahí estuviste tú.

George miró el reloj.

-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?

-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?

-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.

George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías.

-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?

-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.

-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.

-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.

-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.

-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.

A las siete menos cinco George habló:

-Ya no viene.

Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos «para llevar», como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.

-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.

-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.

-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.

Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.

-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.

-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.

En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.

-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.

-Vamos, Al -insistió Max.

-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?

-No va a haber problemas con ellos.

-¿Estás seguro?

-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.

-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.

-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?

-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.

-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.

-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.

Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.

-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.

Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.

-¿Qué carajo…? -dijo pretendiendo seguridad.

-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.

-¿A Ole Andreson?

-Sí, a él.

El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.

-¿Ya se fueron? -preguntó.

-Sí -respondió George-, ya se fueron.

-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.

-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.

-Está bien.

-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.

-Si no quieres no vayas -dijo George.

-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.

-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?

El cocinero se alejó.

-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.

-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.

-Voy para allá.

Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.

-¿Está Ole Andreson?

-¿Quieres verlo?

-Sí, si está.

Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.

-¿Quién es?

-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.

-Soy Nick Adams.

-Pasa.

Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.

-¿Qué pasa? -preguntó.

-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.

Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.

-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.

Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.

-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.

-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.

-Le voy a decir cómo eran.

-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.

-No es nada.

Nick miró al grandote que yacía en la cama.

-¿No quiere que vaya a la policía?

-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.

-¿No hay nada que yo pueda hacer?

-No. No hay nada que hacer.

-Tal vez no lo dijeron en serio.

-No. Lo decían en serio.

Ole Andreson volteó hacia la pared.

-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.

-¿No podría escapar de la ciudad?

-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.

Seguía mirando a la pared.

-Ya no hay nada que hacer.

-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?

-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.

-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.

-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.

Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.

-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: «Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este», pero no tenía ganas.

-No quiere salir.

-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?

-Sí, ya sabía.

-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.

-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.

-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell.

-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.

-Buenas noches -dijo la mujer.

Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.

-¿Viste a Ole?

-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.

El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.

-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.

-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.

-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.

-¿Qué va a hacer?

-Nada.

-Lo van a matar.

-Supongo que sí.

-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.

-Supongo -dijo Nick.

-Es terrible.

-Horrible -dijo Nick.

Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.

-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.

-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.

-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.

-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.

-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.

-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.

La capital del mundo – Ernest Hemingway

Hay en Madrid infinidad de muchachos llamados Paco, diminutivo de Francisco. A propósito, un chiste de sabor madrileño dice que cierto padre fue a la capital y publicó el siguiente anuncio en las columnas personales de El Liberal: PACO, VEN A VERME AL HOTEL MONTAÑA EL MARTES A MEDIODÍA, ESTÁS PERDONADO, PAPÁ; después de lo cual fue menester llamar a un escuadrón de la Guardia Civil para dispersar a los ochocientos jóvenes que se habían creído aludidos. Pero este Paco, que trabajaba de mozo en la Pensión Luarca, no tenía padre que le perdonase ni ningún motivo para ser perdonado por él. Sus dos hermanas mayores eran camareras en la misma casa. Habían conseguido ese empleo simplemente por haber nacido en la misma aldea que otra ex camarera de la pensión, que con su asiduidad y honradez llenó de prestigio a su tierra natal y preparó buena acogida para la gente que de allí llegase. Dichas hermanas le habían costeado el viaje en ómnibus hasta Madrid y obtenido su actual ocupación de aprendiz de mozo. En la aldea de donde provenía, situada en alguna parte de Extremadura, imperaban condiciones de vida increíblemente primitivas, los alimentos escaseaban y las comodidades eran desconocidas, y tuvo que trabajar mucho desde muy pequeño.

Se trataba de un muchacho bien formado, con cabellos muy negros y más bien crespos, dientes blancos y un cutis envidiado por sus hermanas. Además, poseía una sonrisa cordial y sencilla. Su salud era excelente, cumplía a las mil maravillas con su trabajo y amaba a sus hermanas, que parecían hermosas y avezadas al mundo. Le gustaba Madrid, que todavía era un lugar inverosímil, y también su trabajo, que llevaba a cabo entre luces resplandecientes y con camisas limpias, trajes de etiqueta y abundante comida en la cocina, todo lo cual le parecía excesivamente romántico.

Entre ocho y una docena eran las personas que vivían en la Pensión Luarca y comían en el comedor, pero Paco, el más joven de los tres mozos que atendían las mesas, sólo tenía en cuenta a los toreros, los únicos que existían para él.

También vivían en la pensión toreros de segunda clase, porque su situación en la calle San Jerónimo les convenía, además de que la comida era excelente y el alojamiento y la pensión resultaban baratos. El torero necesita la apariencia, si no de prosperidad, por lo menos de crédito, ya que el decoro y el grado de dignidad, aparte del valor, son las virtudes más apreciadas en España, y los toreros permanecían allí hasta gastar sus últimas pesetas. No existen antecedentes de que alguno de ellos hubiera abandonado la Pensión Luarca por un hotel mejor o más caro; los de segunda clase no mejoraban nunca su situación; pero la salida del Luarca se producía con rapidez ante la aplicación automática de la norma según la cual nadie que no hiciese nada podía permanecer allí ya que la mujer a cargo de la pensión únicamente presentaba la cuenta sin que se la pidieran cuando sabía que se trataba de un caso perdido.

Por entonces eran huéspedes de la pensión tres diestros, dos picadores muy buenos y un excelente banderillero. El Luarca constituía un verdadero lujo para los picadores y banderilleros, que, como tenían sus familias en Sevilla, necesitaban alojamiento en Madrid durante la estación primaveral. Pero les pagaban bien y tenían trabajo seguro, pues tal clase de subalternos escaseaban mucho aquella temporada. Por lo tanto, era probable que esos tres subalternos ganasen más que cualquiera de los tres matadores. De éstos, uno estaba enfermo y trataba de ocultarlo; otro ya había perdido la preferencia que el público le otorgó como novedad; y el tercero era un cobarde.

En cierta época, hasta que recibió una atroz cornada en la parte baja del abdomen, en su primera temporada como torero, el cobarde poseía coraje excepcional y habilidad notable y todavía conservaba muchas de las sinceras admiraciones de sus días de éxito. Era excesivamente jovial y reía constantemente, con o sin motivo. En la época de sus triunfos fue muy aficionado a las chanzas, pero ahora había perdido ésa costumbre. Estaban seguros de que ya no la conservaba. Este matador tenía un rostro inteligente y franco, y se comportaba en forma muy correcta.

El matador enfermo tenía cuidado de no revelar nunca esta circunstancia, y era minucioso en lo de comer un poco de todos los platos que servían en la mesa. Tenía gran cantidad de pañuelos, que él mismo lavaba en su cuarto, y, últimamente, vendió sus trajes de torero. Había vendido uno, por poco dinero, antes de Navidad, y otro en la primera semana de abril. Eran trajes muy caros, que siempre fueron bien conservados, y todavía le quedaba uno. Antes de ponerse enfermo fue un torero muy prometedor y hasta sensacional, y, aunque no sabía leer, tenía recortes según los cuales se lució más que Belmonte al hacer su debut en Madrid. Comía siempre solo en una mesa pequeña y pocas veces levantaba la vista del plato.

El matador que en una ocasión fue una novedad en el ambiente era muy bajo, muy moreno y muy serio. También comía solo en una mesa separada. Sonreía rara vez y nunca reía con estruendo. Era de Valladolid, donde la gente es demasiado seria, y lo consideraban un torero hábil; pero su estilo había pasado de moda antes de que hubiese podido ganar el afecto del público con sus virtudes: coraje y serena inteligencia. Por lo tanto, su nombre en un cartel no atraía público a la plaza, La novedad consistía en su baja estatura, que apenas le permitía ver más arriba de las cruces del toro, pero no era el único con esa particularidad y jamás logró conquistar el afecto del público.

De los picadores, uno tenía cara de gavilán y era canoso, delgado, pero con piernas y brazos fuertes como el acero. Siempre usaba botas de ganadero debajo de los pantalones; por las noches bebía demasiado, y en cualquier momento se detenía en la contemplación amorosa de todas las mujeres de la pensión. El otro era alto, corpulento, de cara trigueña, buen mozo, con el cabello negro como el de un indio y manos enormes. Ambos eran grandes picadores, aunque del primero se decía que había perdido gran parte de su destreza por entregarse a la bebida y a la disipación; y del segundo, que era demasiado terco y pendenciero para poder trabajar más de una temporada con cualquier matador.

El banderillero era de edad madura, canoso, ágil como un gato a pesar de sus años y, al verle sentado a la mesa, se diría estar en presencia de un próspero hombre de negocios. Sus piernas estaban todavía en buenas condiciones para aquella temporada y, mientras pudieran moverse, tenía bastante inteligencia y experiencia como para conservar el trabajo por largo tiempo. La diferencia estaría en que, cuando perdiera la rapidez de sus pies, siempre tendría miedo en los aspectos que ahora no lo inquietaban, tanto en la arena como fuera de ella.

Aquella noche, todos habían salido del comedor, excepto el picador de cara de gavilán que bebía demasiado, el subastador de relojes en las exposiciones regionales y fiestas de España, que también era muy aficionado a empinar el codo, y dos sacerdotes gallegos que estaban sentados en un rincón y bebían, si no demasiado, por lo menos bastante. En aquella época, el vino estaba incluido en el precio del alojamiento y la pensión, y los mozos acababan de traer frescas botellas de Valdepeñas a las mesas del subastador de rostro estigmatizado, luego a la del picador y, finalmente, a la de los dos curas.

Los tres camareros estaban ahora en un extremo del salón. Según el reglamento de la casa, tenían que permanecer allí hasta que abandonaran el comedor los comensales cuyas mesas atendían, pero el que tenía a su cargo la mesa de los dos sacerdotes tenía que asistir a una reunión de carácter anarco­sindicalista, y Paco había aceptado reemplazarlo en sus tareas habituales.

Arriba, el matador enfermo estaba acostado boca abajo en la cama, solo. El diestro que había dejado de ser una novedad miraba por la ventana mientras se preparaba para ir al café, y el torero cobarde tenía en su cuarto a la hermana mayor de Paco y trataba de lograr de la muchacha algo a lo que ella, entre carcajadas, se negaba.

-Ven, salvajilla.

-No -dijo la mujer.

-Por favor.

-Matador -dijo ella, cerrando la puerta-. Mi matador…

Dentro de la habitación, él se sentó en la cama. Su rostro presentaba todavía la contorsión que, en la arena, transformaba en una constante sonrisa, asustando a los espectadores de las primeras filas que sabían de qué se trataba.

-Y esto -estaba diciendo en voz alta-. Toma. Y esto. Y esto.

Recordaba perfectamente la época de su plenitud, apenas hacía tres años. Recordaba el peso de la chaqueta de torero espolinada de oro sobre sus hombros, en aquella cálida tarde de mayo, cuando su voz todavía era la misma tanto en la arena como en el café. Recordaba cómo suspiró junto a la afilada hoja que pensaba clavar en la parte superior de las paletas, en la empolvada protuberancia de músculos, encima de los anchos cuernos de puntas astilladas, duros como la madera, y que estaban más bajos durante su mortal embestida. Recordaba el hundir de la espada, como si se hubiese tratado de un enorme pan de manteca; mientras la palma de la mano empujaba el pomo del arma, su brazo izquierdo se cruzaba hacia abajo, el hombro izquierdo se inclinaba hacia adelante, y el peso del cuerpo quedaba sobre la pierna izquierda… pero, en seguida, el peso de su cuerpo no descansó sobre la pierna izquierda, sino sobre el bajo vientre, y mientras el toro levantaba la cabeza él perdió de vista los cuernos y dio dos vueltas encima de ellos antes de poder desprenderse. Por eso ahora, cuando entraba a matar, lo cual ocurría muy rara vez, no podía mirar los cuernos sin perder la serenidad.

Abajo, en el comedor, el picador miraba a los curas desde su asiento. Si hubiese mujeres en el salón, a ellas hubiera dirigido su mirada. Cuando no había mujeres, observaba con placer a un extranjero, a un inglés, pero, como no había ni mujeres ni extranjeros, ahora miraba con placer e insolencia a los dos sacerdotes. Entretanto, el subastador de cara estigmatizada se puso de pie y salió después de doblar su servilleta, dejando llena hasta la mitad la botella de vino que había pedido. No terminó toda la botella porque tenía varias cuentas sin pagar en el Luarca.

Los dos curas no se fijaron en el picador, pues conversaban animadamente. Uno de ellos decía:

-Hace diez días que estoy aquí, esperando verlo. Me paso el día entero en la antesala y no quiere recibirme.

-¿Qué hay que hacer, entonces?

-Nada. ¿Qué puede hacer uno? No se puede ir en contra de la autoridad.

-He estado aquí dos semanas, y nada. Espero, pero no quieren verme.

-Venimos de la tierra abandonada. Cuando se acabe el dinero podemos volver.

-A la tierra abandonada. ¿Qué le importa a Madrid, Galicia? Somos una región pobre.

-En Madrid es donde uno aprende a comprender las cosas. Madrid mata a España.

-Si por lo menos atendieran a uno, aunque fuese para una respuesta negativa…

-No. Tiene que esperar hasta cansarse y desfallecer.

-Pues bien, ya veremos. Puedo esperar como lo hacen otros.

En este momento, el picador se puso de pie, caminó hacia la mesa de los sacerdotes y se detuvo cerca de ellos, con su pelo canoso y su cara de gavilán, mientras los miraba con una sonrisa.

-Un torero -explicó uno de los curas al otro.

-¡Y qué torero! -dijo el picador, y de inmediato salió del comedor, con la chaqueta gris, el talle ajustado, las piernas estevadas y los estrechos pantalones que cubrían sus botas de ganadero de altos tacones, que sonaron con golpes secos cuando se alejó fanfarroneando, mientras sonreía porque sí. Su mundo profesional pequeño y estrecho, era un mundo de eficiencia personal, de nocturnos triunfos alcohólicos y de insolencia. Encendió un cigarrillo y salió rumbo al café, no sin antes inclinar bien su sombrero en el zaguán.

Los curas salieron inmediatamente después del picador, dándose prisa al advertir que eran los últimos en abandonar el comedor, y entonces no quedó nadie en el salón, excepto Paco y el camarero de edad madura, que limpiaron las mesas y llevaron las botellas a la cocina.

En la cocina estaba el muchacho que lavaba los platos. Tenía tres años más que Paco y era muy cínico y mordaz.

-Toma esto -dijo el hombre mientras llenaba un vaso de Valdepeñas y se lo ofrecía.

-¿Y por qué no? -y el joven tomó el vaso.

-¿Y tú, Paco?

-Gracias -dijo éste, y los tres se pusieron a beber.

-Bueno, yo me voy -dijo el mozo viejo.

-Buenas noches -le dijeron los jóvenes.

Salió y ellos se quedaron solos. Paco tomó la servilleta que había usado uno de los curas y, erguido, con los tacones plantados, la bajó mientras seguía el movimiento con la cabeza, y con los brazos efectuó una lenta y vasta verónica. Luego se dio vuelta y, adelantando ligeramente el pie derecho, hizo el segundo pase, ganó un poco de terreno sobre el imaginario toro y realizó un tercer pase, lento, suave y perfectamente medido. Después recogió la servilleta hasta la cintura y balanceó las caderas, evitando la embestida del toro con una media verónica.

El muchacho que lavaba los platos, que se llamaba Enrique, lo observaba con un gesto de desprecio.

-¿Qué tal es el toro? -preguntó.

-Muy bravo -dijo Paco-. Mira.

Y, deteniéndose, erguido y esbelto, hizo cuatro pases más, perfectos, suaves, elegantes y graciosos.

-¿Y el toro? -preguntó Enrique, apoyado en el fregadero. Tenía puesto el delantal y todavía no había terminado su vaso de vino.

-Tiene gasolina para rato -contestó el otro.

-Me das lástima -dijo Enrique.

–¿Por qué? ¿Está mal?

-Fíjate.

Enrique se quitó el delantal y, mientras señalaba al toro imaginario, esculpió cuatro gigantescas verónicas perfectas y lánguidas, y terminó con una rebolera que hizo girar el delantal sobre el hocico del toro mientras se alejaba de él.

-¿Qué te parece? -concluyó-. ¡Y pensar que tengo que ganarme la vida lavando platos!

-¿Por qué?

-Por el miedo. El mismo miedo que tendrías tú al encontrarte en la arena frente a un toro.

-No -replicó Paco-. Yo no tendría miedo.

-¡Bah! Todos tienen miedo. Pero un torero puede dominar ese miedo y vencer al toro. Cierta vez intervine en una lidia de aficionados y tuve tanto miedo que escapé corriendo. Todos creían que sería algo muy divertido. Tú también te asustarías. Si no fuera por el miedo, cualquier limpiabotas de España sería torero. Y tú, un muchacho del campo, te asustarías más que yo..

-No -dijo Paco.

En su imaginación lo había hecho muchísimas veces. Infinidad de veces vio los cuernos, el hocico húmedo del toro, las orejas crispadas y luego cómo agachaba la cabeza para la embestida. Oía el golpe seco de los cascos del animal. Lo veía pasar a su lado mientras él balanceaba la capa. Vio la nueva embestida y volvió a balancear la capa, y luego una y otra vez, para concluir mareando al animal con su gran media verónica y alejándose con oscilaciones de las caderas, con pelos del toro que se habían prendido de los adornos de oro de su chaqueta en los pases más ajustados. El toro había quedado hipnotizado y la multitud aplaudía con entusiasmo… No, no tendría miedo. Otros podían sentirlo, pero él no. Sabía que iba a ser así. Aunque siempre hubiera tenido miedo, estaba seguro de que podría hacerlo con toda calma. Tenía confianza.

-Yo no tendría miedo -repitió.

-¡Bah! -volvió a exclamar Enrique, y después de una pausa agregó-: ¿Y si hiciéramos la prueba?

-¿Cómo?

-Mira -explicó el lavador de platos-. Tú piensas siempre en el toro, pero te olvidas de los cuernos. El toro tiene tanta fuerza que los cuernos cortan como un cuchillo, se clavan como una bayoneta y matan como un garrote. Mira -y al decir esto abrió un cajón de la mesa y sacó dos cuchillas de cortar carne-. Las ataré a las patas de una silla. Luego haré de toro poniéndola delante de mi cabeza. Imaginémonos que las cuchillas son los cuernos. Si logras hacer esos pases, puedes ser considerado una cosa seria.

-Préstame tu delantal. Lo haremos en el comedor.

-No -dijo Enrique, despojándose repentinamente de su amargura habitual-. No lo hagas, Paco.

-Sí. No tengo miedo.

-Pero lo tendrás, cuando veas cómo se acercan las cuchillas…

-Ya veremos -concluyó Paco-. Dame el delantal.

Y Enrique empezó a atar las dos cuchillas de hoja gruesa y afilada como la de una navaja a las patas de la silla, utilizando dos servilletas sucias que arrollaba a la altura de la mitad de cada cuchilla, apretándolas lo más fuerte que le era posible.

Entretanto, las dos camareras, hermanas de Paco, se dirigían al cine para ver a Greta Garbo en «Anna Christie». De los dos sacerdotes, uno estaba sentado leyendo su breviario, y el otro rezaba el rosario. Todos los toreros de la pensión, excepto el que se encontraba enfermo, habían hecho ya su aparición nocturna en el café Fornos, donde el picador corpulento y de cabellos negros jugaba al billar, y el matador bajo y respetuoso se hallaba delante de una taza de café con leche en una mesa muy concurrida, al lado del banderillero y de unos obreros serios.

El picador canoso dado a la bebida, tenía un vaso de brandy cazalás y observaba con placer la mesa ocupada por el matador que ya había perdido el coraje, otro que renunciaba a la espada para ser de nuevo banderillero y dos viejas prostitutas.

Por su parte, el subastador estaba charlando con varios amigos en la esquina; el camarero alto estaba en la reunión anarco-sindicalista, esperando con ansiedad la ocasión de hacer uso de la palabra, y el mayor de los camareros se encontraba sentado en la terraza del Café Álvarez, bebiendo una copa de cerveza. En cuanto a la dueña de la Pensión Luarca, dormía ya, boca arriba, con el almohadón entre las piernas. Era una mujer alta, gorda, honrada, limpia, tranquila y muy religiosa. Todavía añoraba a su marido y no dejaba de rezar por él todos los días, a pesar de que hacia veinte años que había muerto. El matador enfermo continuaba en su cuarto, solo, acostado boca abajo, con un pañuelo en la boca.

En el desierto comedor, Enrique estaba haciendo el último nudo en las servilletas que ataban las cuchillas a las patas de la silla. Después dirigió las patas hacia adelante y sostuvo la silla sobre su cabeza, a cada lado de la cual apuntaba una de las afiladas cuchillas.

-Pesa mucho -dijo-. Mira, Paco, va a ser muy peligroso. No lo hagas.

Estaba sudando…

Frente a él, Paco sostenía el delantal extendido, con un pliegue en cada mano, con los pulgares arriba y los índices hacia abajo, esperando la carga de la imaginaria bestia.

-Avanza en línea recta -indicó-. Luego vuélvete como hace el toro. Y hazlo todas las veces que quieras.

-¿Y cómo sabrás cuándo cortar el pase? -preguntó Enrique-. Es mejor hacer tres y después una media.

-Entendido. Pero, ¿qué esperas? ¡Eh, torito! ¡Ven, torito!

Con la cabeza gacha, Enrique corrió hacia él, y Paco balanceó el delantal junto a la afilada cuchilla, que pasó muy cerca de su vientre, negro y liso, de puntas blancas, y cuando Enrique se dio vuelta para volver a atropellar, vio la masa cubierta de sangre del toro y oyó el golpe de los cascos que pasaban a su lado, y, ágil como un gato, retiró la capa, dejando que aquél siguiera su carrera. Enrique preparó entonces una nueva embestida y esta vez, mientras calculaba la distancia, Paco adelantó demasiado su pie izquierdo -cosa de dos o tres pulgadas- , y la cuchilla penetró en su cuerpo con la misma facilidad que si se hubiese tratado de un odre. Entonces sintió un calor nauseabundo junto con la fría rigidez del acero. Al mismo tiempo oyó que Enrique gritaba:

-¡Ayl ¡Ay! ¡Déjame que lo saque! ¡Déjame sacártelo!

Paco cayó hacia adelante, sobre la silla, sosteniendo todavía en sus manos el delantal convertido en capa. Enrique, en su afán de separar al compañero, empujaba la silla, y la cuchilla se hundía en él, en él, en Paco…

Por fin salió, y él se sentó sobre el piso, en el charco caliente que se agrandaba cada vez más.

-Ponte la servilleta encima. ¡Fuerte! -dijo Enrique-. Aprieta bien. Iré corriendo en busca del médico. Debes contener la hemorragia.

-Haría falta una ventosa de goma -respondió Paco, que había visto usar eso en la arena.

-Yo atropellé en línea recta -balbuceó Enrique, sollozando-. Lo único que quería era mostrarte el peligro…

-No te preocupes -la voz de Paco parecía lejana-, pero trae el médico.

En la arena, cuando alguien resulta herido, lo levantan y lo llevan corriendo a la sala de operaciones. Si la arteria femoral se vacía antes de llegar, llaman al sacerdote…

-Avisa a uno de los curas -continuó Paco, que sostenía la servilleta con todas sus fuerzas contra la parte baja del abdomen. No podía creer que le hubiera ocurrido aquello.

Pero Enrique ya estaba en la calle San Jerónimo y se dirigía corriendo hacia el dispensario de urgencia. Paco se quedó solo. Primero se levantó, pero el dolor lo hizo caer de nuevo, y permaneció en el suelo hasta lanzar el último suspiro, sintiendo que su vida se escapaba como el agua sucia sale de la bañera cuando uno levanta el tapón. Estaba asustado, y, al sentirse desfallecer, trató de decir una frase de contrición. Recordaba el comienzo, pero apenas pronunció, con la mayor rapidez posible: «¡Oh, Dios mío! Me arrepiento sinceramente de haberte ofendido, a Ti, que mereces todo mi amor, y resuelvo firmemente…»; se sintió ya demasiado débil y cayó boca abajo sobre el piso, expirando en pocos segundos. Una arteria femoral herida se vacía más pronto de lo que uno piensa.

Mientras el médico del dispensario subía por la escalera acompañado por el agente de policía, que llevaba del brazo a Enrique, las dos hermanas de Paco estaban en el monumental cinematógrafo de la Gran Vía. La película de la Garbo les deparó una gran desilusión. Nadie quedó conforme con el mísero papel de la gran estrella, pues estaban acostumbrados a verla siempre rodeada de gran lujo y esplendor. Los espectadores demostraban su desagrado mediante silbidos y pateos. Los otros habitantes del hotel estaban haciendo casi exactamente lo mismo que cuando ocurrió el accidente, excepto los dos curas, que habían terminado sus devociones y se preparaban para ir a dormir, y el canoso picador, que trasladó su copa a la mesa ocupada por las dos viejas prostitutas. Un poco más tarde salió del café con una de ellas: la que había acompañado en la borrachera al matador que perdiera el coraje.

Y el joven Paco no se enteró nunca de esto ni de lo que aquella gente iba a hacer al día siguiente. Ni se imaginaba cómo vivían, en realidad, ni cómo terminarían sus existencias. Murió, como dice la frase española, lleno de ilusiones. No había tenido tiempo en su vida para perder ninguna de ellas, ni siquiera, al final, para completar un acto de contrición.

Tampoco tuvo tiempo para desilusionarse por la película de Greta Garbo, que defraudó a todo Madrid durante una semana.

El viejo en el puente – Ernest Hemingway

Un viejo con gafas de montura de acero y la ropa cubierta de polvo estaba sentado a un lado de la carretera. Había un pontón que cruzaba el río, y lo atravesaban carros, camiones y hombres, mujeres y niños. Los carros tirados por bueyes subían tambaleándose la empinada orilla cuando dejaban el puente, y los soldados ayudaban empujando los radios de las ruedas. Los camiones subían chirriando y se alejaban a toda prisa y los campesinos avanzaban hundiéndose en el polvo hasta los tobillos. Pero el viejo estaba allí sentado sin moverse. Estaba demasiado cansado para continuar.
Mi misión era cruzar el puente, explorar la cabeza de puente que había más allá, y averiguar hasta dónde había avanzado el enemigo. La cumplí y regresé por el puente. Ahora había menos carros y poca gente a pie, y el hombre seguía allí.
-¿De dónde viene? -le pregunté.
-De San Carlos -dijo, y sonrió.
Era su ciudad natal, por lo que le llenó de satisfacción mencionarla, y sonrió.
-Cuidaba de los animales -explicó.
-Oh -dije, sin entenderlo del todo.
-Sí -dijo-, ya ve, me quedé cuidando de los animales. Fui el último que salió de San Carlos.
No tenía pinta de pastor ni de vaquero, y tras observar su ropa negra y cubierta de polvo, su rostro gris cubierto de polvo y sus gafas de montura de acero, dije:
-¿Qué animales eran?
-Animales diversos -dijo negando con la cabeza-. Tuve que dejarlos.
Yo estaba contemplando el puente y el aspecto de paisaje africano del delta del Ebro y me preguntaba cuánto tardaríamos en ver al enemigo, y todo el rato estaba atento por si oía los primeros ruidos que delataran ese misterioso suceso denominado contacto, y el hombre seguía allí sentado.
-¿Qué animales eran? -pregunté.
-En total tres clases de animales -explicó-. Había dos cabras y un gato y cuatro pares de palomos.
-¿Y los ha dejado? -pregunté.
-Sí. Por culpa de la artillería. El capitán me dijo que me fuera por culpa de la artillería.
-¿Y no tiene familia? -pregunté, vigilando el otro extremo del puente, donde los últimos carros bajaban deprisa la pendiente de la orilla.
-No -dijo-. Sólo los animales que le he dicho. Al gato, naturalmente, no le pasará nada. Un gato sabe cuidarse, pero no quiero ni pensar qué va a ser de los otros.
-¿En qué bando está usted? -le pregunté.
-Yo no tengo bando -dijo-. Tengo setenta y seis años. Llevo andados doce kilómetros y creo que ya no puedo seguir.
-Este no es un buen lugar para pararse -dije-. Si puede llegar, hay camiones en el desvío a Tortosa.
-Esperaré un poco -dijo-, y luego seguiré. ¿Adónde van esos camiones?
-A Barcelona -le dije.
-No conozco a nadie en esa dirección -dijo-, pero muchas gracias. Se lo repito, muchas gracias.
Me miró sin expresión, cansado, y a continuación, necesitando compartir su preocupación con alguien, dijo:
-Al gato no le pasará nada, estoy seguro. No hay por qué inquietarse por un gato. Pero a los demás, ¿qué cree que les pasará a los demás?
-Bueno, probablemente tampoco les pasará nada.
-¿De verdad lo cree?
-¿Por qué no? -dije mirando la otra orilla, donde ya no había carretas.
-Pero ¿qué harán cuando empiece el fuego de la artillería, si a mí me dijeron que me fuera por culpa de la artillería?
-¿Dejó abierta la jaula de los palomos? -pregunté.
-Sí.
-Entonces saldrán volando.
-Sí, seguro que saldrán volando. Pero los demás. Más vale no pensar en los demás -dijo.
-Si ya ha descansado, yo si fuera usted me iría -le insistí- . Levántese e intente andar.
-Gracias -dijo, y se puso en pie, avanzó haciendo eses y volvió a sentarse sobre el polvo, dejándose caer.
-Yo sólo cuidaba los animales -dijo sin energía, pero ya no hablaba conmigo-. Sólo cuidaba a los animales.
No se podía hacer nada por él. Era Domingo de Pascua y los fascistas avanzaban hacia el Ebro. Era un día gris y las nubes iban bajas, por lo que sus aviones no volaban. Eso, y que los gatos supieran cuidarse solos, era toda la buena suerte que tendría aquel hombre.

El mar cambia – Ernest Hemingway

-Está bien -dijo el hombre-. ¿Qué decidiste?

-No -dijo la muchacha-. No puedo.

-¿Querrás decir que no quieres?

-No puedo. Eso es lo que quiero decir.

-No quieres.

-Bueno -dijo ella-. Arregla las cosas como quieras.

-No arreglo las cosas como quiero, pero, ¡por Dios que me gustaría hacerlo!

-Lo hiciste durante mucho tiempo.

Era temprano y no había nadie en el café, con excepción del cantinero y los dos jóvenes que se hallaban sentados en una mesa del rincón. Terminaba el verano y los dos estaban tostados por el sol, de modo que parecían fuera de lugar en París. La joven llevaba un vestido escocés de lana; su cutis era de un moreno suave; sus cabellos rubios y cortos crecían dejando al descubierto una hermosa frente. El hombre la miraba.

-¡La voy a matar! -dijo él.

-Por favor, no lo hagas -dijo ella. Tenía bellas manos y el hombre las miraba. Eran delgadas, morenas y muy hermosas.

-Lo voy a hacer. ¡Te juro por Dios que lo voy a hacer!

-No te va a hacer feliz.

-¿No podías haber caído en otra cosa? ¿No te podrías haber metido en un lío de otra naturaleza?

-Parece que no -dijo la joven-. ¿Qué vas a hacer ahora?

-Ya te lo he dicho.

-No; quiero decir, ¿qué vas a hacer, realmente?

-No sé -dijo él-. Ella lo miró y alargó una mano-. ¡Pobre Phil! -dijo.

El hombre le miró las manos, pero no las tocó.

-No, gracias -declaró.

-¿No te hace ningún bien saber que lo lamento?

-No.

-¿Ni decirte cómo?

-Prefiero no saberlo.

-Te quiero mucho.

-Sí; y esto lo prueba.

-Lo siento -dijo ella-; si no lo entiendes …

-Lo entiendo. Eso es lo malo. Lo entiendo.

-¿Sí? -preguntó ella-. ¿Y eso lo hace peor?

-Es claro -la miró-. Lo entenderé siempre. Todos los días y todas las noches. Especialmente por la noche. Lo entenderé. No tienes necesidad de preocuparte.

-Lo siento…

-Si fuera un hombre…

-No digas eso. No podría ser un hombre. Tú lo sabes. ¿No tienes confianza en mí?

-¡Confiar en ti! Es gracioso. ¡Confiar en ti! Es realmente gracioso.

-Lo lamento. Parece que eso es todo lo que pudiera decir. Pero cuando nos entendemos, no vale la pena pretender que hacemos lo contrario.

-No, supongo que no.

-Volveré, si quieres.

-No; no quiero.

Después no dijeron nada por un largo rato.

-¿No crees que te quiero, no es cierto? -preguntó la joven.

-No hablemos de tonterías.

-Realmente, ¿no crees que te quiero?

-¿Por qué no lo pruebas?

-Haces mal en hablar así. Nunca me pediste que probara nada. No eres cortés.

-Eres una mujer extraña.

-Tú no. Eres un hombre magnífico y me destroza el corazón irme y dejarte…

-Tienes que hacerlo, por supuesto.

-Sí -dijo ella-. Tengo que hacerlo, y tú lo sabes.

Él no dijo nada. Ella lo miró y extendió la mano nuevamente. El cantinero se hallaba en el extremo opuesto del café. Tenía el rostro blanco y también era blanca su chaqueta. Conocía a los dos y pensaba que formaban una hermosa pareja. Había visto romper a muchas parejas y formarse nuevas parejas, que no eran ya tan hermosas. Pero no estaba pensando en eso, sino en un caballo. Un cuarto de hora más tarde podría enviar a alguien enfrente para saber si el caballo había ganado.

-¿No puedes ser bueno conmigo y dejarme ir? -preguntó la joven.

-¿Qué crees que voy a hacer?

Entraron dos personas y se dirigieron al mostrador.

-Sí, señor -dijo el cantinero y atendió a los clientes.

-¿Puedes perdonarme? ¿Cuándo lo supiste? -preguntó la muchacha.

-No.

-¿No crees que las cosas que tuvimos y que hicimos pueden influir en nuestra comprensión?

-«El vicio es un monstruo de tan horrible semblante» -dijo el joven con amargura- que… -no podía recordar las palabras-. No puedo recordar la frase -dijo.

-No digamos vicio. Eso no es muy cortés.

-Perversión -dijo él.

-¡James! -uno de los clientes se dirigió al cantinero-. Te ves muy bien.

-También usted se ve bien, señor -replicó al cantinero.

-¡Viejo James! -dijo el otro cliente-. Estás un poco más gordo.

-Es terrible la manera como uno se pone -contestó el cantinero.

-No dejes de poner el coñac, James -advirtió el primer cliente.

-No. Confíe usted en mí.

Los dos que se hallaban en el bar miraron a los que se encontraban en la mesa y después volvieron a mirar al cantinero. Por la posición en que se encontraban les resultaba más cómodo mirar al encargado del bar.

-Creo que sería mejor que no emplearas palabras como esa -dijo la muchacha-. No hay ninguna necesidad de decirlas.

-¿Cómo quieres que lo llame?

-No tienes necesidad de ponerle nombre.

-Así se llama.

-No -dijo ella-. Estamos hechos de toda clase de cosas. Debieras saberlo. Tú usaste muchas veces esa frase.

-No tienes necesidad de decirlo ahora.

-Lo digo porque así te lo vas a explicar mejor.

-Está bien -dijo él-. ¡Está bien!

-Dices que eso está muy mal. Lo sé; está muy mal. Pero volveré. Te he dicho que volveré. Y volveré en seguida.

-No; no lo harás.

-Volveré.

-No lo harás. A mí, por lo menos.

-Ya lo verás.

-Sí -dijo él-. Eso es lo infernal, que probablemente quieras volver.

-Por supuesto que lo voy a hacer.

-Ándate, entonces.

-¿Lo dices en serio? -no podía creerle, pero su voz sonaba feliz.

-¡Ándate! -dijo el hombre. Su voz le sonaba extraña. Estaba mirándola. Miraba la forma de su boca, la curva de sus mejillas y sus pómulos; sus ojos y la manera cómo crecía el cabello sobre su frente. Luego el borde de las orejas, que se veían bajo el pelo y el cuello.

-¿En serio? ¡Oh! ¡Eres bueno! ¡Eres demasiado bueno conmigo!

-Y cuando vuelvas me lo cuentas todo -su voz le sonaba muy extraña. No la reconocía. Ella lo miró rápidamente. Él se había decidido.

-¿Quieres que me vaya? -preguntó ella con seriedad.

-Sí -dijo él duramente-. En seguida. -Su voz no era la misma. Tenía la boca muy seca-. Ahora -dijo.

Ella se levantó y salió de prisa. No se volvió para mirarlo. Él no era el mismo hombre que antes de decirle que se fuera. Se levantó de la mesa, tomó los dos boletos de consumición y se dirigió al mostrador.

-Soy un hombre distinto, James -dijo al cantinero-. Ves en mí a un hombre completamente distinto

-Sí, señor -dijo James.

-El vicio -dijo el joven tostado- es algo muy extraño, James. -Miró hacia afuera. La vio alejarse por la calle. Al mirarse al espejo vio que realmente era un hombre distinto. Los otros dos que se hallaban acodados en el mostrador del bar se hicieron a un lado para dejarle sitio.

-Tiene usted mucha razón, señor -declaró Jame,.

Los otros dos se separaron un poco más de él, para que se sintiera cómodo. El joven se vio en el espejo que se hallaba detrás del mostrador.

-He dicho que soy un hombre distinto, James -dijo. Y al mirarse al espejo vio que era completamente cierto.

-Tiene usted :muy buen aspecto, señor -dijo James-. Debe haber pasado un verano magnífico.

Colinas como elefantes blancos – Ernest Hemingway

Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El norteamericano y la muchacha que iba con él tomaron asiento en una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.

-¿Qué tomamos? -preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.

-Hace calor -dijo el hombre.

-Tomemos cerveza.

-Dos cervezas -dijo el hombre hacia la cortina.

-¿Grandes? -preguntó una mujer desde el umbral.

-Sí. Dos grandes.

La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.

-Parecen elefantes blancos -dijo.

-Nunca he visto uno -el hombre bebió su cerveza.

-No, claro que no.

-Nada de claro -dijo el hombre-. Bien podría haberlo visto.

La muchacha miró la cortina de cuentas.

-Tiene algo pintado -dijo-. ¿Qué dice?

-Anís del Toro. Es una bebida.

-¿Podríamos probarla?

-Oiga -llamó el hombre a través de la cortina.

La mujer salió del bar.

-Cuatro reales.

-Queremos dos de Anís del Toro.

-¿Con agua?

-¿Lo quieres con agua?

-No sé -dijo la muchacha-. ¿Sabe bien con agua?

-No sabe mal.

-¿Los quieren con agua? -preguntó la mujer.

-Sí, con agua.

-Sabe a orozuz -dijo la muchacha y dejó el vaso.

-Así pasa con todo.

-Sí -dijo la muchacha-. Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.

-Oh, basta ya.

-Tú empezaste -dijo la muchacha-. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.

-Bien, tratemos de pasar un buen rato.

-De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?

-Fue ocurrente.

-Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?

-Supongo.

La muchacha contempló las colinas.

-Son preciosas colinas -dijo-. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.

-¿Tomamos otro trago?

-De acuerdo.

El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.

-La cerveza está buena y fresca -dijo el hombre.

-Es preciosa -dijo la muchacha.

-En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig -dijo el hombre-. En realidad no es una operación.

La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.

-Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.

La muchacha no dijo nada.

-Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.

-¿Y qué haremos después?

-Estaremos bien después. Igual que como estábamos.

-¿Qué te hace pensarlo?

-Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.

La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.

-Y piensas que estaremos bien y seremos felices.

-Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.

-Yo también -dijo la muchacha-. Y después todos fueron tan felices.

-Bueno -dijo el hombre-, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.

-¿Y tú de veras quieres?

-Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.

-Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?

-Te quiero. Tú sabes que te quiero.

-Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?

-Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.

-Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?

-No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.

-Entonces lo haré. Porque yo no me importo.

-¿Qué quieres decir?

-Yo no me importo.

-Bueno, pues a mí sí me importas.

-Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.

-No quiero que lo hagas si te sientes así.

La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.

-Y podríamos tener todo esto -dijo-. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.

-¿Qué dijiste?

-Dije que podríamos tenerlo todo.

-Podemos tenerlo todo.

-No, no podemos.

-Podemos tener todo el mundo.

-No, no podemos.

-Podemos ir adondequiera.

-No, no podemos. Ya no es nuestro.

-Es nuestro.

-No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.

-Pero no nos los han quitado.

-Ya veremos tarde o temprano.

-Vuelve a la sombra -dijo él-. No debes sentirte así.

-No me siento de ningún modo -dijo la muchacha-. Nada más sé cosas.

-No quiero que hagas nada que no quieras hacer…

-Ni que no sea por mi bien -dijo ella-. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?

-Bueno. Pero tienes que darte cuenta…

-Me doy cuenta -dijo la muchacha.- ¿No podríamos callarnos un poco?

Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.

-Tienes que darte cuenta -dijo- que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.

-¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.

-Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.

-Sí, sabes que es perfectamente sencillo.

-Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.

-¿Querrías hacer algo por mi?

-Yo haría cualquier cosa por ti.

-¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?

Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.

-Pero no quiero que lo hagas -dijo-, no me importa en absoluto.

-Voy a gritar -dijo la muchacha.

La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.

-El tren llega en cinco minutos -dijo.

-¿Qué dijo? -preguntó la muchacha.

-Que el tren llega en cinco minutos.

La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.

-Iré llevando las maletas al otro lado de la estación -dijo el hombre. Ella le sonrió.

-De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.

Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.

-¿Te sientes mejor? -preguntó él.

-Me siento muy bien -dijo ella-. No me pasa nada. Me siento muy bien.

Las nieves del Kilimanjaro – Ernest Hemingway

El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve de 5895 metros de altura, y dicen que es la más alta de África. Su nombre es, en masai, «Ngáje Ngái», «la Casa de Dios». Cerca de la cima se encuentra el esqueleto seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando el leopardo por aquellas alturas.

-Lo maravilloso es que no duele -dijo-. Así se sabe cuándo empieza.

-¿De veras?

-Absolutamente. Aunque siento mucho lo del olor. Supongo que debe molestarte.

-¡No! No digas eso, por favor.

-Míralos -dijo él-. ¿Qué será lo que los atrae? ¿Vendrán por la vista o por el olfato?

El catre donde yacía el hombre estaba situado a la sombra de una ancha mimosa. Ahora dirigía su mirada hacia el resplandor de la llanura, mientras tres de las grandes aves se agazapaban en posición obscena y otras doce atravesaban el cielo, provocando fugaces sombras al pasar.

-No se han movido de allí desde que nos quedamos sin camión -dijo-. Hoy por primera vez han bajado al suelo. He observado que al principio volaban con precaución, como temiendo que quisiera cogerlas para mi despensa. Esto es muy divertido, ya que ocurrirá todo lo contrario.

-Quisiera que no fuese así.

-Es un decir. Si hablo, me resulta más fácil soportarlo. Pero puedes creer que no quiero molestarte, por supuesto.

-Bien sabes que no me molesta -contestó ella-. ¡Me pone tan nerviosa no poder hacer nada! Creo que podríamos aliviar la situación hasta que llegue el aeroplano.

-O hasta que no venga…

-Dime qué puedo hacer. Te lo ruego. Ha de existir algo que yo sea capaz de hacer.

-Puedes irte; eso te calmaría. Aunque dudo que puedas hacerlo. Tal vez será mejor que me mates. Ahora tienes mejor puntería. Yo te enseñé a tirar, ¿no?

-No me hables así, por favor. ¿No podría leerte algo?

-¿Leerme qué?

-Cualquier libro de los que no hayamos leído. Han quedado algunos.

-No puedo prestar atención. Hablar es más fácil. Así nos peleamos, y no deja de ser un buen pasatiempo.

-Para mí, no. Nunca quiero pelearme. Y no lo hagamos más. No demos más importancia a mis nervios, tampoco. Quizá vuelvan hoy mismo con otro camión. Tal vez venga el avión…

-No quiero moverme -manifestó el hombre-. No vale la pena ahora; lo haría únicamente si supiera que con ello te encontrarías más cómoda.

-Eso es hablar con cobardía.

-¿No puedes dejar que un hombre muera lo más tranquilamente posible, sin dirigirle epítetos ofensivos? ¿Qué se gana con insultarme?

-Es que no vas a morir.

-No seas tonta. Ya me estoy muriendo. Mira esos bastardos -y levantó la vista hacia los enormes y repugnantes pájaros, con las cabezas peladas hundidas entre las abultadas plumas. En aquel instante bajó otro y, después de correr con rapidez, se acercó con lentitud hacia el grupo.

-Siempre están cerca de los campamentos. ¿No te habías fijado nunca? Además, no puedes morir si no te abandonas…

-¿Dónde has leído eso? ¡Maldición! ¡Qué estúpida eres!

-Podrías pensar en otra cosa.

-¡Por el amor de Dios! -exclamó-. Eso es lo que he estado haciendo.

Luego se quedó quieto y callado por un rato y miró a través de la cálida luz trémula de la llanura, la zona cubierta de arbustos. Por momentos, aparecían gatos salvajes, y, más lejos, divisó un hato de cebras, blanco contra el verdor de la maleza. Era un hermoso campamento, sin duda. Estaba situado debajo de grandes árboles y al pie de una colina. El agua era bastante buena allí y en las cercanías había un manantial casi seco por donde los guacos de las arenas volaban por la mañana.

-¿No quieres que lea, entonces? -preguntó la mujer, que estaba sentada en una silla de lona, junto al catre-. Se está levantando la brisa.

-No, gracias.

-Quizá venga el camión.

-Al diablo con él. No me importa un comino.

-A mí, sí.

-A ti también te importan un bledo muchas cosas que para mí tienen valor.

-No tantas, Harry.

-¿Qué te parece si bebemos algo?

-Creo que te hará daño. Dijeron que debías evitar todo contacto con el alcohol. En todo caso, no te conviene beber.

-¡Molo! -gritó él.

-Sí, bwana.

-Trae whisky con soda.

-Sí, bwana.

-¿Por qué bebes? No deberías hacerlo -le reprochó la mujer-. Eso es lo que entiendo por abandono. Sé que te hará daño.

-No. Me sienta bien.

«Al fin y al cabo, ya ha terminado todo -pensó-. Ahora no tendré oportunidad de acabar con eso. Y así concluirán para siempre las discusiones acerca de si la bebida es buena o mala.»

Desde que le empezó la gangrena en la pierna derecha no había sentido ningún dolor, y le desapareció también el miedo, de modo que lo único que sentía era un gran cansancio y la cólera que le provocaba el que esto fuera el fin. Tenía muy poca curiosidad por lo que le ocurriría luego. Durante años lo había obsesionado, sí, pero ahora no representaba esencialmente nada. Lo raro era la facilidad con que se soportaba la situación estando cansado.

Ya no escribiría nunca las cosas que había dejado para cuando tuviera la experiencia suficiente para escribirlas. Y tampoco vería su fracaso al tratar de hacerlo. Quizá fuesen cosas que uno nunca puede escribir, y por eso las va postergando una y otra vez. Pero ahora no podría saberlo, en realidad.

-Quisiera no haber venido a este lugar -dijo la mujer. Lo estaba mirando mientras tenía el vaso en la mano y apretaba los labios-. Nunca te hubiera ocurrido nada semejante en París. Siempre dijiste que te gustaba París. Podíamos habernos quedado allí, entonces, o haber ido a otro sitio. Yo hubiera ido a cualquier otra parte. Dije, por supuesto, que iría adonde tú quisieras. Pero si tenías ganas de cazar, podíamos ir a Hungría y vivir con más comodidad y seguridad.

-¡Tu maldito dinero!

-No es justo lo que dices. Bien sabes que siempre ha sido tan tuyo como mío. Lo abandoné todo, te seguí por todas partes y he hecho todo lo que se te ha ocurrido que hiciese. Pero quisiera no haber pisado nunca estas tierras.

-Dijiste que te gustaba mucho.

-Sí, pero cuando tú estabas bien. Ahora lo odio todo. Y no veo por qué tuvo que sucederte lo de la infección en la pierna. ¿Qué hemos hecho para que nos ocurra?

-Creo que lo que hice fue olvidarme de ponerle yodo en seguida. Entonces no le di importancia porque nunca había tenido ninguna infección. Y después, cuando empeoró la herida y tuvimos que utilizar esa débil solución fénica, por haberse derramado los otros antisépticos, se paralizaron los vasos sanguíneos y comenzó la gangrena. -Mirándola, agregó-: ¿Qué otra cosa, pues?

-No me refiero a eso.

-Si hubiésemos contratado a un buen mecánico en vez de un imbécil conductor kikuyú, hubiera averiguado si había combustible y no hubiera dejado que se quemara ese cojinete…

-No me refiero a eso.

-Si no te hubieses separado de tu propia gente, de tu maldita gente de Old Westbury, Saratoga, Palm Beach, para seguirme…

-¡Caramba! Te amaba. No tienes razón al hablar así. Ahora también te quiero. Y te querré siempre. ¿Acaso no me quieres tú?

-No -respondió el hombre-. No lo creo. Nunca te he querido.

-¿Qué estás diciendo, Harry? ¿Has perdido el conocimiento?

-No. No tengo ni siquiera conocimiento para perder.

-No bebas eso. No bebas, querido. Te lo ruego. Tenemos que hacer todo lo que podamos para zafarnos de esta situación.

-Hazlo tú, pues. Yo estoy cansado.

En su imaginación vio una estación de ferrocarril en Karagatch. Estaba de pie junto a su equipaje. La potente luz delantera del expreso Simplón-Oriente atravesó la oscuridad, y abandonó Tracia, después de la retirada. Ésta era una de las cosas que había reservado para escribir en otra ocasión, lo mismo que lo ocurrido aquella mañana, a la hora del desayuno, cuando miraba por la ventana las montañas cubiertas de nieve de Bulgaria y el secretario de Nansen le preguntó al anciano si era nieve. Éste lo miró y le dijo: «No, no es nieve. Aún no ha llegado el tiempo de las nevadas.» Entonces, el secretario repitió a las otras muchachas: «No. Como ven, no es nieve.» Y todas decían: «No es nieve. Estábamos equivocadas.» Pero era nieve, en realidad, y él las hacía salir de cualquier modo si se efectuaba algún cambio de poblaciones. Y ese invierno tuvieron que pasar por la nieve, hasta que murieron…

Y era nieve también lo que cayó durante toda la semana de Navidad, aquel año en que vivían en la casa del leñador, con el gran horno cuadrado de porcelana que ocupaba la mitad del cuarto, y dormían sobre colchones rellenos de hojas de haya. Fue la época en que llegó el desertor con los pies sangrando de frío para decirle que la Policía estaba siguiendo su rastro. Le dieron medias de lana y entretuvieron con la charla a los gendarmes hasta que las pisadas hubieron desaparecido.

En Schrunz, el día de Navidad, la nieve brillaba tanto que hacía daño a los ojos cuando uno miraba desde la taberna y veía a la gente que volvía de la iglesia. Allí fue donde subieron por la ruta amarillenta como la orina y alisada por los trineos que se extendían a lo largo del río, con las empinadas colinas cubiertas de pinos, mientras llevaban los esquíes al hombro. Fue allí donde efectuaron ese desenfrenado descenso por el glaciar, para ir a la Madlenerhaus. La nieve parecía una torta helada, se desmenuzaba como el polvo, y recordaba el silencioso ímpetu de la carrera, mientras caían como pájaros.

La ventisca los hizo permanecer una semana en la Madlenerhaus, jugando a los naipes y fumando a la luz de un farol. Las apuestas iban en aumento a medida que Herr Lent perdía. Finalmente, lo perdió todo. Todo: el dinero que obtenía con la escuela de esquí, las ganancias de la temporada y también su capital. Lo veía ahora con su nariz larga, mientras recogía las cartas y las descubría, Sans Voir. Siempre jugaban. Si no había nada de nieve, jugaban; y si había mucha también. Pensó en la gran parte de su vida que pasaba jugando.

Pero nunca había escrito una línea acerca de ello, ni de aquel claro y frío día de Navidad, con las montañas a lo lejos, a través de la llanura que había recorrido Gardner, después de cruzar las líneas, para bombardear el tren que llevaba a los oficiales austriacos licenciados, ametrallándolos mientras ellos se dispersaban y huían. Recordó que Gardner se reunió después con ellos y empezó a contar lo sucedido, con toda tranquilidad, y luego dijo: «¡Tú, maldito! ¡Eres un asesino de porquería!»

Y con los mismos austriacos que habían matado entonces se había deslizado después en esquíes. No; con los mismos, no. Hans, con quien paseó con esquí durante todo el año, estaba en los Káiser-Jagers (Cazadores imperiales), y cuando fueron juntos a cazar liebres al valle pequeño, conversaron encima del aserradero, sobre la batalla de Pasubio y el ataque a Pertica y Asalone, y jamás escribió una palabra de todo eso. Ni tampoco de Monte Corno, ni de lo que ocurrió en Siete Commum, ni lo de Arsiero.

¿Cuántos inviernos había pasado en el Vorarlberg y el Arlberg? Fueron cuatro, y recordó la escena del pie a Bludenz, en la época de los regalos, el gusto a cereza de un buen kirsch y el ímpetu de la corrida a través de la blanda nieve, mientras cantaban: «¡Hi! ¡Ho!, dijo Rolly.»

Así recorrieron el último trecho que los separaba del empinado declive, y siguieron en línea recta, pasando tres veces por el huerto; luego salieron y cruzaron la zanja, para entrar por último en el camino helado, detrás de la posada. Allí se desataron los esquíes y los arrojaron contra la pared de madera de la casa. Por la ventana salía la luz del farol y se oían las notas de un acordeón que alegraba el ambiente interior, cálido, lleno de humo y de olor a vino fresco.

-¿Dónde nos hospedamos en París? -preguntó a la mujer que estaba sentada a su lado en una silla de lona, en África.

-En el «Crillon», ya lo sabes.

-¿Por qué he de saberlo?

-Porque allí paramos siempre.

-No. No siempre.

-Allí y en el «Pavillion Henri-Quatre», en St. Germain. Decías que te gustaba con locura.

-Ese cariño es una porquería -dijo Harry-, y yo soy el animal que se nutre y engorda con eso.

-Si tienes que desaparecer, ¿es absolutamente preciso destruir todo lo que dejas atrás? Quiero decir, si tienes que deshacerte de todo: ¿debes matar a tu caballo y a tu esposa y quemar tu silla y tu armadura?

-Sí. Tu podrido dinero era mi armadura. Mi Corcel y mi Armadura.

-No digas eso…

-Muy bien. Me callaré. No quiero ofenderte.

-Ya es un poco tarde.

-De acuerdo. Entonces seguiré hiriéndote. Es más divertido, ya que ahora no puedo hacer lo único que realmente me ha gustado hacer contigo.

-No, eso no es verdad. Te gustaban muchas cosas y yo hacía todo lo que querías. ¡Oh! ¡Por el amor de Dios! Deja ya de fanfarronear, ¿quieres?

-Escucha -dijo-. ¿Crees que es divertido hacer esto? No sé, francamente, por qué lo hago. Será para tratar de mantenerte viva, me imagino. Me encontraba muy bien cuando empezamos a charlar. No tenía intención de llegar a esto, y ahora estoy loco como un zopenco y me porto cruelmente contigo. Pero no me hagas caso, querida. No des ninguna importancia a lo que digo. Te quiero. Bien sabes que te quiero. Nunca he querido a nadie como te quiero a ti.

Y deslizó la mentira familiar que le había servido muchas veces de apoyo.

-¡Qué amable eres conmigo!

-Ahora estoy lleno de poesía. Podredumbre y poesía. Poesía podrida…

-Cállate, Harry. ¿Por qué tienes que ser malo ahora? ¿Eh?

-No me gusta dejar nada -contestó el hombre-. No me gusta dejar nada detrás de mí.

Cuando despertó anochecía. El sol se había ocultado detrás de la colina y la sombra se extendía por toda la llanura, mientras los animalitos se alimentaban muy cerca del campamento, con rápidos movimientos de cabeza y golpes de cola. Observó que sobresalían por completo de la maleza. Los pájaros, en cambio, ya no esperaban en tierra. Se habían encaramado todos a un árbol, y eran muchos más que antes. Su criado particular estaba sentado al lado del catre.

-La memsahib fue a cazar -le dijo-. ¿Quiere algo bwana?

-Nada.

Ella había ido a conseguir un poco de carne buena y, como sabía que a él le gustaba observar a los animales, se alejó lo bastante para no provocar disturbios en el espacio de llanura que el hombre abarcaba con su mirada.

«Siempre está pensativa -meditó Harry-. Reflexiona sobre cualquier cosa que sabe, que ha leído, o que ha oído alguna vez. Y no tiene la culpa de haberme conocido cuando yo ya estaba acabado. ¿Cómo puede saber una mujer que uno no quiere decir nada con lo que dice, y que habla sólo por costumbre y para estar cómodo?»

Desde que empezó a expresar lo contrario de lo que sentía, sus mentiras le procuraron más éxitos con las mujeres que cuando les decía la verdad. Y lo grave no eran sólo las mentiras, sino el hecho de que ya no quedaba ninguna verdad para contar. Estaba acabando de vivir su vida cuando empezó una nueva existencia, con gente distinta y de más dinero, en los mejores sitios que conocía y en otros que constituyeron la novedad.

«Uno deja de pensar y todo es maravilloso. Uno se cuida para que esta vida no lo arruine como le ocurre a la mayoría y adopta la actitud de indiferencia hacia el trabajo que solía hacer cuando ya no es posible hacerlo. Pero, en lo más mínimo de mi espíritu, pensé que podría escribir sobre esa gente, los millonarios, y diría que yo no era de esa clase, sino un simple espía en su país. Pensé en abandonarles y escribir todo eso, para que, aunque sólo fuera una vez, lo escribiese alguien bien compenetrado con el asunto.» Pero luego se dio cuenta de que no podía llevar a cabo tal empresa, pues cada día que pasaba sin escribir, rodeado de comodidades y siendo lo que despreciaba, embotaba su habilidad y reblandecía su voluntad de trabajo, de modo que, finalmente, no hizo absolutamente nada. Y la gente que conocía ahora vivía mucho más tranquila si él no trabajaba. En África había pasado la temporada más feliz de su vida y entonces se le ocurrió volver para empezar de nuevo. Fue así como se realizó la expedición de caza con el mínimo de comodidad. No pasaban penurias, pero tampoco podían permitirse lujos, y él pensó que podría volver a vivir así, de algún modo que le permitiese eliminar la grasa de su espíritu, igual que los boxeadores que van a trabajar y entrenarse a las montañas para quemar la grasa de su cuerpo.

La mujer, por su parte, se había mostrado complacida. Decía que le gustaba. Le gustaba todo lo que era atractivo, lo que implicara un cambio de escenario, donde hubiera gente nueva y las cosas fuesen agradables. Y él sintió la ilusión de regresar al trabajo con más fuerza de voluntad que perdiera.

«Y ahora que se acerca el fin -pensó-, ya que estoy seguro de que esto es el fin, no tengo por qué volverme como esas serpientes que se muerden ellas mismas cuando les quiebran el espinazo. Esta mujer no tiene la culpa, después de todo. Si no fuese ella, sería otra. Si he vivido de una mentira trataré de morir de igual modo.»

En aquel instante oyó un estampido, más allá de la colina.

«Tiene muy buena puntería esta buena y rica perra, esta amable guardiana y destructora de mi talento. ¡Tonterías! Yo mismo he destruido mi talento. ¿Acaso tengo que insultar a esta mujer porque me mantiene? He destruido mi talento por no usarlo, por traicionarme a mí mismo y olvidar mis antiguas creencias y mi fe, por beber tanto que he embotado el límite de mis percepciones, por la pereza y la holgazanería, por las ínfulas, el orgullo y los prejuicios, y, en fin, por tantas cosas buenas y malas. ¿Qué es esto? ¿Un catálogo de libros viejos? ¿Qué es mi talento, en fin de cuentas? Era un talento, bueno, pero, en vez de usarlo, he comerciado con él. Nunca se reflejó en las obras que hice, sino en ese problemático «lo que podría hacer». Por otra parte, he preferido vivir con otra cosa que un lápiz o una pluma. Es raro, ¿no?, pero cada vez que me he enamorado de una nueva mujer, siempre tenía más dinero que la anterior… Cuando dejé de enamorarme y sólo mentía, como por ejemplo con esta mujer; con ésta, que tiene más dinero que todas las demás, que tiene todo el dinero que existe, que tuvo marido e hijos, y amantes que no la satisficieron, y que me ama tiernamente como hombre, como compañero y con orgullosa posesión; es raro lo que me ocurre, ya que, a pesar de que no la amo y estoy mintiendo, sería capaz de darle más por su dinero que cuando amaba de veras. Todos hemos de estar preparados para lo que hacemos. El talento consiste en cómo vive uno la vida. Durante toda mi existencia he regalado vitalidad en una u otra forma, y he aquí que cuando mis afectos no están comprometidos, como ocurre ahora, uno vale mucho más para el dinero. He hecho este descubrimiento, pero nunca lo escribiré. No, no puedo escribir tal cosa, aunque realmente vale la pena.»

Entonces apareció ella, caminando hacia el campamento a través de la llanura. Usaba pantalones de montar y llevaba su rifle. Detrás, venían los dos criados con un animal muerto cada uno. «Todavía es una mujer atractiva -pensó Harry-, y tiene un hermoso cuerpo.» No era bonita, pero a él le gustaba su rostro. Leía una enormidad, era aficionada a cabalgar y a cazar y, sin duda alguna, bebía muchísimo. Su marido había muerto cuando ella era una mujer relativamente joven, y por un tiempo se dedicó a sus dos hijos, que no la necesitaban y a quienes molestaban sus cuidados; a sus caballos, a sus libros y a las bebidas. Le gustaba leer por la noche, antes de cenar, y mientras tanto, bebía whisky escocés y soda. Al acercarse la hora de la cena ya estaba embriagada y, después de otra botella de vino con la comida, se encontraba lo bastante ebria como para dormirse.

Esto ocurrió mientras no tuvo amantes. Luego, cuando los tuvo, no bebió tanto, porque no precisaba estar ebria para dormir… Pero los amantes la aburrían. Se había casado con un hombre que nunca la fastidiaba, y los otros hombres le resultaban extraordinariamente pesados.

Después, uno de sus hijos murió en un accidente de aviación. Cuando sucedió aquello, no quiso más amantes, y como la bebida no le servía ya de anestésico, pensó en empezar una nueva vida. De repente, se sintió aterrorizada por su soledad. Pero necesitaba alguien a quien poder corresponder.

Empezó del modo más simple. A la mujer le gustaba lo que Harry escribía y envidiaba la vida que llevaba. Pensaba que él realizaba todo lo que se proponía. Los medios a través de los cuales trabaron relación y el modo de enamorarse de ese hombre formaban parte de una constante progresión que se desarrollaba mientras ella construía su nueva vida y se desprendía de los residuos de su anterior existencia.

Él sabía que ella tenía mucho dinero, muchísimo, y que la maldita era una mujer muy atractiva. Entonces se acostó pronto con ella, mejor que con cualquier otra, porque era más rica, porque era deliciosa y muy sensible, y porque nunca metía bulla. Y ahora, esa vida que la mujer se forjara estaba a punto de terminar por el solo hecho de que él no se puso yodo, dos semanas antes, cuando una espina le hirió la rodilla, mientras se acercaba a un rebaño de antílopes con objeto de sacarles una fotografía. Los animales, con la cabeza erguida, atisbaban y olfateaban sin cesar, y sus orejas estaban tensas, como para escuchar el más leve ruido que les haría huir hacia la maleza. Y así fue: huyeron antes de que él pudiera sacar la fotografía.

Y ella ahora estaba aquí. Harry volvió la cabeza para mirarla.

-¡Hola! -le dijo.

-Cacé un buen carnero -manifestó la mujer-. Te haré un poco de caldo y les diré que preparen puré de papas. ¿Cómo te encuentras?

-Mucho mejor.

-¡Maravilloso! Te aseguro que pensaba encontrarte mejor. Estabas durmiendo cuando me fui.

-Dormí muy bien. ¿Anduviste mucho?

-No. Llegué más allá de la colina. Tuve suerte con la puntería.

-Te aseguro que tiras de un modo extraordinario.

-Es que me gusta. Y África también me gusta. De veras. Si mejorases, ésta sería la mejor época de mi vida. No sabes cuánto me gusta salir de caza contigo. Me ha gustado mucho más el país.

-A mí también.

-Querido, no sabes qué maravilloso es encontrarte mejor. No podía soportar lo de antes. No podía verte sufrir. Y no volverás a hablarme otra vez como hoy, ¿verdad? ¿Me lo prometes?

-No. No recuerdo lo que dije.

-No tienes que destrozarme, ¿sabes? No soy nada más que una mujer vieja que te ama y quiere que hagas lo que se te antoje. Ya me han destrozado dos o tres veces. No quieres destrozarme de nuevo, ¿verdad? El aeroplano estará aquí mañana.

-¿Cómo lo sabes?

-Estoy segura. Se verá obligado a aterrizar. Los criados tienen la leña y el pasto preparados para hacer la hoguera. Hoy fui a darles un vistazo. Hay sitio de sobra para aterrizar y tenemos las hogueras preparadas en los dos extremos.

-¿Y por qué piensas que vendrá mañana?

-Estoy segura de que vendrá. Hoy se ha retrasado. Luego, cuando estemos en la ciudad, te curarán la pierna. No ocurrirán esas cosas horribles que dijiste.

-Vayamos a tomar algo. El sol se ha ocultado ya.

-¿Crees que no te hará daño?

-Voy a beber.

-Beberemos juntos, entonces. ¡Molo, letti dui whiskey-soda! -gritó la mujer.

-Sería mejor que te pusieras las botas. Hay muchos mosquitos.

-Lo haré después de bañarme…

Bebieron mientras las sombras de la noche lo envolvían todo, pero un poco antes de que reinase la oscuridad, y cuando no había luz suficiente como para tirar, una hiena cruzó la llanura y dio la vuelta a la colina.

-Esa porquería cruza por allí todas las noches -dijo el hombre-. Ha hecho lo mismo durante dos semanas.

-Es la que hace ruido por la noche. No me importa. Aunque son unos animales asquerosos.

Y mientras bebían juntos, sin que él experimentara ningún dolor, excepto el malestar de estar siempre postrado en la misma posición, y los criados encendían el fuego, que proyectaba sus sombras sobre las tiendas, Harry pudo advertir el retorno de la sumisión en esta vida de agradable entrega. Ella era, francamente, muy buena con él. Por la tarde había sido demasiado cruel e injusto. Era una mujer delicada, maravillosa de verdad. Y en aquel preciso instante se le ocurrió pensar que iba a morir.

Llegó esta idea con ímpetu; no como un torrente o un huracán, sino como una vaciedad repentinamente repugnante, y lo raro era que la hiena se deslizaba ligeramente por el borde…

-¿Qué te pasa, Harry?

-Nada. Sería mejor que te colocaras al otro lado. A barlovento.

-¿Te cambió la venda Molo?

-Sí. Ahora llevo la que tiene ácido bórico.

-¿Cómo te encuentras?

-Un poco mareado.

-Voy a bañarme. En seguida volveré. Comeremos juntos, y después haré entrar el catre.

«Me parece -se dijo Harry- que hicimos bien dejándonos de pelear.» Nunca se había peleado mucho con esta mujer, y, en cambio, con las que amó de veras lo hizo siempre, de tal modo que, finalmente, lo corrosivo de las disputas destruía todos los vínculos de unión. Había amado demasiado, pedido muchísimo y acabado con todo.

Pensó ahora en aquella ocasión en que se encontró solo en Constantinopla, después de haber reñido en París antes de irse. Pasaba todo el tiempo con prostitutas y cuando se dio cuenta de que no podía matar su soledad, sino que cada vez era peor, le escribió a la primera, a la que abandonó. En la carta le decía que nunca había podido acostumbrarse a estar solo… Le contó cómo, cuando una vez le pareció verla salir del «Regence», la siguió ansiosamente, y que siempre hacía lo mismo al ver a cualquier mujer parecida por el bulevar, temiendo que no fuese ella, temiendo perder esa esperanza. Le dijo cómo la extrañaba más cada vez que se acostaba con otra; que no importaba lo que ella hiciera, pues sabía que no podía curarse de su amor. Escribió esta carta en el club y la mandó a Nueva York, pidiéndole que le contestara a la oficina en París. Esto le pareció más seguro. Y aquella noche la extrañó tanto que le pareció sentir un vacío en su interior. Entonces salió a pasear, sin rumbo fijo, y al pasar por «Maxim’s» recogió una muchacha y la llevó a cenar. Fue a un sitio donde se pudiera bailar después de la cena, pero la mujer era muy mala bailadora, y entonces la dejó por una perra armenia, que se restregaba contra él. Se la quitó a un artillero británico subalterno, después de una disputa. El artillero le pegó en el cuerpo y junto a un ojo. Él le aplicó un puñetazo con la mano izquierda y el otro se arrojó sobre él y lo cogió por la chaqueta, arrancándole una manga. Entonces lo golpeó en pleno rostro con la derecha, echándolo hacia delante. Al caer el inglés se hirió en la cabeza y Harry salió corriendo con la mujer porque oyeron que se acercaba la policía. Tomaron un taxi y fueron a Rimmily Hissa, a lo largo del Bósforo, y después dieron la vuelta. Era una noche más bien fresca y se acostaron en seguida. Ella parecía más bien madura, pero tenía la piel suave y un olor agradable. La abandonó antes de que se despertase, y con la primera luz del día fue al «Pera Palace». Tenía un ojo negro y llevaba la chaqueta bajo el brazo, ya que había perdido una manga.

Aquella misma noche partió para Anatolia y, en la última parte del viaje, mientras cabalgaban por los campos de adormideras que recolectaban para hacer opio, y las distancias parecían alargarse cada vez más, sin llegar nunca al sitio donde se efectuó el ataque con los oficiales que marcharon a Constantinopla, recordó que no sabía nada, ¡maldición!, y luego la artillería acribilló a las tropas, y el observador británico gritó como un niño.

Aquella fue la primera vez que vio hombres muertos con faldas blancas de ballet y zapatos con cintas. Los turcos se hicieron presentes con firmeza y en tropel. Entonces vio que los hombres de faldón huían, perseguidos por los oficiales que hacían fuego sobre ellos, y él y el observador británico también tuvieron que escapar. Corrieron hasta sentir una aguda punzada en los pulmones y tener la boca seca. Se refugiaron detrás de unas rocas, y los turcos seguían atacando con la misma furia. Luego vio cosas que ahora le dolía recordar, y después fue mucho peor aún. Así, pues, cuando regresó a París no quería hablar de aquello ni tan sólo oír que lo mencionaran. Al pasar por el café vio al poeta norteamericano delante de un montón de platillos, con estúpido gesto en el rostro, mientras hablaba del movimiento «dadá» con un rumano que decía llamarse Tristán Tzara, y que siempre usaba monóculo y tenía jaqueca. Por último, volvió a su departamento con su esposa, a la que amaba otra vez. Estaba contento de encontrarse en su hogar y de que hubieran terminado todas las peleas y todas las locuras. Pero la administración del hotel empezó a mandarle la correspondencia al departamento, y una mañana, en una bandeja, recibió una carta en contestación a la suya. Cuando vio la letra le invadió un sudor frío y trató de ocultar la carta debajo de otro sobre. Pero su esposa dijo: «¿De quién es esa carta, querido?»; y ése fue el principio del fin. Recordaba la buena época que pasó con todas ellas, y también las peleas. Siempre elegían los mejores sitios para pelearse. ¿Y por qué tenían que reñir cuando él se encontraba mejor? Nunca había escrito nada referente a aquello, pues, al principio, no quiso ofender a nadie, y después, le pareció que tenía muchas cosas para escribir sin necesidad de agregar otra. Pero siempre pensaba que al final lo escribiría también. No era mucho, en realidad. Había visto los cambios que se producían en el mundo; no sólo los acontecimientos, aunque observó con detención gran cantidad de ellos y de gente; también sabía apreciar ese cambio más sutil que hay en el fondo y podía recordar cómo era la gente y cómo se comportaba en épocas distintas. Había estado en aquello, lo observaba de cerca, y tenía el deber de escribirlo. Pero ya no podría hacerlo…

-¿Cómo te encuentras? -preguntó la mujer, que salía de la tienda después de bañarse.

-Muy bien.

-¿Podrías comer algo, ahora?

Vio a Molo detrás de la mujer, con la mesa plegadiza, mientras el otro sirviente llevaba los platos.

-Quiero escribir.

-Sería mejor que tomaras un poco de caldo para fortalecerte.

-Si voy a morirme esta noche, ¿para qué quiero fortalecerme?

-No seas melodramático, Harry; te lo ruego.

-¿Por qué diablos no usas la nariz? ¿No te das cuenta de que estoy podrido hasta la cintura? ¿Para qué demonios serviría el caldo ahora? Molo, trae whisky-soda.

-Toma el caldo, por favor -dijo ella suavemente.

-Bueno.

El caldo estaba demasiado caliente. Tuvo que dejarlo enfriar en la taza, y por último lo tragó sin sentir náuseas.

-Eres una excelente mujer -dijo él-. No me hagas caso.

Ella lo miró con el rostro tan conocido y querido por los lectores de Spur y Town and Country. Pero Town and Country nunca mostraba esos senos deliciosos ni los muslos útiles ni esas manos echas para acariciar espaldas. Al mirarla y observar su famosa y agradable sonrisa, sintió que la muerte se acercaba de nuevo.

Esta vez no fue con ímpetu. Fue un ligero soplo, como las que hacen vacilar la luz de la vela y extienden la llama con su gigantesca sombra proyectada hasta el techo.

-Después pueden traer mi mosquitero, colgarlo del árbol y encender el fuego. No voy a entrar en la tienda esta noche. No vale la pena moverse. Es una noche clara. No lloverá.

«Conque así es como uno muere, entre susurros que no se escuchan. Pues bien, no habrá más peleas.» Hasta podía prometerlo. No iba a echar a perder la única experiencia que le faltaba. Aunque probablemente lo haría. «Siempre lo he estropeado todo.» Pero quizá no fuese así en esta ocasión.

-No puedes tomar dictados, ¿verdad?

-Nunca supe -contestó ella.

-Está bien.

No había tiempo, por supuesto, pero en aquel momento le pareció que todo se podía poner en un párrafo si se interpretaba bien.

Encima del lago, en una colina, veía una cabaña rústica que tenía las hendiduras tapadas con mezcla. Junto a la puerta había un palo con una campana, que servía para llamar a la gente a comer. Detrás de la casa, campos, y más allá de los campos estaba el monte. Una hilera de álamos se extendía desde la casa hasta el muelle. Un camino llevaba hasta las colinas por el límite del monte, y a lo largo de ese camino él solía recoger zarzas. Luego, la cabaña se incendió y todos los fusiles que había en las perchas encima del hogar, también se quemaron. Los cañones de las escopetas, fundido el plomo de las cámaras para cartuchos, y las cajas fueron destruidos lentamente por el fuego, sobresaliendo del montón de cenizas que fueron usadas para hacer lejía en las grandes calderas de hierro, y cuando le preguntamos al Abuelo si podíamos utilizarla para jugar, nos dijo que no. Allí estaban, pues, sus fusiles y nunca volvió a comprar otros. Ni volvió a cazar. La casa fue reconstruida en el mismo sitio, con madera aserrada. La pintaron de blanco; desde la puerta se veían los álamos y, más allá, el lago; pero ya no había fusiles. Los cañones de las escopetas que habían estado en las perchas de la cabaña yacían ahora afuera, en el montón de cenizas que nadie se atrevió a tocar jamás.

En la Selva Negra, después de la guerra, alquilamos un río para pescar truchas, y teníamos dos maneras de llegar hasta aquel sitio. Había que bajar al valle desde Trisberg, seguir por el camino rodeado de árboles y luego subir por otro que atravesaba las colinas, pasando por muchas granjas pequeñas, con las grandes casas de Schwarzwald, hasta que cruzaba el río. La primera vez que pescamos recorrimos todo ese trayecto.

La otra manera consistía en trepar por una cuesta empinada hasta el límite de los bosques, atravesando luego las cimas de las colinas por el monte de pinos, y después bajar hasta una pradera, desde donde se llegaba al puente. Había abedules a lo largo del río, que no era grande, sino estrecho, claro y profundo, con pozos provocados por las raíces de los abedules. El propietario del hotel, en Trisberg, tuvo una buena temporada. Era muy agradable el lugar y todos eran grandes amigos. Pero el año siguiente se presentó la inflación, y el dinero que ganó durante la temporada anterior no fue suficiente para comprar provisiones y abrir el hotel; entonces, se ahorcó.

Aquello era fácil de dictar, pero uno no podía dictar lo de la Plaza Contrescarpe, donde las floristas teñían sus flores en la calle, y la pintura corría por el empedrado hasta la parada de los autobuses; y los ancianos y las mujeres, siempre ebrios de vino; y los niños con las narices goteando por el frío. Ni tampoco lo del olor a sobaco, roña y borrachera del café «Des Amateurs», y las rameras del «Bal Musette», encima del cual vivían. Ni lo de la portera que se divertía en su cuarto con el soldado de la Guardia Republicana, que había dejado el casco adornado con cerdas de caballo sobre una silla. Y la inquilina del otro lado del vestíbulo, cuyo marido era ciclista, y que aquella mañana, en la lechería, sintió una dicha inmensa al abrir L’Auto y ver la fotografía de la prueba Parls-Tours, la primera carrera importante que disputaba, y en la que se clasificó tercero. Enrojeció de tanto reír, y después subió al primer piso llorando, mientras mostraba por todas partes la página de deportes. El marido de la encargada del «Bal Musette» era conductor de taxi y cuando él, Harry, tenía que tomar un avión a primera hora, el hombre le golpeaba la puerta para despertarlo y luego bebían un vaso de vino blanco en el mostrador de la cantina, antes de salir. Conocía a todos los vecinos de ese barrio, pues todos, sin excepción, eran pobres.

Frecuentaban la Plaza dos clases de personas: los borrachos y los deportistas. Los borrachos mataban su pobreza de ese modo; los deportistas iban para hacer ejercicio. Eran descendientes de los comuneros y resultaba fácil describir sus ideas políticas. Todos sabían cómo habían muerto sus padres, sus parientes, sus hermanos y sus amigos cuando las tropas de Versalles se apoderaron de la ciudad, después de la Comuna, y ejecutaron a toda persona que tuviera las manos callosas, que usara gorra o que llevara cualquier otro signo que revelase su condición de obrero. Y en aquella pobreza, en aquel barrio del otro lado de la calle de la «Boucherie Chevaline» y la cooperativa de vinos, escribió el comienzo de todo lo que iba a hacer. Nunca encontró una parte de París que le gustase tanto como aquélla, con sus enormes árboles, las viejas casas de argamasa blanca con la parte baja pintada de pardo, los autobuses verdes que daban vueltas alrededor de la plaza, el color purpúreo de las flores que se extendían por el empedrado, el repentino declive pronunciado de la calle Cardenal Lemoine hasta el río y, del otro lado, la apretada muchedumbre de la calle Mouffetard. La calle que llevaba al Panteón y la otra que él siempre recorría en bicicleta, la única asfaltada de todo el barrio, suave para los neumáticos, con las altas casas y el hotel grande y barato donde había muerto Paul Verlaine. Como los departamentos que alquilaban sólo constaban de dos habitaciones, él tenía una habitación aparte en el último piso, por la cual pagaba sesenta francos mensuales. Desde allí podía ver, mientras escribía, los techos, las chimeneas y todas las colinas de París.

Desde el departamento sólo se veían los grandes árboles y la casa del carbonero, donde también se vendía vino, pero de mala calidad; la cabeza de caballo de oro que colgaba frente a la «Boucherie Chevaline», en cuya vidriera se exhibían los dorados trozos de res muerta, y la cooperativa pintada de verde, donde compraban el vino, bueno y barato. Lo demás eran paredes de argamasa y ventanas de los vecinos. Los vecinos que, por la noche, cuando algún borracho se sentaba en el umbral, gimiendo y gruñendo con la típica ivresse francesa que la propaganda hace creer que no existe, abrían las ventanas, dejando oír el murmullo de la conversación. «¿Dónde está el policía? El bribón desaparece siempre que uno lo necesita. Debe de estar acostado con alguna portera. Que venga el agente.» Hasta que alguien arrojaba un balde de agua desde otra ventana y los gemidos cesaban. «¿Qué es eso? Agua. ¡Ahí ¡Eso se llama tener inteligencia!» Y entonces se cerraban todas las ventanas.

Marie, su sirvienta, protestaba contra la jornada de ocho horas, diciendo: «Mi marido trabaja hasta las seis, sólo se emborracha un poquito al salir y no derrocha demasiado. Pero si trabaja nada más que hasta las cinco, está borracho todas las noches y una se queda sin dinero para la casa. Es la esposa del obrero la que sufre la reducción del horario.»

-¿Quieres un poco más de caldo? -le preguntaba su mujer.

-No, muchísimas gracias, aunque está muy bueno.

-Toma un poquito más, ¿no?

-Prefiero un whisky con soda.

-No te sentará bien.

-Ya lo sé. Me hace daño. Cole Porter escribió la letra y la música de eso: te estás volviendo loca por mí.

-Bien sabes que me gusta que bebas, pero…

-¡Oh! Sí, ya lo sé: sólo que me sienta mal.

«Cuando se vaya -pensó-, tendré todo lo que quiera. No todo lo que quiera, sino todo lo que haya.» ¡Ay! Estaba cansado. Demasiado cansado. Iba a dormir un rato. Estaba tranquilo porque la muerte ya se había ido. Tomaba otra calle, probablemente. Iba en bicicleta, acompañada, y marchaba en absoluto silencio por el empedrado…

No, nunca escribió nada sobre París. Nada del París que le interesaba. Pero ¿y todo lo demás que tampoco había escrito?

¿Y lo del rancho y el gris plateado de los arbustos de aquella región, el agua rápida y clara de los embalses de riego, y el verde oscuro de la alfalfa? El sendero subía hasta las colinas. En el verano, el ganado era tan asustadizo como los ciervos. En otoño, entre gritos y rugidos estrepitosos, lo llevaban lentamente hacia el valle, levantando una polvareda con sus cascos. Detrás de las montañas se dibujaba el limpio perfil del pico a la luz del atardecer, y también cuando cabalgaba por el sendero bajo la luz de la luna. Ahora recordaba la vez que bajó atravesando el monte, en plena oscuridad, y tuvo que llevar al caballo por las riendas, pues no se veía nada… Y todos los cuentos y anécdotas, en fin, que había pensado escribir.

¿Y el imbécil peón que dejaron a cargo del rancho en aquella época, con la consigna de que no dejara tocar el heno a nadie? ¿Y aquel viejo bastardo de los Forks que castigó al muchacho cuando éste se negó a entregarle determinada cantidad de forraje? El peón tomó entonces el rifle de la cocina y le disparó un tiro cuando el anciano iba a entrar en el granero. Y cuando volvieron a la granja, hacía una semana que el viejo había muerto. Su cadáver congelado estaba en el corral y los perros lo habían devorado en parte. A pesar de todo, envolvieron los restos en una frazada y la ataron con una cuerda. El mismo peón los ayudó en la tarea. Luego, dos de ellos se llevaron el cadáver, con esquíes, por el camino, recorriendo las sesenta millas hasta la ciudad, y regresaron en busca del asesino. El peón no pensaba que se lo llevarían preso. Creía haber cumplido con su deber, y que yo era su amigo y pensaba recompensar sus servicios. Por eso, cuando el alguacil le colocó las esposas se quedó mudo de sorpresa y luego se echó a llorar. Ésta era una de las anécdotas que dejó para escribir más adelante. Conocía por lo menos veinte anécdotas parecidas y buenas y nunca había escrito ninguna. ¿Por qué?

-Tú les dirás por qué -dijo.

-¿Por qué qué, querido?

-Nada.

Desde que estaba con él, la mujer no bebía mucho. «Pero si vivo -pensó Harry-, nunca escribiré nada sobre ella ni sobre los otros.» Los ricos eran perezosos y bebían muchísimo, o jugaban demasiado al backgammon. Eran perezosos; por eso siempre repetían lo mismo. Recordaba al pobre Julián, que sentía un respetuoso temor por todos ellos, y que una vez empezó a contar un cuento que decía: «Los muy ricos son gente distinta. No se parecen ni a usted ni a mí.» Y alguien lo interrumpió para manifestar: «Ya lo creo. Tienen más dinero que nosotros.» Pero esto no le causó ninguna gracia a Julián, que pensaba que los ricos formaban una clase social de singular encanto. Por eso, cuando descubrió lo contrario, sufrió una decepción totalmente nueva.

Harry despreciaba siempre a los que se desilusionaban, y eso se comprendía fácilmente. Creía que podía vencerlo todo y a todos, y que nada podría hacerle daño, ya que nada le importaba.

Muy bien. Pues ahora no le importaba un comino la muerte. El dolor era una de las pocas cosas que siempre había temido. Podía aguantarlo como cualquier mortal, mientras no fuese demasiado prolongado y agotador, pero en esta ocasión había algo que lo hería espantosamente, y cuando iba a abandonarse a su suerte, cesó el dolor.

Recordaba aquella lejana noche en que Williamson, el oficial del cuerpo de bombarderos, fue herido por una granada lanzada por un patrullero alemán, cuando él atravesaba las alambradas; y cómo, llorando, nos pidió a todos que lo matásemos. Era un hombre gordo, muy valiente y buen oficial, aunque demasiado amigo de las exhibiciones fantásticas. Pero, a pesar de sus alardes, un foco lo iluminó aquella noche entre las alambradas, y sus tripas empezaron a desparramarse por las púas a consecuencia de la explosión de la granada, de modo que cuando lo trajeron vivo todavía, tuvieron que matarlo, «¡Mátame, Harry! ¡Mátame, por el amor de Dios!» Una vez sostuvieron una discusión acerca de que Nuestro Señor nunca nos manda lo que no podemos aguantar, y alguien exponía la teoría de que, diciendo eso en un determinado momento, el dolor desaparece automáticamente. Pero nunca se olvidaría del estado de Williamson aquella noche. No le pasó nada hasta que se terminaron las tabletas de morfina que Harry no usaba ni para él mismo. Después, matarlo fue la única solución.

Lo que tenía ahora no era nada en comparación con aquello; y no habría habido motivo de preocupación, a no ser que empeorara con el tiempo. Aunque tal vez estuviera mejor acompañado.

Entonces pensó un poco en la compañía que le hubiera gustado tener.

«No -reflexionó-, cuando uno hace algo que dura mucho, y ha empezado demasiado tarde, no puede tener la esperanza de volver a encontrar a la gente todavía allí. Toda la gente se ha ido. La reunión ha terminado y ahora has quedado solo con tu patrona. ¡Bah! Este asunto de la muerte me está fastidiando tanto como las demás cosas.»

-Es un fastidio -dijo en voz alta.

-¿Qué, queridito?

-Todo lo que dura mucho.

Harry miró el rostro de la mujer, que estaba entre el fuego y él. Ella se había recostado en la silla y la luz de la hoguera brillaba sobre su cara de agradables contornos, y entonces se dio cuenta de que ella tenía sueño. Oyó también que la hiena hacía ruido algo más allá del límite del fuego.

-He estado escribiendo -dijo él-, pero me cansé.

-¿Crees que podrás dormir?

-Casi seguro. ¿Por qué no vas adentro?

-Me gusta quedarme sentada aquí, contigo.

-¿Te encuentras mal? -le preguntó a la mujer.

-No. Tengo un poco de sueño.

-Yo también.

En aquel momento sintió que la muerte se acercaba de nuevo.

-Te aseguro que lo único que no he perdido nunca es la curiosidad -le dijo más tarde.

-Nunca has perdido nada. Eres el hombre más completo que he conocido.

-¡Dios mío! ¡Qué poco sabe una mujer! ¿Qué es eso? ¿Tu intuición?

Porque en aquel instante la muerte apoyaba la cabeza sobre los pies del catre y su aliento llegaba hasta la nariz de Harry.

-Nunca creas eso que dicen de la guadaña y la calavera. Del mismo modo podrían ser dos policías en bicicleta, o un pájaro, o un hocico ancho como el de la hiena.

Ahora avanzaba sobre él, pero no tenía forma. Ocupaba espacio, simplemente.

-Dile que se marche.

No se fue, sino que se acercó aún más.

-¡Qué aliento del demonio tienes! -le dijo a la muerte-. ¡Tú, asquerosa bastarda!

Se acercó otro poco y él ya no podía hablarle, y cuando la muerte lo advirtió, se aproximó todavía más, mientras Harry trataba de echarla sin hablar; pero todo su peso estaba sobre su pecho, y mientras se acuclillaba allí y le impedía moverse o hablar, oyó que su mujer decía:

-Bwana ya se ha dormido. Levanten el catre y llévenlo a la tienda, pero con cuidado.

No podía decirle que la hiciera marcharse, y allí estaba la muerte, sentada sobre su pecho, cada vez más pesada, impidiéndole hasta respirar.

Y entonces, mientras levantaban el catre, se encontró repentinamente bien ya que el peso dejó de oprimirle el pecho.

Ya era de día y habían transcurrido varias horas de la mañana cuando oyó el aeroplano. Parecía muy pequeño. Los criados corrieron a encender las hogueras, usando kerosene y amontonando la hierba hasta formar dos grandes humaredas en cada extremo del terreno que ocupaba el campamento. La brisa matinal llevaba el humo hacia las tiendas. El aeroplano dio dos vueltas más, esta vez a menor altura, y luego planeó y aterrizó suavemente. Después, Harry vio que se acercaba el viejo Compton, con pantalones, camisa de color y sombrero de fieltro oscuro.

-¿Qué te pasa, amigo? -preguntó el aviador.

-La pierna -le respondió Harry-. Anda mal. ¿Quieres comer algo o has desayunado ya?

-Gracias. Voy a tomar un poco de té. Traje el Puss Moth que ya conoces, y como hay sitio para uno solo, no podré llevar a la memsahib. Tu camión está en el camino.

Helen llamó aparte a Compton para decirle algo. Luego, él volvió más animado que antes.

-Te llevaré en seguida -dijo-. Después volveré a buscar a la mem. Lo único que temo es tener que detenerme en Arusha para cargar combustible. Convendría salir ahora mismo.

-¿Y el té?

-No importa; no te preocupes.

Los peones levantaron el catre y lo llevaron a través de las verdes tiendas hasta el avión, pasando entre las hogueras que ardían con todo su resplandor. La hierba se había consumido por completo y el viento atizaba el fuego hacia el pequeño aparato. Costó mucho trabajo meter a Harry, pero una vez que estuvo adentro se acostó en el asiento de cuero, y ataron su pierna a uno de los brazos del que ocupaba Compton. Saludó con la mano a Helen y a los criados. El motor rugía con su sonido familiar. Después giraron rápidamente, mientras Compie vigilaba y esquivaba los pozos hechos por los jabalíes. Así, a trompicones atravesaron el terreno, entre las fogatas, y alzaron vuelo con el último choque. Harry vio a los otros abajo, agitando las manos; y el campamento, junto a la colina, se veía cada vez más pequeño: la amplia llanura, los bosques y la maleza, y los rastros de los animales que llegaban hasta los charcos secos, y vio también un nuevo manantial que no conocía. Las cebras, ahora con su lomo pequeño, y las bestias, con las enormes cabezas reducidas a puntos, parecían subir mientras el avión avanzaba a grandes trancos por la llanura, dispersándose cuando la sombra se proyectaba sobre ellos. Cada vez eran más pequeños, el movimiento no se notaba, y la llanura parecía estar lejos, muy lejos. Ahora era grisamarillenta. Estaban encima de las primeras colinas y las bestias les seguían siempre el rastro. Luego pasaron sobre unas montañas con profundos valles de selvas verdes y declives cubiertos de bambúes, y después, de nuevo los bosques tupidos y las colinas que se veían casi chatas. Después, otra llanura, caliente ahora, morena, y púrpura por el sol. Compie miraba hacia atrás para ver cómo cabalgaba. Enfrente, se elevaban otras oscuras montañas.

Por último, en vez de dirigirse a Arusha, dieron la vuelta hacia la izquierda. Supuso, sin ninguna duda, que al piloto le alcanzaba el combustible. Al mirar hacia abajo, vio una nube rosada que se movía sobre el terreno, y en el aire algo semejante a las primeras nieves de unas ventiscas que aparecen de improviso, y entonces supo que eran las langostas que venían del Sur. Luego empezaron a subir. Parecían dirigirse hacia el Este. Después se oscureció todo y se encontraron en medio de una tormenta en la que la lluvia torrencial daba la impresión de estar volando a través de una cascada, hasta que salieron de ella. Compie volvió la cabeza sonriendo y señaló algo. Harry miró, y todo lo que pudo ver fue la cima cuadrada del Kilimanjaro, ancha como el mundo entero; gigantesca, alta e increíblemente blanca bajo el sol. Entonces supo que era allí adonde iba.

En aquel instante, la hiena cambió sus lamentos nocturnos por un sonido raro, casi humano, como un sollozo. La mujer lo oyó y se estremeció de inquietud. No se despertó, sin embargo. En su sueño, se veía en la casa de Long Island, la noche antes de la presentación en sociedad de su hija. Por alguna razón estaba allí su padre, que se portó con mucha descortesía. Pero la hiena hizo tanto ruido que ella se despertó y por un momento, llena de temor, no supo dónde estaba. Luego tomó la linterna portátil e iluminó el catre que le habían entrado después de dormirse Harry. Vio el bulto bajo el mosquitero, pero ahora le parecía que él había sacado la pierna, que colgaba a lo largo de la cama con las vendas sueltas. No aguantó más.

-¡Molo! -llamó-. ¡Molo! ¡Molo!

Y después dijo:

-¡Harry! ¡Harry! -Y levantando la voz-: ¡Harry! ¡Contéstame, te lo ruego! ¡Oh, Harry!

No hubo respuesta y tampoco lo oyó respirar.

Fuera de la tienda, la hiena seguía lanzando el mismo gemido extraño que la despertó. Pero los latidos del corazón le impedían oírlo.