Un viaje de novios – Antón Chéjov

Sale el tren de la estación de Balagore, del ferrocarril Nicolás. En un vagón de segunda clase, de los destinados a fumadores, dormitan cinco pasajeros. Habían comido en la fonda de la estación, y ahora, recostados en los cojines de su departamento, procuran conciliar el sueño. La calma es absoluta. Se abre la portezuela y penetra un individuo alto, derecho como un palo, con sombrero color marrón y abrigo de última moda. Su aspecto recuerda el de ese corresponsal de periódico que suele figurar en las novelas de Julio Verne o en las operetas. El individuo se detiene en la mitad del coche, respira fuertemente, se fija en los pasajeros y murmura: «No, no es aquí… ¡El demonio que lo entienda! Me parece incomprensible…; no, no es éste el coche».

Uno de los viajeros le observa con atención y exclama alegremente:

-¡Iván Alexievitch! ¿Es usted? ¿Qué milagro le trae por acá?

Iván Alexievitch se estremece, mira con estupor al viajero y alza los brazos al aire.

-¡Petro Petrovitch! ¿Tú por acá? ¡Cuánto tiempo que no nos hemos visto! ¡Cómo iba yo a imaginar que viajaba usted en este mismo tren!

-¿Y cómo va su salud?

-No va mal. Pero he perdido mi coche y no sé dar con él. Soy un idiota. Merezco que me den de palos.

Iván Alexievitch no está muy seguro sobre sus pies, y ríe constantemente. Luego añade:

-La vida es fecunda en sorpresas. Salí al andén con objeto de beber una copita de coñac; la bebí, y me acordé de que la estación siguiente está lejos, por lo cual era oportuno beberme otra copita. Mientras la apuraba sonó el tercer toque. Me puse a correr como un desesperado y salté al primer coche que encontré delante de mí. ¿Verdad que soy imbécil?

-Noto que está usted un poco alegre -dice Petro Petrovitch-. Quédese usted con nosotros; aquí tiene un sitio.

-No, no; voy en busca de mi coche. ¡Adiós!

-No sea usted tonto, no vaya a caerse al pasar de un vagón a otro; siéntese, y al llegar a la estación próxima buscará usted su coche.

Iván Alexievitch permanece indeciso; al fin suspira y toma asiento enfrente de Petro Petrovitch. Se halla agitado y se encuentra como sobre alfileres.

-¿Adónde va usted, Iván Alexievitch?

-Yo, al fin del mundo… Mi cabeza es una olla de grillos. Yo mismo ignoro adónde voy. El Destino me sonríe, y viajo… Querido amigo, ¿ha visto usted jamás algún idiota que sea feliz? Pues aquí, delante de usted, se halla el más feliz de estos mortales. ¿Nota usted algo extraordinario en mi cara?

-Noto solamente que está un poquito…

-Seguramente, la expresión de mi cara no vale nada en este momento. Lástima que no haya por ahí un espejo. Quisiera contemplarme. Palabra de honor, me convierto en un idiota. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Figúrese usted que en este momento hago mi viaje de boda. ¿Qué le parece?

-¿Cómo? ¿Usted se ha casado?

-Hoy mismo he contraído matrimonio. Terminada la ceremonia nupcial, me fui derecho al tren.

Todos los viajeros lo felicitan y le dirigen mil preguntas.

-¡Enhorabuena! -añade Petro Petrovitch-. Por eso está usted tan elegante.

-Naturalmente. Para que la ilusión fuese completa, hasta me perfumé. Me he dejado arrastrar. No tengo ideas ni preocupaciones. Sólo me domina un sentimiento de beatitud. Desde que vine al mundo, nunca me sentí feliz.

Iván Alexievitch cierra los ojos y mueve la cabeza. Luego prorrumpe:

-Soy feliz hasta lo absurdo. Ahora mismo entraré en mi coche. En un rincón del mismo está sentado un ser humano que se consagra a mí con toda su alma. ¡Querida mía! ¡Ángel mío! ¡Capullito mío! ¡Filoxera de mi alma! ¡Qué piececitos los suyos! Son tan menudos, tan diminutos, que resultan como alegóricos. Quisiera comérmelos. Usted no comprende estas cosas; usted es un materialista que lo analiza todo; son ustedes unos solterones a secas; al casarse, ya se acordarán de mí. Entonces se preguntarán: ¿Dónde está aquel Iván Alexievitch? Dentro de pocos minutos entraré en mi coche. Sé que ella me espera impaciente y que me acogerá con fruición, con una sonrisa encantadora. Me sentaré al lado suyo y le acariciaré el rostro…

Iván Alexievitch menea la cabeza y se ríe a carcajadas.

-Pondré mi frente en su hombro y pasaré mis brazos en torno de su talle. Todo estará tranquilo. Una luz poética nos alumbrará. En momentos semejantes habría que abrazar al universo entero. Petro Petrovitch, permítame que lo abrace.

-Como usted guste.

Los dos amigos se abrazan, en medio del regocijo de los presentes. El feliz recién casado prosigue:

-Y para mayor ilusión beberé un par de copitas más. Lo que ocurrirá entonces en mi cabeza y en mi pecho es imposible de explicar. Yo, que soy una persona débil e insignificante, en ocasiones tales me convierto en un ser sin límites; abarco el universo entero.

Los viajeros, al oír la charla del recién casado, cesan de dormitar. Iván Alexievitch se vuelve de un lado para otro, gesticula, ríe a carcajadas, y todos ríen con él. Su alegría es francamente comunicativa.

-Sobre todo, señor, no hay que analizar tanto. ¿Quieres beber? ¡Bebe! Inútil filosofar sobre si esto es sano o malsano. ¡Al diablo con las psicologías!

En esto, el conductor pasa.

-Amigo mío -le dice el recién casado-, cuando atraviese usted por el coche doscientos nueve verá una señora con sombrero gris, sobre el cual campea un pájaro blanco. Dígale que estoy aquí sin novedad.

-Perfectamente -contesta el conductor-. Lo que hay es que en este tren no se encuentra un vagón doscientos nueve, sino uno que lleva el número doscientos diecinueve.

-Lo mismo da que sea el doscientos nueve que el doscientos diecinueve. Anuncie usted a esa dama que su marido está sano y salvo.

Iván Alexievitch se coge la cabeza entre las manos y dice:

-Marido…, señora. ¿Desde cuándo?… Marido, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Mereces azotes… ¡Qué idiota!… Ella, ayer, todavía era una niña…

-En nuestro tiempo es extraordinario ver a un hombre feliz; más fácil parece ver a un elefante blanco.

-¿Pero quién tiene la culpa de eso? -replica Iván Alexievitch, extendiendo sus largos pies, calzados con botines puntiagudos-. Si alguien no es feliz, suya es la culpa. ¿No lo cree usted? El hombre es el creador de su propia felicidad. De nosotros depende el ser felices; mas no quieren serlo; ello está en sus manos, sin embargo. Testarudamente huyen de su felicidad.

-¿Y de qué manera? -exclaman en coro los demás.

-Muy sencillamente. La Naturaleza ha establecido que el hombre, en cierto período de su vida, ha de amar. Llegado este instante, debe amar con todas sus fuerzas. Pero ustedes no quieren obedecer a la ley de la Naturaleza. Siempre esperan alguna otra cosa. La ley afirma que todo ser normal ha de casarse. No hay felicidad sin casamiento. Una vez que la oportunidad sobreviene, ¡a casarse! ¿A qué vacilar? Ustedes, empero, no se casan. Siempre andan por caminos extraviados. Diré más todavía: la Sagrada Escritura dice que el vino alegra el corazón humano. ¿Quieres beber más? Con ir al buffet, el problema está resuelto. Y nada de filosofía. La sencillez es una gran virtud.

-Usted asegura que el hombre es el creador de su propia felicidad. ¿Qué diablos de creador es ése, si basta un dolor de muelas o una suegra mala para que toda su felicidad se precipite en el abismo? Todo es cuestión de azar. Si ahora nos ocurriera una catástrofe, ya hablaría usted de otro modo.

-¡Tonterías! Las catástrofes ocurren una vez al año. Yo no temo al azar. No vale la pena hablar de ello. Me parece que nos aproximamos a la estación…

-¿Adónde va usted? -interroga Petro Petrovitch-. ¿A Moscú, o más al Sur?

-¿Cómo, yendo hacia el Norte, podré dirigirme a Moscú, o más al Sur?

-El caso es que Moscú no se halla en el Norte.

-Ya lo sé. Pero ahora vamos a Petersburgo -dice Iván Alexievitch.

-No sea usted majadero. Adonde vamos es a Moscú.

-¿Cómo? ¿A Moscú? ¡Es extraordinario!

-¿Para dónde tomó usted el billete?

-Para Petersburgo.

-En tal caso lo felicito. Usted se equivocó de tren.

Transcurre medio minuto en silencio. El recién casado se levanta y mira a todos con ojos azorados.

-Sí, sí -explica Petro Petrovitch-. En Balagore usted cambió de tren. Después del coñac, usted cometió la ligereza de subir al tren que cruzaba con el suyo.

Iván Alexievitch se pone lívido y da muestras de gran agitación.

-¡Qué imbécil soy! ¡Qué indigno! ¡Que los demonios me lleven! ¿Qué he de hacer? En aquel tren está mi mujer, sola, mi pobre mujer, que me espera. ¡Qué animal soy!

El recién casado, que se había puesto en pie, se desploma sobre el asiento y se revuelve cual si le hubieran pisado un callo.

-¡Qué desgraciado soy! ¡Qué voy a hacer ahora!…

-Nada -dicen los pasajeros para tranquilizarlo-. Procure usted telegrafiar a su mujer en alguna estación, y de este modo la alcanzará usted.

-El tren rápido -dice el recién casado-. ¿Pero dónde tomaré el dinero, toda vez que es mi mujer quien lo lleva consigo?

Los pasajeros, riendo, hacen una colecta, y facilitan al hombre feliz los medios de continuar el viaje.

Un escándalo – Antón Chéjov

Macha Pavletskaya, una muchachita que acababa de terminar sus estudios en el Instituto y ejercía el cargo de institutriz en casa del señor Kuchkin, se dijo, al volver del paseo con los niños: «¿Qué habrá pasado aquí?» El criado que le abrió la puerta estaba colorado como un cangrejo y visiblemente alterado. Se oía en las habitaciones interiores un trajín insólito. «Acaso la señora -siguió pensando la muchacha- esté con uno de sus ataques o le haya armado un escándalo a su marido.»

En el pasillo se cruzó con dos doncellas, una de las cuales iba llorando. Ya cerca de su habitación vio salir de ella, presuroso, al señor Kuchkin, un hombrecillo calvo y marchito, aunque no muy viejo.

-¡Es terrible! ¡Qué falta de tacto! ¡Esto es estúpido, abominable, salvaje! -iba diciendo, con el rostro bermejo y los brazos en alto.

Y pasó, sin verla, por delante de Macha, que entró en su habitación.

Por primera vez en su vida la joven sintió ese bochorno que tanto conocen las gentes dedicadas a servir a los ricos. Se estaba efectuando un registro en su cuarto. El ama de la casa, Teodosia Vasilievna, una señora gruesa, de hombros anchos, cejas negras y espesas, manos rojas y boca un tanto bigotuda -una señora, en fin, con aspecto de cocinera-, colocaba apresuradamente dentro del cajón de la mesa carretes, retales, papeles…

Sorprendida por la aparición inesperada de la institutriz, se turbó, y balbuceó:

-Perdón…, he tropezado…, se ha caído todo esto… y estaba poniéndolo en su sitio.

Al ver la cara pálida, asombrada, de la muchacha, balbuceó algunas excusas más y se alejó, con un sonoro frufrú de sayas ricas.

Macha contemplaba el aposento, presa el alma de un terror vago y de una angustia dolorosa. ¿Qué buscaba el ama en su cajón? ¿Por qué el señor Kuchkin salía de allí tan alterado? ¿Por qué su mesa, sus libros, sus papeles, sus ropas, estaban en desorden?… Allí acababa, a todas luces, de efectuarse un registro en regla. Pero ¿con qué motivo?, ¿en busca de qué?…

La visible turbación del criado, el trajín que reinaba en la casa, el llanto de la doncella, se relacionaban, sin duda, con el registro. ¿Se le suponía, quizás, autora de algún delito?

Macha se puso aún más pálida de lo que estaba, las piernas le flaquearon y se sentó en un cesto de ropa blanca.

Entró una doncella.

-Lisa, ¿podría usted decirme por qué se ha hecho en mi habitación… un registro? -preguntó la institutriz.

-Se ha perdido un broche de la señora…, un broche que vale dos mil rublos…

-Bien; pero ¿por qué se ha registrado mi habitación?

-¡Se ha registrado todo, señorita! A mí me han registrado de pies a cabeza, aunque, se lo juro a usted, no he tocado en mi vida ese maldito broche. Incluso he procurado siempre acercarme lo menos posible al tocador de la señora.

-Sí, sí, bien…; pero no comprendo…

-Ya le digo a usted que han robado el broche. La señora nos ha registrado, con sus propias manos, a todos, hasta a Mijailc, el portero… ¡Es terrible! El señor parece muy disgustado; pero la deja hacer mangas y capirotes… Usted, señorita, no debe ponerse así. Como no han encontrado nada en su habitación, no tiene nada que temer. Usted no ha cogido la alhaja, ¿verdad?, pues no sea tonta y no se apure…

-Pero ¡es que clama al cielo -dijo Macha, ahogándose de cólera- lo humillante, lo ofensivo, lo bajo, lo vil del proceder de la señora! ¿Que derecho tiene ella a sospechar de mí y a registrar mi cuarto?

-Usted, señorita -suspiró Lisa-, depende de ella… Aunque es usted la institutriz, la considera al fin y al cabo -perdóneme usted- una criada… Usted come su pan, y ella se cree con derecho a todo y no se para en barras.

Macha se dejó caer en la cama y rompió a llorar amargamente. Nunca había sido humillada, insultada, ultrajada de tal manera. ¡Ella, una muchacha bien educada, sentimental, hija de un profesor, considerada autora posible de un robo y registrada como una vagabunda!

Al pensar en el sesgo que podía tomar el asunto, la institutriz se horrorizó. Si se le había podido suponer autora del robo, ¿quién le garantizaba que no se podía incluso detenerla?… Quizás la desnudaran, delante de todos, para ver si ocultaba la alhaja, y la llevaran a la cárcel, a través de las calles llenas de gente. ¿Quién iba a defenderla? Nadie. Sus padres vivían en un apartado rincón de provincias y su situación económica no les permitía emprender un viaje a la capital, donde ella no tenía parientes ni amigos y estaba como en un desierto. Podían, por lo tanto, hacer de ella lo que quisieran.

«Iré a ver a los jueces, a los abogados -se dijo, llorando- y lo explicaré todo; les juraré que soy inocente. Acabarán por convencerse de que no soy una ladrona.»

De pronto recordó que guardaba en el cesto de la ropa blanca algunas golosinas: fiel a sus costumbres de colegiala, solía meterse en el bolsillo, cuando estaba comiendo, algún pastelillo, algún melocotón, y llevárselos a su cuarto.

La idea de que el ama lo habría descubierto la hizo ponerse colorada y sentir como una ola cálida por todo el cuerpo. ¡Qué vergüenza! ¡Qué horror!

El corazón empezó a latirle con violencia y las fuerzas la abandonaron.

-¡La comida está servida! -le anunció la doncella-. La esperan a usted.

¿Debía ir a comer?… Se alisó el pelo, se pasó por la cara una toalla mojada y se dirigió al comedor.

Habían ya empezado a comer. A un extremo de la mesa se sentaba la señora Kuchkin, grave y reservada; al otro extremo su marido; a ambos lados los niños y algunos convidados. Servían dos criados, de frac y guante blanco. Reinaba el silencio. La desgracia de la señora ataba todas las lenguas. Sólo se oía el ruido de los platos.

El silencio fue interrumpido por el ama de la casa.

-¿Qué hay de tercer plato? -le preguntó con voz de mártir a un criado.

-Esturión a la rusa -contestó el sirviente.

-Lo he pedido yo, querida -se apresuró a decir el señor Kuchkin-. Hace mucho tiempo que no hemos comido pescado. Pero si no te gusta, diré que no lo sirvan… Yo creía…

A la señora no le gustaban los platos que no había ella pedido, y se sintió tan ofendida, que sus ojos se llenaron de lágrimas.

-¡Vamos, querida señora, cálmese! -le dijo el doctor Mamikov, que se sentaba junto a ella.

Su voz era suave, acariciadora, y su sonrisa, al dar su mano unos golpecitos sedativos en la de la dama, era no menos dulce.

-¡Vamos, querida señora! Tiene usted que cuidar esos nervios. ¡Olvide ese maldito broche! La salud vale más de dos mil rublos…

-No se trata de los dos mil rublos -dijo la dama con voz casi moribunda, secándose una lágrima-. Es el hecho lo que me subleva. ¡No puedo tolerar ladrones en mi casa! ¡No soy avara; pero no puedo permitir que me roben! ¡Qué ingratitud! ¡Así pagan mi bondad!

Todos los comensales tenían la cabeza baja y miraban al plato; pero a Macha le pareció que habían levantado la cabeza y la miraban a ella. Se le hizo un nudo en la garganta. Apresurándose a cubrirse la faz con el pañuelo, balbuceó:

-¡Perdón! No puedo más… Tengo una jaqueca horrorosa…

Se levantó con tanta precipitación que por poco tira la silla, y, en extremo confusa, salió del comedor.

-¡Qué enojoso es todo esto, Dios mío! -murmuró el señor Kuchkir-. No se ha debido registrar su cuarto… Ha sido un abuso…

-Yo no afirmo -replicó la señora- que sea ella quien ha robado el broche; pero ¿pondrías tú la mano en el fuego?… Yo confieso que estas… institutrices… me inspiran muy poca confianza.

-Sí, pero -contestó el amo de la casa con cierta timidez- ese registro…, ese registro…, perdóname, querida…, no creo que tuvieras, con arreglo a la ley, derecho a efectuarlo.

-Yo no sé de leyes. Lo que sé es que me han robado el broche, ¡y lo he de encontrar!

La dama dio un enérgico cuchillazo en el plato, y sus ojos lanzaron temerosos rayos de cólera.

-¡Y le ruego a usted -añadió dirigiéndose a su marido- que no se mezcle en mis asuntos!

El señor Kuchkin bajó los ojos y exhaló un suspiro.

Macha, cuando llegó a su cuarto, se dejó caer de nuevo en la cama. No sentía ya temor ni vergüenza; lo único que sentía era un deseo violento de volver al comedor y darle un par de bofetadas a aquella señora grosera, malévola, altiva, pagada de sí. ¡Oh, si ella pudiera comprar un broche costosísimo y tirárselo a la cara a la innoble mujer! ¡Oh, si la señora Kuchkin se arruinase y llegara a conocer todas las miserias y todas las humillaciones y se viera un día forzada a pedirle limosna! ¡Con qué placer se la daría ella, Macha Pavletskaya! ¡Oh, si ella heredase una gran fortuna! ¡Qué delicia pasar en un hermoso coche, con insolente estrépito, por delante de las ventanas de la señora Kuchkin!

Pero todo aquello era pura fantasía, sueños. Había que pensar en las cosas reales. Ella no podía continuar allí ni una hora. Era triste, en verdad, el perder la colocación y tener que volver a la casa paterna, tan pobre; pero era preciso. No podía ver a la señora, y el cuarto se le caía encima. Se ahogaba entre aquellas paredes. La señora Kuchkin, con sus enfermedades imaginarias y sus pujos de dama prócer, le inspiraba profunda repulsión. Sólo el oír su voz le crispaba los nervios. ¡Sí, había que marcharse en seguida de aquella casa!

Macha saltó del lecho y se puso a hacer el equipaje.

-¿Se puede? -preguntó detrás de la puerta la voz del señor Kuchkir.

-¡Adelante!

El amo entró y se detuvo a pocos pasos del umbral. Su mirada era turbia y brillaba su nariz roja. Se tambaleaban un poco. Tenía la costumbre de beber cerveza en abundancia después de comer.

-¿Qué hace usted? -preguntó, mirando las maletas abiertas.

-El equipaje para irme. No puedo continuar aquí. Ese registro ha sido para mí un insulto intolerable.

-Comprendo su indignación de usted…; pero hace usted mal en tomarlo tan por la tremenda. La cosa, al cabo, no es tan grave…

La muchacha no contestó y siguió entregada a sus preparativos.

El señor Kuchkin se retorció el bigote, la miró en silencio unos instantes y añadió:

-Comprendo su indignación, señorita; pero… hay que ser indulgente. Ya sabe usted que mi mujer es muy nerviosa y está un poco tocada… No se le debe juzgar demasiado severamente.

Macha siguió callada.

-Si usted se considera ofendida hasta tal punto, yo estoy dispuesto a pedirle perdón. ¡Perdón, señorita!

La institutriz no despegó los labios. Sabía que aquel hombre, casi siempre borracho, sin voluntad, sin energía, era un cero a la izquierda en la casa. Hasta la servidumbre lo trataba con muy poco respeto. Sus excusas no tenían valor alguno.

-¿No contesta usted? ¿No le basta que yo le pida perdón? Se lo pediré entonces en nombre de mi mujer… Como caballero, debo reconocer su falta de tacto…

El señor Kuchkin dio algunos pasos por el cuarto, suspiró y prosiguió:

-¿Quiere usted, pues, que la conciencia me remuerda toda la vida, señorita? ¿Quiere usted que yo sea el más desgraciado de los hombres?…

-Ya sé yo, Nicolás Sergueyevich -le contestó Macha, volviendo hacia él sus grandes ojos arrasados en lágrimas-, ya sé yo que no tiene usted la culpa. Puede usted tener la conciencia tranquila.

-Sí, pero… ¡Se lo ruego, no se vaya usted!

Macha movió negativamente la cabeza.

Nicolás Sergueyevich se detuvo junto a la ventana y se puso a tamborilear con los dedos en los cristales.

-¡Si supiera usted -dijo- lo bochornoso que es todo esto para mí! ¿Qué quiere usted? ¿Que le pida perdón de rodillas? Usted ha sido herida en su orgullo, en su amor propio; pero yo también tengo amor propio, y usted lo pisotea… ¿Me obligará usted a decirle una cosa que ni al confesor se la diría a la hora de mi muerte?

Macha no contestó.

-Bueno; ya que se empeña usted, se lo diré todo. ¡Soy yo quien ha robado el broche de mi mujer!… ¿Está usted contenta?… Yo he sido, yo… Naturalmente, cuento con su discreción de usted, y espero que no se lo dirá a nadie… Ni una palabra, ni la menor alusión, ¿eh?

Macha, estupefacta, aterrada, seguía haciendo el equipaje. Con mano nerviosa echaba a la maleta su ropa blanca, sus vestidos. La pasmosa confesión del señor Kuchkin aumentaba su prisa de irse. ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo entre aquella gente?

-¿Está usted asombrada? -preguntó, tras un corto silencio, Nicolás Sergueyevich. ¡Es una historia muy sencilla, una historia vulgar! Yo necesito dinero y mi mujer no me lo da. Esta casa y cuanto hay en ella eran de mi padre. Todo esto es mío. Mío es también el broche. Lo heredé de mi madre. Y, sin embargo, ya ve usted, mi mujer lo ha acaparado todo, se ha apoderado de todo… Comprenderá usted que no voy a llevar el asunto a los tribunales… Le ruego, señorita, que no me juzgue con demasiada severidad. Perdóneme y quédese. Comprender es perdonar… ¿Se queda usted?

-¡No! -contestó con voz firme y resuelta la muchacha, llena de indignación-. ¡Le ruego que me deje en paz!

-¡Qué vamos a hacerle! -suspiró el borrachín, sentándose junto a la maleta-. Me place que haya aún quien se indigne, quien se ofenda, quien defienda su honor… No me cansaría nunca de admirar ese gesto de indignación… ¿No quiere usted, pues, seguir aquí?… Lo comprendo… ¡Quién estuviera en su lugar!… Usted se irá, y yo…, ¡yo no podré nunca dejar esta casa! Hubiera podido retirarme al campo, a alguna de las fincas que heredé de mi padre; pero mi mujer ha colocado en ellas de administradores, de agrónomos y de capataces a una taifa de bribones, ¡el diablo se los lleve!, que me hubieran hecho la vida imposible…

-¡Nicolás Sergueyevich! -gritó por el pasillo la señora Kuchkin-. ¿Dónde se ha metido?

-¿Conque no quiere usted quedarse? -preguntó el amo, levantándose y dirigiéndose a la puerta-. Lo mejor sería que se quedase… Yo vendría todas las noches a charlar un rato con usted… Si se va usted seré aún más desgraciado. Usted es en la casa la única persona que tiene cara humana. ¡Es terrible!

Y miraba a la institutriz con ojos suplicantes; pero ella movió negativamente la cabeza. El señor Kuchkin salió del aposento, pintada en el rostro la desesperación.

Media hora después Macha Pavletskaya se disponía a tomar el tren.

Exageró la nota – Antón Chéjov

La finca a la cual se dirigía para efectuar el deslinde distaba unos treinta o cuarenta kilómetros, que el agrimensor Gleb Smirnov Gravrilovich tenía que recorrer a caballo. Se había apeado en la estación de Grilushki.

(Si el cochero está sobrio y los caballos son de buena pasta, pueden calcularse unos treinta kilómetros; pero si el cochero se ha tomado cuatro copas y los caballos están fatigados, hay que calcular unos cincuenta.)

-Oiga, señor gendarme, ¿podría decirme dónde puedo encontrar caballos de posta? -le preguntó el agrimensor al gendarme de servicio en la estación.

-¿Cómo dice? ¿Caballos de posta? Aquí no hay un perro decente en cien kilómetros a la redonda. ¿Cómo quiere que haya caballos? ¿Tiene usted que ir muy lejos?

-A la finca del general Jojotov, en Devkino.

-Intente en el patio, al otro lado de la estación -dijo el gendarme, bostezando-. A veces hay campesinos que admiten pasajeros.

El agrimensor dio un suspiro y, malhumorado, pasó al otro lado de la estación. Tras muchas discusiones y regateos, se puso de acuerdo con un campesino alto y recio, de rostro sombrío, picado de viruelas, embutido en un chaquetón roto y calzado con unas botas de abedul.

-Vaya un carro -gruñó el agrimensor al subir al destartalado vehículo-. No se sabe dónde está la parte delantera ni la parte trasera…

-Nada más fácil -replicó el campesino-. Donde el caballo tiene la cola es la parte de adelante y donde está sentado su señoría es la parte de atrás.

El caballo era joven, aunque muy flaco, abierto de patas y de orejas caídas. Cuando el campesino, alzándose sobre su asiento, lo azotó con el látigo, el caballo se limitó a sacudir la cabeza; al segundo azote, acompañado de una blasfemia, el carro rechinó y empezó a temblar como si tuviera fiebre. Después del tercer azote, el carro se tambaleó; después del cuarto, se puso en marcha.

-¿Crees que llegaremos a este paso? -preguntó el agrimensor, dolorido por las fuertes sacudidas y maravillado de la habilidad que muestran los carreteros rusos para combinar la marcha a paso de tortuga con sacudidas capaces de arrancarle a uno el alma del cuerpo.

-¡Desde luego! -respondió el carretero, en tono tranquilizador-. El caballo es joven y animoso… Cuando se pone en marcha, no hay modo de detenerlo. ¡Arre-e-e, maldi-i-i-to!

Cuando el carro salió del patio de la estación empezaba a oscurecer. A la derecha del agrimensor se extendía una llanura interminable, oscura y helada. Probablemente conducía al lugar donde Cristo dio las tres voces… En el horizonte, donde la llanura se confundía con el cielo, se extinguía perezosamente el frío crepúsculo de aquella tarde otoñal. A la izquierda del camino, en la oscuridad, se divisaban unos montones que lo mismo podían ser pilas de heno del año anterior que casas rurales. El agrimensor no veía lo que había delante, pues en aquella dirección su campo visual quedaba tapado por la ancha espalda del carretero. La calma era absoluta. El frío, intensísimo. Helaba.

«¡Qué parajes más solitarios! -pensaba el agrimensor, mientras trataba de taparse las orejas con el cuello del abrigo-. Ni un solo árbol, ni una sola casa… Si por desgracia te asaltan, nadie se entera de ello, aunque dispares un cañonazo. Y el cochero no tiene un aspecto muy tranquilizador que digamos… ¡Vaya espaldas! Un tipo así te pega un trompazo y sacas el hígado por la boca. Y su cara es de lo más sospechosa…»

-Oye, amigo -le preguntó al cochero-. ¿Cómo te llamas?

-¿A mí me hablas? Me llamo Klim.

-Dime, Klim, ¿qué tal andan las cosas por aquí? ¿No hay peligro? ¿No hay quienes hagan bromas pesadas?

-No, gracias a Dios. ¿Quién va a gastar bromas en un lugar como éste?

-Me alegro de que no tengan esas aficiones. Pero, por si acaso, voy armado con tres revólveres -mintió el agrimensor-. Y, con un revólver en la mano, el que quiera buscarme las pulgas está arreglado: puedo enfrentarme con diez bandidos, ¿sabes?

La oscuridad era cada vez más intensa. De pronto el carro emitió un quejido, rechinó, tembló y dobló hacia la izquierda, como si lo hiciera de mala gana.

«¿A dónde me lleva este sinvergüenza? -pensó el agrimensor-. Íbamos en línea recta y ahora, de repente, tuerce hacia la izquierda. Sabe Dios… quizás a alguna cueva de bandoleros… y… no sería el primer caso…»

-Escucha -le dijo al campesino-. ¿De veras no son peligrosos estos parajes? ¡Qué lástima! Con lo que a mí me gusta verme las caras con los bandidos… Aquí donde me ves, con mi aspecto flaco y enfermizo, tengo la fuerza de un toro… En cierta ocasión me atacaron unos bandidos. Pues bien, lo sacudí a uno de tal modo, que ahí quedó, ¿entiendes? Y los otros, gracias a mí, fueron enviados a Siberia condenados a trabajos forzados. Ni yo mismo sé de dónde saco tanta fuerza… Tomo con una mano a un hombrón como tú… y lo volteo.

Klim miró de reojo al agrimensor, parpadeó y arreó al caballo.

-Sí, amigo -continuó el agrimensor-. Pobre del que se meta conmigo. Le arranco los brazos, las piernas y, de postre, el bandido tiene que vérselas luego con los tribunales. Todos los jefes de policía y todos los jueces me conocen. Soy un funcionario del Estado, un personaje… La Superioridad sabe que hago este viaje… y está pendiente de que nadie se meta conmigo. A lo largo del camino, detrás de los arbustos, hay soldados apostados y gendarmes apostados. ¡Para! ¡Para! -bramó súbitamente-. ¿Dónde te has metido? ¿Adónde me llevas?

-¿No tiene usted ojos? ¡Al bosque!

«Es cierto, al bosque -pensó el agrimensor-. ¡Me había asustado! Pero no me conviene que este hombre se dé cuenta de mi preocupación… Ya ha notado que tengo miedo. ¿Por qué se vuelve a mirarme tantas veces? Seguro que está tramando algo… Antes avanzaba a paso de tortuga y ahora vuela.»

-Oye, Klim, ¿por qué arreas de ese modo al caballo?

-No le he dicho nada. Se ha puesto a galopar por iniciativa suya. Cuando echa a correr, no hay modo de detenerlo… Con esas patas que tiene…

-¡Mientes, amigo! ¡Mientes! Y te aconsejo que no corras tanto. Frena un poco al caballo. ¿Me oyes? ¡Frénalo!

-¿Por qué?

-Porque… porque detrás de mí debían salir otros cuatro camaradas de la estación. Tienen que alcanzarnos… Prometieron alcanzarme en este bosque… El viaje será más entretenido con ellos… Son gente sana, fuerte… los cuatro llevan pistola… ¿Por qué te vuelves tantas veces y te agitas como si tuvieras agujas en el asiento? ¿Eh? ¡Cuidado, amigo! ¿Tengo monos en la cara? Lo único que tengo interesante son mis revólveres… Espera, voy a sacarlos y te los enseñaré… Espera…

El agrimensor fingió rebuscar en sus bolsillos; pero en aquel instante sucedió lo que nunca se hubiera imaginado, a pesar de toda su cobardía; de repente, Klim se lanzó fuera del carro y se dirigió a cuatro patas hacia la espesura del bosque lindante.

-¡Socorro! -empezó a gritar-. ¡Socorro! ¡Llévate el caballo y la carreta, maldito, pero no me condenes el alma! ¡Socorro!

Se oyeron pasos veloces que se alejaban, crujidos de ramas al quebrarse, y luego reinó el silencio. Lo primero que hizo el agrimensor, que jamás se esperaba aquella salida, fue detener el caballo. Luego se acomodó lo mejor que pudo en el carro y empezó a pensar.

«El muy imbécil ha huido, se ha asustado… Bueno, ¿y qué hago yo ahora? No puedo seguir adelante, porque no conozco el camino, y, además, podrían creer que he robado el caballo… ¿Qué hago?»

-¡Klim! ¡Klim!

-¡Klim! -le respondió el eco.

La simple idea de tener que pasar la noche en aquel oscuro bosque, al aire libre, sin más compañía que los aullidos de los lobos, el eco y los relinchos del caballo le ponían la carne de gallina.

-¡Klimito! -empezó a gritar-. ¡Querido! ¿Dónde estás, Klim?

El agrimensor se pasó unas dos horas gritando, y ya se había quedado ronco, se había hecho ya a la idea de pasar la noche en el bosque, cuando una débil ráfaga de viento llevó hasta sus oídos un lamento.

-¡Klim! ¿Eres tú, querido? ¡Acércate!

-¿No… no me matarás?

-Sólo he querido gastarte una broma, querido. ¡Te lo juro! ¡No llevo ningún revólver, créeme! ¡Te he mentido por miedo! ¡Vámonos, por favor! ¡Me estoy helando!

Klim comprendió que si el agrimensor hubiera sido un bandido, como había temido, se habría marchado con el caballo y el carro sin esperar a más. Salió de su escondrijo y se dirigió hacia el vehículo con paso vacilante.

-¡Vamos! -exclamó el agrimensor-. ¡Sube! Te he gastado una broma inocente y te has asustado como un niño.

-¡Dios te perdone! -gruñó Klim, subiendo a la carreta-. Si llego a imaginármelo, no te hubiera llevado ni por cien rublos de plata. Por poco me muero de miedo…

Klim azotó el caballo. El carro tembló. Klim azotó al animal por segunda vez y el vehículo se tambaleó. Después del cuarto azote, cuando el carro se puso en marcha, el agrimensor se tapó las orejas con el cuello del abrigo y se quedó pensativo. Ni el camino ni Klim le parecían ya peligrosos.

Cirugía – Antón Chéjov

Estamos en un hospital del Zemstvo. A falta de doctor, que se ausentó para contraer matrimonio, recibe a los enfermos el practicante Kuriatin. Es un hombre grueso que ronda los cuarenta; viste una raída chaqueta de seda cruda y pantalones usados de lana. En su rostro se refleja el sentimiento de que cumple su deber y se encuentra satisfecho. Con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda sostiene un cigarro que despide un humo pestilente.

En la sala de visitas entra el sacristán Vonmiglásov. Es un viejo alto y robusto, que viste una sotana pardusca ceñida con un ancho cinturón de cuero. El ojo derecho, atacado de cataratas, lo tiene medio cerrado; en la nariz ostenta una verruga que de lejos se asemeja a una mosca grande. En un primer momento el sacristán busca con los ojos el icono y, al no encontrarlo, se persigna ante una bombona que contiene una disolución de ácido fénico; luego saca un trozo de pan bendito, que traía envuelto en un pañuelo rojo, y, haciendo una inclinación, lo coloca ante el practicante.

-Ah… Mis respetos -bosteza el practicante-. ¿Qué le trae por aquí?

-Le deseo un buen domingo, Serguei Kuzmich… Tengo necesidad de sus servicios… Con razón se dice, y usted me perdonará, en el Salterio: «Mi bebida está mezclada con lágrimas.» El otro día me disponía con mi vieja a tomar el té y no pude ni probarlo, ni tomar un bocado; era como para morirse… Tomé un sorbo y sentí un dolor horrible en una muela y en toda esta parte… ¡Qué dolor, Dios mío! En el oído, perdóneme, parecía como si me hubieran metido un clavo u otro objeto. ¡Qué punzadas, qué punzadas! He pecado, no observé la ley… Mi alma se ha endurecido con vergonzosos pecados, he pasado la vida en la pereza… ¡Por mis pecados, Serguei Kuzmich, por mis pecados! El reverendo padre, después de los oficios litúrgicos, me lo echa en cara; «Tartamudeas, Efim, tu voz es gangosa. No hay manera de entender nada cuando cantas.» Pero ¿cómo quiere que cante, si me es imposible abrir la boca, tengo el carrillo hinchado y no he podido pegar ojo en toda la noche?

-Ya veo… Siéntese… Abra la boca.

Vonmiglásov se sienta y abre la boca. Kuriatin arruga el ceño, mira y, entre las muelas que el tabaco y el tiempo han puesto amarillas, ve una adornada con un resplandeciente agujero.

-El padre diácono me aconsejó que me aplicara vodka con rábano, pero esto no me ha proporcionado ningún alivio. Glikeria Anísimovna, que Dios le conceda salud, me dio un hilo traído del monte Athos para que lo llevara atado al brazo y me dijo que hiciera buches de leche tibia. El hilo me lo puse, pero lo de la leche no lo cumplí: temo a Dios, estamos en Cuaresma…

-Es un prejuicio… -Pausa-. Hay que extraerla, Efim Mijéich.

-Usted sabrá, Serguei Kuzmich. Para eso estudió, para comprender estas cosas tal como son, lo que hay que extraer y lo que se puede remediar con gotas o algo por el estilo… Para eso está aquí, que Dios le dé salud, para que recemos por usted día y noche… como si fuera nuestro propio padre… hasta el fin de nuestros días…

-Tonterías… -replica el practicante en un rasgo de modestia, mientras busca en el armario del instrumental-. La cirugía es una cosa muy sencilla… todo es cuestión de práctica y de buen pulso… En un instante acaba uno… El otro día, lo mismo que usted, vino el propietario Alexandr Ivánich Eguípetski… También con una muela… Es un hombre culto, todo lo pregunta, quiere saber el porqué y el cómo. Me estrechó la mano, me llamó por el nombre y el patronímico… Vivió siete años en Petersburgo y conoce allí a todos los profesores… Estuvo un buen rato conmigo… «Por nuestro Señor Jesucristo», me suplicaba, «extráigamela, Serguei Kuzmich.» ¿Por qué no hacerlo? Se la podía extraer. Lo único que hace falta es comprender las cosas… Hay muelas y muelas. Unas se sacan con fórceps, otras con el pie de cabra, otras con la llave… Según los casos.

El practicante toma el pie de cabra, lo mira interrogativamente, luego lo deja y coge los fórceps.

-A ver, abra más la boca… -dice, acercándose al sacristán con los fórceps-. Ahora mismo… Es cosa de un momento… Tendré que hacerle una incisión en la encía… efectuar la tracción según el eje vertical… y eso es todo… -Hace la incisión-. Y eso es todo…

-Usted es nuestro protector… Nosotros, estúpidos, somos unos ignorantes, pero a usted lo iluminó el Señor…

-No hable con la boca abierta… Esta muela es fácil de extraer, a veces uno no encuentra más que raigones… Pero ésta es cosa de nada… -aplica los fórceps-. Quieto, no se mueva… En un abrir y cerrar de ojos… -Efectúa la tracción-. Lo principal es agarrarla lo más hondo posible -Tira… -Para que la corona no se rompa…

-Padre nuestro… Virgen Santísima… Ay…

-Así no… así no… ¿A ver? ¡No me agarre! ¡Suélteme! -Tira-. Ahora… Así, así… La cosa no es tan fácil…

-¡Santos padres!… -grita-. ¡Ángeles del cielo! ¡Ay, ay! ¡Pero tira ya, tira! ¿Te vas a pasar cinco años para arrancarla?

-Esto de la cirugía… De un golpe no es posible… Ahora, ahora…

Vonmiglásov levanta las rodillas hasta la altura de los codos, mueve los dedos, los ojos se le desorbitan, respira fatigosamente… Su cara, congestionada, se cubre de sudor, los ojos se le llenan de lágrimas. Kuriatin resopla, se mueve ante el sacristán y sigue tirando… Transcurre medio minuto horroroso y los fórceps se escurren de la muela. El sacristán se pone en pie de un salto y se mete los dedos en la boca. La muela sigue en su sitio.

-¡Vaya manera de tirar! -dice con voz llorosa y, al mismo tiempo, burlona-. ¡Ojalá tiren así de ti en el otro mundo! ¡Muchísimas gracias! ¡Si no sabes sacar muelas, no te metas a hacerlo! No veo ni la luz…

-¿Y tú por qué me agarrabas de ese modo? -se irrita el practicante-. Cuando yo tiraba, me empujabas en el brazo y no cesabas de decir estupideces… ¡Imbécil!

-¡El imbécil serás tú!

-¿Crees, mujik, que es fácil extraer una muela? ¡A ver, prueba tú! ¡No es como subir a la torre de la iglesia y repicar las campanas! -Remedándole-. «¡No sabes, no sabes!» ¿Quién eres tú para decirlo? Al señor Eguípetski, Alexandr Ivánich, le extraje una muela y no protestó para nada… Es un hombre mucho más distinguido que tú; no me agarraba… ¡Siéntate! ¡Te digo que te sientes!

-No veo nada… Espera a que recobre el aliento… ¡Oh!

Se sienta.

-Pero no te entretengas tanto, tira fuerte. No te entretengas y tira… ¡De una vez!

-No me des lecciones. ¡Señor, qué gente más ignorante! Es para volverse loco… Abre la boca… -Aplica los fórceps-. La cirugía, hermano, no es una broma… No es lo mismo que cantar en el coro… -Hace la tracción-. No te muevas. Se ve que la muela es vieja; las raíces son muy hondas… -Tira-. No te muevas… Así… así… No te muevas… Ahora, ahora… -Se oye un crujido-. ¡Ya lo sabía!

Vonmiglásov permanece unos instantes inmóvil, como si hubiera perdido el conocimiento. Está aturdido… Sus ojos miran estúpidamente al espacio y su pálida cara está bañada en sudor.

-Si hubiera usado el pie de cabra… -balbucea el practicante-. ¡Buena la hemos hecho!

Volviendo en sí, el sacristán se mete los dedos en la boca y en el sitio de la muela enferma encuentra dos salientes.

-Diablo sarnoso… -gruñe- ¡Te han puesto aquí para nuestra desgracia!

-Todavía vienes con insultos… -protesta el practicante, colocando los fórceps en el armario-. Eres un ignorante… En el seminario no te zurraron bastante… El señor Eguípetski, Alexandr Ivánich, vivió siete años en Petersburgo… es un hombre culto… lleva trajes de cien rublos… y no me insultó… ¿Y tú, qué gallinácea eres? ¡No te pasará nada, no te morirás por eso!

El sacristán coge el pan bendito de la mesa y, con la mano en la mejilla, se va por donde había venido…

La tristeza – Antón Chéjov

La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.

El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.

Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.

Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.

– ¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!

Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.

– ¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?

Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.

– ¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!

– ¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!

Siguen oyéndose los juramenitos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo.

– ¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice con tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!

Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.

El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:

– ¿Qué hay?

Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:

– Ya ve usted, señor… He perdido a mi hijo… Murió la semana pasada…

– ¿De veras?… ¿Y de qué murió?

Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:

– No lo sé… De una de tantas enfermedades… Ha estado tres meses en el hospital y a la postre… Dios que lo ha querido.

– ¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!

– ¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!

Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.

Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.

Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.

Una hora, dos… ¡Nadie! ¡Ni un cliente!

Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.

– ¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!

Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.

Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.

– ¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo…

– ¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro…

– ¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.

– Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.

– ¡Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.

– ¡Palabra de honor!

– ¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.

Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atipladamente.

– ¡Ji, ji, ji!… ¡Qué buen humor!

– ¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!

Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:

– Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada…

– ¡Todos nos hemos de morir!-contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.

– Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.

– ¿Oye, viejo, estás enfermo?-grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.

Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.

– ¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!

– Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.

– ¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie… Sólo me espera la sepultura… Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.

Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:

– ¡Por fin, hemos llegado!

Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.

Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.

Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero.

Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.

– ¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.

– Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.

Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.

Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.

– No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.

El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.

Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.

Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.

En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.

– ¿Quieres beber? -le pregunta Yona.

– Sí.

– Aquí tienes agua… He perdido a mi hijo… ¿Lo sabías?… La semana pasada, en el hospital… ¡Qué desgracia!

Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.

Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro… Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.

Yona decide ir a ver a su caballo.

Se viste y sale a la cuadra.

El caballo, inmóvil, come heno.

– ¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno… Soy ya demasiado viejo para ganar mucho… A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto…

Tras una corta pausa, Yona continúa:

– Sí, amigo…, ha muerto… ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera… Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?…

El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.

Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.