En los baños públicos – Antón Chéjov

I

-¡Oye, tú…, quien seas! -gritó un señor gordo, de blancas carnes, al divisar entre la bruma a un hombre alto y escuálido, con una barbita delgada y una cruz de cobre sobre el pecho-. ¡Dame más vaho!

-Yo no soy bañero, señoría… Soy el barbero. La cuestión del vaho no es de mi incumbencia. ¿Desea, en cambio, que le ponga unas ventosas…?

El señor gordo acarició sus muslos amoratados y después de pensar un poco contestó:

-¿Ventosas?… Bueno, ¿por qué no?… Pónmelas. No tengo prisa.

El barbero corrió a la habitación de al lado en busca de los aparatos, y unos cinco minutos después, sobre el pecho y la espalda del señor gordo proyectaban su sombra diez ventosas.

-Lo he reconocido, señoría… -empezó a decir el barbero, mientras aplicaba la undécima ventosa-. El sábado pasado se sirvió usted venir a bañarse aquí y me acuerdo de que le corté los callos. Soy Mijailo, el barbero… ¿No lo recuerda?… Aquel día me preguntó usted algo sobre las novias…

-¡Ah, sí!… ¿Y qué hay?

-Nada… Ahora estoy haciendo ejercicios espirituales y no quiero criticar porque es pecado, pero no puedo menos de decir a su señoría (y que Dios me perdone por mis censuras) que las novias de ahora son muy ligeras y carecen de reflexión… Antes, las novias aspiraban a casarse con un hombre serio, formal…, que tuviera un capitalito, que supiera hablar de todo y no se olvidara de la religión…, pero las de ahora…, ¡la instrucción es lo único que les interesa! No les des más que un hombre instruido…; de un comerciante o de un funcionario no quieren ni oír hablar… ¡Se ríen de ellos!… ¡Claro que la instrucción!… Un hombre instruido puede alcanzar un puesto muy elevado, mientras que otro que no lo es no pasa toda su vida de escribiente y cuando se muere no deja ni siquiera para el entierro… ¡De esos hay muchos!… Por aquí suele venir uno de esos instruidos…, uno de Correos… Es un hombre que sabe de todo, hasta redactar telegramas…, pero no tiene ni para lavarse con jabón. ¡Da pena verlo!

-¡Pobre, pero honrado! -dijo una voz de bajo, ronca, que venía de la tabla de arriba-. ¡Hombres así deben ser nuestro orgullo! ¡La instrucción, cuando va unida a la pobreza, es testimonio de elevadas cualidades del alma!… ¡Mal educado…!

Mijailo miró de soslayo a la tabla de arriba.

Allí, golpeándose la frente con unos vergajos, estaba sentado un hombre escuálido y huesudo…, sólo compuesto, al parecer, de piel y de costillas. El largo pelo colgante que le cubría no permitía ver su cara, distinguiéndose tan sólo dos ojos llenos de desprecio y malignidad que miraban fijamente a Mijailo.

-Es uno de esos que se dejan el pelo largo… -dijo Mijailo haciendo un guiño significativo-. De esa gente que llaman…, de ideas… ¡Cuántos de esos hay ahora! No se les puede cazar a todos. La conversación cristiana les repugna tanto como a las fuerzas maléficas el incienso… ¿Le oye usted defender la instrucción?… ¡Estos son los que gustan a las novias de ahora! ¡Estos precisamente, señoría!… ¡Da asco!… Figúrese que este otoño me manda a llamar la hija de un pope y me dice: «Búscame, Michel… (en las casas suelen llamarme Michel…, como rizo el pelo a las señoras…), búscame -dice- un novio. Pero que sea escritor». Por suerte, en aquel momento sabía yo de uno. Solía éste frecuentar la taberna de Porfirii Emejianovich, a quien acostumbraba amenazar con hablar de él en el periódico. Cuando se le acercaba el mozo a cobrarle el vodka que se había bebido, le pegaba una bofetada y se ponía a gritar: «¿Cómo?… ¿Pedirme a mí que pague?… ¿No sabes acaso quién soy yo? ¿Ignoras que puedo perderte hablando de ti en el periódico?…» Era pequeñito y solía ir muy andrajoso… Yo lo atraje hablándole del dinero del pope, le enseñé un retrato de la señorita, le alquilé un traje…, ¡pero a la señorita no le gustó! «¡No tiene la cara bastante melancólica!», me dijo. Ella era la primera que no sabía qué diablo quería.

-¡Eso es una calumnia a la Prensa! -se oyó decir desde la misma tabla a la ronca voz de bajo-. ¡Y tú; una porquería!

-¿Porquería yo?… ¡Hum!… ¡Tiene usted la suerte, caballero, de que esta semana esté haciendo ejercicios espirituales!… ¡De no haber sido así, le hubiera dicho que porquería es una palabra!… Según eso, ¿también es usted escritor?

-Sea o no sea escritor, ¿con qué derecho hablas de lo que no entiendes? ¡Ha habido muchos escritores en Rusia y varios de ellos fueron de gran utilidad para su país, por lo que nuestro deber es honrarlos y no hablar mal de ellos! Con esto me refiero lo mismo a los escritores profanos que a los religiosos.

-¡Los religiosos no se ocupan de tales asuntos!

-¡Eso no lo puedes comprender tú…, ignorante!… ¡Dmitrii Rostovskii, Innokentii Jersonskii, Filaret Moscovskii y demás hombres de la iglesia, contribuyeron con sus creaciones a la formación de la cultura!

Mijailo miró de reojo a su adversario y movió la cabeza.

-Este me está resultando demasiado… -murmuro rascándose la nuca-, demasiado inteligente… ¡Por algo lleva esos pelos!… ¡Por algo!… Lo comprendemos perfectamente -dijo en voz alta-, y ahora mismo vamos a demostrarle que sabemos la clase de persona que es. (Quédese un ratito con las ventosas, señoría, que yo en seguida vuelvo. Voy a decir solamente…)

Y Mijailo, acomodándose al andar los mojados pantalones y chapoteando con los pies descalzos, pasó a la habitación de al lado.

-Escucha… Ahora saldrá del baño uno de esos de pelo largo… -dijo dirigiéndose al joven que vendía el jabón-. Vigílalo… Es de esos que van sembrando la confusión entre la gente… De esos que andan a vueltas con las ideas… Habría que ir a buscar a Nazar Zajarevich…

-Debes decírselo a los muchachos.

Mijailo se dirigió a los muchachos encargados del guardarropa y les dijo en voz baja:

-Ahora va a salir uno de pelo largo… De esos que van sembrando la confusión entre la gente. Hay que vigilarlo e ir corriendo a avisar al ama y que mande a buscar a Nazar Zajarevich para que levante acta… ¡Dice unas cosas!… ¡Tiene unas ideas…!

-¿Cuál de pelo largo? -preguntan inquietos los muchachos-. Aquí no se ha quitado la ropa nadie de esas señas. En total se la han quitado seis. Dos tártaros, un caballero, dos comerciantes, un diácono… y nadie más. ¿A ver si es que has tomado al padre diácono por uno de esos de pelo largo de que hablas…?

-¡Diablo, qué cosas se les ocurren! ¡Sé lo que digo!

Mijailo examinó la vestimenta del diácono, palpó su traje y se encogió de hombros… Una expresión de profundo asombro se deslizó por su rostro.

-¿Cómo es?

-Delgadito…, rubio…, con una barbita… está constantemente tosiendo.

-¡Hum!… -murmuró Mijailo-. ¡Entonces…, eso quiere decir que he ofendido a una persona del clero!… ¡Dios mío!… ¡Qué pecado! ¡Qué pecado!… ¡Yo, que estoy haciendo ejercicios espirituales, hermanos!…, ¿cómo voy a poder confesarme después de haber ofendido a una persona del clero?… ¡Perdona, Dios mío, al pecador!… ¡Corro a pedirle perdón…!

Y Mijailo, rascándose la nuca y con rostro afligido, se dirigió a los baños. Ya no estaba el diácono en la tabla de arriba, sino abajo, junto a los grifos y llenando de agua un barreño.

-¡Padre diácono! -le dijo Mijailo con voz llorosa-. ¡Perdone a este pecador, por el amor de Dios!

-¿Qué tengo que perdonarle?

Mijailo suspiró profundamente; se arrodilló ante el diácono e inclinándose hasta el suelo dijo:

-¡Haber pensado que en su cabeza había ideas…!

II

-Me asombra que su hija…, dada su belleza y su buena conducta… no se haya casado todavía -dijo Nicodim Egorich mientras subía a la tabla de arriba.

Nicodim Egorich Potichkin estaba desnudo como cualquier hombre desnudo, pero llevaba puesto un gorro sobre su cabeza calva. Tenía miedo a la congestión cerebral y al ataque de apoplejía, por lo que tomaba siempre su baño de vapor con su gorro encima de la cabeza. Su compañero Macar Tarasich Peschkin, viejecillo de piernas delgaduchas y azuladas, al escuchar esta pregunta se encogió de hombros y dijo:

-No se ha casado porque Dios no me ha dotado de suficiente carácter. Soy demasiado tímido, Nicodim Egorich, y ahora no sirve de nada la timidez. Los novios de ahora son feroces y hay que tratarlos con procedimientos adecuados.

-¿Cómo feroces?… ¿Desde qué punto de vista…?

-¡Muy consentidos!… Hay que emplear con ellos la severidad, Nicodim Egorich… No andar con contemplaciones y, si es necesario, pegarles unas cuantas bofetadas y acudir a la Policía… ¡Eso es lo que hay que hacer!… Son gente inútil…, sin ningún valor…

Los dos amigos se tumbaron el uno al lado del otro sobre la tabla y empezaron a darse golpes con los vergajos.

-Sin ningún valor… -prosiguió Macar Tarasich-. A mí me han hecho sufrir bastante…, ¡canallas!… Si mi carácter fuera más firme…, hace tiempo que mi Dascha estaría casada y tendría una porción de niños… ¡Eso es!… A decir verdad, ahora, en el campo femenino, señor mío, hay un cincuenta por ciento de solteronas… ¡Y observe bien, Nicodim Egorich…, que todas estas mozas tuvieron novios en su juventud!… ¿Por qué no se casaron?… ¿Cuál fue la causa?… No se casaron porque los padres no supieron retener al novio y lo dejaron escapar.

-Exacto.

-El hombre de hoy en día está muy consentido…, es necio y despreocupado. Todo lo quiere gratis y con ventaja. Le das lo que se le antoja y encima te pide dinero… Cuando se casa calcula: «Si me caso, tendré dinero.» ¡Lo de menos es que coma, que zampe y que acepte mi dinero…, pero que haga siquiera la merced de casarse con la criatura!… Porque a veces, además de que te cuesta el dinero, acabas sufriendo y llorando. Los hay que hacen la corte a la muchacha y que cuando llegan al punto decisivo, esto es, al momento de ir a la iglesia, se vuelven atrás y se ponen a hacer la corte a otra. ¡Desde luego, el noviazgo es muy agradable!… ¡encantador!… Le dan a uno de comer, de beber, le prestan lo que necesita… Por eso el novio sigue así hasta la vejez, y cuando le llega la muerte ya no le hace falta casarse. Algunos están calvos, tienen el pelo blanco y se les doblan las rodillas…, ¡pero siguen de novios!… Hay otros que no se casan por pura estupidez. Un hombre tonto no sabe él mismo lo que quiere, y por eso tan pronto le parece mal una cosa como otra. Frecuenta las casas…, hace el amor… y de pronto, sin que se sepa por qué, sale diciendo: «No puedo casarme. No me da la gana casarme.» Como ejemplo puedo citarle al señor Catavasov, el primer novio de Dascha…, maestro de escuela y consejero titular al mismo tiempo… Había estudiado todas las ciencias. Francés, alemán, matemáticas…, y luego resultó ser un majadero. ¡Un perfecto estúpido y nada más!… ¿Se ha dormido usted, Nicodim Egorich?

-No, no… Es que me agrada cerrar los ojos.

-Así, pues…, como le digo…, empezó a hacer la corte a mi Dascha. He de advertirle que entonces Dascha no había cumplido todavía los veinte años. ¡Era un asombro de muchacha! ¡Un dátil!… Gruesa…, formal… El consejero civil Ciceronov le pidió de rodillas que fuera de institutriz a su casa, pero ella no quiso. Catavasov empezó a frecuentar la nuestra, venía diariamente y se quedaba hasta la noche conversando con ella sobre física y otras diversas ciencias. Le traía libros, le oía tocar el piano… Lo que más le interesaba eran los libros, pero mi Dascha no necesitaba libros… Como también ella era muy erudita, libros no le faltaban… Él, sin embargo, le estaba siempre diciendo que leyera esto y que leyera lo otro… ¡Un aburrimiento de muerte!… Observé, no obstante, que la quería y que ella tampoco parecía tener nada en contra de él…, aunque solía decirme: «No me gusta, papaíto, que no sea militar…» Cierto que no era militar, pero tenía una buena posición…, un carácter noble…, no era borracho…, conque ¿qué más se podía pedir?… Solicitó su mano…, se les bendijo ¡y ni siquiera se informó de la dote!… Sobre este punto… ¡silencio! Lo mismo que si hubiera sido un ser incorpóreo que puede pasarse sin una dote. Se fijó el día de la boda, ¿y qué se figura usted que pasó?… ¿Eh?… Pues que tres días antes de ésta se me presenta en la tienda el propio Catavasov, con los ojos irritados, el rostro pálido como si le hubieran dado un susto y temblando con todo su cuerpo.

»-¿Qué se le ofrece? -le pregunté yo.

»-¡Perdóneme, Macar Tarasich! -dijo él-; pero no puedo casarme con Daria Macarovna. ¡Me he equivocado! -dijo-. ¡Su florida juventud…, su imaginación…, me hicieron pensar que había de encontrar en ella el terreno…, digamos…, la frescura espiritual!… ¡Veo, sin embargo, que ya ha tenido tiempo de adquirir otras inclinaciones! Dice que le atrae la vanidad, que no sabe lo que es trabajar y que con la leche de su madre ha mamado… Ya no recuerdo qué era lo que había mamado… Él seguía hablando y llorando al mismo tiempo. Yo, señor mío, me limité a enfadarme y lo dejé marchar. Ni me dirigí al juez, ni fui a quejarme a su jefe, ni dije nada por la ciudad. Si hubiera acudido al juez, seguro que se hubiera asustado y se hubiera casado… A la autoridad le tendría sin cuidado lo que ella había mamado… ¿Te has prometido a una joven?… ¡Pues tienes que casarte, y se acabó!… ¿Oyó usted hablar de un comerciante llamado Kliakin?… Era un mujik, ¡pero qué ocurrencia tuvo!… También el novio de su hija, que había reparado en que la cuestión de la dote no estaba del todo clara, empezó a protestar. Kliakin entonces se encerró con él en la despensa, sacó de su bolsillo una gran pistola con todas las balas en regla y le dijo: «¡Jura delante de la imagen que te casarás! ¡Si no lo haces -dijo-, ahora mismo te mataré, canalla! ¡Ahora mismo!…» El joven juró y se casó. ¿Lo está usted viendo?… Yo, en cambio, no soy capaz de hacer eso ni de pegarme con nadie… En otra ocasión, un funcionario ucraniano… un tal Briusdenco…, vio a mi Dascha y se enamoró de ella. Iba tras de ella, rojo como un cangrejo y diciéndole una porción de cosas. Su boca despedía calor, como una estufa. Se pasaba el día entero sentado en nuestra casa y la noche paseando bajo las ventanas. También Dascha había empezado a quererlo. Le gustaban sus ojos, porque decía que en ellos había ¡fuego y negrura de noche!… Así, pues, el ucraniano venía a visitarnos, y un día se decidió a pedir la mano de Dascha. Ésta, que puede decirse que estaba encantada…, se la concedió. «Comprendo, papaíto -me dijo-, que no es militar; pero como, en cambio, pertenece al departamento de Asuntos Eclesiásticos…, o sea, como si fuera de intendencia, lo quiero mucho…» Se veía que la muchacha, a pesar de su juventud, sabía distinguir… ¿Se fija usted cómo dijo «¡De intendencia!»?… Cuando el ucraniano se enteró de la dote, regateó un poco conmigo, pero dijo que estaba conforme con todo. Lo único que quería era que la boda se celebrara lo antes posible. Pues bien…, cuando llegó el día de los esponsales y vio reunidos a los invitados, se agarró la cabeza con las manos y exclamó: «¡Dios mío! ¡Cuántos parientes tiene! ¡No estoy conforme…, no! ¡No puedo! ¡No quiero!…» Y así dale que dale. Yo intenté por todos los medios tranquilizarlo. «Pero ¿se ha vuelto loco su señoría?… ¡Cuantos más parientes, más honor!…» Pero él no estaba de acuerdo con esto. Cogió su gorro y no volvimos a verlo más. Le contaré también otro caso: El guardabosque Alialiev pretendió casarse con Dascha. La quería por su inteligencia y por su conducta. A su vez, Dascha se enamoró de él. Le agradaba su carácter equilibrado. Era, en efecto, un hombre bueno y noble. Procedió en aquella ocasión con mucha seriedad. Se enteró de la cuantía de la dote, revolvió todos los baúles y reprendió a Matriona por no haber sabido preservar bien las capas de la polilla. A mí también me dio una lista de sus haberes. Era, desde luego, un noble carácter y una persona seria (es un pecado hablar mal de él) y, a decir verdad, a mí me gustaba enormemente. Se pasó dos meses regateando conmigo. Yo le daba ocho mil, pero él quería ocho mil quinientos. Regateábamos y regateábamos constantemente. Se daba el caso de que nos sentáramos a tomar el té, lleváramos bebidos quince vasos y siguiéramos siempre regateando… Yo subí hasta doscientos, pero él no quiso aceptar. ¡Y eso fue lo que nos separó!… ¡Trescientos rublos!… Él se fue todo pálido y lloroso… ¡Quería tanto a Dascha!… Ahora, pecador de mí, me culpo a mí mismo… Debería haberle dado los trescientos rublos o haberlo asustado o avergonzado delante de la ciudad entera…, o haberlo metido en una habitación oscura y propinado unas cuantas bofetadas. ¡Ahora me doy cuenta de que el que perdió fui yo! ¡Perdí por tonto!… Pero ¡qué se le va a hacer, Nicodim Egorich!… Mi carácter es así…, demasiado tímido.

-Demasiado tímido…, exacto. Bien… yo ya me voy. Siento la cabeza un poco pesada.

Nicodim Egorich se golpeó con los vergajos por última vez y bajó. Macar Tarasich agitó los suyos con renovado brío y suspiró.

Historia de un contrabajo – Antón Chéjov

Procedente de la ciudad, el músico Smichkov se dirigía a la casa de campo del príncipe Bibulov, en la que, con motivo de una petición de mano, había de tener lugar una fiesta con música y baile. Sobre su espalda descansaba un enorme contrabajo metido en una funda de cuero. Smichkov caminaba por la orilla del río, que dejaba fluir sus frescas aguas, si no majestuosamente, al menos de un modo suficientemente poético.

«¿Y si me bañara?», pensó.

Sin detenerse a considerarlo mucho, se desnudó y sumergió su cuerpo en la fresca corriente. La tarde era espléndida, y el alma poética de Smichkov comenzó a sentirse en consonancia con la armonía que lo rodeaba. ¡Qué dulce sentimiento no invadiría, por tanto, su alma al descubrir (después de dar unas cuantas brazadas hacia un lado) a una linda muchacha que pescaba sentada en la orilla cortada a pico! El músico se sintió de pronto asaltado por un cúmulo de sentimientos diversos… Recuerdos de la niñez… tristezas del pasado… y amor naciente… ¡Dios mío!… ¡Y pensar que ya no se creía capaz de amar!…

Habiendo perdido la fe en la humanidad (su amada mujer se había fugado con su amigo el fagot Sobakin), en su pecho había quedado un vacío que lo había convertido en un misántropo.

«¿Qué es la vida? -se preguntaba con frecuencia-. ¿Para qué vivimos?… ¡La vida es un mito, un sueño, una prestidigitación…!» Detenido ante la dormida beldad (no era difícil ver que estaba dormida), de pronto e involuntariamente sintió en su pecho algo semejante al amor. Largo rato permaneció ante ella devorándola con los ojos.

«¡Basta! -pensó exhalando un profundo suspiro-. ¡Adiós, maravillosa aparición! ¡Llegó la hora de partir para el baile de su excelencia!» Después de contemplarla una vez más, y cuando se disponía a volver nadando, por su cabeza pasó rauda una idea: «He de dejarle algo en recuerdo mío -pensó-. Dejaré algo prendido en su caña de pescar. ¡Será una sorpresa que le envía un desconocido!» Smichkov nadó suavemente hacia la orilla, cortó un gran ramo de flores silvestres y acuáticas y, después de atarlo con un junco, lo enganchó a la caña. El ramo se hundió hasta el fondo, pero arrastró consigo el lindo flotador.

El buen sentido, las leyes de la naturaleza y la posición social de mi héroe exigirían que este cuento acabara en este preciso punto; pero, ¡ay…! El designio del autor es irreductible… Por causas que no dependen de él, el cuento no terminó con la ofrenda del ramo de flores. Pese a la sensatez de su juicio y a la naturaleza de las cosas, el humilde contrabajo estaba llamado a representar un papel importante en la vida de la noble y rica beldad.

Al acercarse nadando a la orilla, Smichkov quedó asombrado de no ver sus prendas de vestir. Se las habían robado. Unos malhechores desconocidos lo habían despojado de todo mientras él contemplaba a la beldad, dejándole sólo el contrabajo y la chistera.

-¡Maldición! -exclamó Smichkov-. ¡Oh, gentes engendradas por la malicia! ¡No me indigna tanto la pérdida de mi vestimenta, ya que la vestimenta es vanidad, como el verme obligado a ir desnudo, atacando con ello la decencia pública!

Y sentándose sobre el estuche del contrabajo se puso a buscar una solución a su terrible situación.

«No puedo presentarme desnudo en casa del príncipe Bibulov -pensaba-. ¡Habrá damas! ¡Y, además, los ladrones, al robarme los pantalones, se llevaron al mismo tiempo las partituras que tenía en el bolsillo!» Meditó tan largo rato que llegó a sentir dolor en las sienes.

«¡Ah…! -se acordó de pronto-. No lejos de la orilla, entre los arbustos, hay un puentecillo… Puedo meterme debajo de él hasta que anochezca, y cuando sea de noche, en la oscuridad, me deslizaré hasta la primera casa.»

Con este pensamiento, Smichkov se caló la chistera, cargó el contrabajo sobre su espalda y se dirigió con paso vacilante hacia los arbustos. Desnudo y con aquel instrumento musical sobre la espalda, recordaba a cierto antiguo y mitológico semidiós.

Y ahora, lector mío, mientras mi héroe está sentado bajo el puente lleno de tristeza, volvamos a la joven pescadora. ¿Qué había sido de ésta?

Al despertarse la beldad y no ver en el agua su flotador, se apresuró a tirar del sedal. Este se hizo tirante, pero ni el anzuelo ni el flotador salieron a la superficie. Sin duda, el ramo de Smichkov, al llenarse de agua, se había hecho pesado.

«O bien he pescado un pez muy grande o el anzuelo se me ha enganchado en algo», pensó la joven.

Tiró unas cuantas veces más de la cuerda y al fin decidió que el anzuelo se había, efectivamente, enganchado en algo.

«¡Qué lástima! -pensó-. ¡Se pesca tan bien al anochecer…! ¿Qué haré?» La extravagante joven, sin pensarlo mucho, se quitó la ligera ropa y sumergió el maravilloso cuerpo en el agua hasta la altura de los marmóreos hombros. No era tarea fácil desprender el anzuelo del ramo enredado en el sedal; pero la paciencia y el trabajo dieron su fruto. Poco más o menos de un cuarto de hora después, la beldad salía resplandeciente del agua, con el anzuelo en la mano.

Un destino funesto la acechaba, sin embargo. Los mismos granujas que robaron la ropa de Smichkov se habían llevado también la suya, dejándole sólo el frasco de los gusanos.

«¿Qué hacer? -lloró la joven-. ¿Será posible que tenga que marchar de este modo?… ¡No! ¡Nunca! ¡Antes la muerte! Esperaré a que oscurezca, y en la sombra me iré a la casa de la tía Agafia, desde donde mandaré a la mía por un vestido… Mientras tanto, me esconderé debajo del puentecillo…»

Y mi heroína, escogiendo aquellos sitios por donde la hierba era más alta y agachándose, se dirigió corriendo al puentecillo. Al deslizarse bajo éste y ver allí a un hombre desnudo, con artística melena y velludo pecho, la joven lanzó un grito y perdió el sentido.

Smichkov también se asustó. Primeramente tomó a la joven por una ondina.

«¿Es tal vez una sirena venida para seducirme? -pensó, suposición que lo halagó, pues siempre había tenido una alta opinión de su exterior-. Mas si no es una sirena, sino un ser humano, ¿cómo explicarse esta extraña metamorfosis?» -¿Por qué está aquí, debajo de este puente? ¿Qué le sucede? -preguntó a la joven.

Mientras buscaba una respuesta a estas preguntas, la beldad recobró el sentido.

-¡No me mate! -dijo en voz baja-. Soy la princesa Bibulov. ¡Se lo ruego! Lo recompensarán con largueza. Estuve dentro del agua desenganchando mi anzuelo y unos ladrones me robaron el vestido nuevo, los zapatos y las demás ropas.

-Señorita… -dijo Smichkov, con voz suplicante-. A mí también me han robado la ropa, y no sólo eso, sino que, además, al robarme los pantalones se llevaron las partituras que estaban en el bolsillo.

Los contrabajos y los trombones son, por lo general, gente apocada; pero Smichkov constituía una agradable excepción.

-Señorita -dijo, pasados unos instantes-. Veo que la conturba mi aspecto; pero estará usted de acuerdo conmigo en que, por las mismas razones suyas, me es imposible salir de aquí. Escuche, pues, lo que he pensado: ¿aceptará usted meterse en la caja de mi contrabajo y cubrirse con la tapa? Esto la escondería a mi vista…

Diciendo esto, Smichkov sacó el contrabajo del estuche. Por un momento le pareció que al cederlo profanaba el sagrado arte; pero su vacilación no duró largo tiempo. La beldad se metió, encogiéndose, en el estuche y el músico anudó las correas, celebrando mucho que la naturaleza lo hubiera obsequiado con tanta inteligencia.

-Ahora, señorita, no me ve usted. Siga ahí echada y quédese tranquila. Cuando oscurezca la llevaré a casa de sus padres. El contrabajo volveré a buscarlo más tarde.

Una vez anochecido, Smichkov se echó al hombro el estuche que contenía a la beldad, y cargado con él se dirigió a la casa de campo de Bibulov. Su plan era el siguiente: pasaría primero por la casa más próxima para procurarse ropa y proseguiría después su camino…

«No hay mal que por bien no venga -pensaba mientras levantaba el polvo con sus pies desnudos y se doblaba bajo su carga-. Seguramente, por haber intervenido con tanta eficacia en el destino de la princesa Bibulov, seré generosamente recompensado.»

-¿Está usted cómoda, señorita? -preguntaba con el tono de un galante caballero que invita a bailar un quadrillé-. No se preocupe, tenga la bondad, acomódese en mi estuche como si estuviera en su casa.

De repente, se le antojó al galante Smichkov que delante de él y ocultas en la sombra iban dos figuras humanas. Mirando con más detenimiento, se convenció de que no se trataba de una ilusión óptica. Dos figuras caminaban, en efecto, delante de él, llevando unos bultos en la mano.

«¿Serán éstos los ladrones? -pasó por su cabeza-. Parecen llevar algo… Con seguridad, nuestras ropas…

Y Smichkov, depositando el estuche al borde del camino, salió corriendo en persecución de las figuras.

-¡Alto! -gritaba-. ¡Alto!… ¡Atrápenlos!

Las figuras volvieron la cabeza, y al notar que los iban persiguiendo, echaron a correr… Aun durante largo rato escuchó la princesa pasos veloces y el grito de: «¡Alto!, ¡alto!» Por último, todo quedó en silencio.

Smichkov estaba entregado a la persecución, y seguramente la beldad hubiera permanecido largo tiempo en el campo, al borde del camino, si no hubiera sido por un feliz juego de azar. Ocurrió, en efecto, que al mismo tiempo y por el mismo camino, se dirigían a la casa de campo de Bibulov los compañeros de Smichkov, el flauta Juchkov y el clarinete Rasmajaikin. Al tropezar con el estuche, ambos se miraron asombrados.

-¡El contrabajo! -dijo Juchkov-. ¡Vaya, vaya! ¡Pero si es el contrabajo de nuestro Smichkov! ¿Cómo ha venido a parar aquí?

-Esto es que a Smichkov le ha ocurrido algo -decidió Rasmajaikin.

-O que se ha emborrachado y lo han robado… Sea como sea, no debemos dejar aquí el contrabajo. Nos lo llevaremos.

Juchkov cargó el estuche sobre sus espaldas, y los músicos prosiguieron su camino.

-¡Diablos ! ¡Lo que pesa! -gruñía el flauta durante el camino-. ¡Por nada del mundo hubiera consentido yo en tocar en este monstruo! ¡Uf!

Al llegar a la casa de campo del príncipe Bibulov, los músicos dejaron el estuche en el sitio reservado a la orquesta y se fueron al buffet.

En aquella hora ya se habían empezado a encender arañas y brazos de luz.

El novio (el consejero de Corte Lakeich), guapo y simpático funcionario del Servicio de Comunicaciones, con las manos metidas en los bolsillos, conversaba en el centro de la habitación con el conde Schkalikov. Hablaban de música.

-En Nápoles, conde -decía Lakeich-, conocí a un violinista que hacía verdaderos milagros. No lo creerá usted, pero con un contrabajo de lo más corriente lograba unos trinos… ¡Algo fantástico! Tocaba con él los valses de Strauss.

-¡Por Dios! -dudó, el conde-. ¡Eso es imposible!

-¡Se lo aseguro! ¡Y hasta las rapsodias de Listz! Yo vivía en la misma fonda que él y, como no tenía nada que hacer, llegué a aprender en el contrabajo la rapsodia de Liszt.

-¿La rapsodia de Liszt? ¡Hum!… ¿Está usted bromeando?

-¿No lo cree usted? -rió Lakeich-. Pues se lo voy a demostrar ahora mismo. Vamos a la orquesta.

Y el novio y el conde se dirigieron a la orquesta. Se acercaron al contrabajo, desataron rápidamente las correas y… ¡oh espanto!

Pero ahora, mientras el lector da libertad a la imaginación y se dibuja el final de aquella discusión musical, volvamos a Smichkov… El pobre músico, no habiendo podido alcanzar a los ladrones, volvió al lugar en que había dejado el estuche: pero ya no estaba allí la preciosa carga. Perdido en suposiciones, pasó y repasó varias veces por aquel paraje y, no encontrando el estuche, decidió que había ido a parar a otro camino.

 «¡Esto es terrible ! -pensaba mesándose los cabellos y presa de un frío interior-. ¡Se asfixiará dentro del estuche! ¡Soy un asesino!» Ya había entrado la medianoche y Smichkov continuaba dando vueltas por el camino, buscando el estuche. Por fin volvió a meterse bajo el puentecillo.

«Seguiré buscando cuando amanezca», decidió.

Al amanecer, la búsqueda dio el mismo resultado y Smichkov decidió esperar debajo del puente a que llegara la noche…

«La encontraré -mascullaba, quitándose la chistera y tirándose del pelo-. ¡Aunque tarde un año, la encontraré!»

Todavía hoy, los campesinos que habitan los lugares descritos cuentan cómo por las noches, junto al puentecillo, puede verse a un hombre desnudo, todo cubierto de pelo y tocado con una chistera. Cuentan también que, a veces, debajo del puente, se oyen roncos sonidos de contrabajo.

Entre chiquillos – Antón Chéjov

Papá,  mamá y la tía Nadia no están en casa. Están convidados a un bautizo en casa de aquél oficial anciano que tiene una burrita gris.

Esperándolos, Gricha, Ania, Aliocha, Sonia y el hijo de la cocinera, Andrei, hállanse en el comedor, sentados alrededor de la mesa jugando a la lotería. Es la hora de irse  a acostar, pero ¿quién puede dormir sin saber por mamá qué hacía el niñito cuando lo bautizaron, y qué cenaron…? La mesa, alumbrada por una lámpara, está cubierta de papelitos, cifras, cáscaras de avellanas y trocitos de cristal.

Delante de cada uno hay dos cartones de lotería y un montoncito de cristalitos para tapar las cifras. En medio de la mesa hay un platillo con cinco moneditas de a cinco kopeks. Al lado  del platillo se encuentra una manzana medio comida, unas tijeras y un plato donde echar las cáscaras.

Los niños juegan dinero: cada apuesta es de un kopek. La condición: si uno hace trampa, será expulsado inmediatamente. En el comedor no hay nadie más que los jugadores. El aya, Agafia Ivanovna, está abajo en la cocina enseñando a la cocinera cómo se corta un vestido, y el hermano mayor, Vasia, alumno de la quinta clase del Gimnasio, hállase tendido en el sofá de la sala y se aburre por no tener nada que hacer.

Se juega con mucho afán. Gricha es el más entusiasta. Es un niño de nueve años, completamente pelado, de cara redonda y labios gordos, como los de un negro. Está en la primera clase y por esto lo consideran como el más sabio y el mayor. Juega exclusivamente por el afán de ganar; si no hubiera kopeks en el platillo, dormiría tiempo ha. Sus ojuelos pardos corren intranquilos y recelosos por los cartones de los jugadores. El miedo de perder, la envidia y las combinaciones numéricas llenan su cabeza pelada y no le permiten concentrarse; se mueve en su silla como si estuviese sentado sobre alfileres. Cuando gana toma el dinero con avidez y lo esconde inmediatamente en el bolsillo. Su hermana Ania, de ocho años, con inteligentes y brillantes ojos y barbilla en punta, también tiene miedo de que los otros ganen; palidece, enrojece de emoción y vigila atentamente a los jugadores. Pero loskopecs no le interesan; es la suerte la que reviste importancia para ella; es cuestión de amor propio.

La otra hermana, Sonia, tiene seis años, cabecita rizada y una tez como solamente se ven en los niños muy sanos o en las muñecas. Juega solamente para distraerse. Su cara está alegre, aplaude y se ríe ante cada ganancia, cualquiera sea el ganador.

Aliocha es un chiquitín redondo como un bolo; sopla y mira los cartones; para él no hay avidez ni amor propio. Si no lo mandan a dormir ni lo echan de la mesa,  ya está contento. Tiene un aspecto tranquilo; pero en realidad es un granuja. No juega por  distracción sino por las riñas que son inevitables en el juego. Disfruta cuando hay una pelea o alguno pega a otro. Hace tiempo que siente una pequeña necesidad; pero no se atreve, por el temor de que le sustraigan sus cartelitos y sus kopeks. No conoce más cifras que las primeras y las que acaban en cero; su hermana Ania lo ayuda y tapa por él sus cartones.

El quinto jugador es el hijo de la cocinera, Andrei; es moreno y enfermizo; está vestido con una blusa de algodón; lleva al cuello una crucecita de cobre. Está inmóvil y fija su mirada soñadora en los números. A éste la ganancia y los éxitos ajenos lo dejan indiferente; está por completo sumergido en la aritmética del juego y su sencilla filosofía. ¡Qué de cifras hay en el mundo! ¿Cómo no se embrollan?

Todos, a excepción de Sonia y Aliocha, cantan los números por turno. Como éstos se repiten con frecuencia, los hay que llevan apodos; así, el siete se nombra “el gancho”; el once, “los patitos”; el noventa, “el abuelo”, etcétera. El juego sigue con viveza.

-¿El treinta y dos! -exclama Gricha, metiendo la mano en el sombrero de su padre, donde están los pequeños cilindros amarillos-. ¡Dieciocho!… ¡El gancho! ¡El veintiocho!

Ania ve que Andrei no ha notado que tiene el veintiocho en sus cartones; se lo hubiera advertido en otro tiempo, pero ahora triunfa, porque en el platillo, al par del dinero, está puesto su amor propio.

-¡El veintitrés! -sigue Gricha-. ¡El abuelo! ¡El nueve!

-¡Una cucaracha! ¡Una cucaracha! -exclama Sonia, señalando una que corre por la mesa.

-No la mates -dice Aliocha  en voz baja-; quizá tenga hijitos…

Sonia sigue con los ojos a la cucaracha y reflexiona cómo será su casa y qué pequeños han de ser sus hijitos.

-¡El cuarenta y tres! ¡El uno! -continúa Gricha, padeciendo ante la idea de que Ania tiene ya casi todos los números tapados-. ¡El seis!

-¡He ganado! ¡He ganado! -grita Sonia, levantando los ojos y chillando.

Las caras de los jugadores se estiran.

-¡Hay que comprobar!- dice Gricha mirando a Sonia con odio.

Aprovechándose de su fama de mayor y  más inteligente, Gricha se ha  adjudicado el derecho de litigar las diferencias. Se hace todo lo que él manda. Durante mucho tiempo y con minuciosidad comprueban los cartones de Sonia; pero, con grave disgusto de los jugadores, todo está en regla y no hay trampas.

Empieza otra partida.

-¡Qué cosa he visto ayer! -dice Ania hablando como consigo misma-. Filip Filipovitch se volvió sus párpados y sus ojos se pusieron encarnados, terribles, como los de un diablo…

-¡Yo también lo vi! -contesta Gricha-. ¡El ocho! Tenemos en la clase un discípulo que mueve las orejas… ¡El veintisiete!

Andrei levanta la mirada hacia Gricha y dice:

-Yo también sé mover las orejas…

-¡A ver… muévelas!

Andrei mueve los ojos, los labios y los dedos. Le parece que sus orejas se ponen también en movimiento. Risa general.

-Es un hombre malo este Filip Filipovitch -prosigue Sonia-; ayer entró en nuestro cuarto y yo estaba en camisa. Me avergoncé…

-¡He ganado! -grita con toda su fuerza Gricha, tomando apresuradamente el dinero del platillo-. ¡He ganado!…¡Pueden comprobar!

El hijo de la cocinera palidece, levanta los ojos y balbucea:

-En tal caso, no puedo jugar más.

-¿Por qué?

-Porque… porque no tengo más dinero.

-Sin dinero no se puede jugar -decide Gricha.

Andrei rebusca por si acaso en sus bolsillos. No encuentra nada más que migajitas de pan y un lapicerito medio roído. Su boca se contrae y se le nublan los ojos; llorará en seguida…

-Te prestaré -dice Sonia, no pudiendo ver su cara de mártir-; pero no olvides de devolvérmelo.

Sonia pone el dinero y el juego vuelve a empezar.

-Parece que se oyen campanas -dice Ania.

El juego se interrumpe; todos miran por la ventana oscura con la boca abierta. En la oscuridad se ve el reflejo de la lámpara.

-Te pareció…

-Por la noche las campanas solamente suenan en el cementerio -declara Andrei.

-¿Por qué suenan allí las campanas?

-Para que los bandidos no entren en la iglesia… ellos temen el campaneo.

-¿Y para qué tienen los bandidos que entrar en la iglesia de noche? -pregunta Sonia.

-Para matar a los guardianes; todo el mundo lo sabe.

Todos quedan silenciosos algunos momentos y se miran unos a otros, temerosos.

El juego prosigue. Esta vez gana Andrei.

-¡Ha hecho trampas! -declara repentinamente Aliocha.

Andrei palidece, contrae la boca, y ¡pam!,  le da a Aliocha un golpe en la cabeza. Éste abre desmesuradamente los ojos,  salta furioso encima de la mesa y a su vez le da a Andrei un bofetón… Se reparten algunos cachetes más y se echan a llorar… Sonia, que no puede soportar horrores semejantes, llora también y el comedor retiembla de sollozos. Pero no se crea que el juego termina por  este motivo. No transcurren cinco minutos sin que los niños vuelvan a charlar pacíficamente y a reír. Las caras están aún llorosas; pero a pesar de esto sonríen. Aliocha está satisfechísimo: ¡Ha habido pelea!

En el comedor entra Vasia, el colegial de quinta clase. Su aspecto es dormilón y desencantado.

-¡Es abominable! -murmura notando cómo Gricha tienta su bolsillo, en el que suenan loskopeks-. ¡Cómo se puede dar dinero a los niños y permitirles jugar a juegos de azar! ¡Buena educación!… ¡Abominable!

Pero los niños juegan con tanto afán que lo asalta el deseo de probar también su suerte y de distraerse con ellos.

-¡Aguarden un momentito, yo jugaré también!

-Pon un kopek.

-¡Ahora! -dice buscando en sus bolsillos-. No tengo kopeks; tengo un rublo. ¡Pongo un rublo!

-¡No, no, un kopek!

-¡Son unos estúpidos! El rublo vale más que un kopek -les explica-; el que gane me dará el vuelto.

No, no; haz el favor de irte.

El colegial encoge los hombros y se dirige a la cocina a pedir a los criados alguna moneda suelta; pero en la cocina no hay monedas sueltas.

-En tal caso, cámbiame el rublo- le pide a Gricha al volver de la cocina-; te pagaré por el cambio. ¿ No quieres? Entonces, véndeme diez kopeks por un rublo.

Grica mira a Vasia de reojo; sospecha algún engaño… no se fía.

-¡No quiero! -repite, y aprieta su bolsillo.

-Vasia, te prestaré yo -dice Sonia-. ¡Siéntate!

El colegial se sienta y pone delante de sí dos cartones. Ania lee las cifras.

-¡Se me ha caído un kopek! -exclama Gricha inquieto-. ¡Esperen!

Toman la lámpara y se arrodillan debajo de la mesa en busca del kopek.  Se empujan con las cabezas; sus manos sólo encuentran cáscaras de nueces, pero no el kopek. Vuelven otra vez a buscarlo, hasta que Vasia le quita a Gricha la lámpara de las manos y la pone en su sitio. Gricha sigue su pesquisa a oscuras.

Por fin encuentra el kopek. Los jugadores vuelven a sentarse y quieren proseguir el juego.

-Sonia está dormida -declara Aliocha.

Sonia tiene su cabecita rizada puesta sobre los brazos cruzados y duerme un sueño dulce y tranquilo, como si estuviera en su cama. Se ha dormido sin notarlo mientras los otros buscaban el kopek.

-Anda, échate en la cama de mamá; acuéstate -le dice Ania sacándola del comedor-. ¡Vámonos!

Todos la acompañan, y cinco minutos después la cama de mamá ofrece un espectáculo sorprendente: Sonia duerme; al lado suyo ronca Aliocha; Gricha y Ania tiene las cabezas descansando en las piernas de sus hermanas y están igualmente dormidos, así como el hijo de la cocinera, acurrucado al pie de la cama. Alrededor están esparcidos los kopeks, que han perdido su valor hasta el próximo juego. ¡Buenas Noches!

En el campo – Antón Chéjov

I

A tres kilómetros de la aldea de Obruchanovo se construía un puente sobre el río.

Desde la aldea, situada en lo más eminente de la ribera alta, divisábanse las obras. En los días de invierno, el aspecto del fino armazón metálico del puente y del andamiaje, albos de nieve, era casi fantástico.

A veces, pasaba a través de la aldea, en un cochecillo, el ingeniero Kucherov, encargado de la construcción del puente. Era un hombre fuerte, ancho de hombros, con una gran barba, y tocado con una gorra, como un simple obrero.

De cuando en cuando aparecían en Obruchanovo algunos descamisados que trabajaban a las órdenes del ingeniero. Mendigaban, hacían rabiar a las mujeres y a veces robaban.

Pero, en general, los días se deslizaban en la aldea apacibles, tranquilos, y la construcción del puente no turbaba en lo más mínimo la vida de los aldeanos. Por la noche encendíanse hogueras alrededor del puente, y llegaban, en alas del viento, a Obruchanovo las canciones de los obreros. En los días de calma se oía, apagado por la distancia, el ruido de los trabajos.

Un día, el ingeniero Kucherov recibió la visita de su mujer.

Le encantaron las orillas del río y el bello panorama de la llanura verde salpicada de aldeas, de iglesias, de rebaños, y le suplicó a su marido que comprase allí un trocito de tierra para edificar una casa de campo. El ingeniero consintió. Compró veinte hectáreas de terreno y empezó a edificar la casa. No tardó en alzarse, en la misma costa fluvial en que se asentaba la aldea, y en un paraje hasta entonces sólo frecuentado por las vacas, un hermoso edificio de dos pisos, con una terraza, balcones y una torre que coronaba un mástil metálico, al que se prendía los domingos una bandera.

La construcción estuvo pronto terminada: no duró más de tres meses. En el invierno se plantaron árboles en torno de la casa. Cuando llegó la primavera, todo verdeaba alrededor de la nueva finca. Partían en todas direcciones hermosas alamedas; el jardinero y dos jornaleros trabajaban en el jardín; una fontana sonaba melodiosa. Y una bola de cristal verde, colocada ante la puerta, brillaba bajo el Sol, de tal modo, que obligaba a cerrar los ojos.

Se bautizó la finca con el nombre de «Quinta Nueva».

Una mañana, a fines de mayo, llevaron a casa de Rodion Petrov, el herrador de la aldea, dos caballos de «Quinta Nueva» para que les cambiasen las herraduras. Los caballos eran blancos como la nieve, esbeltos, bien cuidados, y se parecían el uno al otro de un modo asombroso.

– ¡Verdaderos cisnes! -dijo Rodion admirándolos.

Su mujer, Estefanía, sus hijos y sus nietos salieron también para admirar a los caballos, en torno de los cuales se fue aglomerando la gente. Acudieron los Zichkov, padre e hijo, ambos imberbes, mofletudos y destocados.

Acudió también Kozov, un viejo enjuto y alto, de luenga y estrecha barba, apoyado en un bastón. Guiñaba sin cesar los ojos astutos y se sonreía irónicamente, como si supiera muchas cosas que ignorase el resto de los hombres.

– Son blancos -dijo-; sí, son blancos; pero para el trabajo no valen gran cosa. Si yo mantuviese a mis caballos con avena, como mantienen a éstos, se pondrían no menos hermosos. Yo quisiera ver a estos cisnes arrastrando un arado y recibiendo algunos latigazos.

El cochero del ingeniero le dirigió a Kozov una mirada de desprecio; pero no dijo nada.

Mientras se encendía la fragua, el cochero les dio algunas noticias a los campesinos sobre la vida de sus amos. Fumando pitillo tras pitillo les contó que sus amos eran muy ricos; que la señora, Elena Ivanovna, antes de casarse, era institutriz en Moscú; que tenía muy buen corazón y gozaba socorriendo a los pobres. En la nueva finca, según decía el cochero, no se labraría ni se sembraría: se respiraría el aire del campo y nada más.

Cuando terminó y se encaminó con los caballos a «Quinta Nueva», siguióle una turba de chiquillos y perros. Los perros le ladraban furiosamente.

Kozov, mirándole alejarse, guiñaba los ojos con malicia.

– Vaya unos señores! -dijo con ironía malévola-. Han construido una casa, han comprado caballos; pero parece que no tienen qué comer…

Había sentido desde el primer momento un odio feroz contra «Quinta Nueva». Era un hombre solitario, viudo. Llevaba una vida aburridísima. Una enfermedad le impedía trabajar. Su hijo, dependiente de una confitería de Jarkov, le enviaba dinero para vivir; el viejo no hacía nada; vagaba días enteros por la orilla del río o a través de la aldea, y les daba conversación a los campesinos que estaban trabajando. Cuando veía a uno pescando solía decir que con aquel tiempo no había pesca posible; si el tiempo era seco, aseguraba que no llovería en todo el verano; si llovía, afirmaba que las lluvias durarían mucho y que la humedad pudriría el trigo. Todos sus pronósticos eran pesimistas. Y los hacía guiñando los ojos de un modo maligno, como si supiera algo que ignorase el resto de los hombres.

En «Quinta Nueva» algunas noches había fuegos artificiales. Los propietarios acostumbraban pasearse por el río en una barca iluminada con farolillos de colores.

Una mañana, Elena Ivanovna, la mujer del ingeniero, visitó la aldea con su niña. Llegaron en un coche de ruedas amarillas arrastrado por dos ponney. Llevaban sombreros de paja, de anchas alas, sujetos con cintas.

Los campesinos estaban ocupados en transportar estiércol al campo. El herrador Rodion, alto, enjuto, destocado, descalzo, con un bieldo al hombro, de pie ante su carro, rebosante de estiércol, miraba, boquiabierto, los bien cuidados caballitos. Se advertía que hasta entonces no había visto caballos semejantes.

– ¡La señora! ¡La señora! -se oía murmurar.

Elena Ivanovna miraba las casas como eligiendo una; por fin, se detuvo a la puerta de la que le parecía más pobre y a cuyas ventanas se asomaban numerosas cabezas de niño, morenas, rubias, rojas.

Era precisamente la casa de Rodion.

Su mujer, Estefanía, una vieja gorda, apareció al punto en el umbral, mal cubierta la cabeza con una pañoleta. Miraba con asombro el elegante coche, confusa, sonriéndose estúpidamente.

– ¡Para tus hijos! -le dijo Elena Ivanovna, dándole tres rublos.

Estefanía, sorprendida, feliz, se echó a llorar y saludó con gran humildad, inclinándose casi hasta el suelo.

Rodion saludó también muy humilde, enseñando su cráneo calvo.

Elena Ivanovna, azorada por aquellas humillaciones, se apresuró a volver a casa.

 

II

Los Ziclikov, padre e hijo, sorprendieron en un prado de su pertenencia a tres caballos -uno de ellos ponney- y un novillo, todos propiedad del ingeniero. Ayudados por el rojo Volodka, hijo del herrador Rodion, llevaron las bestias a la aldea. Se llamó al alcalde, que, en compañía de los Zichkov, de Volodka y de algunos testigos, encaminóse al prado para proceder a una información sobre los daños causados en él por las bestias.

Kozov, que era de la partida, parecía muy contento.

– ¡Muy bien! -decía, guiñando con malicia los ojos-. ¡Que paguen! ¡Se les obligará a pagar! ¡Gracias a Dios, hay tribunales! Habrá que llamar a la policía e instruir un proceso verbal.

– ¡Naturalmente, un proceso verbal! -confirmó Volodka.

– ¡Si creen que voy a perdonarlos, se llevarán un chasco! -gritaba Zichkov hijo, con tal arrebato, que su imberbe faz se enrojecía-. ¡Ca! ¡No soy tan tonto! ¡Si se les deja, adiós prados! Afortunadamente aún somos amos de nuestros bienes, y también para los señores existen leyes…

– ¡Sí, también para los señores existen leyes! -repitió Volodka.

– Hemos vivido hasta ahora sin puente -dijo con voz sombría Zichkov-, y podríamos pasarnos sin él. No lo hemos pedido. ¿Para qué demonios lo necesitamos? ¡Que se lo guarden!

– ¡Hermanos cristianos, es preciso que nos paguen todos los perjuicios!

– ¡Vaya! -apoyó, guiñando los ojos, Kozov-. ¡Ya verán! Hay que escarmentarlos.

Luego, volvieron todos a la aldea. Por el camino, Zichkov hijo se daba puñetazos en el pecho y gritaba; Volodka gritaba también, repitiendo sus palabras.

En la aldea se agolpó la gente alrededor de los caballos y el novillo, que parecía avergonzado y bajaba la cabeza; pero de pronto echó a correr soltando coces. Kozov, asustado, levantó su garrote, entre las risas de los campesinos.

Encerradas las bestias en una cuadra, la gente esperó.

Al obscurecer, el ingeniero le envió cinco rublos a Zichkov para resarcirle del daño causado en su propiedad. Los caballos y el novillo fueron devueltos, y tornaron a la finca cabizbajos, como sintiéndose culpables y temiendo un severo castigo.

Recibidos los cinco rublos, los Zichkov, padre e hijo, el alcalde y Volodka atravesaron en un bote el río y se dirigieron a la gran aldea de Kriakovo, donde había una taberna. Allí se juerguearon de lo lindo. Cantaron, gritaron, juraron. El que más gritaba era Zichkov hijo.

En Obruchanovo, sus familias no podían conciliar el sueño y estaban muy inquietas. Rodion daba vueltas en la cama y pensaba:

– Han hecho mal. El ingeniero se enfadará y querrá vengarse… Además, es injusto lo que han hecho con él… Ha estado muy mal.

Un día, cuando Rodion y otros campesinos volvían del bosque, se encontraron con el ingeniero. Llevaba una blusa roja y botas altas. Seguíale un perro de caza, con la purpúrea lengua fuera.

– ¡Buenos días, amigos! -dijo.

Los campesinos se detuvieron y se quitaron la gorra.

– Hace tiempo que busco una ocasión para hablarles, amigos míos -continuó-. He aquí de lo que se trata: desde principios del verano el rebaño de ustedes se pasea por mi bosque y por mi jardín. Se come la hierba, estropea los árboles. Los cerdos me han puesto hechos una lástima el prado y la huerta. Les he rogado muchas veces a los pastores que tuvieran cuidado, pero no han hecho caso y me han contestado muy mal. Constantemente las vacas y los cerdos de ustedes me están perjudicando, y, sin embargo, no les reclamo nada; ni siquiera me quejo, mientras que ustedes me han hecho pagar cinco rublos porque mis bestias han pasado por el prado de ustedes. ¿Es eso justo? ¿Se portan así los buenos vecinos?

Hablaba con voz suave, sin cólera, esforzándose en convencerlos.

– No, las gentes honradas -prosiguió- no obran así. Hace una semana me robaron del bosque dos encinas jóvenes. ¿Por qué me hacen daño a cada paso? ¿Qué queja tienen de mí? ¡Díganme, en nombre de Dios! Yo y mi mujer hacemos cuanto nos es dable por sostener con ustedes buenas relaciones, ayudamos a los campesinos en la medida de nuestras fuerzas. Mi mujer es muy buena y nunca le niega nada a nadie. No piensa sino en serles útil a ustedes y a sus hijos, y ustedes nos devuelven mal por bien. ¡No, eso no es justo, amigos míos! ¡Considérenlo, se los ruego! Nosotros los tratamos de un modo muy humano, y es preciso que ustedes nos paguen en la misma moneda…

El ingeniero siguió su camino.

Los campesinos permanecieron algunos instantes parados. Luego se cubrieron y continuaron andando.

Rodion, que entendía lo que le decían, no como debía entenderse, sino a su manera, suspiró y dijo:

– Sí, habrá que pagar. ¿No han oído lo que dijo? «Es preciso que nos paguen en la misma moneda.»

Cuando llegó a su casa, Rodion rezó su oración ante el icono, se quitó las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer. Cuando estaban en casa siempre estaban así: sentado el uno junto al otro; por la calle iban también juntos; juntos comían, bebían, dormían, y cuanto más viejos iban siendo se querían más. En la casa el aire era pesado, caluroso, estaba todo muy cerrado, se veían por todas partes -en el suelo, en las ventanas, sobre la estufa- criaturas. A pesar de sus muchos años, Estefanía seguía pariendo, y ante tanto chiquillo no era fácil saber a ciencia cierta los que eran de Rodion y los que eran de su hijo Volodka, casado hacía tiempo.

La mujer de Volodka, Lukeria, joven, pero fea, con nariz de pájaro y ojos de buey, cocía pan; su marido estaba sentado en la estufa con las piernas colgando.

– Nos hemos topado en el camino -comenzó Rodion- al ingeniero con su perro…

Hizo una pausa y empezó a rascarse la cabeza y el seno. El relato suponía para él un no pequeño esfuerzo mental.

– Sí, con su perro… Pues bien: hay que pagar, lo ha dicho el señor ingeniero; hay que pagar en moneda… No hay más remedio… Debía hacerse una colecta, poniendo diez copecs cada vecino, y darle al ingeniero… Se queja de nosotros, y con razón… Le hacemos porquerías…

– Hasta ahora hemos vivido sin puente y podríamos seguir sin él -dijo Volodka con enojo-. No lo necesitamos…

– Es el Gobierno quien lo construye. Nuestra opinión…

– ¡Al diablo el puente!

– Nadie te pregunta si lo quieres o no.

– ¡Al diablo! -repitió, furioso, Volodka-. ¿Para qué servirá? Si tenemos que atravesar el río lo podemos hacer en barca…

Alguien llamó a la puerta con tanta violencia, que toda la casa pareció estremecerse.

– ¿Está ahí Volodka? -se oyó gritar a Zichkov hijo-. Ven, Volodka… Te espero.

Volodka saltó de la estufa y se puso a buscar la gorra.

– ¡Más vale que no salgas! -le dijo con timidez su padre-. ¡No vayas con esa gente! Tú no eres muy listo; eres como un niño, y no aprenderás nada bueno. ¡No salgas!

– ¡Sí, no vayas con ellos! -suplicó a su vez Estefanía, a punto de llorar-. De fijo irán a la taberna…

– ¡A la taberna! -repitió Volodka, burlándose.

– ¡Y vendrás otra vez como una cuba! -dijo Lukeria, mirándolo airada-. ¡Sinvergüenza!… ¡Gandul! ¡Que el maldito vodka te queme las entrañas! ¡Satanás sin rabo!

– ¡Cállate! la amenazó Volodka.

– Me han casado con este idiota, con este imbécil… ¡Me han perdido, pobre huérfana! -exclamó Lukeria, llorando y secándose las lágrimas con la mano, llena de harina-. ¡No te puedo ver, puerco!

Volodka le dio, al pasar, un puñetazo en las narices, y salió a la calle.

 

III

Elena Ivanovna y su hijita fueron a la aldea a pie. Un hermoso paseo para ellas.

Era domingo y casi todas las mujeres y las muchachas de la aldea estaban en la calle, ataviadas con trajes de colores chillones.

Rodion y su mujer, sentados el uno junto el otro, en un poyo, a la puerta de su casa, saludaron y sonrieron a Elena Ivanovna y a su niña como antiguos amigos. Más de una docena de niños las miraban por las ventanas con asombro y curiosidad.

– ¡La señora! ¡La señora! -murmuraban.

– ¡Buenos días! -dijo, deteniéndose, Elena Ivanovna.

Calló un instante y añadió:

– ¿Cómo les va a ustedes?

– ¡Así, así, señora, a Dios gracias! -contestó Rodion-. Vamos tirando…

– ¡Figúrese usted nuestra vida! -dijo sonriendo Estefanía-. Ya sabe usted, buena señora, lo pobres que somos. Hay catorce bocas en casa y sólo dos hombres para ganar el pan. Aunque mi marido es herrero, el oficio le produce poco: muchas veces ni tiene carbón para encender la fragua… ¡Es dura nuestra vida, muy dura!

Y se echó a reír, como si lo que decía fuera donosisímo.

Elena Ivanovna se sentó junto a ellos, abrazó a su hijita y se quedó meditabunda. En la faz de la niña también se pintaba la tristeza y se advertía que ingratos pensamientos torturaban su cabecita. Jugaba con la rica sombrilla de encajes que su madre tenía en la mano.

– Sí, vivimos en la miseria -dijo Rodion-. Siempre angustiados… Trabaja uno como un negro, y, sin embargo… Este verano el tiempo es seco, no llueve y la cosecha será mala. La vida es dura, señora…

– Pero, en cambio, serán felices en la otra -dijo Elena Ivanovna para consolarles.

Rodion no comprendió el sentido de estas palabras, y en vez de contestar, carraspeó.

– No le dé usted vueltas, señora -dijo Estefanía-; hasta en el otro mundo los ricos serán más felices que nosotros. Los ricos mandan decir misas, les ponen velas a los santos, les dan limosna a los mendigos, y Dios, a quien tienen contento, les recompensará en la otra vida; mientras que nosotros, los pobres campesinos, ni siquiera tenemos tiempo para rezar, además de no tener dinero para velas, misas ni limosnas. Luego, nuestra pobreza nos hace pecar… Reñimos, juramos… Y Dios no nos perdonará. No, querida señora, nosotros, los campesinos, no seremos felices ni en este mundo ni en el otro. Toda la felicidad es para los ricos…

Hablaba con acento alegre, regocijado, como si contase algo muy gracioso. Estaba acostumbrada, desde hacía tiempo, a hablar de su vida triste y penosa.

Rodion sonreía también; le enorgullecía tener una mujer tan lista y elocuente.

– Es un error creer fácil la vida de los ricos -dijo Elena Ivanovna-. Cada cual tiene sus penas. Nosotros, por ejemplo… Yo y mi marido no somos pobres; pero ¿cree usted que somos felices? Aunque soy joven todavía, tengo ya cuatro hijos, que casi siempre están enfermos. Yo también lo estoy y necesito cuidarme mucho.

– ¿Qué enfermedad padece usted? -preguntó Rodion.

– Una enfermedad de mujer. No puedo dormir y me dan unos dolores de cabeza horribles. Ahora, por ejemplo… Estoy aquí sentada, hablando con ustedes, y siento una gran pesadez de cabeza y un desmadejamiento… Preferiría el trabajo más duro a sufrir así. Luego, mi alma tampoco descansa. Siempre estoy inquieta por mi marido, por mis hijos… Toda familia tiene su cruz. Nosotros también la tenemos. Yo no soy de origen noble. Mi abuelo era un simple campesino, mi padre era también un pobre humilde y tenía una tiendecita en Moscú. Pero mi marido es de una familia muy noble y muy rica. Sus padres se oponían a nuestro matrimonio y él no les hizo caso y rompió con su familia para casarse conmigo. Sus padres no lo han perdonado todavía. Esto lo inquieta, no lo deja vivir tranquilo, pues quiere mucho a su madre. Naturalmente, yo padezco. Vivo en un constante desasosiego…

Ante la casa de Rodion se fueron reuniendo campesinos y campesinas, que escuchaban atentamente lo que decía Elena Ivanovna. Uno de los primeros que se aproximaron fue Kozov. Sacudía su estrecha y larga barba. Acercáronse luego los Zichkov, padre e hijo…

– Además -prosiguió Elena Ivanovna-, no puede ser feliz el que no está en su puesto. Ustedes lo están. Cada uno de ustedes tiene su trocito de tierra, trabaja y sabe para qué. Mi marido trabaja también, construye puentes. Pero yo no hago nada. Yo no tengo ningún trabajo y no puedo sentirme en mi centro. Les digo todo esto para que no juzguen por las apariencias. El que un hombre vaya bien vestido y tenga dinero no significa que sea feliz ni mucho menos.

Se levantó y cogió de la mano a su hijita.

– La paso muy bien entre ustedes -dijo sonriendo.

Se advertía en su sonrisa tímida que, efectivamente, estaba enferma. En su rostro, joven y bello, de cejas y pestañas negras y cabellos rubios, había una delgadez y una palidez mórbidas. La niña se parecía mucho a su madre, incluso en lo delgada y pálida. Ambas olían a perfumes.

– Sí, todo me gusta aquí: el bosque, la aldea. Viviría aquí siempre. Creo que aquí me curaría y encontraría mi verdadero puesto en el mundo. Tengo un gran deseo, un deseo ardiente de ayudarlos, de serles útil, de acercarme a ustedes. Conozco sus penas, sus sufrimientos… Lo que no conozco lo adivino. Estoy enferma, sin fuerzas, y ya no me es posible cambiar de vida, como quisiera; pero tengo hijos y procuraré educarlos en el cariño a ustedes. Procuraré hacerles comprender que su vida no les pertenece a ellos, sino a ustedes. Pero les ruego que confíen en nosotros, que vivan con nosotros como buenos vecinos. Mi marido es un hombre honrado y de buen corazón. No lo irriten. Cualquier pequeñez le llega al alma. Ayer, por ejemplo, el rebaño de ustedes ha pasado por nuestro jardín; alguno de ustedes ha estropeado la cerca de nuestra colmena. Mi marido se desespera… ¡Les ruego…!

Hablaba con voz suplicante, cruzadas las manos sobre el pecho.

– Les ruego que vivan en paz con nosotros. No dice el proverbio a humo de pajas que una mala paz es mejor que una buena riña, y que antes de comprar una casa debe uno enterarse de la condición de los vecinos. Les repito que mi marido es hombre de buen corazón. Si se conducen con nosotros como buenos vecinos, les aseguro que no les pesará: haremos por ustedes cuanto esté en nuestra mano; arreglaremos los caminos, edificaremos una escuela para sus hijos. Lo prometo.

– Está muy bien lo que usted dice -arguyó Zichkov, padre, bajando los ojos-. Ustedes son gente instruida y saben lo que hablan. Pero, ¿qué quiere usted?, en la aldea de Eresnevo, Voronov, un rico propietario, prometió también, entre otras muchas cosas, edificar una escuela. Pues bien: sólo edificó el armazón, y no quiso seguir las obras. Los campesinos, obligados por las autoridades, tuvieron que seguirlas y se gastaron en ellas mil rublos. ¿Qué le parece a usted?… A mí me parece una acción que no tiene perdón de Dios.

– Muy bien! -aprobó Kozov, con una sonrisa maligna-. ¡Muy bien!

– ¡No tenemos necesidad de su escuela! -dijo Volodka, ásperamente-. Nuestros hijos van a la escuela de la aldea vecina. Que sigan yendo. ¡No queremos escuela!

Elena Ivanovna perdió de pronto todo aplomo. Pálida, abatida, como si acabase de recibir un golpe en la cabeza, se fue sin decir una palabra. Marchaba presurosa, sin mirar atrás.

– ¡Señora! -gritó Rodion siguiéndola-. Espere usted, óigame…

La seguía tenaz, descubierto, hablándole en un tono humilde, como si pidiese limosna.

– Señora, espere… escúcheme.

Cuando estaban ya fuera de la aldea, Elena Ivanovna se detuvo a la sombra de un viejo tilo.

– ¡No se enfade, señora! -dijo Rodion-. No vale la pena. Hay que tener un poco de paciencia. Tenga paciencia un año, dos. Nuestros campesinos, en el fondo, son buena gente… Se lo juro a usted. No hay que hacer caso de las palabras de Kozov, de Zichkov ni de mi hijo Volodka. Mi hijo es un infeliz y no hace más que repetir lo que les oye a los demás. Le aseguro a usted que los campesinos no son malos. Los hay nada tontos, pero que no se atreven a hablar… o, mejor dicho, que no pueden, porque no saben decir lo que piensan. Somos gente oscura, sin instrucción, ignorante… No hay que enfadarse. Lo mejor es tener paciencia…

Elena Ivanovna miraba, meditabunda, al ancho río tranquilo, y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Aquellas lágrimas turbaban de tal modo a Rodion que el pobre hombre estaba a punto de llorar también.

– No se apure -decía, tratando de tranquilizar a la dama-. Todo se arreglará. Se edificará la escuela, se pondrán en buen estado los caminos. Pero todo a su debido tiempo, por sus pasos contados. Para sembrar trigo en esta colina hay que empezar por quitar la piedra, hay que labrar… Sólo después de preparar el terreno se podrá sembrar. Lo mismo sucede con nuestros campesinos: hay que preparar el terreno…, y eso requiere tiempo…

En aquel momento vieron venir hacia ellos un grupo de campesinos. Cantaban y se acompañaban con un acordeón.

– ¡Mamá, vámonos! -dijo la niñita, asustada, apretándose contra su madre y temblando de pies a cabeza-. ¡Vámonos, mamá! No quiero seguir aquí…

– ¿Y adónde quieres que nos vayamos?

– ¡A Moscú! En seguida, mamá, en seguida…

La niñita se echó a llorar.

Su llanto aumentó la turbación de Rodion, que empezó a sudar, y sacando del bolsillo un pepino, corvo como una hoz, se lo alargó a la criatura.

– Tómalo… para ti… No llores. Mamá te pegará y se lo contará a papá. Torna el pepino, cómetelo…

Elena Ivanovna y su hija siguieron andando. Rodion fue tras ellas largo trecho, intentando decirles algo afectuoso y convincente. Pero al fin se dio cuenta de que, ensimismadas, taciturnas, no le hacían caso, y se detuvo.

Siguiólas largo rato con la mirada, haciéndose sombra con la mano en los ojos. Y no se decidió a tornar a la aldea hasta que desaparecieron en el bosque.

 

IV

El ingeniero estaba cada día más nervioso, más irritable, y en cualquier pequeñez veía un robo, un atentado. Hasta durante el día la puerta de la finca estaba cerrada con candado. De noche la guardaban dos centinelas. El ingeniero se negó categóricamente a emplear en ningún trabajo a los campesinos de Obruchanovo.

El mal humor del señor Kucheroy subió de punto con motivo de algunas raterías. Un día, un campesino -o acaso un obrero de los que trabajaban en la construcción del puente- colocó en el coche unas ruedas viejas y se llevó las nuevas; algún tiempo después desaparecieron algunas guarniciones.

Hasta la gente de la aldea estaba indignada. Y cuando pidió que se procediese a un registro en casa de los Zichkov y en casa de Volodka, los objetos robados fueron encontrados en el jardín del ingeniero; no cabía duda de que el ladrón, temeroso del registro solicitado, los había llevado allí.

Una tarde, unos campesinos que volvían del bosque tornaron a encontrarse con el ingeniero. El señor Kucherov se detuvo, sin saludarles, y mirando severamente tan pronto a uno como a otro, habló de esta manera:

– Les he rogado que no cojan setas en mi parque, y, no obstante, sus mujeres vienen al salir el Sol y se las llevan todas; de modo que no queda ninguna para mi mujer y mis hijos. No hacen ningún caso de mis ruegos. Las súplicas y las reflexiones son inútiles con ustedes.

Claváronse sus airados ojos en Rodion, y añadió:

– Yo y mi mujer los hemos tratado humanamente, como a hermanos, y ustedes, en cambio… Pero ¿para qué gastar saliva?… No habrá más remedio que romper con ustedes toda clase de relaciones.

Y haciendo visibles esfuerzos para no dejarse arrastrar por la cólera, les volvió la espalda a los campesinos y se fue.

Cuando llegó a casa, Rodion oró ante el icono; se quitó las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer.

– Sí… -dijo tras un corto silencio-. Acabamos de toparnos con el ingeniero… Ha visto al salir el Sol a las mujeres de la aldea… Y está enfadado porque no les llevan setas a su mujer y a sus hijos… Luego me ha mirado y me ha dicho no sé qué de relaciones… Sin duda quieren ayudarnos… Como están enterados de nuestra miseria… ¡Dios se lo pague!

Estefanía se persignó y suspiró.

– Son unos señores muy buenos… Ven nuestra pobreza y quieren hacer algo por nosotros. La Santísima Virgen nos envía ese auxilio para nuestra vejez…

El 14 de septiembre era la fiesta del Patrón de la aldea. Los Zichkov, padre e hijo, atravesaron el río muy de mañana, se metieron en la taberna y volvieron por la tarde borrachos perdidos. Paseáronse un rato por la aldea, cantando y jurando; se pegaron luego, y, por último, corrieron a la finca del ingeniero para querellarse uno contra otro.

Entró delante Zichkov padre con un garrote en la mano. En el patio se detuvo tímidamente y se quitó la gorra. En aquel momento el ingeniero y su familia tomaban el té en la terraza.

– ¿Qué se te ofrece? -le gritó el ingeniero.

– ¡Excelencia! ¡Noble señor! -clamó Zichkov, echándose a llorar-. ¡Apiádese de un pobre viejo!… Mi hijo es un bruto; no puedo ya sufrirle… Me ha arruinado, y ahora me pega…

En esto entró en el jardín Zichkov hijo, destocado y, como su padre, con un garrote en la mano. Se detuvo y dirigió una mirada estúpida, de beodo, a la terraza.

– No tengo que ver con sus riñas -dijo el ingeniero-. Vayan a ver al juez o al jefe del distrito.

– ¡Ya he estado en todas partes! -contestó el viejo sollozando-. Ni siquiera me escuchan. ¿Qué recurso me queda?… ¡Mi propio hijo puede pegarme… y matarme si quiere! Matar a su padre… ¡A su propio padre!

Levantó el garrote y le asestó a su hijo un palo en la cabeza. El otro descargó sobre el cráneo calvo del viejo un garrotazo tal que por poco se lo abre. Zichkov padre ni siquiera se tambaleó. Su garrote volvió a levantarse y a contundir la testa filial.

Durante un rato, uno frente a otro, apaleáronse la cabeza metódicamente. Diríase que la contienda era un juego en que cada uno guardaba su turno.

Desde el otro lado de la verja contemplaban la escena otros habitantes de la aldea: hombres, mujeres, niños. Contemplábanla como un espectáculo al que estuviesen habituados desde hacía tiempo. Habían venido a saludar al ingeniero con motivo de la fiesta; pero al ver a los Ziclikov pegarse no se atrevieron a entrar.

A la mañana siguiente, Elena Ivanovna se fue con los niños a Moscú.

Se corrió la voz de que el ingeniero vendía «Quinta Nueva».

 

V

Todo el mundo se ha acostumbrado al puente, y les es ya difícil a los aldeanos imaginarse sin puente el río en aquel sitio.

Su construcción terminó hace tiempo. Se oye con gran frecuencia el ruido sordo del tren que por él pasa.

«Quinta Nueva» fue puesta en venta y la compró un alto empleado público, que la visita con su familia los días de fiesta, toma té en la terraza y regresa a la ciudad. El indicado personaje les impone a los campesinos un gran respeto, hasta por su manera prócer de hablar y de toser, y cuando lo saludan quitándose la gorra ni siquiera se digna a contestar al saludo.

En la aldea ha envejecido todo el mundo. Kozov se murió. En casa de Rodion ha aumentado el número de niños; Volodka tiene ahora una larga barba roja. La familia sigue muy pobre.

A principios de la primavera, los campesinos suelen tener trabajo en la estación del ferrocarril, donde sierran y cepillan madera. Terminada la faena vuelven a sus casas, tardo el paso, en la faz la luz del Sol poniente. En las frondas de junto al río cantan los ruiseñores. Al pasar por delante de «Quinta Nueva» los campesinos miran prolongadamente a la casa, toda en silencio y como muerta, sobre cuyos tejados vuelan, doradas por el Sol, las palomas.

Rodion, las Zichkov, padre e hijo, Volodka y los demás recuerdan los caballos blancos del ingeniero, los cohetes, los farolillos de colores de la barca, los ponneys; y piensan en Elena Ivanovna, bella, elegante, que iba con frecuencia a la aldea y les hablaba con tanto cariño. Nada de aquello existe ya: todo se ha evaporado como un sueño o un cuento de hadas.

Siguen caminando, unos juntos a otros, cansados, ensimismados, taciturnos.

Los aldeanos -piensan- son, al fin y al cabo, gente buena, temerosa de Dios; Elena Ivanovna era bonísima, muy cariñosa, inspiraba afecto y confianza, y, sin embargo… Sin embargo, no pudieron ponerse de acuerdo y se separaron como enemigos. ¿Por qué? ¿Porque todas aquellas mezquinas naderías -la intrusión de unos caballos en un prado, el hurto de unas guarniciones…- lo echaron todo a perder? ¿Y por qué la gente de la aldea vive bien avenida con el nuevo propietario, que ni siquiera les contesta el saludo?

No saben qué contestar a estas preguntas.

Sólo Volodka murmura algo.

– ¿Qué dices? -le pregunta Rodion.

– Digo que maldita la falta que nos hacía el puente -contesta con hosca aspereza-, y que podíamos seguir sin él.

Ningún campesino le responde. Continúan andando en silencio, encorvados, cabizbajos.

El trágico – Antón Chéjov

Se celebraba el beneficio del trágico Fenoguenov.

La función era un éxito. El trágico hacía milagros: gritaba, aullaba como una fiera, daba patadas en el suelo, se golpeaba el pecho con los puños de un modo terrible, se rasgaba las vestiduras, temblaba en los momentos patéticos de pies a cabeza, como nunca se tiembla en la vida real, jadeaba como una locomotora.

Ruidosas salvas de aplausos estremecían el teatro. Los admiradores del actor le regalaron una pitillera de plata y un ramo de flores con largas cintas. Las señoras lo saludaban agitando el pañuelo, y no pocas lloraban.

Pero la más entusiasmada de todas por el espectáculo era la hija del jefe de la policía local, Macha. Sentada junto a su padre, en primera fila, a dos pasos de las candilejas, no quitaba ojo del escenario y estaba conmovidísima. Sus finos brazos y sus piernas temblaban, sus ojos se arrasaban en lágrimas, sus mejillas perdían el color por momentos. ¡Era la primera vez en su vida que asistía a una función de teatro!

– ¡Dios mío, qué bien trabajan! ¡Es admirable! -le decía a su padre cada vez que bajaba el telón-. Sobre todo, Fenoguenov ¡es tremendo!

Su entusiasmo era tan grande, que la hacía sufrir. Todo le parecía encantador, delicioso: la obra, los artistas, las decoraciones, la música.

– ¡Papá! -dijo en el último entreacto-. Sube al escenario e invítalos a todos a comer en casa mañana.

Su padre subió al escenario, estuvo amabilísimo con todos los artistas, sobre todo con las mujeres, e invitó a los actores a comer.

– Vengan todos, excepto las mujeres -le dijo por lo bajo a Fenoguenov-. Mi hija es aún demasiado joven…

Al día siguiente se sentaron a la mesa del jefe de policía el empresario Limonadov, el actor cómico Vodolasov y el trágico Fenoguenov. Los demás, excusándose cada uno como Dios les dio a entender, no acudieron.

La comida fue aburridísima. Limonadov, desde el primer plato hasta los postres, estuvo hablando de su estimación al jefe de policía y a todas las autoridades. De sobremesa, Vodolasov lució sus facultades cómicas imitando a los comerciantes borrachos y a los armenios, y Fenoguenov, un ucranio de elevada estatura, ojos negros y frente severa, recitó el monólogo de Hamlet. Luego, el empresario contó, con lágrimas en los ojos, su entrevista con el anciano gobernador de la provincia, el general Kaniuchin.

El jefe de policía escuchaba, se aburría y se sonreía bonachonamente. Estaba contento, a pesar de que Limonadov olía mal y Fenoguenov llevaba un frac prestado, que le venía ancho, y unas botas muy viejas. Placíanle a su hija, la divertían, y él no necesitaba más. Macha, por su parte, miraba a los artistas llena de admiración, sin quitarles ojo. ¡En su vida había visto hombres de tanto talento, tan extraordinarios! Por la noche fue de nuevo al teatro con su padre.

Una semana después, los artistas volvieron a comer en casa del funcionario policíaco. Y las invitaciones, ora a comer, ora a cenar, fueron menudeando, hasta llegar a ser casi diarias. La afición de Macha al arte teatral subió de punto, y no había función a la que no asistiese la joven.

La pobre muchacha acabó por enamorarse de Fenoguenov.

Una mañana, aprovechando la ausencia de su padre, que había ido a la estación a recibir al arzobispo, Macha se escapó con la compañía, y en el camino se casó con su ídolo Fenoguenov. Celebrada la boda, los artistas le dirigieron una larga carta sentimental al jefe de policía. Todos tomaron parte en la composición de la epístola.

– ¡Ante todo, exponle los motivos! -le decía Limonadov a Vodolasov, que redactaba el documento-. Y hazle presente nuestra estimación: ¡los burócratas se pagan mucho de estas cosas!… Añade algunas frases conmovedoras, que lo hagan llorar…

La respuesta del funcionario sorprendió dolorosamente a los artistas: el padre de Macha decía que renegaba de su hija, que no le perdonaría nunca el «haberse casado con un zascandil idiota, con un ser inútil y ocioso».

Al día siguiente, la joven le escribía a su padre:

«¡Papá, me pega! ¡Perdónanos!»

Sí, Fenoguenov le pegaba, en el escenario, delante de Limonadov, de la doncella y de los lampistas. No le podía perdonar el chasco que se había llevado. Se había casado con ella, persuadido por los consejos de Limonadov.

– ¡Sería tonto -le decía el empresario- dejar escapar una ocasión como ésta! Por ese dinero sería yo capaz, no ya de casarme, de dejar que me deportasen a la Siberia. En cuanto te cases construyes un teatro, y hete convertido en empresario de la noche a la mañana.

Y todos aquellos sueños habíanse trocado en humo: ¡el maldito padre renegaba de su hija y no le daba un cuarto!

Fenoguenov apretaba los puños y rugía:

– ¡Si no me manda dinero le voy a pegar más palizas a la niña!…

La compañía intentó trasladarse a otra ciudad a hurto de Macha y zafarse así de ella. Los artistas estaban ya en el tren, que se disponía a partir, cuando llegó la pobre, jadeante, a la estación.

– He sido ofendido por su padre de usted -le declara Fenoguenov-, y todo ha concluido entre nosotros.

Pero, ella, sin preocuparse de la curiosidad que la escena había despertado entre los viajeros, se postró ante él y le tendió los brazos, gritándole:

– ¡Lo amo a usted! ¡No me abandone! ¡No puedo vivir sin usted!

Los artistas, tras una corta deliberación, consintieron en llevarla con ellos en calidad de partiquina.

Empezó por representar papeles de criada y de paje; pero cuando la señora Beobajtova, orgullo de la compañía, se escapó, la reemplazó ella en el puesto de primera ingenua. Aunque ceceaba y era tímida, no tardó, habituada a la escena, en atraerse las simpatías del público. Fenoguenov, con todo, seguía considerándola una carga.

– ¡Vaya una actriz! -decía-. No tiene figura ni maneras, y además es muy bestia.

Una noche la compañía representaba Los bandidos, de Schiller. Fenoguenov hacía de Franz y Macha de Amalia. Él gritaba, aullaba, temblaba de pies a cabeza; Macha recitaba su papel como un escolar su lección.

En la escena en que Franz le declara su pasión a Amalia, ella debía echar mano a la espada, rechazar a Franz y gritarle: «¡Vete!» En vez de eso, cuando Fenoguenov la estrechó entre sus brazos de hierro, se estremeció como un pajarito y no se movió.

– ¡Tenga usted piedad de mí! -le susurró al oído-. ¡Soy tan desgraciada!

– ¡No te sabes el papel! -le silbó colérico Fenoguenov- ¡Escucha al apuntador!

Terminada la función, el empresario y Fenoguenov sentáronse en la caja y se pusieron a charlar.

– ¡Tu mujer no se sabe los papeles! -se lamentó Limonadov.

Fenoguenov suspiró y su mal humor subió de punto.

Al día siguiente, Macha, en una tiendecita de junto al teatro, le escribía a su padre:

«¡Papá, me pega! ¡Perdónanos! Mándanos dinero.»

El teléfono – Antón Chéjov

“Operadora. ¿Puedo ayudarlo?”, dice una voz de mujer.

“Comuníqueme con el Hotel Slavyansky Bazaar”.

“Conectando”.

Después de tres minutos escucho un repique… Pego el auricular a mi oreja y oigo un sonido de un carácter todavía indeterminado; como el viento soplando, u hojas secas dispersándose por el piso… Alguien parece estar susurrando.

“¿Tiene habitaciones disponibles?”, le pregunto.

“Nadie está en casa”, replica vacilante una pequeña voz infantil. “Mami y papi fueron a ver a Serpahima Petrovna y Louisa Frantevna ha contraído gripe”.

“¿Y quien eres tú? ¿Eres del Hotel Slavyansky Bazaar?”

“Soy Seryozha. Mi papi es doctor. Ve a las personas por la mañana”.

“Ah. Escucha, dulzura, no necesito un doctor. Quiero el Slavyansky Bazaar”.

“¿Qué Bazaar?” (Risa) “¡Ahora sé quien eres. Eres Pavel Andreich. Nos llegó carta de Katya!” (Risa). “Ella va a casarse con un oficial. ¿Cuándo vas comprarme algunos pantalones?”

Cerré el teléfono y después de diez minutos intenté de nuevo.

“Con el Slavyansky Bazaar”.

“¡Al fin!” replica una voz ronca, grave. “¿Está Fuchs contigo?”

“¿Quien en la tierra es Fuchs? Yo quiero el Hotel Slavyansky Bazaar”.

“Estás hablando con el Slavyansky Bazaar. ¡Eso es maravilloso! Podemos concluir todos nuestros negocios hoy. Estaré aquí. Hazme un favor y ordéname una porción de esturión condimentado con especias. Todavía no he almorzado”.

“Phhh. ¡Sabrá Dios lo que está pasando!”, pensé, y una vez más abandoné el teléfono. “Quizás no sepa realmente cómo usar un teléfono y me esté confundiendo. Espera un minuto. Déjame pensar cuidadosamente la manera de hacerlo. Primero hay que darle la vuelta a esta cosa, luego se descuelga este objeto y se coloca en la oreja… Luego… ¿Qué es lo siguiente?. Tienes que colgar esta cosa en este lado y luego debes darle la vuelta al discado tres veces. Me parece que es justo lo que he estado haciendo.

Disco otra vez. No hay repuesta. Marco con una especie de furia, aún arriesgándome a romper el aparato.

“¿Con quien hablo?” Le grito al teléfono. “Hable más fuerte”.

“Timothi Vaksin e hijos. Manufacturas de…”

“Gracias, muchas gracias. No necesito ninguno de sus productos”.

“¿Es Sitchov? Mitchell ya nos dijo que…”

Cuelgo y una vez más me someto a una revisión cuidadosa. ¿Puedo estar haciendo todo en forma incorrecta? Leo las instrucciones otra vez, me fumo un cigarrillo y trato luego nuevamente. No hay respuesta.

“Supongo que los teléfonos del Slavyansky Bazaar deben estar fuera de servicio”, pienso dentro de mí. “Trataré en cambio con La Ermita”.

Leo cuidadosamente las instrucciones sobre cómo obtener mejores resultados con el cuadro telefónico, y luego disco.

“Comuníqueme con La Ermita”. Disparo al máximo de mi voz: “LA ER-MI-TA”

Se van cinco minutos. Diez minutos. Mi resistencia está cercana al punto de ruptura, luego súbitamente, ¡hurra! Escucho que repica.

“¿Quien está ahí?”

“Es el cuadro telefónico”.

“¡Prrrrr! Deme La Ermita.¡Por el bien de Cristo!”

“¿Fereynah?”

“LA ER-MI-TA”.

“Tratando de conectarlo”.

Por fin parece que mis sufrimientos está llegando a su final. Estoy a punto de sudar.

Suena la campanilla. Me acerco la bocina y chillando dentro de ella: “¿Tiene una habitación sencilla?”

“Mami y papi fueron a ver a Serpahima Petrovna y Louisa Frantevna ha contraído gripe. Nadie está en casa.”

“¿Eres Seryozha?”

“Soy yo- ¿Quien está ahí?” (Risa). “¿Pavel Andreich? ¿Por qué no viniste ayer en la tarde?” (Risa) “Papi nos dio un farol chino. Lo puso en el sombrero de Mami y pretendió ser Avdotya Nikolaevna…”

Repentinamente, la voz de Seryozha desaparece y desciende el silencio. Me quito el auricular y disco durante tres minutos sin parar, hasta que mis dedos me empiezan a doler. Disparo dentro de la máquina: “¡Con La Ermita! El restaurante de la plaza Trubniy. ¿Puede oírme o no?”

“Ciertamente puedo escucharlo, señor. Pero esta no es La Ermita. Este es el Slavyansky Bazaar.”

“Es realmente el Slavyansky Bazaar?

“En efecto, señor. El Slavyansky Bazaar a sus órdenes”.

“Vaya. No puedo entenderlo. ¿Tiene habitaciones disponibles?”

“Verificaré para usted en un momento, señor”.

Pasa un minuto. Pasan varios minutos. A través del auricular pasa un ligero sonido lluvioso.

“Dígame. ¿Tiene habitaciones libres o no?”

“¿Qué es lo que desea exactamente?” Me pregunta una voz de mujer.

“¿Es el Slavyansky Bazaar?”

“Esta es la centralita. ¿Como puedo ayudarlo?”

(Continuación ad infinitum.)

El talento – Antón Chéjov

El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, está sentado en la cama, sumido en una dulce melancolía matutina.

Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!

Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo lo consuela pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.

La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta se trasladarán a la ciudad.

La viuda del oficial no está en casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.

Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de cosas. Habla por los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el cuello, en las narices, en las orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para siempre.

Yegar Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:

-No puedo casarme.

-¿Pero por qué? -suspira ella.

-Porque un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas debemos ser libres.

-¿Y no lo sería usted conmigo?

-No me refiero precisamente a este caso… Hablo en general. Y digo tan sólo que los artistas y los escritores célebres no se casan.

-¡Sí, usted también será célebre, Yegor Savich! Pero yo… ¡Ah, mi situación es terrible!… Cuando mamá se entere de que usted no quiere casarse, me hará la vida imposible. Tiene un genio tan arrebatado… Hace tiempo que me aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, aún no le ha pagado usted el cuarto… ¡Menudos escándalos me armará!

-¡Que se vaya al diablo su mamá de usted! Piensa que no voy a pagarle?

Yegor Savich se levanta y empieza a pasearse por la habitación.

-¡Yo debía irme al extranjero! -dice.

Le asegura a la muchacha que para él un viaje al extranjero es la cosa más fácil del mundo: con pintar un cuadro y venderlo…

-¡Naturalmente! -contesta Katia-. Es lástima que no haya usted pintado nada este verano.

-¿Acaso es posible trabajar en esta pocilga? -grita, indignado, el pintor-. Además, ¿dónde hubiera encontrado modelos?

En este momento se oye abrir una puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba la vuelta de su madre de un momento a otro, echa a correr. El artista se queda solo. Sigue paseándose por la habitación. A cada paso tropieza con los objetos esparcidos por el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los mujiks cuyos servicios ha ido a solicitar. Para templar el mal humor que le produce oírla, abre la alacena, donde guarda una botellita de vodka.

-¡Puerca! -le grita a Katia la viuda del oficial- ¡Estoy harta de ti! ¡Que el diablo te lleve!

El pintor se bebe una copita de vodka, y las nubes que ensombrecían su alma se van disipando. Empieza a soñar, a hacer espléndidos castillos en el aire.

Se imagina ya célebre, conocido en el mundo entero. Se habla de él en la Prensa, sus retratos se venden a millares. Se halla en un rico salón, rodeado de bellas admiradoras… El cuadro es seductor, pero un poco vago, porque Yegor Savich no ha visto ningún rico salón y no conoce otras beldades que Katia y algunas muchachas alegres. Podía conocerlas por la literatura; pero hay que confesar que el pintor no ha leído ninguna obra literaria.

-¡Ese maldito samovar! -vocifera la viuda-. Se ha apagado el fuego. ¡Katia, pon más carbón!

Yegor Savich siente una viva, una imperiosa necesidad de compartir con alguien sus esperanzas y sus sueños. Y baja a la cocina, donde, envueltas en una azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.

-Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo, hago lo que me da la gana, no dependo de nadie, nadie manda en mí. ¡Soy libre como un pájaro! Y, no obstante, soy un hombre útil, un hombre que trabaja por el progreso, por el bien de la humanidad.

Después de almorzar, el artista se acuesta para «descansar» un ratito. Generalmente, el ratito se prolonga hasta el oscurecer; pero esta tarde la siesta es más breve. Entre sueños, siente nuestro joven que alguien le tira de una pierna y lo llama, riéndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su camarada Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las cercanías, dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.

-¡Tú por aquí! -exclama Yegor Savich con alegría, saltando de la cama- ¿Cómo te va, muchacho?

Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil preguntas…

-Habrás pintado cuadros muy interesantes -dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.

-Sí, he pintado algo… ¿y tú?

Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la cama un lienzo, no concluido, aún, cubierto de polvo y telarañas.

-Mira -contesta-. Una muchacha en la ventana, después de abandonarla el novio… Esto lo he hecho en tres sesiones.

En el cuadro aparece Katia, apenas dibujada, sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardincillo y un remoto horizonte azul.

Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.

-Sí, hay expresión -dice-. Y hay aire… El horizonte está bien… Pero ese jardín…, ese matorral de la izquierda… son de un colorido un poco agrio.

No tarda en aparecer sobre la mesa la botella de vodka.

Media hora después llega otro compañero: el pintor Kostilev, que se aloja en una casa próxima. Es especialista en asuntos históricos. Aunque tiene treinta y cinco años, es principiante aún. Lleva el pelo largo y una cazadora con cuello a lo Shakespeare. Sus actitudes y sus gestos son de un empaque majestuoso. Ante la copita de vodka que le ofrecen sus camaradas hace algunos dengues; pero al fin se la bebe.

-¡He concebido, amigos míos, un asunto magnífico! -dice-. Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a Calígula, a uno de los monstruos de la antigüedad, y oponerle la idea cristiana. ¿Comprenden? A un lado, Roma; al otro, el cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la expresión del espíritu, del nuevo espíritu cristiano.

Los tres compañeros, excitados por sus sueños de gloria, van y vienen por la habitación como lobos enjaulados. Hablan sin descanso, con un fervoroso entusiasmo. Se les creería, oyéndolos, en vísperas de conquistar la fama, la riqueza, el mundo. Ninguno piensa en que ya han perdido los tres sus mejores años, en que la vida sigue su curso y se los deja atrás, en que, en espera de la gloria, viven como parásitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que aspiran al título de genio, los verdaderos talentos son excepciones muy escasas. No tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de los artistas los sorprende la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa ley implacable suspendida sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de esperanzas.

A las dos de la mañana, Kostilev se despide y se va. El paisajista se queda a dormir con el pintor de género.

Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua a la cocina. En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos cruzadas sobre las rodillas, con los ojos fijos en el techo, está Katia soñando…

-¿Qué haces ahí? -le pregunta, asombrado, el pintor- ¿En qué piensas?

-¡Pienso en los días gloriosos de su celebridad de usted! -susurra ella-. Será usted un gran hombre, no hay duda. He oído su conversación de ustedes y estoy orgullosa.

Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios que se ha creado.

El misterio – Antón Chéjov

La noche del primer día de Pascua, el consejero de Estado Navaguin, después de haber hecho sus visitas, tornó a su casa y tomó en la antesala el pliego de papel en donde los visitantes de aquel día habían puesto sus firmas. Se mudó de traje, bebió un vaso de agua de seltz, se sentó cómodamente en una butaca y comenzó la lectura de aquellas firmas. Al llegar a la mitad del primer pliego se estremeció y dio muestras de asombro.

-¡Otra vez! -exclamó golpeándose la rodilla-. ¡Es pasmoso! ¡Otra vez ha firmado ese diablo de Fedinkof, que nadie conoce!

Entre las numerosas firmas había, en efecto, la de un Fedinkof. ¿Qué clase de pájaro era ese Fedinkof? Navaguin, decididamente, lo ignoraba. Pasó mentalmente revista a los nombres de sus parientes, de sus subordinados; exploró en el fondo de su memoria su pasado más lejano, y nada descubrió parecido, ni remotamente, al nombre de Fedinkof. Lo más extraordinario era que, en los últimos trece años, ese incógnito Fedinkof aparecía fatalmente en ocasión de cada Pascua de Navidad y de cada Pascua florida. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué representa? Nadie lo sabía, ni Navaguin, ni su mujer, ni el portero.

-¡Esto es increíble! -se decía Navaguin paseándose por el gabinete-; ¡es extraordinario e incomprensible!… ¡Llamen al conserje! -gritó asomándose a la puerta-. ¡Esto es diabólico! No importa; yo he de averiguar quién es… ¡Oye, Gregorio! -añadió dirigiéndose al conserje-; otra vez ha firmado ese Fedinkof. ¿Lo has visto?

-No, señor -contestó el conserje.

-Sin embargo, él ha firmado, lo cual prueba que estuvo en la portería.

-No, señor, no estuvo.

-Pero ¿cómo pudo firmar sin venir a la portería?

-Eso yo no lo sé.

-Entonces, ¿quién lo ha de saber? Acaso te duermes y no ves quién entra. Procura acordarte. Piénsalo bien.

-No, señor, ninguna persona desconocida ha franqueado la entrada. Vinieron nuestros empleados; también vino la baronesa, con objeto de visitar a la señora; asimismo vino el clero de la iglesia vecina con el crucifijo; y nadie más.

-Así, pues, Fedinkof, para firmar, se hizo invisible.

-No lo puedo saber; lo que sí sé es que no había entre los visitantes ningún Fedinkof; esto lo juraría delante de Cristo.

«¡Increíble! ¡Incomprensible! ¡Ex-tra-or-di-na-rio! -reflexionó Navaguin-. ¡Hasta tiene algo de cómico! Por espacio de trece años viene un hombre, firma, y no hay modo de averiguar quién es. ¿Será una broma? ¿Será que alguno de mis empleados, por bromear, escribe el nombre de Fedinkof?»

Navaguin emprendió el estudio de la firma de Fedinkof; la rúbrica, floreada, llena de rasgos y de curvas, al modo antiguo, no se parecía a ninguna de las otras rúbricas. Figuraba junto a la del secretario Stutchkin, hombre modesto y de pocos ánimos, quien antes moriría de susto que permitirse broma tan osada.

-Otra vez ha firmado ese misterioso Fedinkof -dijo Navaguin, penetrando en el aposento de su esposa-, y tampoco ahora me ha sido posible averiguar quién es.

La señora de Navaguin era espiritista y explicaba cosas más inexplicables con la mayor sencillez del mundo.

-No veo en ello nada de extraordinario -repuso-; tú te empeñas en no creerlo; sin embargo, cuántas veces te he advertido que en la vida hay muchas cosas sobrenaturales, inaccesibles a nuestra comprensión. Estoy certísima de que el tal Fedinkof es un espíritu que siente simpatías por ti… En tu lugar, yo lo llamaría y le preguntaría qué es lo que desea.

-¡Vaya una sandez!

Navaguin no tenía preocupaciones; pero el acontecimiento en cuestión se le antojaba tan misterioso que su cabeza se llenó de ideas del otro mundo. Transcurrió la velada, y entretanto, meditó sobre si ese Fedinkof sería alguno de sus subordinados, arrojado del servicio por algún predecesor suyo, y que se vengaba en la persona de uno de los sucesores de aquél. O quién sabe si no es el deudo de algún escribiente despedido por el propio Navaguin. O acaso también el espíritu de alguna doncella por él seducida… Durante toda la noche, Navaguin vio en sueños a un empleado viejo, flaco, con uniforme ajado, la tez amarilla como un limón, pelos de punta y ojos de plato. El empleado, con voz de ultratumba, pronunciaba frases y enviaba gestos amenazadores.

Navaguin estuvo a punto de sufrir un ataque cerebral. Por espacios de dos semanas anduvo de un lado para otro en su habitación. Fruncía el entrecejo y callaba. Vencido su escepticismo, entró en la habitación de su mujer y le dijo con voz ronca:

-Zina, llama a Fedinkof.

La espiritista, regocijada, ordenó que le trajeran un trozo de cartón y un platillo, y procedió inmediatamente a sus manipulaciones. Fedinkof no se hizo esperar.

-¿Qué quieres? -le preguntó Navaguin.

-Arrepiéntete -contestó el platillo.

-¿Qué fuiste tú en la tierra?

-Yo erré mi camino.

-¿Ves? -le murmuró su mujer al oído-, ¡y tú no creías!

Navaguin conversó largamente con Fedinkof, luego con Napoleón, con Aníbal, con Ascotchensky, con su tía Claudia Zajarrovna; todos daban respuestas cortas, pero justas y de un sentido profundo. Cuatro horas duró este ejercicio. Navaguin acabó por dormirse, traspuesto y feliz, por haber entrado en contacto con un mundo nuevo y misterioso.

Diariamente se ocupó en el espiritismo, explicando a sus subalternos que existen muchas cosas sobrenaturales y milagrosas, dignas, desde mucho tiempo, de fijar la atención de los sabios. El hipnotismo, el medionismo, el bischopismo, el espiritismo, la cuarta dimensión y otros temas nebulosos acapararon completamente su atención. Consagraba días enteros, con el mayor júbilo por parte de su esposa, a la lectura de libros espiritistas; se entretenía con el platillo, con la mesa, y trataba de hallar explicación a los problemas sobrenaturales. Influidos por su verbosidad convincente, y deseosos de serle agradables, todos sus empleados dieron en dedicarse al espiritismo, y con tanto afán que uno de ellos se volvió loco, y hubo de expedir un telegrama concebido en estos términos:

«Al Infierno, en la Tesorería, siento que me transformo en espíritu malo; ¿qué debo hacer? -Respuesta pagada. Vasilio Krinolinski.»

Luego de haber leído algunos centenares de librejos espiritistas, Navaguin se vio poseído de la ambición de componer él mismo una obra. Al cabo de cinco meses de estudios y compilaciones, produjo un enorme manuscrito, con el nombre de «Lo que yo opino a mi vez», resolviendo mandarlo a una revista espiritista. El día en que tomó esta resolución fue para él un día memorable. Navaguin, en aquella hora trascendental, tenía a su lado a su secretario y al sacristán de la parroquia vecina, llamado para un menester urgente. El autor contempló con cariño su obra; la palpó, sonrió satisfecho, y dijo a su secretario:

-Supongo, Felipe Serguievitch, que habrá que expedir esto certificado; será más seguro -se volvió luego hacia el sacristán-. Amigo, te hice llamar porque, teniendo que mandar a mi hijo al colegio, necesito su partida de bautismo. Es preciso que me la procures cuanto antes.

-Perfectamente, excelencia -replicó el sacristán inclinándose-; perfectamente; comprendo lo que vuecencia desea.

-¿Puedes hacerlo para mañana?

-Perfectamente; puede vuecencia contar conmigo; mañana estará todo listo. Sírvase mandar alguien a la iglesia antes del Ángelus. Yo me encontraré allí, como de costumbre; que pregunten por Fedinkof.

-¿Cómo? -exclamó Navaguin pálido y estupefacto.

-Fedinkof.

-¿Tú eres Fedinkof? -preguntó Navaguin abriendo desmesuradamente los ojos.

-Así como suena: Fedinkof.

-¿Eres tú quien firmaba en los pliegos de mi antesala?

-Era yo, en efecto -confesó el sacristán, confuso y avergonzado-. Excelencia, cuando visitamos con el crucifijo a personajes de calidad, yo acostumbro a firmar… Esto me complace en extremo… Vuecencia me censurará; pero viendo en la antesala un pliego de papel destinado a recibir firmas, es indispensable que yo estampe allí mi nombre. Una fuerza oculta me impulsa a ello.

Mudo y entristecido, Navaguin se puso a caminar a grandes pasos.

Extendió la mano con ademán trágico; una sonrisa extraña asomó a sus labios, y con el dedo señaló algo en el espacio.

-Excelencia -dijo el secretario-, voy al correo para expedir el paquete.

Estas palabras llamaron de nuevo a Navaguin a la realidad. Miró alternativamente al secretario y al sacristán; se acordó de todo; pataleó y gritó en tono agudo:

-¡Déjame en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?

El secretario y el sacristán salieron rápidamente del gabinete, mientras el consejero de Estado seguía gritando con voz estentórea:

-¡Déjenme en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?…

El gordo y el flaco – Antón Chéjov

En una estación de ferrocarril de la línea Nikoláiev se encontraron dos amigos: uno, gordo; el otro, flaco.

El gordo, que acababa de comer en la estación, tenía los labios untados de mantequilla y le lucían como guindas maduras. Olía a Jere y a Fleure d’orange. El flaco acababa de bajar del tren e iba cargado de maletas, bultos y cajitas de cartón. Olía a jamón y a posos de café. Tras él asomaba una mujer delgaducha, de mentón alargado -su esposa-, y un colegial espigado que guiñaba un ojo -su hijo.

-¡Porfiri! -exclamó el gordo, al ver al flaco-. ¿Eres tú? ¡Mi querido amigo! ¡Cuánto tiempo sin verte!

-¡Madre mía! -soltó el flaco, asombrado-. ¡Misha! ¡Mi amigo de la infancia! ¿De dónde sales?

Los amigos se besaron tres veces y se quedaron mirándose el uno al otro con los ojos llenos de lágrimas. Los dos estaban agradablemente asombrados.

-¡Amigo mío! -comenzó a decir el flaco después de haberse besado-. ¡Esto no me lo esperaba! ¡Vaya sorpresa! ¡A ver, deja que te mire bien! ¡Siempre tan buen mozo! ¡Siempre tan perfumado y elegante! ¡Ah, Señor! ¿Y qué ha sido de ti? ¿Eres rico? ¿Casado? Yo ya estoy casado, como ves… Ésta es mi mujer, Luisa, nacida Vanzenbach… luterana… Y éste es mi hijo, Nafanail, alumno de la tercera clase. ¡Nafania, este amigo mío es amigo de la infancia! ¡Estudiamos juntos en el gimnasio!

Nafanail reflexionó un poco y se quitó el gorro.

-¡Estudiamos juntos en el gimnasio! -prosiguió el flaco-. ¿Recuerdas el apodo que te pusieron? Te llamaban Eróstrato porque pegaste fuego a un libro de la escuela con un pitillo; a mí me llamaban Efial, porque me gustaba hacer de espía… Ja, ja… ¡Qué niños éramos! ¡No temas, Nafania! Acércate más … Y ésta es mi mujer, nacida Vanzenbach… luterana.

Nafanail lo pensó un poco y se escondió tras la espalda de su padre.

-Bueno, bueno. ¿Y qué tal vives, amigazo? -preguntó el gordo mirando entusiasmado a su amigo-. Estarás metido en algún ministerio, ¿no? ¿En cuál? ¿Ya has hecho carrera?

-¡Soy funcionario, querido amigo! Soy asesor colegiado hace ya más de un año y tengo la cruz de San Estanislao. El sueldo es pequeño… pero ¡allá penas! Mi mujer da lecciones de música, yo fabrico por mi cuenta pitilleras de madera… ¡Son unas pitilleras estupendas! Las vendo a rublo la pieza. Si alquien me toma diez o más, le hago un descuento, ¿comprendes? Bien que mal, vamos tirando. He servido en un ministerio, ¿sabes?, y ahora he sido trasladado aquí como jefe de oficina por el mismo departamento… Ahora prestaré mis servicios aquí. Y tú ¿qué tal? A lo mejor ya eres consejero de Estado, ¿no?

-No, querido, sube un poco más alto -contestó el gordo-. He llegado ya a consejero privado… Tanto dos estrellas.

Súbitamente el flaco se puso pálido, se quedó de una pieza; pero en seguida torció el rostro en todas direcciones con la más amplia de las sonrisas; parecía que de sus ojos y de su cara saltaban chispas. Se contrajo, se encorvó, se empequeñeció… Maletas, bultos y paquetes se le empequeñecieron, se le arrugaron… El largo mentón de la esposa se hizo aún más largo; Nafanail se estiró y se abrochó todos los botones de la guerrera…

-Yo, Excelencia… ¡Estoy muy contento, Excelencia! ¡Un amigo, por así decirlo, de la infancia, y de pronto convertido en tan alto dignatario!¡Ji, ji!

-¡Basta, hombre! -repuso el gordo, arrugando la frente-. ¿A qué viene este tono? Tú y yo somos amigos de la infancia. ¿A qué viene este tono? Tú y yo somos amigos de la infancia, ¿a qué me vienes ahora con zarandajos y ceremonias?

-¡Por favor!… ¡Cómo quiere usted…! -replicó el flaco, encogiéndose todavía más, con risa de conejo-. La benevolente atención de Su Excelencia, mi hijo Nafanail… mi esposa Luisa, luterana, en cierto modo…

El gordo quiso replicar, pero en el rostro del flaco era tanta la expresión de deferencia, de dulzura y de respetuosa acidez, que el consejero privado sintió náuseas. Se apartó un poco del flaco y le tendió la mano para despedirse.

El flaco estrechó tres dedos, inclinó todo el espinazo y se rió como un chino: «¡Ji, ji, ji!» La esposa se sonrió.

Nafanail dio un taconazo y dejó caer la gorra. Los tres estaban agradablemente estupefactos.

El fracaso – Antón Chéjov

Ilia Sergeich Peplov y su mujer, Cleopatra Petrovna, escuchaban junto a la puerta con gran ansiedad. Al otro lado, en la pequeña sala, se desarrollaba, al parecer, una escena de declaración amorosa. Su hija Nataschenka se prometía en aquel momento con el profesor de la Escuela Provincial, Schupkin.

-Parece que pica -murmuraba Peplov, temblando de impaciencia y frotándose las manos-. Mira, Petrovna… Tan pronto como empiecen a hablar de sentimientos, descuelgas la imagen de la pared y entramos a bendecirlos… Quedarán cogidos. La bendición con la imagen es sagrada e irrevocable… Ni aunque acuda al juzgado podrá ya volverse atrás.

Al otro lado de la puerta estaba entablado el siguiente diálogo:

-¡Nada de su carácter!… -decía Schupkin, frotando una cerilla en sus pantalones a cuadros para encenderla-. Le aseguro que yo no fui quien escribió las cartas.

-¡Vamos no diga!… ¡Como si no conociera yo su letra! -reía la damisela lanzando grititos amanerados y mirándose al espejo a cada momento-. La reconocí en seguida. ¡Y qué cosa tan rara!… ¡Usted, profesor de caligrafía y haciendo esos garrapatos!… ¿Cómo va usted a enseñar a escribir a otros si escribe usted tan mal?…

-¡Hum!… Eso no significa nada, señorita. En el estudio de la caligrafía lo principal no es la clase de letra…, lo principal es mantener sujetos a los alumnos. A uno se le pega con la regla en la cabeza…, a otro se le pone de rodillas… ¡Pero la escritura! ¡Pchs!… ¡Eso es lo de menos!… Nekrasov era un escritor y daba vergüenza ver cómo escribía. En sus obras completas viene una muestra, ¡qué muestra!, de su caligrafía.

-Sí…, pero aquel era Nekrasov, y usted es usted… -un suspiro-. ¡A mí me hubiera encantado casarme con un escritor! ¡Se hubiera pasado el tiempo haciéndome versos!

-También yo puedo hacerle versos si lo desea.

-¿Y sobre qué sabe usted escribir?

-Sobre el amor…, sobre los sentimientos…. ¡Sobre sus ojos!… Cuando los lea usted se quedará asombrada. ¡Le harán verter lágrimas! Dígame: ¿si yo le escribiera unos versos llenos de poesía me daría a besar su manecita?

-¡Vaya una tontería!… ¡Ahora mismo si quiere! Bésela.

Schupkin se levantó de un brinco y con ojos que parecían prontos a saltársele apretó sus labios sobre la mano gordezuela que olía a jabón de huevo.

-¡Descuelga la imagen! -dijo apresuradamente Peplov, dando un codazo a su mujer, palideciendo de emoción y abrochándose los botones de la chaqueta-. ¡Anda, vamos! -y sin perder un segundo abrió la puerta de par en par-. ¡Hijos! -balbució, alzando las manos y con lágrimas en los ojos-. ¡Que el Señor los bendiga! ¡Hijos míos!… ¡Vivan! ¡Sean fructíferos y multiplíquense!…

-¡Yo!… ¡También yo los bendigo! -dijo la madre, llorando de felicidad-. ¡Sean dichosos, queridos míos! ¡Oh!… -prosiguió, dirigiéndose a Schupkin-. ¡Me arrebata usted mi único tesoro!… ¡Quiera a mi hija! ¡Mímela!…

La boca de Schupkin se abrió de asombro y de susto. El asalto de los padres había sido tan inesperado y tan atrevido que no podía pronunciar una sola palabra.

«Me han cogido… Me han cogido… -pensó, preso de espanto-. Te ha llegado el fin, hermano… Ya no te escaparás…» Y sumisamente presentó su cabeza, como diciendo: «¡Tómenla…, estoy vencido!»

-¡Los… ben.., bendigo… -prosiguió el padre; y empezó a llorar también-. ¡Natascheñka!… ¡Hija mía!… ¡Ponte a su lado!… ¡Petrovna, trae la imagen!

Pero en aquel momento el llanto del padre cesó y su rostro se alteró con furia.

-¡Zoquete!… ¡Cabeza huera! -dijo, dirigiéndose con enfado a su mujer-. ¿Es ésta acaso la imagen?…

-¡Ay, Dios mío!… ¡Virgen Santísima!…

¿Qué había ocurrido?… El profesor de caligrafía levantó temerosamente los ojos y se vio salvado. En su precipitación, la madre había descolgado equivocadamente de la pared el retrato del literato Lajechnikov. El viejo Peplov y su esposa Cleopatra, con él entre las manos, no sabían en su azoramiento qué hacer ni qué decir. El profesor de caligrafía aprovechó el momento de confusión y huyó.